Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
Ahora que Inga ya no era hija de Hinnerk, podía comprender mejor la ausencia de rencor de Bertha hacia su marido y quizá también su resignación. Además, ella siempre aceptaba las cosas tal cual venían, las manzanas permanecían allí donde cayeran y, como a ella le gustaba decir, casi nunca caían lejos del tronco. Después de que la propia Bertha se cayese del manzano a los sesenta y tres años y de que, como consecuencia de aquel accidente, los recuerdos comenzaran a alejarse y a caerse uno detrás de otro, se sometió a la desintegración sin luchar, con tristeza. Desde siempre, el destino se manifestaba en nuestra familia bajo la forma de una caída. Y de una manzana.
El señor Lexow hablaba pausadamente, con la mirada puesta en su vaso de leche. Entre tanto, empezaba a caer la tarde y habíamos encendido la lámpara de pantalla de paja que colgaba sobre la mesa de la cocina. Una noche, contó el señor Lexow emitiendo un suspiro, tras una jornada de un calor sofocante, salió a dar un paseo que lo llevaría, y no por casualidad, a pasar frente a la casa de los Deelwater.
La casa estaba sumida en la oscuridad. El había franqueado la entrada con la intención de bordear la casa y el granero en dirección al huerto. Como de pronto le pareció embarazoso encontrarse merodeando por allí, decidió seguir a paso rápido hasta el fondo del huerto con la idea de salir por la parte de atrás saltando la valla y regresar al camino de la esclusa a través del prado colindante. Pero, al pasar por debajo de la espesa fronda de un manzano, se le escapó un grito. Algo duro había impactado justo encima de su ojo izquierdo. No era una piedra, no era tan dura, sino húmeda, y aquella cosa reventó al rebotar en su sien izquierda. Una manzana.
Más bien los restos de una manzana. Faltaba la mitad inferior del fruto; la mitad superior, con su rabito, se encontraba partida en dos a sus pies. Lexow se quedó inmóvil, respirando de manera rápida y entrecortada. En el árbol sonó un crujido. Escrutó el espeso follaje sobre su cabeza, pero estaba demasiado oscuro. Carsten vislumbró algo grande y blanco que brillaba con luz tenue. Se oyó otro crujido y un violento temblor sacudió las ramas cuando la muchacha saltó del árbol y cayó al suelo con un ruido sordo. Aquel rostro estaba tan cerca que no pudo reconocerlo. El rostro se acercó aún más y besó a Carsten en la boca. El cerró los ojos. La boca era caliente y tenía sabor a manzana. A Boskoop. Y a almendra amarga. Un sabor que Carsten jamás olvidaría. Antes de que él pudiera decir algo, la boca de la muchacha se posó otra vez sobre la boca de Carsten, que le devolvió el beso; se hundieron en la hierba bajo el manzano y jadeando y con dedos torpes se desprendieron mutuamente de sus ropas. La ninfa de los bosques de Carsten no llevaba más que un camisón, por lo que no debería ser tan difícil liberarla; sin embargo, cuando dos personas tratan de desvestirse, de desvestirse la una a la otra pero a la vez de continuar besándose sin dejar de abrazarse ni un instante, no resulta tan fácil, sobre todo tratándose de dos jóvenes inexpertos en este tipo de cosas. Pero ellos hicieron eso y mucho más y la tierra se encendió a su alrededor, tanto que el manzano bajo el que yacían empezó a brotar por segunda vez, pese a que ya era junio.
Evidentemente, el señor Lexow no dio detalles sobre las caricias intercambiadas bajo el manzano y yo se lo agradecí, aunque las palabras que pronunció en voz baja pero con vehemencia, con la mirada fija en el vaso, suscitaron en mí imágenes que me parecían familiares, como si ya me las hubiesen contado alguna vez en otro momento, como si de niña hubiera oído esas palabras, tal vez durante una conversación entre adultos que hubiera seguido desde un escondite sin que se dieran cuenta y que solo ahora comprendía. Y fue así como la historia de Carsten Lexow se convirtió en parte de mi propia historia y en parte de mi historia sobre la historia de mi abuela y en parte de mi historia sobre la historia de mi abuela sobre la historia de tía Anna.
¿Habría gritado Carsten Lexow en algún momento el nombre de Bertha? Y la muchacha, ¿se habría entonces liberado de sus brazos para salir corriendo? ¿Habría advertido él el error al acariciar sus generosos senos? ¿Habría desistido entonces del abrazo? ¿Habrían continuado los dos hasta el final como si no supieran lo que el otro sabía para solo entonces separarse, sin decir palabra, y no volver a encontrarse jamás? Lo ignoraba, y probablemente jamás llegaría a saberlo. Pero lo que contaba toda la gente del pueblo, y lo que Rosmarie, Mira y yo habíamos oído muchas veces, era la historia del viejo manzano Boskoop del huerto de los Deelwater. Había empezado a florecer una cálida noche de verano y a la mañana siguiente estaba completamente blanco, como cubierto de escarcha. Sin embargo, esas magníficas flores eran tan endebles que aquella misma mañana tapizaron el suelo, en silencio, cubriéndolo con espesos copos. Todos los habitantes de la granja dieron vueltas alrededor del árbol, con respeto, con recelo, encantados o sencillamente sorprendidos. Solo Anna Deelwater no pudo verlo, debido a un catarro. Sentía un ligero ardor en la garganta y debía guardar cama. El ardor consumió las delicadas ramificaciones de sus bronquios y continuó extendiéndose hasta inflamarle los lóbulos de los pulmones, que finalmente dejaron de funcionar. Carsten Lexow jamás volvió a verla y, cuatro semanas después de que el manzano hubiese florecido, Anna estaba muerta. Un trágico caso de neumonía.
El señor Lexow consultó su reloj y preguntó si no sería hora de irse. Yo ignoraba qué hora era, pero tampoco sabía qué había sucedido después; a fin de cuentas, no habíamos entrado aún en su historia con Bertha. ¿O acaso debía irse? Advirtió mi titubeo y se levantó en el acto.
—Por favor, señor Lexow, aún no hemos acabado.
—No, es cierto, aunque tal vez sí por esta noche.
—Es posible. Pero solo por esta noche. ¿Podríamos volver a vernos mañana por la noche?
—No; tengo que asistir a una reunión del ayuntamiento.
—¿Mañana por la tarde entonces? ¿A la hora del café?
—Gracias, será un placer.
—Gracias a usted. Por la sopa. Y por la leche. Y por la casa, el jardín…
—No hay de qué, Iris, de verdad, usted sabe que soy yo quien tiene que darle las gracias y disculparse.
—Conmigo, desde luego, no tiene que disculparse. Además, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Por haber amado a mi abuela hasta su muerte? ¿Por la muerte de mi tía abuela Anna? ¡Solo faltaba!
—No, no es por eso que he de pedirle disculpas —me respondió con mirada fraternal.
Comprendí entonces por qué mi tía abuela Anna se había enamorado de él.
—Es por la copia de la llave que he conservado hasta hoy sin que nadie en su familia lo supiera, ni siquiera su tía Inga. Ella creía que yo no hacía más que echar de vez en cuando una mirada alrededor de la casa.
Sacó algo del bolsillo de su pantalón y, por segunda vez, me encontré con una enorme llave de latón cromado en la mano. El señor Lexow disponía, por lo visto, de un doble juego de llaves para muchas cosas, pensé yo mientras dejaba el pedazo de metal caldeado sobre la mesa de la cocina y acompañaba hasta la puerta al viejo maestro y pretendiente de mi abuela.
—¿Mañana entonces? ¿A la hora del café?
Hizo un breve gesto de despedida y bajó las escaleras de la entrada con paso algo torpe, desapareció un momento bajo las rosas y giró luego a la derecha hacia su bicicleta, que había dejado apoyada contra el muro de la casa. Oí el roce del caballete de la bici contra las losas y, poco después, el suave canturreo de la dinamo al pasar por la acera detrás del seto. Me quité los calcetines, cogí la llave que estaba colgada y fui a cerrar la cerca.
Atravesé el patio y salí al jardín, donde el espíritu de Bertha se manifestaba aquí y allá en la oscuridad. Su jardín había acabado transformándose en una más de aquellas grotescas prendas de lana que mi madre conservaba en el fondo del armario: agujeros abisales, matorrales exuberantes y, en algún lugar, un atisbo de patrón.
Anna amaba las Boskoop; Bertha, las Cox Orange.
¿Qué era lo que Bertha había querido decirle entonces a mi madre? ¿De qué se acordaba ella y cuáles eran las cosas que había dejado hundirse en el olvido? Lo olvidado jamás desaparece sin dejar huellas, atrae siempre la atención hacia su guarida. El beso de la muchacha, había dicho Lexow, sabía a manzana.
Cuando Bertha, un mes después del milagro de la floración estival del manzano, atravesó llorando el jardín vio que las grosellas rojas se habían vuelto blancas. Las negras seguían siendo negras. Todas las demás grosellas exhibían el color blanco grisáceo de la ceniza. Ese año hubo muchas lágrimas y una mermelada de grosellas particularmente buena.
Me desperté durante la noche porque tenía frío. Había dejado abiertas las puertas y ventanas de la habitación de Christa y entraba el aire nocturno. Volví a cubrirme con la manta y pensé en mi madre. Mi madre adoraba el frío. En la región de Baden, los veranos eran tan calurosos que ella había instalado un sistema de aire acondicionado en casa que, además, ponía al máximo. También enfriaba todas las bebidas con cubitos de hielo e iba a cada rato con un pequeño bol de vidrio al sótano, donde estaba el congelador, para buscar helado de vainilla. Sin embargo, cuando llegaba el invierno, los arenales, estanques, canales y brazos del viejo Rin se helaban mucho más rápidamente que los lagos de la húmeda llanura septentrional.
Y entonces salía a patinar sobre el hielo.
Mi madre patinaba como nadie. No era especialmente graciosa, no bailaba, no, volaba; corría, ardía sobre el hielo. Mi abuelo le había comprado cuando era pequeña un par de patines blancos. El mismo estaba orgulloso de sus propias aptitudes para el patinaje, aunque solo le servían para deslizarse con agilidad hacia adelante y desplazarse hacia atrás con movimientos ondulatorios. También sabía describir grandes círculos cruzando la pierna del lado exterior por delante de la del interior. Sin embargo, eso que su hija Christa hacía sobre el hielo no se lo había enseñado él. Con los brazos en jarras, trazaba amplios ochos inclinándose en las curvas, tomaba impulso y como una salvaje, con las rodillas flexionadas, daba seis o siete saltos y en cada salto hacía un semigiro que barría hacia atrás y hacia adelante la brillante superficie. O bien giraba sobre una pierna, alzando los puños enguantados hacia el cielo invernal, con las trenzas hechas un remolino. Hinnerk se había preguntado al principio si debía tolerarle aquellas maneras al patinar. Era algo tan ostentoso que llamaba la atención. Pero luego creyó adivinar envidia en los cuchicheos de la gente y eso le reafirmó el orgullo acerca del singular comportamiento de su hija sobre el hielo, tanto más cuanto ella se mostraba muy sensata, dulce y complaciente, y siempre dedicada a hacerle a él, a Hinnerk, su amado padre, la vida agradable.
Mi madre había conocido a mi padre sobre el río Lahn helado. Ambos cursaban estudios en Marburgo, Christa de Historia y Deporte y mi padre, de Física. Mi padre, obviamente, no podía no haberse fijado en mi madre patinando sobre el hielo. En los puentes sobre el río se formaban a veces pequeños grupos de gente que tampoco podían pasar de largo. Todos fijaban la mirada en la alta silueta, de la que no era posible decir a primera vista si era femenina o masculina. En aquellos estrechos pantalones marrones, las piernas eran las de un muchacho, al igual que los hombros, aquellas manos grandes ocultas en enormes manoplas y los cortos cabellos castaños bajo un gorro de lana. Christa se había cortado las trenzas antes del primer año académico. Solo las caderas fueran tal vez demasiado anchas para un hombre, o aquellas mejillas rojas demasiado lisas, y la línea que iba del lóbulo de la oreja a la mandíbula inferior y hasta el cuello mostraba una curva tan suave que mi padre se preguntaba si describía una parábola o más bien una curva senoidal. Y se descubría preguntándose a sí mismo cómo y hasta dónde podría prolongarse aquella curva bajo el grueso chal de lana azul celeste.
Mi padre, Dietrich Berger, tardó un tiempo en dirigirle la palabra a la joven patinadora. Le bastaba con ir todas las tardes hasta las orillas del Lahn y observarla. Él era el menor de cuatro hijos y, en aquel entonces, aún vivía en casa de su madre. Dado que su hermano mayor ya se había ido de casa y que su madre era viuda, el papel de cabeza de familia había recaído en él. Pero lo asumía con valentía. Aquella responsabilidad no le pesaba demasiado debido, tal vez, al hecho de que probablemente jamás se le hubiera ocurrido cuestionarla. Sus hermanas se burlaban, protestaban y se reían de él cuando salían por la noche y mi padre les decía la hora a la que tenían que estar en casa, aunque, en el fondo, estaban encantadas de que se hubiera hecho cargo de la familia.
A la madre de mi padre apenas la conocí. Había muerto cuando yo aún era muy pequeña y tan solo recordaba su falda de lana recia y sus enaguas de tafetán, que producían un sonido melodioso al rozar sobre sus pantis. Una santa dulzura, decía de ella tía Inga. Mi madre, en cambio, veía las cosas de otra manera: decía que su suegra había desatendido el propio hogar de tanto matarse a trabajar para otras familias. Su casa no estaba bien atendida, casi nunca cocinaba, por no hablar de los hijos, de quienes se habría podido ocupar un poco más. Mi padre era muy puntilloso, amaba el orden sistemático, la disposición racional de las cosas basada en la economía de movimiento y la limpieza eficiente. El caos le causaba un dolor físico y, por ello, casi todas las noches ponía orden en el desorden dejado por su madre. Gracia, donaire y sentido del humor no eran parte de la herencia que la madre, en su tierna santidad, les había dejado a sus cuatro hijos. Mi padre aprendió a divertirse —y a divertir a los demás— más tarde, gracias a mi madre, mucho después de que por fin se decidiera a dirigirle la palabra, hacia el final de la temporada de patinaje en Marburgo.
Cuando el hielo empezó a perder brillo y comenzaban a formarse charcos debajo de los puentes, mi padre hizo de tripas corazón y, tras quince días de giros y piruetas, se presentó formalmente diciendo: «El coeficiente de rozamiento entre los patines y el hielo es de un promedio 0,01, sin que importe el peso del patinador. ¿No es algo sorprendente?».
Christa se puso colorada y vio que las esquirlas de hielo en los dientes de sierra de sus patines se estaban derritiendo y goteaban como lágrimas de metal reluciente. No, no lo sabía, y sí, aquello era, en efecto, muy sorprendente. Ambos enmudecieron hasta que, después de una larga, larguísima pausa, Christa le preguntó que quién le había dado una información tan precisa de todo aquello. El respondió con rapidez y se ofreció a enseñarle un día el Instituto de Física donde había un aparato para producir hielo seco. «Con mucho gusto», respondió Christa sin levantar los ojos, esforzándose por esbozar una sonrisa en aquel rostro teñido de rubor. Dietrich asintió y dijo: «Hasta pronto» y, muy aliviados, los dos se separaron a toda prisa.