Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
Entonces me quedaba en el umbral, no podía entrar pero tampoco irme. Cuando la cosa se alargaba, me movía un poco. Mi madre alzaba la vista, asustada, a veces incluso se le escapaba un grito. Se levantaba de un salto y apagaba el tocadiscos. Con una voz que pretendía sonar jovial, decía:
—Iris, ¡no te había oído! ¿Qué tal te ha ido en casa de Anni?
Cuando se mostraba tan pillada por sorpresa, no había duda de que tenía algo que esconder. De modo que era verdad, era una traición. Yo le decía llena de desdén:
—¿Pero cómo puedes escuchar eso? Es horroroso.
Entonces yo entraba en el salón, abría el armario de las golosinas —algo que no podía hacer sin pedir previamente permiso—, cogía un buen trozo de chocolate, me daba la vuelta y me iba a leer a mi cuarto.
Y Bertha, ¿también habría sentido nostalgia? Bertha, que jamás había abandonado su casa antes de entrar en el hogar de ancianos. Que precisamente una institución como aquella se llamara hogar suponía una infamia que aseguraba para siempre a la palabra «hogar» el primer puesto en la lista de «palabras engañosas».
Desde que la habían llevado a una residencia, Bertha no había vuelto a saber dónde se encontraba. Sin embargo, parecía saber dónde no se encontraba. Guardaba continuamente sus cosas en la maleta, en bolsos, en bolsas de plástico, en los bolsillos de su abrigo. Y a quienquiera que se le aproximase, visitante, enfermera o residente de ese «hogar», le pedía que por favor la llevase a casa. La residencia angustiaba a Bertha. A pesar de que era una institución privada muy cara, los dementes pertenecían sin duda a la casta más baja dentro de la jerarquía secreta de tales instituciones. La salud era el bien más preciado. El hecho de haber sido en el pasado alcalde, dama acaudalada de la alta sociedad o científico prestigioso no importaba. Al contrario, cuanto más alta había sido la posición social, tanto más profunda podía ser la caída. Los que no se desplazaban más que en silla de ruedas podían jugar al bridge, eso sí, pero no participar en el baile a la hora del té. Era un hecho irrefutable. Además de la lucidez de la mente y la salud del cuerpo, en la residencia había otra cosa que imponía respeto y consideración: las visitas. Y en esto contaban mucho la frecuencia, la regularidad y la duración. También resultaba útil que las visitas variaran. En esta materia, los hombres contaban más que las mujeres, los jóvenes eran mejor vistos que los viejos, y los pensionistas que recibían frecuentes visitas familiares eran muy respetados: debían de haber hecho algo bueno en su vida.
Thede Godfried, la más fiel entre las fieles del círculo de Bertha, iba a verla una vez cada dos semanas, los martes por la mañana, porque su nuera estaba internada en la misma residencia que mi abuela. Christa la visitaba solo durante las vacaciones escolares, pero entonces iba todos los días. Tía Harriet iba a verla todos los días durante la semana y, tía Inga, los fines de semana.
Bertha fue olvidando a sus tres hijas. Primero a la mayor. Supo durante mucho tiempo que Christa era alguien muy cercano, pero su nombre ya no le decía nada. Al principio la llamó Inga, más tarde, Harriet. Inga siguió siendo Inga un tiempo antes de convertirse a su vez en Harriet. Y Harriet continuó durante mucho tiempo siendo Harriet hasta que acabó también convirtiéndose en una extraña, aunque eso le ocurrió mucho más tarde que a sus hermanas, pero entonces Bertha ya estaba en la residencia.
—Como en la historia de los tres cerditos —decía Rosmarie.
Yo no entendía qué quería decir con eso.
—Bueno, cuando se derrumba su casa, el primero se refugia en la casa del segundo y, cuando se derrumba la casa del segundo, los dos se refugian en la casa del tercero.
La casa de piedra de Bertha. ¿Y ahora debía ser la mía?
Mi madre se sentía dolida por el hecho de que su propia madre ya no supiera llamarla por su nombre. Quizá encontrara injusto no poder olvidar su patria mientras que su patria no tenía nada mejor que hacer que olvidarse de ella. Inga y Harriet se lo tomaban con más filosofía. Inga sostenía la mano de Bertha, la acariciaba y la miraba sonriendo a los ojos. Eso a Bertha le encantaba. Harriet la acompañaba al lavabo, la limpiaba, le lavaba las manos. Y Bertha le decía a Harriet que era muy amable y que se sentía dichosa de tenerla cerca.
A Inga no le importaba que Bertha la llamara Harriet, pero se enfadó el día en que Bertha la llamó Christa. Christa no estaba casi nunca allí. No sostenía la mano de Bertha. No la acompañaba al aseo. Christa tenía marido. Y encima había sido la preferida de Hinnerk. Había cosas que no se podían perdonar. Jamás. Cuando Christa iba durante las vacaciones y se ocupaba de Bertha, a Inga y a Harriet se les hacía muy difícil mostrarse amables y relajadas. Cuando Christa estaba triste y consternada por ver que el deterioro de la memoria de Bertha se agravaba, sus hermanas menores tenían que hacer un gran esfuerzo para mostrarse comprensivas. Sentían más bien desprecio. Pensaban que Christa no podía imaginar siquiera lo difícil, agotador y angustiante que era todo en realidad.
El domingo pasado, a primera hora de la tarde, Bertha murió a consecuencia de una gripe estival. Su cuerpo había olvidado cómo recuperarse de aquella enfermedad.
Tía Inga sostenía su mano. Avisó a una enfermera. Luego, llamó por teléfono a Harriet, que de inmediato acudió a la residencia y pudo ver a su madre antes del último suspiro, las cejas ligeramente contraídas, como tratando de acordarse de alguna cosa. Su nariz, larga y afilada, sobresalía en el rostro. Sobre la mesita de noche blanca había un vaso de plástico con zumo de manzana.
No llamaron a Christa hasta la noche. Mi madre colgó y se echó a llorar. Más tarde, le preguntó una y otra vez a mi padre:
—¿Por qué han esperado tanto tiempo para decírmelo? ¿Por qué? ¿A quién se le puede ocurrir algo así? ¡Cuánto deben de odiarme!
Había cosas que no se podían perdonar. Jamás.
Durante el entierro, mientras pasábamos en fila ante la tumba para echar nuestras flores sobre el féretro de roble, las tres hermanas se colocaron muy juntas. Christa a la derecha, Inga en el centro y Harriet a la izquierda. Mi madre cogió el gran bolso de mano negro que llevaba al hombro y lo abrió. Tan solo entonces me di cuenta de cuánto abultaba, parecía a punto de estallar. Christa salió de la fila y miró indecisa dentro del bolso. Sacó algo, una cosa roja y amarilla que parecía una serpentina. ¿Una media? Lo tiró a la fosa. Volvió a sacar otra media del bolso —¿o se trataba de una manopla?— y también la echó a la fosa. El silencio era total, todos los asistentes al funeral la observaban tratando de entender qué hacía. Sus hermanas dieron también un paso al frente y se colocaron a su lado. Con un gesto enérgico, Christa puso el bolso al revés y lo vació sin más. En ese instante comprendí qué era lo que acababa de echar a la tumba de su madre: las prendas de lana que conservaba en la caja del fondo de su armario, los fragmentos de memoria de Bertha convertidos en prendas de lana.
Una vez hubo vaciado el bolso, mi madre volvió a cerrarlo y se lo colgó ceremoniosamente al hombro. La mano derecha de Inga aferró la mano de su hermana mayor y la izquierda, la de Harriet. Las tres hermanas permanecieron así un buen rato ante la fosa donde Bertha ahora reposaba bajo sus chillonas prendas de lana. Volvían a ser «las hermosas muchachas de Hinnerk» y comprendieron que las tres unidas siempre serían las más fuertes.
Pero ¿qué había pasado con tía Inga, la más hermosa de las tres muchachas? Tenía que averiguar el final de la historia. Me puse el vestido blanco ligero que había dejado sobre la silla —el negro estaba otra vez completamente sudado—, me monté en la bicicleta y me puse en marcha.
El señor Lexow vivía justo al lado de la escuela, no lejos de la iglesia que se encontraba cerca de la casa. Nada estaba muy lejos. No sé realmente si me habría atrevido a llamar a su puerta pero, afortunadamente, lo encontré en el jardín arrancando malas hierbas. Ya había regado; en el aire, sobre los bancales, flotaba el olor acre que se desprende de la tierra caliente al contacto con el agua. Bajé de la bici y él levantó los ojos.
—Ah, es usted.
El tono de su voz era mesurado, pero cordial.
—Sí, yo otra vez. Le ruego disculpe la molestia, pero…
—Adelante, Iris. Entre por favor, usted no me molesta en absoluto.
Entré empujando mi bicicleta y la apoyé contra el muro de la casa. El jardín era hermoso y estaba bien cuidado, grandes cosmos encarnados florecían en todas partes, margaritas, rosas, lavándulas y amapolas, arriates impecables con patatas, judías trepadoras y tomates. Había groselleros rojos y negros, zarzamoras y un seto de frambuesas. El señor Lexow me invitó a tomar asiento en un banco a la sombra de un avellano; entró en la casa y salió poco después con una bandeja y dos vasos. Me levanté de un salto para echar una mano. Asintió y me envió a buscar el zumo y el agua a la cocina. Regresé con la pegajosa botella de sirope de bayas de saúco hecho en casa y una botella de agua mineral. El señor Lexow sirvió la bebida y se sentó a mi lado. Alabé su jardín y el sirope de bayas de saúco y él inclinó la cabeza. Luego me miró Y dijo:
—Venga, desembuche ya.
Me reí.
—Usted fue seguramente un buen maestro.
—Sí. Creo que sí. Pero sobre todo ejercí durante mucho tiempo. ¿Y entonces qué?
—Quiero que volvamos a hablar de Bertha.
—De mil amores. No hay mucha gente con la que pueda hablar de Bertha.
—Cuénteme cosas de ella. ¿La ayudó usted cuando mi abuelo estuvo ausente? ¿Cómo era ella con los niños?
Obviamente, yo quería averiguar más cosas sobre Inga, pero no me atrevía a hacer preguntas demasiado directas.
Hacía un calor agradable en aquel banco a la sombra. Tras la excitación de la mañana en el lago, me sentía pesada y sin energías; cerré los ojos y escuché la voz serena del señor Lexow acompañada por el zumbido de las abejas de fondo.
Bertha seguramente había amado a Hinnerk, pero él no la había tratado todo lo bien que ella merecía. Bertha tenía que haberse impuesto más, pero entonces él no se habría casado con ella, y ella lo quería pese a todo. ¿Quería Hinnerk a Bertha? Tal vez, seguramente, a su manera. El la quería porque ella lo quería a él y es posible que lo que él más quisiera de Bertha fuese precisamente aquel amor que ella le profesaba.
E Inga… ¡Qué preciosa muchacha! Al señor Lexow le habría gustado ser su padre, pero al final ni siquiera sabía si ella era realmente su hija. Podía haberlo sido pero jamás había hablado del tema con Bertha. No se atrevía y especulaba con hacerlo cuando fueran viejos, cuando Hinnerk estuviese muerto, cuando dejaran de preocuparles las cosas de este mundo. Pero, lamentablemente, eso no sucedió nunca y después sería demasiado tarde. Llegó el día en que Bertha ya no quiso hablar más con Lexow. Se limitaba a saludarle pero no respondía a sus preguntas. Decía: «Ha pasado demasiado tiempo desde entonces» y aquello ofendía al señor Lexow. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que Lexow comprendiera que Bertha ya no podría responder a sus preguntas, aunque aún conseguía eludirlas hábilmente.
Inga nació durante la guerra, en diciembre de 1941. Por aquel entonces, Hinnerk estaba todavía en casa. Durante las vacaciones de Pascua, el señor Lexow había ido a visitar a Bertha para llevarle algunos bulbos de dalia, unas flores que la habían maravillado en otoño. Eran unas plantas espléndidas. De sus vigorosos tallos brotaban flores gigantes de un color lavanda bastante inusual entre las dalias. El señor Lexow jamás había olvidado aquella noche en el jardín de los Deelwater, como tampoco había podido olvidar a la hermana de Bertha, Anna. Llegó directamente a la cocina con su cesto de bulbos. Había entrado por detrás, como solía hacer la gente del pueblo. Solo los desconocidos llamaban a la puerta. Bertha estaba pelando gambas. Llevaba un delantal azul, la fuente llena de gambas estaba sobre la mesa, y en su regazo había puesto un papel de periódico sobre el que dejaba caer las cáscaras. El señor Lexow colocó el cesto de mimbre junto a la puerta del sótano. Los bulbos podrían plantarse en una o dos semanas. Hablaron de Anna. El quería saber si Anna había hablado con Bertha antes de morir. Bertha lo miró pensativa, sin dejar de pelar las gambas. Las cogía entre sus dedos, rompía el caparazón presionando con el pulgar por detrás de la cabeza y tiraba hacia fuera de manera rápida y firme, pero con delicadeza para separar las dos mitades y quitar al mismo tiempo las finas patas del crustáceo. Bertha no dijo nada y volvió a inclinarse sobre las gambas. El la miraba; un rebelde mechón de cabello rubio se le había escapado del moño. Con un movimiento mecánico, se colocó de nuevo el mechón detrás de la oreja. Asustada, ella se llevó la mano a la cabeza y se encontró con la mano del señor Lexow. La mano de Bertha estaba fría y olía a mar. «Sí», susurró ella. Sí, Anna había hablado con Bertha antes de morir pero Bertha no consiguió entender lo que había dicho. Aunque, pensándolo bien, sí que había tenido algo que ver con él, con Lexow. Carsten Lexow estaba desesperado. Habían pasado quince años desde entonces y no había habido un solo día en su vida en que no pensara en ella. Cayó de rodillas ante Bertha y balbució algo; ella lo miró, perpleja pero llena de compasión, y le cogió la cara entre sus manos. En sus dedos mojados estaban pegadas las minúsculas antenas y las finas patas de las gambas. El papel de periódico lleno de cáscaras se resbaló de sus rodillas. Carsten Lexow hundió su rostro en el regazo de Bertha; su cuerpo estaba temblando, Bertha no habría sabido decir si a causa del llanto. Ella le acarició la espalda con el antebrazo como habría acariciado a un niño pequeño.
La pequeña Christa no estaba en casa. Agnes, la criada, se había ido a casa de su madre porque la anciana se había torcido un tobillo y debía ocuparse de ella y se había llevado a la niña consigo para que Bertha no se viera demasiado afectada por el percance. Hinnerk estaba trabajando, no en el despacho sino en el capo de prisioneros. El señor Lexow se calmó, pero dejó su cabeza donde estaba. Ciñó con sus brazos los tobillos de Bertha, que calzaba unos zapatos pesados, y sus manos se deslizaron suavemente hacia arriba por debajo de la falda de Bertha, que mientras tanto había dejado de pensar en él como en un niño pequeño. El aspiró el olor a mar. Ella se quedó inmóvil y contuvo la respiración. Frases entrecortadas, palabras de amor, emocionados sollozos penetraron en sus oídos. Ella le dejó hacer. Se quedó simplemente sentada allí, la frente fruncida, sintiendo cómo el bajo vientre entraba en calor y se volvía cada vez más pesado. Y aunque ella amara a Hinnerk y no al señor Lexow, jamás había experimentado algo parecido en sus cinco años de matrimonio. Carsten Lexow se levantó, la besó y lo supo: esa no era la misma boca de aquella noche. Ya estaba a punto de desistir cuando vio las lágrimas que corrían por sus mejillas. No una o dos lágrimas sino muchas, un verdadero torrente. La parte de arriba del delantal de Bertha estaba empapada de lágrimas; sus hombros, sin embargo, no se movían y ella tampoco emitía el menor sonido. Su cuello estaba rojo, mojado y salado cuando la besó. Ella se levantó bruscamente, se secó las manos en el delantal y se dirigió al dormitorio, situado frente a la cocina. Cerró las cortinas verdes y se desató el delantal. Se quitó los zapatos, la falda y la blusa y se tendió en la cama. Carsten Lexow se quitó el pantalón, la camisa y los calcetines y lo dejó todo en el suelo, al pie de la cama. Se acercó a Bertha y la cogió en sus brazos mientras pensaba en aquella noche lejana en el jardín. ¿Habría amado entonces a la persona equivocada y besado a la verdadera? ¿O bien amado a la verdadera y besado a la equivocada? ¿Sería un sabor a manzana lo que había percibido entre la sal y las gambas? Durante todo el tiempo que Carsten Lexow pasó con ella en la cama, las lágrimas no dejaron de correr como dos brazos de mar sobre el rostro de Bertha.