Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
Uno de los últimos días cálidos de otoño, él le preguntó si le gustaba la anguila ahumada. Como ella asintió, él dijo que debía irse enseguida porque un amigo suyo le había regalado un cubo lleno de anguilas verdes ya muertas y limpias, y quería prepararlas en su barril de ahumado.
—Un regalo interesante —dijo Inga riendo.
—Yo le reparé el motor del fueraborda. Mi amigo tiene unas cuantas nasas en el puerto. ¿No quiere venir conmigo?
—¡No!
—Venga, por favor, es un sitio muy bonito.
—Lo sé, me he criado allí.
—Entonces, hágalo por mí.
—¿Y por qué debería yo hacer eso por usted?
—Mmm… ¿Digamos que porque nada me haría tanta ilusión como eso?
Tras una pausa, Inga dijo:
—Oh. Entiendo. Muy amable. Parece que no tengo otra opción.
Su grito de alegría la hizo reír. Subió al coche de Peter y este la condujo hasta un cobertizo situado en las proximidades de la esclusa. Inga no estaba intranquila, conocía muy bien esos parajes, los pastos de su familia se encontraban justo enfrente. Y, pese a que Peter Klaasen se las daba de Casanova, Inga disfrutaba de su alegría y su entusiasmo.
El viejo barril oxidado estaba en medio del prado. Peter entró en el cobertizo y regresó con un cubo negro en el que ondulaban las anguilas de lomo también negro. Aunque muertas, aún se movían. El hurgó en los bolsillos de su chaqueta, los revolvió atropelladamente, sacudió la cabeza, lanzó una maldición y detuvo entonces la mirada en las piernas de Inga. Cuando levantó los ojos, una sonrisa a la vez pícara y tímida iluminó su semblante.
—Señora Lünschen, necesitamos sus medias.
—¿Cómo dice?
—De verdad. He olvidado traer las mías. Necesitamos medias de nailon.
—¿Usted quiere ahumar mis medias o mis piernas?
—Ni una cosa ni la otra. Necesitamos sus medias para atrapar las anguilas. Se las repondré, se lo prometo.
El sonrió con tal esperanzada expectación que Inga soltó un suspiro, se refugió detrás del coche y se quitó los pantis.
—Tenga. Pero si la cosa sigue tan aburrida como hasta ahora, regresaré a pie a la gasolinera.
Peter Klaasen le pidió permiso para meter su mano en los pantis.
Inga se inquietó pero asintió.
La mano de Peter enfundada en el panti de color carne de Inga ya no parecía pertenecer al cuerpo de Peter. Se desplazaba en el agua del cubo como un monstruo abisal, ciego y lívido y ¡hala!, ya había atrapado la primera anguila. Inga se inclinó sobre el cubo. La anguila muerta se estremeció, pero Peter la atravesó rápidamente con un gancho y la colgó de una de las varillas de ahumado cruzadas sobre el barril. Extrajo la mano del panti y, tendiéndoselo, le dijo:
—Ahora le toca a usted.
Inga deslizó la mano en la media, la sumergió en el cubo y agarró una anguila, pero se le escapó.
—Échele más decisión.
Inga obedeció y consiguió atrapar la anguila. Lanzó un grito al sacar el pescado del agua; podía sentir cómo se movía. Peter Klaasen cogió la anguila con destreza, le clavó un gancho en la mandíbula y la colgó junto a la primera. Inga se reía, jadeante. Una tras otra, le fue pasando las anguilas a Peter. Cuando todas estuvieron suspendidas de las varillas, él hizo un pequeño fuego en la base del barril; no necesitaba llamas vivas sino solamente brasa. Cubrió a continuación el barril y las varillas de las que colgaban los pescados con una tapa redonda. Después se instalaron en el coche, hablaron, rieron y bebieron café de un termo que Peter llevaba en el asiento de atrás. No tenían más que una taza y Peter se disculpó por ello. Inga dijo que no importaba, después de todo, ella no tenía más que un panti. Entonces se echaron a reír de buena gana e Inga se sintió joven y relajada, lejos de sus preocupaciones por Bertha. Cuando Peter le tendió la taza con el café, sus dedos se rozaron. Él recibió una descarga, se estremeció y el café caliente salpicó la mano de Inga. Ella apretó los labios y negó con la cabeza cuando Peter quiso examinar su mano. Más tarde, ella se marchó a Bremen con dos anguilas recién ahumadas.
Peter Klaasen se ofreció para instalarle a Inga un radiocasete en el coche y un viernes por la tarde llamó a la puerta de la casa, en la Geestestrasse, con la caja de herramientas bajo el brazo y la intención de empezar enseguida con el montaje, a fin de que Inga pudiese escuchar música el siguiente domingo, durante el viaje de regreso. Eran las vacaciones de Semana Santa. Mira y yo también estábamos en casa, pero mi madre había ido a la ciudad a hacer unas gestiones.
Inga se mostró consternada tras abrirle la puerta; sin embargo, superó rápidamente la turbación al ver lo desconcertado que parecía él. Se dijo que al menos le sacaba quince años a aquel joven, y eso le permitió recuperar rápida y completamente el aplomo. Lo trató con cordial condescendencia, teñida de cierta melancólica ironía.
Le rogaron que entrase y le ofrecieron té y tarta. Harriet habló con él; ella conocía muy bien a su jefe, el propietario de la estación de servicio. Rosmarie estaba sentada a la mesa, delante de ella había un jarrón con una única dalia de color amarillo pálido y rosa en la punta de los pétalos. Rosmarie levantó la cabeza y miró a Inga y a su visitante por encima de la flor. Alzó sus finas cejas cobrizas y examinó al hombre joven de cabellos plateados de arriba abajo.
Ya desde las primeras palabras intercambiadas por su tía Inga y Peter Klaasen en la mesa, se había enderezado en la silla, silenciosa y alerta como un animal que presiente una tormenta. Mira observaba a Rosmarie por debajo de sus párpados entornados.
Harriet, que también se había dado cuenta del interés que mostraba su hija, tuvo una idea:
—Señor Klaasen, buscamos desde hace tiempo a alguien que le dé a Rosmarie clases particulares de matemáticas. ¿Estaría usted dispuesto a dedicarle un poco de su tiempo, digamos una o dos veces a la semana?
Peter Klaasen miró a Rosmarie y ella le devolvió la mirada sin decir nada.
—¿Qué te parece, Rosmarie? —le preguntó tranquilamente.
Los ojos de Rosmarie buscaron a Inga, quien, nerviosa ante la mirada de la muchacha, empezó a arreglarse el cabello. Rosmarie observó luego a Mira esbozando aquella sonrisa depredadora que se le formaba porque tenía los dientes caninos algo más largos que los incisivos.
—¿Por qué no?
—¡Bien! —exclamó exultante Harriet, que no podía creer que su hija se mostrara tan dócil—. Estupendo. Le pagaré veinte marcos la hora.
Bertha, ocupada hasta entonces con su porción de tarta, levantó la mirada del plato y dijo:
—Oh, veinte marcos. Eso es mucho dinero. ¿Se puede… verdad? Quiero decir, ¿habrá todavía?
—Di algo, por el amor de Dios.
Peter estaba evidentemente al tanto del estado de Bertha o, en cualquier caso, no parecía especialmente sorprendido. Se dirigió a mi abuela y le dijo amablemente:
—En efecto, señora Lünschen, eso es mucho dinero.
Cuando dirigió sus ojos hacia Inga, Peter se interrumpió en el acto. Inga apartó la mirada.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Oh, Inga, ha aceptado.
Harriet estaba feliz.
—Espere, querido señor Klaasen, voy a buscar el calendario para que podamos fijar un día. Rosmarie, ¿cuándo tienes gimnasia por la tarde? Vuelvo enseguida. Un instante, por favor, ¿sí?
La voz de Harriet provenía de la cocina, hacia donde se había precipitado algo aturdida en busca del calendario. Su premura se debía sin duda al hecho de que estaba muy confusa. A fin de cuentas, uno no se encontraba todos los días con los jóvenes admiradores de su hermana mayor, y mucho menos con uno que además era guapo y sabía de matemáticas. Se oía a Harriet hablar entre dientes mientras revolvía en el cajón de la mesa de la cocina.
—Los miércoles, mamá.
Rosmarie puso los ojos en blanco.
Harriet regresó a la sala blandiendo una agenda de bolsillo y se dejó caer en la silla.
—Pues bien, hija mía, tienes gimnasia los miércoles, para que lo sepas.
Rosmarie lanzó un profundo suspiro y sacudió la cabeza con resignación.
—Veamos, ¿cómo tenemos los otros días de la semana?
Harriet sostenía la agenda con el brazo extendido y entrecerraba los ojos.
—Oh. No hay suficiente luz aquí. No se ve nada.
Peter Klaasen dirigió una fugaz mirada a la mesa del comedor, avanzó un paso, cogió el florero con la dalia y lo empujó junto a la agenda de Harriet. Luego retrocedió un paso. La flor amarilla y rosa se elevaba ahora como una lámpara de lectura pasada de moda sobre la agenda de Harriet.
Harriet clavó su mirada perpleja en la flor y soltó una sonora carcajada. Sus ojos brillaban mientras se posaban sobre Peter Klaasen, luego sobre su hermana y otra vez sobre Peter Klaasen. Bertha se rió también y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Inga sintió que se le encogía el corazón. Apenas si podía mirar en ese instante al hombre al que tanto amaba. Eso le hizo sentir miedo.
Incluso Mira sonrió bajo su flequillo negro.
Los ojos claros de Rosmarie parecían volverse cada vez más claros.
No pude evitar reírme yo también. Contemplé los rostros de las demás; en aquel preciso instante, nos habíamos rendido todas a los encantos del hombre de cabello plateado.
—¿Y qué tal los viernes? —preguntó cortésmente.
Harriet le dedicó una cálida sonrisa. Cerró la agenda y corroboró:
—Los viernes entonces.
—Estupendo —dijo Inga poniéndose en pie.
Peter se levantó también. Rosmarie permaneció sentada y los observó con expectación. Mira miró primero a Inga y a Peter y después a Rosmarie, luego se sirvió más café frunciendo el ceño.
Bertha se había sacado un zapato y me lo mostró al tiempo que susurraba:
—Esto no es mío.
—Sí, abuela, por supuesto que es tu zapato; póntelo enseguida, o tendrás frío.
—Es muy bonito.
—Sí, Harriet te compró esos zapatos.
—Pero no es mío. ¿Es tuyo?
—No, abuela, ese zapato es tuyo, vuelve a ponértelo.
—Harriet, mira, aquí, ¿qué hago con esto?
Bertha sostenía torpemente el zapato en el aire.
—Sí, mami. Espera, que te ayudo.
Harriet se metió debajo de la mesa y volvió a ponerle el zapato a Bertha.
—Qué bien, Rosmarie, ¡comenzáis la próxima semana!
La voz de Harriet venía de debajo de la mesa y se oía algo forzada.
Mira dejó su taza de café, abrió la boca y dijo:
—Me apunto.
Rosmarie la miró; sus ojos parecían aún más diáfanos.
—¿Por qué no? —dijo Harriet poniéndose en pie—. De ese modo podremos repartir el coste de las clases. ¿Y tú, Iris? ¿No quieres apuntarte también?
—No. Ahora estoy de vacaciones. Y voy dos clases por debajo. Además, mi padre me da clases de mates gratis, y más clases de las que me gustaría.
Entorné los ojos y simulé unas arcadas.
—¿Por qué no están aquí mis…?
Era la voz desolada de Bertha, que volvía a tener un zapato en la mano, solo que esta vez era el del otro pie.
—¿Por qué? Oh, por favor, por favor, Harriet. ¿Por qué esto ya no es así? Quiero decir, ¿volverá otra vez a serlo? No lo creo, ¿o sí?
Rosmarie y Mira empezaron a recibir clases de recuperación de matemáticas los viernes por la tarde. Tras las clases, Peter Klaasen se dirigía con su Citroen a la gasolinera.
Durante algún tiempo todo fue bien. Peter disfrutaba con las clases, Rosmarie y Mira no eran ni de lejos tan caprichosas como él había temido. Cuando en el primer examen de matemáticas tras las vacaciones, Rosmarie obtuvo mejores notas que las habituales, él se alegró casi más que Harriet. A eso se sumaba el hecho de que Peter también podía intercambiar con frecuencia algunas frases con Inga, que llegaba de Bremen justo antes de acabar la clase. Esos breves intercambios eran muy importantes para él. Peter se había enamorado de Inga. No solo se había enamorado, sino que quería casarse, tener hijos y pasar el resto de su vida junto a ella. Le había enviado una carta en la que todo constaba por escrito. Nosotras lo supimos por Rosmarie, que había leído la carta a escondidas aunque no quiso revelarnos cómo había llegado a conseguirla.
Inga se negaba a reflexionar sobre sus sentimientos. Se encontraba a sí misma demasiado vieja o a él demasiado joven, en función del humor del momento. Rosmarie empezó a gandulear por la gasolinera los fines de semana. Charlaba con Peter. A él le parecía bien, porque si hablaba con la sobrina de Inga se sentía un poco más cerca de su amada. A Rosmarie le iba cada vez mejor en matemáticas. Cuando Peter le explicaba alguna cosa, ella lo miraba sin parpadear siquiera; tanto, que él tenía la impresión de que no lo escuchaba. Sin embargo, ella siempre lo sorprendía con la claridad de sus respuestas. Con Mira sucedía exactamente lo contrario; parecía muy concentrada, miraba su cuaderno o fruncía la frente, pero no se enteraba absolutamente de nada. Empezó a sacar malas notas en matemáticas, algo que no había ocurrido antes de las clases de recuperación. Aun así, insistió en continuar.
Rosmarie quería a Peter. Lo quería para ella. Le dijo que estaba enamorada de él. Se lo dijo cara a cara y en presencia de Mira durante una clase. Peter la miró estupefacto. Rosmarie era una muchacha bonita, alta y esbelta, con largos cabellos rojos. Sus ojos, muy separados, eran de un irisado azul glaciar que apenas se distinguía del blanco azulado del ojo y que realzaban la fuerza de sus pupilas. Cuando me enfadaba con ella me parecía un reptil y, cuando nos llevábamos bien, me hacía evocar una plateada criatura escapada de algún cuento de hadas. Pese a todo, fueran cuales fuesen las circunstancias, nosotras, Mira y yo, la encontrábamos fascinante.
Peter estaba desconcertado. La clase se terminó más temprano que de costumbre. Inga no había llegado aún pero, como él no quería dejarla escapar precisamente ese día, decidió quedarse un rato a esperarla. No se dirigió a su coche, sino que fue paseando por detrás de la casa hacia el huerto de frutales. Era mayo, los manzanos ya habían perdido las flores y los frutos aún no eran visibles. El corazón de Peter se aceleró al ver de lejos a Rosmarie, que iba a su encuentro.
Yo no estaba de vacaciones, y por eso solo sabía que Inga había llamado a casa llorando para hablar con mi madre. Entre sollozos le contó que, desde el patio, había visto a Rosmarie y a Peter besándose en el huerto y que, acto seguido, había dado media vuelta y había regresado a Bremen. No estábamos seguras de si Rosmarie sabía que Inga había llegado y los observaba pero suponíamos que lo sabía perfectamente. Tenía que haber oído el coche de Inga entrar y detenerse en el patio, bajo los tilos; el motor del escarabajo no era precisamente silencioso. Tampoco sabíamos si en aquel momento Rosmarie sabía que Mira también había sido testigo del beso. En cualquier caso, si no lo hubiese sabido entonces, se habría enterado después, ya que yo me había enterado por mi madre y mi madre, por su hermana Harriet, que había visto a Mira justo después de que los viera besarse: Harriet se encontraba en la cocina cuando Mira había entrado a buscar limonada para ella y para Rosmarie y luego salió por el cobertizo con los dos vasos llenos. Al abrir la puerta que daba al huerto de frutales, Rosmarie había pasado a pocos metros de ella, con la mirada fija en Peter. Rosmarie debió de verla por el rabillo del ojo al pasar pero no le hizo caso. La blancura de la frente de Mira relucía bajo su flequillo negro y Harriet, que la observaba desde la cocina, se sorprendió de verla tan pálida. De regreso en la cocina, Mira susurró, más hablando consigo misma que con Harriet, que Rosmarie había pasado muy cerca de ella como una sonámbula pero que ella —Mira— no se había atrevido a llamarla, y que justo cuando iba a hacerlo, Rosmarie ya se había abrazado al empleado de cabello plateado de la gasolinera. Mira tenía perlas de sudor sobre el labio superior y sus ojos parecían más grandes que de costumbre. Esto es lo que le contó Harriet a su hermana Christa, que la había llamado tras la llamada de Inga. Al menos esa fue una parte de la historia; del resto me fui enterando con el tiempo.