El sabor de la pepitas de manzana (26 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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—Abuelita, te llevo de vuelta a la cama, ¿sí?

—¿Pero quién es usted entonces, mi pequeña señorita?

—Soy yo, Iris, tu nieta.

—¿Es eso verdad? Debo atraparla.

—Alto. Espera. Yo te acompaño.

Con paso tambaleante seguí a Bertha escaleras abajo. Era rápida.

—No, abuelita. No salgas. ¡A la cama!

Pero ella ya había descolgado la llave del gancho, y, tras introducirla en la cerradura, la hizo girar y bajó el picaporte. La campana resonó como un disparo en toda la casa. Mi madre dormía. Inga debía de estar aún arriba.

Bertha salió. Hacía más calor fuera que dentro de la vieja casa y había más luz. La luna resplandecía sobre el cielo azul oscuro. Era grande y casi llena y recortaba sombras negras en la hierba. Bertha descendió las escaleras y se detuvo de golpe, como si hubiera tropezado con un muro invisible. Miraba algo que parecía suspendido en el aire, no por encima de su cabeza, sino delante de ella. Me puse en alerta. Su mirada inquieta no dejaba de escudriñar la oscuridad, como buscando algo a lo que aferrarse. Pero entonces vio algo. Y al cabo de un momento lo vi yo también. Allí arriba, en el sauce, había un bulto oscuro, pero no fue hasta haber escrutado un buen rato la oscuridad que reconocí a Mira y a Rosmarie. Estaban acurrucadas, tan pegadas la una a la otra que sus siluetas se confundían. Entonces una de las siluetas se separó; era Rosmarie, que trepó lentamente por la rama del sauce hasta el techo plano pero ligeramente en pendiente del jardín de invierno. A nosotras no nos permitían hacer eso. El jardín de invierno era viejo, el techo tenía goteras y uno de cada dos cristales estaba resquebrajado o parcialmente despegado del marco de acero. Rosmarie hacía equilibrios sobre la estructura metálica. La brisa nocturna inflaba las mangas de su vestido. La blancura de sus brazos resplandecía. No podía llamarla. Era como si mi boca y mi lengua estuviesen atrapadas en las redes grises de una espesa tela de araña. A mi lado, Bertha temblaba.

Mira empezó a gritar. Me costó varios segundos darme cuenta de que aquellos aullidos salían de la boca de un ser humano. Cuando volví otra vez la vista hacia Rosmarie, ella me miró a los ojos. Me asusté. A la luz de la luna, sus ojos eran casi blancos. Parecía sonreír con su depredadora sonrisa, aunque tal vez no hiciera más que arquear el labio superior sobre los incisivos como los animales cuando se ven amenazados. De pronto echó la cabeza hacia atrás, retiró el pie del marco metálico y lo apoyó sobre el vidrio. En un primer momento no pasó nada, luego se oyó un crujido. Mira enmudeció, le tendió la mano. Rosmarie la agarró.

Y en ese momento ocurrió: Mira se estremeció. Rosmarie le había enviado una descarga eléctrica. La mano de su amiga se le escapó. Crujidos y estallidos. Un golpe seco y un ruido metálico de nunca acabar, los paneles de cristal se separaron uno tras otro del marco y cayeron al suelo. Cristal que estalla sobre la piedra. Cristal que estalla. Cristal. Bañado por la claridad de la luna, el aire nocturno centelleaba de polvo y esquirlas de vidrio. Lancé un grito y corrí hacia la casa para llamar a mi madre y a Harriet. Cuando entré en el vestíbulo, las tres hermanas salían a mi encuentro. Inga no estaba en camisón. Fuimos corriendo al jardín. Mira había bajado del saulaba, arrodillada junto a Rosmarie.

Rosmarie yacía de espaldas sobre las losas blancas acariciadas por el sauce. La brisa nocturna jugaba con las mangas de su vestido. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de fragmentos de vidrio que brillaban como cristales. Un pequeño hilo de sangre salía de su nariz.

Harriet se lanzó sobre su hija e intentó la respiración boca a boca. Mi madre y tía Inga corrieron a la casa para llamar a la ambulancia, que se llevó a Rosmarie, a Mira y a Harriet.

Dejaron tras de sí un oscuro charco de sangre.

Resultó que Rosmarie había muerto de hemorragia cerebral, apenas había perdido sangre.

La sangre era de Mira.

Así fue como nos enteramos del embarazo de Mira y de que había abortado la víspera.

Bertha había desaparecido. Debíamos buscarla. Christa, Inga, y yo nos sentíamos aliviadas por tener algo que hacer. Registramos las tres juntas el jardín y la encontramos cerca de los groselleros.

—Anna, haz un salto de trampolín —dijo.

Me miró con sonrisa insegura.

—Tú no eres Anna.

Meneé la cabeza.

—¿Dónde está Anna? Dime. No sé cómo se caen estas bolas pegajosas.

Señaló las bayas.

—¿Y dónde fundiremos todo eso? Quiero decir que eso no mejorará; ¿o sí? Pero dime algo. Un duende salta. Si nosotros queremos. Pobrecita yo. Pobrecita yo.

Bertha estaba cada vez más inquieta. Se agachaba una y otra vez para recoger las bayas caídas al suelo.

—Y siguen bailando y bailando. Aquí no hay más que cadáveres. Es que ya no se puede. Todo igual que antes. Ha llegado el correo. Tralalá. Y ahora está todo.

Se echó a llorar.

Además, se lo había hecho en el pantalón del pijama. Yo también habría querido llorar, pero no era posible. Agarré a Bertha de la mano, ella se enfadó y se soltó. Di media vuelta con la intención de marcharme. Que se ocuparan Christa e Inga, yo no era capaz. Bertha me seguía, pero al ver a Christa y a Inga las llamó con la mano y se echó en sus brazos.

—¡Aquí están mis madres! ¡Qué alegría! Mis queridas señoras…

Inga y Christa la cogieron del brazo y yo las seguí lentamente. No era nada fácil saber quién sostenía a quién.

Desde aquella noche y durante todas las siguientes noches, me negué a enfrentarme a las siguientes preguntas:

¿Qué había querido decirme Rosmarie? ¿Por qué quería despertarme? ¿Quería hablar conmigo? ¿Quería que yo hablase con Mira? ¿Quería que la acompañase? Y en ese caso, ¿a dónde había tenido la intención de ir? ¿A la esclusa o al lago para nadar? ¿Quería simplemente que subiéramos al manzano de detrás de la casa? ¿O tal vez incluso a ver a tía Harriet? ¿Nos había visto a Bertha y a mí escudriñando la oscuridad? ¿Por qué no la había llamado yo entonces? ¿Sabía ella que Mira había abortado? ¿O se lo había contado Mira aquella misma noche y había saltado por esa razón? ¿Vida por vida? En ese caso, ¿quería tal vez contármelo? En ese caso, ¿se sentiría aliviada? En ese caso, ¿había tenido miedo? ¿Y por qué había trepado al árbol? ¿Se había caído? ¿Había saltado? ¿Había actuado por capricho? ¿O había sido premeditado? ¿Había soltado la mano de Mira sin querer? ¿De manera deliberada? ¿La había forzado Mira a soltarle la mano? ¿Qué significaba aquel electrizante saludo de buenas noches? ¿Había querido vengarse tía Inga? ¿Quería Rosmarie despedirse de mí, revelarme un secreto, reconciliarse conmigo? ¿Pedirme perdón, o que yo le pidiese perdón? ¿Qué habría pasado si yo hubiese abierto los ojos, si no me hubiera hecho la ofendida? ¿Qué habría pasado de haberla seguido a escondidas, si la hubiese llamado entonces? ¿Qué había querido decirme Rosmarie esa noche? ¿Por qué había tratado de despertarme? ¿Había querido salir desde el principio o solo porque yo no quise despertarme? ¿Qué había querido decirme Rosmarie? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué había querido decirme? ¿Por qué yo había fingido estar dormida? ¿Qué habría pasado si yo no hubiera reprimido la risa, si le hubiese guiñado un ojo? ¿Qué habría pasado si hubiese escuchado lo que ella quería decirme? ¿Qué había querido decirme? ¿Qué?

Capítulo 12

Max no se fue a casa. Aquella noche hicimos el amor bajo el manzano.

Al amanecer salimos con las bicis y nos fuimos a nadar al lago. El agua estaba mansa y fría, y donde no era plateada era negra. Lo acompañé hasta su casa y me preguntó si podía pasar a verme después del trabajo. Le dije que sí.

Al caminar sobre la hierba del huerto, húmeda por el rocío, al principio no vi nada que me llamara la atención. Me tendí sobre el improvisado lecho donde habíamos pasado la noche y hundí la mirada en el follaje del manzano. No fue hasta ese momento cuando vi que las manzanas habían madurado durante la noche. Las ramas se doblaban bajo las pesadas Boskoop de rugosa piel verde y marrón rojizo. Estábamos en junio. Me levanté, cogí una e hinqué los dientes en ella. Era a la vez dulce y acida y de piel algo amarga. Fui a buscar cubos y cestas. Mientras me dirigía al cobertizo, me asaltó una duda y me desvié del camino para acercarme a los groselleros. Pero allí todo estaba como siempre. Nada más que grosellas blancas y negras.

Pasé el día recogiendo manzanas.

El árbol era grande y estaba muy cargado. Coloqué una escalera de aluminio contra el tronco. Junto a los cubos, cestos y barreños había encontrado ganchos metálicos en forma de «S» que se colgaban de una rama y se enganchaban al asa del cubo por el otro extremo. Con ese cubo subí y bajé muchas veces la escalera. Recoger manzanas exigía un gran esfuerzo, pero el árbol me facilitaba las cosas. Sus ramas eran sólidas y se desplegaban como alas, y yo podía trepar y desplazarme por ellas y llegar fácilmente a los frutos más alejados del tronco.

¿Sería este el manzano del que Bertha se había caído para levantarse convertida de pronto en una anciana? No lo sabía, pero tampoco tenía demasiada importancia. Tras la fatal caída de Rosmarie, Harriet se había venido abajo. Inga había encontrado para Bertha una residencia de ancianos. Sin embargo, pasarían casi dos años hasta que Harriet se decidiera a dejar la casa y buscarse un apartamento en Hamburgo. Durante ese período, Inga se ocupaba a la vez de Harriet y de su madre, a quien llevaba con frecuencia a pasar la tarde en la casa que había sido su hogar. Mi madre viajaba casi siempre a Bootshaven fuera de mi periodo de vacaciones. Eso era un alivio para mí porque ya no quería acompañarla. Las pocas veces que estuve allí de paso fue durante mis vacaciones semestrales, en las que aprovechaba también para ir a Bremen a visitar a tía Inga. Si ella iba a visitar a Bertha en esos días, yo —excepto una única vez— no la acompañaba. Me daba cuenta de que mi actitud decepcionaba a mi tía y a mi madre, pero no podía cambiar las cosas.

Harriet no aguantó mucho tiempo en Hamburgo y se fue a la India, donde pasó varios meses en un ashram participando en seminarios. Eso pareció hacerle bien. Los seminarios costaban mucho dinero, se mudó a un apartamento aún más pequeño y trabajó aún más. Fue en esa época cuando empezó a llevar ese collar de madera con la imagen de Bhagwan y a firmar sus cartas con el nombre de Mohani. Aparte de eso, no vimos grandes cambios en ella. El lavado de cerebro, tan temido por Inga y por mi madre, no se produjo. En algunas ocasiones decía cosas relacionadas con la espiritualidad y el karma, pero eran ideas sobre las que ya hablaba antes de Bhagwan, cuando Rosmarie aún vivía. Christa decía que todo aquello que le hiciera bien a Harriet era correcto. Porque quien es invulnerable a la espiritualidad es también invulnerable a la curación.

Fue precisamente entonces cuando, por pura casualidad, Inga pasó por delante del consultorio y leyó la placa de Friedrich Quast. Llamó a su hermana. Unos días más tarde, Harriet tomaba el tren en dirección a Bremen. Se sentó en la sala de espera, que estaba repleta. Como no tenía ni hora concertada ni tarjeta de visita, tuvo que aguardar a que no quedara nadie, tranquilamente sentada. No esperaba nada. Tampoco contaba con que sucediera nada. Por fin, el doctor Quast le hizo una seña para que entrara en su despacho.

Debió de encontrarse frente a una mujer de mediana edad, con cabellos alborotados, teñidos de henna. Un rostro sin maquillar, redondo y liso. Arrugas alrededor de los ojos y dos pliegues profundos a ambos lados de la nariz. Se fijaría en que llevaba ropa de colores azafrán, canela, curry y otras especias. Y, para completar el cuadro, zapatillas de deporte. El la habría catalogado enseguida, tal vez dentro del grupo «exhippie con tendencia al esoterismo, frustrada y seguramente divorciada».

Sin dar muestras de curiosidad, le preguntó por el motivo de la visita.

Que le dolía el corazón, respondió ella. Día y noche.

El asintió en silencio y arqueó las cejas para animarla a proseguir.

Harriet le sonrió.

—Yo tenía una hija. Está muerta. ¿Tiene usted una hija? ¿Un hijo?

Friedrich Quast la miró con más atención. Negó con la cabeza.

Harriet continuó hablando tranquilamente pero sin quitarle la vista de encima.

—Yo tenía una hija. Su pelo era pelirrojo como el suyo y tenía las manos llenas de pecas como usted.

Friedrich Quast puso las manos sobre la mesa. Hasta ese momento las había tenido metidas todo el tiempo en los bolsillos de su bata.

El no dijo nada, pero su párpado derecho empezó a temblar imperceptiblemente mientras seguía con la mirada clavada en Harriet.

—¿Qué edad?

Él carraspeó y precisó la pregunta.

—Perdón. ¿Qué edad tenía su hija?

—Quince. Casi dieciséis. Ya no era una niña, pero tampoco una mujer. Hoy tendría justo veintiún años.

Friedrich Quast tragó saliva. Asintió en silencio.

Harriet volvió a sonreír.

—Yo era joven y amaba a un estudiante pelirrojo. Siento pena por él, jamás conoció a su hija. Ella tampoco quiso saber jamás dónde estaba su padre, aunque yo la habría ayudado a averiguarlo. No tiene por qué ser tan difícil. Pero, ¿sabe usted?, me parte el corazón pensar que él jamás llegará a conocer a esa hija y, si él lo supiera, eso le partiría también el suyo.

Harriet se puso en pie; las lágrimas corrían por sus mejillas. Friedrich Quast estaba pálido. La miraba fijamente, con la respiración entrecortada. Harriet parecía no darse cuenta de sus propias lágrimas.

—Lo siento, doctor Quast, ya sé que usted no puede ayudarme pero, ¿sabe una cosa? Yo a usted, tampoco.

Harriet se dirigió hacia la puerta.

—No, no. No se vaya. ¿Cómo se llamaba? ¡Dígame cómo se llamaba!

Harriet lo miró. Sus ojos rojos eran inexpresivos. Jamás le daría el nombre de Rosmarie. Nada. Él no obtendría ni una brizna de Rosmarie.

—Debo irme —le dijo.

Harriet abrió la puerta y la cerró con delicadeza al salir. La secretaria la siguió con una mirada desconfiada, mientras ella se dirigía altiva a la salida y le hacía al pasar un distraído gesto con la cabeza.

Al cabo de unas semanas, cuando Inga volvió a pasar por aquella calle, sus ojos buscaron la placa con el nombre del doctor Quast, pero ya no estaba; otro médico se había instalado allí. Inga entró y preguntó por el doctor Quast. Le dijeron que ya no ejercía allí, ni en ningún otro consultorio de la ciudad.

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