Read El sabor de la pepitas de manzana Online
Authors: Katharina Hagena
La madre de Mira y de Max, la señora Ohmstedt, era alcohólica. Cuando sus hijos regresaban de la escuela y llamaban a la puerta, el tiempo que ella tardaba en abrirla les permitía hacerse una idea de su nivel de embriaguez. «Cuanto más tarda, más bebida está», nos explicó un día Mira con voz inexpresiva. Pasaba el menor tiempo posible en su casa. La víspera del examen oral de selectividad se emperifolló con su habitual ropa negra, tan horrible a ojos de sus padres, se mudó a casa de una amiga y poco después se instaló en Berlín.
Con Max la cosa era distinta. Como Mira era tan difícil, él tenía que ser encantador. Recogía las botellas vacías y cubría a su madre con una manta cuando ya no era capaz de levantarse del sofá para irse a la cama.
El señor Ohmstedt estaba poco en casa; construía puentes y presas y pasaba la mayor parte del tiempo en Turquía, Grecia o España. Antes, su mujer lo acompañaba en aquellos viajes. Habían vivido más de tres años en Estambul. La señora Ohmstedt adoraba todo aquello: los bazares, las fiestas y recepciones de la embajada, las otras mujeres alemanas, el clima, la casa grande y bonita. Cuando se quedó embarazada de Max, decidieron volver. Después de todo, nunca habían pensado en emigrar y querían, además, que sus hijos crecieran en Alemania. Pero no sabían que era mucho más fácil partir que regresar.
El señor Ohmstedt tenía su trabajo y debía continuar viajando, pero Heide Ohmstedt languidecía en Bootshaven. No se habían instalado en la ciudad por los niños. Ella añoraba la tupida red de alemanes en el extranjero. Aquí, en Bootshaven, todos se quedaban en sus casas y nadie se interesaba por ella. A la indiferencia la llamaban discreción y se sentían orgullosos de ello. A la descortesía le decían franqueza, honestidad o rectitud y también les hacía sentirse orgullosos. La señora Ohmstedt tenía fama de exaltada, pesada, exagerada y superficial. Decía cosas tales como: «Los de aquí me importan un comino, son blancos por fuera y negros por dentro». Y pensaba que todo era un pretexto para seguir cómodamente encerrados en sus casas. La señora Ohmstedt no tardó en sentirse muy sola. Pero le daba todo igual y tanto más aún cuanto más bebía.
El señor Ohmstedt estaba desesperado. Y se sentía impotente; pero sobre todas las cosas, estaba ausente.
El día en que Max regresó de la escuela y encontró a su madre tendida en la terraza en camisón a siete grados bajo cero, se la llevaron al hospital en ambulancia con luz roja y sirena. Poco había faltado para que muriera congelada. Al cabo de su estancia en el hospital, la internaron en una clínica para someterse a una cura de desintoxicación durante cuatro semanas. Max tenía entonces dieciséis años y Mira ya vivía en Berlín. El muro no había caído todavía y pensar en Berlín era pensar en un lugar remoto.
La señora Ohmstedt lo superó y empezó a trabajar mucho para la parroquia, no porque hubiese encontrado de pronto a Jesús, sino porque la red de la comunidad parroquial le recordaba el espíritu de solidaridad que unía a los alemanes de Estambul. Había que organizar y asistir a eventos, excursiones y conferencias; había círculos de mujeres, fiestas de veteranos y paseos programados. Ella procuraba estar lo menos posible en su casa.
Ahora era Max quien vivía solo en esa casa e iba al cementerio a empinar el codo. Y ya no estaba con nadie. En realidad, no parecía tan destrozado, pensé mientras escudriñaba su rostro en busca de huellas. Max me estaba observando y entrecerró los ojos.
—¿Y? —preguntó—. ¿Ves algo interesante?
Sentí vergüenza.
—¿A qué te refieres?
—Venga, que veo cómo me miras buscando indicios para catalogarme como alcohólico anónimo.
Esta vez sí sentí que me ponía colorada.
—Estás chiflado.
—Bueno, eso es lo que yo haría en tu lugar.
Se encogió de hombros y bebió un sorbo. Pregunté con cautela:
—¿Y por qué deberías necesitar beber?
—¿Qué es lo que quieres oír? ¿Debo decir: «para olvidar»? ¿Mmm?
Me mordí el labio y aparté la mirada. De pronto quería que se fuera a su casa. Mañana a primera hora renunciaría a la herencia y yo también volvería a mi casa. Ya no necesitaba todo aquello. Tampoco quería seguir hablando. Tenía que marcharse.
Max se volvió a pasar la mano por el rostro.
—Lo siento, Iris. Tienes razón, estoy chiflado. No quería hacerte daño, a ti menos que a nadie. Yo estaba aquí muy tranquilo, ¿sabes? Quiero decir, con mi vida. Tenía todo lo que quería. Mi vida no era excitante, pero yo no quería una vida excitante. Quería una vida tranquila, sin sorpresas. Me las arreglo bien. No hago daño a nadie, nadie me hace daño a mí; no soy responsable de nadie, nadie lo es de mí; no le rompo el corazón a nadie, nadie me lo rompe a mí… Y entonces, vuelves a aparecer tú al cabo de no sé cuántos años y emerges por todas partes —y debes entender emerger en el sentido literal— y eso me produce un miedo enorme. De verdad, ¡hasta empiezo a ilusionarme con tus apariciones! Aunque sé que volverás a marcharte en un par de días, quizá para siempre. Ya no puedo dormir, ni siquiera ir al lago sin riesgo de caerme de la bici a causa de arritmia cardíaca aguda. Y, maldita sea, ¡de noche pinto gallineros! Así que te pregunto: ¿te parece que puede empeorar?
No pude evitar reírme, pero Max sacudió la cabeza.
—No. No-no-no-no. No lo hagas, te lo ruego. ¿Qué es lo que pretendes en realidad?
El sol casi había desaparecido. Desde el sitio donde estábamos sentados podíamos ver los tilos a la entrada del patio. Un tenue resplandor verde dorado temblaba aún en su follaje.
Cuando Mira, que en ese momento estaba en el patio, vio que Inga veía a Rosmarie besar a Peter Klaasen en la boca, derramó toda la limonada. Apoyó los dos vasos —el suyo y el de Rosmarie— a su lado sobre la hierba y clavó los dientes de su pequeña boca roja en el dorso de la mano derecha hasta que salió sangre. Los ojos de Rosmarie brillaban con reflejos plateados mientras me lo contaba.
Al día siguiente, Mira se dirigió a la gasolinera y esperó hasta que Peter Klaasen salió del trabajo. El la había visto hacía rato y no quería hablar con ella. Le remordía la conciencia y no se atrevía a hablar con Inga por miedo a perderla definitivamente. Rosmarie solo lo había cogido por sorpresa. El no quería nada de ella, él quería a Inga.
Mira estaba apoyada en su coche en el momento en que él se disponía a regresar a su casa. Ella le pidió que la llevara un trecho, sabía algo que podía interesarle, tenía que ver con Inga. ¿Qué otra cosa podía hacer que abrirle la puerta del copiloto? «Vamos a tu casa», decidió Mira, y él asintió en silencio. Una vez allí, la hizo pasar al salón. Mira se sentó en el sofá y le dijo lo que él ya sabía: Inga había visto cómo él se besaba con Rosmarie y no quería volver a verle en la casa, ni para dar las clases de recuperación ni por ningún otro motivo. Inga había dicho además que no creía que pudiese existir alguien más despreciable a sus ojos que aquel que había seducido a su sobrina menor de edad. Peter se desmoronó. Apoyó la cabeza sobre la mesa y lloró. Mira no dijo nada. Lo miró con esos ojos que parecían estar mal colocados en su rostro y pensó en Rosmarie. Pensó en que Rosmarie había besado a aquel hombre. Se desabrochó entonces el vestido negro. Peter Klaasen la miró sin verla. Mira llevaba un sujetador negro y su piel era muy blanca. Desabotonó la camisa de Peter, pero él apenas se dio cuenta. Cuando Mira le puso la mano sobre el hombro, él pensó en Inga y en que esa extraña muchacha negra y blanca que estaba ante él era el último lazo que aún le unía a ella. Mira clavó la mirada en su boca, esa boca que había rozado la boca de Rosmarie. Peter Klaasen se dio cuenta demasiado tarde de que Mira todavía era virgen, aunque tal vez no había querido saberlo antes. La llevó a casa. Mira estaba pálida y no decía palabra. Cuando Peter Klaasen regresó a su habitación, su mirada se detuvo en la carta con la oferta de empleo en los alrededores de Wuppertal. Al recibirla unos días antes por correo ni siquiera la había tomado en consideración. Pero ahora ya nada era como antes. Esa misma noche respondió aceptando la oferta. Una semana más tarde se trasladó a Wuppertal. Nunca más cruzó palabra alguna con Inga.
Mira se quedó embarazada. De aquella primera vez. A pesar de que odiaba a Peter Klaasen. De todos modos, él se había marchado hacía tiempo. Ella se lo contó a Rosmarie cuando ambas estaban en la cocina bebiendo zumo de manzana. Todo estaba como siempre, el zumo de manzana, el mantel de hule rojo…, pero, al mismo tiempo, nada era como antes.
—Lo has hecho por mí, ¿no es cierto? —preguntó Rosmarie.
Mira permaneció en silencio y negó con la cabeza.
—Deja que te lo quiten, Mira —dijo Rosmarie—. Debes hacerlo.
Mira sacudió la cabeza y miró a Rosmarie. En sus ojos podía verse el blanco entre el párpado inferior y el iris marrón.
—Mira. Debes hacerlo. ¡Debes hacerlo!
Rosmarie se inclinó sobre la mesa y besó a Mira bruscamente en la boca. El beso duró mucho tiempo. Las dos jadeaban cuando Rosmarie volvió a sentarse. Mira seguía sin decir nada, su semblante estaba muy pálido y había dejado de sacudir la cabeza. Miró fijamente a Rosmarie. Rosmarie sostuvo su mirada, abrió la boca para decir algo pero entonces echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse.
Rosmarie se reía también la noche en que me lo contó. Estábamos en agosto, mis vacaciones llegaban a su fin. Aunque ya eran las diez de la noche pasadas, no había oscurecido aún del todo cuando ella subió las escaleras. Nos sentamos sobre el amplio alféizar de nuestra habitación, que había sido la habitación de su madre. Harriet había decidido usar como dormitorio el segundo comedor, justo al lado de la puerta de entrada, porque así podría oír mejor a Bertha cuando se levantara en mitad de la noche y empezara a deambular por la casa. Su despacho se encontraba al lado.
—¿Cuándo hablasteis del tema? ¿Acabáis de hacerlo? —le pregunté a Rosmarie.
—No, hace ya unos días.
—¿Y ahora? ¿Has estado con Mira?
Rosmarie asintió en silencio y desvió la mirada. Yo tenía frío y no sabía qué decir. Mi mente estaba en blanco. Tal vez esperaba que Rosmarie me hubiera mentido para vengarse del enfrentamiento que habíamos tenido ese día en el jardín mientras las tres jugábamos al «zámpatelo o muere». A fin de cuentas, yo tampoco le había perdonado la bofetada pero, en el fondo, sabía que ella había dicho la verdad. Habría querido ir corriendo a ver a mi madre y contárselo todo, pero eso no era posible. Ya no. Poco después, bajamos para dar las buenas noches a todos. Inga también estaba en casa. Las tres hermanas y su madre estaban sentadas en el salón. Inga y Rosmarie casi no se hablaban desde la historia con Peter Klaasen. Esa noche, sin embargo, Inga se levantó y se puso delante de su sobrina que ya era tan alta como ella. Inga alzó ambos brazos y rozó con un ágil movimiento de manos, desde la coronilla hacia abajo, la larga melena y los brazos de Rosmarie. El chisporroteo eléctrico se pudo oír en toda la sala. Rosmarie no se movió. Inga sonrió.
—Ya está. Y ahora, chiquilla, que duermas bien.
Subimos en silencio. Esa noche no nos contamos historias sobre el padre de Rosmarie. Yo le di la espalda a mi prima y traté de dormirme mientras me proponía contárselo todo a mi madre al día siguiente. El sueño tardó en llegar, pero finalmente lo hizo.
Soñé que Rosmarie estaba detrás de mí y me susurraba algo; entonces me desperté. Rosmarie estaba arrodillada sobre la cama, detrás de mí, y me decía en susurros:
—Iris, ¿estás despierta? Iris, despierta. ¿Estás despierta, Iris? Iris… Vamos, despierta de una vez. Vamos. Iris. Te lo ruego.
Yo no tenía la menor intención de despertarme. Rosmarie debía de estar chalada. Primero me pegaba en el jardín y luego hacía todas esas cosas con Peter Klaasen y con Mira. Y Mira las hacía con Peter Klaasen. Y yo no quería saber nada de todo aquello. Quería que me dejaran en paz.
El murmullo de Rosmarie se fue haciendo cada vez más apremiante, era casi una súplica. Dejé que siguiera rogándome. Yo disfrutaba, por una vez, siendo la más fuerte pese a que no hacía otra cosa que fingir que dormía. Que se fuera a ver a Mira. O al genio de las matemáticas de cabellos plateados que transformaba los floreros en lámparas. En todo caso, yo no estaba a su disposición.
Aunque estaba acostada dándole la espalda, podía percibir la tensión de Rosmarie. Tenía la sensación de que mi cuerpo estaba ensartado en espinas que me atravesaban la piel desde dentro. No podría quedarme mucho tiempo más allí echada sin moverme. Intuí que Rosmarie estaba a punto de sacudirme. Su mano no tardaría en asir mi hombro. Entonces seguro que yo no sería capaz de ahogar un grito. De pronto percibí su aliento sobre mis párpados cerrados; se había inclinado sobre mí. Reuní todas mis fuerzas para no guiñarle un ojo. Sentí que una risa nerviosa me subía hasta la garganta y en el momento en que iba a abrir la boca y dejarla explotar me di cuenta por los movimientos del colchón que Rosmarie se había vuelto de espaldas y bajaba de la cama. La oí moverse por la habitación. La larga cremallera de un vestido —era el vestido violeta de mangas transparentes, como pude comprobar más tarde— emitió un aullido cuando Rosmarie la subió enérgicamente de un tirón. ¿Querría marcharse? Estupendo, que se fuera a casa de Mira. Quizá habían quedado para tejer pequeños gorritos negros y pequeñas chaquetitas negras. Para bebés de cabellos plateados.
Oí a Rosmarie deslizarse escaleras abajo. Pensé que el crujido de los peldaños despertaría a la casa entera y que todos la estarían esperando antes incluso de que alcanzara a poner un pie en el vestíbulo. Pero no pasó nada. Oí entonces el ruido de la puerta de la cocina; por tanto, saldría de la casa por el lateral. Era muy lista, porque lo más seguro es que la campana de latón despertara a tía Harriet. Luego se hizo el silencio.
Debí de haberme quedado otra vez dormida pues me sobresalté cuando una mano se posó suave pero enérgicamente sobre mi hombro. Primero pensé que Rosmarie había regresado pero era mi abuela, que estaba de pie junto a mi cama. Rosmarie no estaba allí. Medio dormida, miré a Bertha entrecerrando los ojos. Por lo general, ella no subía a las habitaciones de arriba durante sus vagabundeos nocturnos. Mi madre dormía abajo y debería haber oído cualquier ruido.
—Venga conmigo —susurró Bertha.
Sus cabellos blancos caían en libertad sobre sus hombros. No se había puesto la dentadura, así que daba la impresión de haberse tragado su propia boca. Tuve que hacer un esfuerzo para hablarle con amabilidad.