El oponente de Doris, el pirata de la piel negra, vio cómo su amigo casi era partido por la mitad y sacó una lección de ello, pero no lo suficientemente clara. El pirata se retorció hacia un lado mientras la Guardiana del Bosque atacaba con su lanza, sacando medio cuerpo de la silla de montar para salvar su estómago del acero. Pero Doris también podía seguirle hasta allí. Doris movió la lanza en un veloz arco lateral, golpeándole en las costillas con la punta del astil, y después lanzó su montura contra la suya. El pirata, que ya había quedado un poco desequilibrado, no pudo resistir la sacudida y el salvaje empujón de Doris y cayó de la silla de montar. Después aulló cuando su tobillo, que había quedado atrapado en el estribo, se partió mientras golpeaba el suelo con el hombro. Los sufrimientos del pirata no duraron mucho tiempo, pues Doris hizo volver grupas a su caballo casi en el aire y se irguió sobre la silla de montar para golpear hacia abajo, añadiendo todo el peso del caballo a la potencia del golpe. La lanza se abrió paso a través del pecho del hombre, atravesándole los pulmones y el corazón, y enterrándose tan profundamente en el blando suelo del bosque que quedó atascada en las raíces y Doris no tuvo más remedio que dejarla allí.
El tercer pirata volvió la cabeza a un lado y a otro y descubrió que estaba solo, y después espoleó implacablemente a su montura e intentó dirigirse hacia el hueco entre los dos árboles más grandes que pudo encontrar. Pero la pequeña Miko, que ardía en deseos de demostrar su valía, hizo volver grupas a su caballo y galopó junto a él. Mientras pasaban velozmente por entre los árboles, la lanza de Miko se enredó en las hojas que se alzaban sobre su cabeza y fue arrancada de su mano, por lo que Miko tuvo que desenvainar su espada de un rápido manotazo. El pirata que huía se volvió para ver si era perseguido..., cometiendo un grave error al hacerlo. La brida se desvió hacia un lado, y su caballo titubeó. El pirata vio un caballo marrón y a una enfurecida guerrera con armadura que ya casi estaba encima de él. Intentó saltar de la silla de montar, pero la espada de Micka le atravesó limpiamente la columna vertebral. El pirata, ya agonizante, salió despedido de la silla de montar, chocó con el tronco de un árbol y se quedó inmóvil en el suelo.
Doris, Miko y Micka miraron a su alrededor para asegurarse de que sus enemigos no se movían, y después recuperaron sus lanzas y volvieron al trote para desplegarse nuevamente alrededor de Mangas Verdes, con los rostros enrojecidos y la respiración entrecortada, pero felices y satisfechas.
—¿Mi señora? —preguntó Kuni, moviendo una mano para señalar la dirección por la que habían estado avanzando.
Mangas Verdes asintió distraídamente, señalando a los distantes Lanceros Verdes con su inclinación de cabeza. No había tenido tiempo de lanzar un hechizo, y en realidad ni siquiera había tenido tiempo de pensar en uno.
La joven druida se consoló con la esperanza de que podría actuar tan velozmente como sus protectoras cuando su intervención fuese realmente necesaria.
* * *
En un pequeño claro se alzaba una barricada de dos lados construida a toda prisa con cuatro árboles que habían sido derribados y despojados de sus ramas, las cuales después fueron arrojadas por encima para formar una especie de techo. Añadidos a la barricada estaban los Lanceros Verdes de Gaviota, un círculo de acero dirigido hacia el exterior en el que los combatientes se mantenían inmóviles hombro con hombro. Que dirigieran sus armas hacia todos los puntos de la rosa de los vientos confirmaba lo que Mangas Verdes ya había visto: aquella batalla se había dispersado por todo el bosque. Pero ya no había treinta lanceros, sino sólo veinte. Casi todos estaban manchados de sangre y mostraban vendajes, morados y cortes. Diez Perros Negros habían sido incorporados a sus filas para que la guardia personal de Gaviota recuperase sus efectivos iniciales.
Ya estaban un poco más cerca, y Mangas Verdes pudo ver cadáveres esparcidos por entre los árboles mirase donde mirase: Lanceros Verdes y Perros Negros con grandes heridas, piratas y bárbaros azules atravesados por lanzas y flechas negras, y algunos guerreros de piel muy pálida vestidos con pieles. Unos cuantos cadáveres enemigos habían sido arrojados sobre la barricada, o habían muerto intentando atravesarla.
El calor veraniego había hecho que Gaviota se quitara la camisa para quedarse únicamente con su chaleco de piel de ciervo que le dejaba los brazos al aire. Su enorme hacha de doble hoja tiraba de su cinturón, haciéndolo bajar en el lado del que colgaba. Gaviota estaba cubierto de sangre, tanto suya como de otros, pero no se tomaba ni un momento de reposo. Ladraba secas instrucciones a los mensajeros, enviándolos a la carrera hacia distintas centurias y hacia su esposa, la furriel general del ejército. Ordenaba a los soldados cuyas heridas eran demasiado graves que fueran a la retaguardia, y de vez en cuando incluso empuñaba su gran hacha para cortar las ramas que se interponían en su camino. Mangas Verdes se enorgulleció de su hermano mayor, que sólo quería ser leñador y pasar toda su vida en Risco Blanco, pero que había visto cómo el destino lo empujaba hacia las batallas y el generalato. El guerrero menos deseoso de serlo que jamás hubiera existido estaba dirigiendo una guerra, y lo hacía muy bien.
Mientras tanto los Perros Negros no habían parado de salir del bosque con paso tambaleante para ir hacia la barricada, jadeantes y cubiertos de heridas. Gaviota no les dejó descansar mucho rato, y ordenó a sus sargentos que formaran a sus hombres. Mangas Verdes no pudo evitar alarmarse ante su estado y la considerable reducción que había sufrido su número. Quedaban menos de sesenta Perros Negros del centenar original, menos de ochenta jinetes, una veintena de arqueras de D'Avenant, veinte Lanceros Verdes y un puñado de exploradores. La joven druida supuso que allí la batalla debía de haber sido más encarnizada que en otros lugares.
Gaviota vio cómo sus líneas empezaban a formarse y se volvió hacia su hermana, que no había desmontado.
—¡Estamos metidos en un lío de mil demonios, Verde! Nos atacaron en oleadas y nos fueron matando mientras retrocedíamos..., ¡por dos veces! Dacian anda por ahí y Dwen, esa hechicera del océano... Y Liante, ese maldito hijo del diablo, tiene que estar cerca, pues tenemos a montones de sus bárbaros azules para matar. Y hay mamuts de guerra con una especie de casitas en la grupa, y con arqueros dentro de ellas. He enviado a un mensajero para que Liko y la bestia mecánica de Stiggur vengan aquí. ¿Qué tal van las cosas en el resto del bosque?
Gaviota lanzó una rápida mirada a las cuatro Guardianas del Bosque manchadas de sangre y enseguida supuso cuál había sido el destino sufrido por las otras, pero no dijo nada. Ya había visto demasiadas muertes aquella mañana, pero le preocupaba la seguridad de su «hermanita pequeña».
Su hermana le describió rápidamente la batalla librada en el este y la derrota sufrida en el sur, y le informó de la presencia de los otros hechiceros.
—¡Es como el fin del mundo, Gaviota! Todos los hechiceros contra los que hemos luchado están aquí hoy.
Gaviota meneó la cabeza.
—Pero eso no tiene ningún sentido... Nos han atacado en tres frentes, ¡pero los ataques son realmente ridículos! No es que mis soldados no estén luchando y muriendo como héroes, pero creo que en realidad sólo nos están ablandando. Tiene que haber algo más escondido ahí fuera, una trampa que espera el momento de cerrarse...
Mangas Verdes asintió. La preocupación de su hermano era un reflejo de la suya.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo—. Nuestras victorias han resultado demasiado fáciles de obtener. Es como si todo esto sólo fueran las primeras gotas de lluvia y se estuviera preparando un huracán.
—Cierto. —Gaviota, visiblemente inquieto, rebuscó en su faltriquera sin darse cuenta de lo que hacía y sacó de ella una piedra de amolar para afilar su hacha, como si todo aquello sólo fuese otra pausa en el trabajo de leñador que había desempeñado hacía tanto tiempo—. ¿Y por qué? ¿Cuál es su objetivo, aparte de irnos dando una paliza detrás de otra? ¿Por qué invocar toda esa magia sólo para hacernos correr a través del bosque? ¿Y cómo infiernos se las han arreglado todos esos hechiceros para agruparse? ¡Dacian y Dwen son de dos reinos muy alejados el uno del otro! ¿Cómo han...?
—Yo tengo la culpa de eso —le interrumpió Mangas Verdes.
—¿Tú?
—¡Los esclavicé con el casco de piedra! —Mangas Verdes estaba tan nerviosa y preocupada que había empezado a mover las manos en el aire, como hacía cuando era retrasada. Vara de Oro piafó y golpeó el suelo con las pezuñas, y Gaviota agarró las riendas de la yegua—. ¡Lo único que tienen en común es a mí! De alguna manera, y no sé cómo, han llegado a desarrollar una especie de conexión entre ellos. Quizá sea alguna función del casco que los Artífices pretendían usar para poder vigilar mejor a quienes sometía. ¡Todavía no sabemos cómo funciona ese maldito artilugio!
—Magia... —resopló Gaviota—. La misma vieja historia de siempre, ¿eh? No puedes confiar en ella. Nunca hemos podido confiar en la magia.
Mangas Verdes no mordió el anzuelo: ya había oído aquellos argumentos demasiadas veces. Gaviota odiaba la magia porque había destruido su hogar, y no había nada más que decir al respecto. Para Gaviota la magia siempre sería una fuerza del mal de la que no se podían esperar muchas cosas buenas.
Y como para dar más énfasis a la afirmación de Gaviota, un leve temblor sacudió el suelo bajo sus pies. Un repentino estrépito resonó a su alrededor.
—¡Un terremoto! —gritó una mujer.
—¡Una lluvia de piedras! ¡Proteged vuestras cabezas! —gritó un hombre.
—¿Otra vez? —se limitó a decir Gaviota.
Mangas Verdes fue arrancada de la silla de montar con tal rapidez que dejó escapar un balido de sorpresa. Doris la había agarrado por la cintura. Kuni chilló. En cuestión de segundos, Mangas Verdes ya estaba atrapada debajo de cuatro Guardianas del Bosque que sostenían sus escudos unidos por encima de ella.
La intensidad de la lluvia de piedras se fue incrementando, y las rocas cayeron y rebotaron ruidosamente a su alrededor como un granizo letal. El estrépito de las piedras —Mangas Verdes se dio cuenta de que se trataba de piedras marinas, pues todas eran redondas y relucientes— al chocar con la madera y el hierro resultaba ensordecedor. Las piedras se fueron amontonando a su alrededor entre tañidos, chasquidos y tintineos. Un caballo que relinchaba se derrumbó cuando su cráneo fue destrozado por una piedra. Otro rompió las riendas que lo habían estado sujetando a un árbol y huyó, lanzándose a un galope sin rumbo. Alguien gritó cuando una piedra se abrió paso a través de su defensa. Mangas Verdes ya sabía por qué los lanceros tenían el rostro lleno de morados. Intentó pensar en una defensa, pero su mente estaba en blanco. Pobre Vara de Oro...
Pegada a la tierra por el peso de sus protectoras, Mangas Verdes sintió cómo temblaba debajo de ella. Pero un instante después comprendió que aquello no era un terremoto, sino más bien túneles que estaban siendo horadados debajo de sus posiciones. Vagamente, pues por aquel entonces había sido una idiota, recordó cómo Dacian había minado la aldea de Risco Blanco con túneles de los que brotaron trolls de Uthden, diminutos carroñeros que buscaban monedas y metal. Pero ¿por qué crear túneles en aquel momento? ¿Para aparecer detrás del ejército de Gaviota? ¿Por qué tomarse tantas molestias, cuando su ejército estaba dispersado por toda aquella parte del bosque?
Gaviota estaba gritando instrucciones a sus tropas, intentando hacerse oír por encima de los golpes sordos y el repiqueteo de las piedras.
—¡Hicieron esto antes para proporcionar cobertura a un ataque! ¡Estad preparados para luchar en cuanto cese la lluvia!
«Más lucha —pensó Mangas Verdes—, y quizá sea la peor de todas las que ha habido hasta ahora.» Más de sus fieles seguidores morirían. Como Bly y Alina o como la pobre Petalia, perdida en el vacío... Tantas muertes, y todas por su cruzada para obligar a los hechiceros a que no impusieran su voluntad a los demás. ¿Valía la pena? ¿Acaso no habían salvado incontables aldeas, e incluso toda una ciudad, de la violación y el saqueo? Y aun así, ¿por qué no conseguían encontrar una manera de hacerlo que no exigiese luchar?
La lluvia de piedras fue cesando, y los ruidos se espaciaron poco a poco hasta que ya no hubo más golpes o tintineos.
Gaviota enseguida se levantó de un salto.
—¡Vamos, vamos! ¡De pie todo el mundo! ¡No tardarán en venir! ¡A la barricada!
La guardia personal de Mangas Verdes se desplegó. Lo primero que vio la joven druida fue a su siempre dócil y animosa yegua amarilla, Vara de Oro, muerta junto a ella y medio cubierta de piedras.
—¡Es el gran ataque! —rugió un explorador que se había apostado delante de la barricada.
Gaviota apoyó las manos sobre los hombros de dos Lanceros Verdes. El leñador se impulsó hacia arriba para poder ver por encima de la barricada y aterrizó ruidosamente sobre las rocas.
—¡Señor del Abismo! ¡Esta vez va de veras! ¡Que suenen los clarines!
* * *
Los atacantes llegaban a la carrera.
Mamuts de guerra, sus conductores vestidos con pieles erguidos detrás de sus cabezas, avanzaban en un rígido galopar por entre los gigantescos troncos y se dirigían hacia la delgada línea de combatientes de Gaviota. Las enormes bestias peludas eran tan altas que el hermano de Mangas Verdes apenas hubiera podido llegar a sus estómagos levantando una mano. Sus pesadas pezuñas hacían temblar el suelo del bosque. Sujetas con gruesas tiras colocadas sobre su abundante pelaje marrón rojizo que pasaban alrededor de sus flancos, había plataformas repletas de arqueros arrodillados que se bamboleaban en un precario equilibrio. Al igual que los conductores, los arqueros eran hombres y mujeres de largas melenas rubias y piel tan pálida como la de los vampiros, y cubrían sus cuerpos con pieles de reno o de zorro ártico y lobo de las montañas. Sus arcos eran casi rectos, con la curvatura reducida al mínimo, y las cuerdas estaban tensadas para disparar flechas de punta de piedra. Junto a los mamuts corrían más cavernícolas de piernas arqueadas que agitaban garrotes y lanzas cortas. Con ellos venían los bárbaros de piel teñida de azul y blancos colmillos, aullando con una furia igual de salvaje. Esparcidos entre ellos había más piratas, tan enloquecidos por el ardor guerrero como el resto de combatientes.