El primer contingente retrocedió e inició la huida, desviando los golpes pero retirándose de todas maneras. Más soldados huyeron mientras la caballería volvía grupas. Hombres y mujeres gimieron y gritaron, coreando un lamento de pena colectiva que lloraba la pérdida y la muerte de su líder. De los seguidores de Gaviota, apenas quedaban un centenar que todavía siguieran en pie o sobre sus monturas. Pero todos estaban retrasando su retirada, no queriendo huir y albergando la esperanza de que su líder todavía estuviese vivo.
Mangas Verdes fue empujada por sus protectoras, y acabó viéndose obligada a retroceder. La joven druida estaba aturdida por la ferocidad de la batalla y el horrible castigo físico que había padecido su hermano. Mangas Verdes se maldijo a sí misma, pues no había conjurado ni un solo hechizo para protegerle. El salvaje ataque había llegado con demasiada rapidez.
Y ya era demasiado tarde, porque el señor guerrero volvió a patear a Gaviota y no obtuvo ninguna respuesta. El coloso no podía seguir jugando al gato y al ratón, por lo que alzó su espada empuñándola con las dos manos y dirigió la punta hacia abajo, preparándose para hundirla a través del pecho de Gaviota.
—¡Por favor, mi señora! —suplicó Kuni.
Las Guardianas del Bosque tiraron de los codos de Mangas Verdes con tal desesperación que faltó poco para que la levantaran en vilo. Kuni movió su espada en una serie de grandes arcos para mantener a distancia a los bárbaros azules, que ardían en deseos de matar más enemigos. Un puñado de soldados vestidos de verde y negro, maldiciendo a través de sus lágrimas, fueron corriendo hacia Mangas Verdes, dispuestos a proteger a la otra líder de su ejército, pues su general seguramente tenía que estar muerto.
—Mi señora, debéis... —dijo secamente Kuni.
—¡No! —gritó la archidruida. Alzó los brazos hacia el cielo y apartó a empujones a quienes la rodeaban, desplegando un hechizo de protección a su alrededor sin darse cuenta de lo que hacía—. ¡No sin mi hermano!
La espada del señor guerrero descendió sobre Gaviota.
Mangas Verdes dejó caer una mano sobre su capa, posándola allí donde dos zorros bordados corrían por un campo dorado. Su otra mano cruzó dos dedos y se alzó para señalar al señor guerrero.
La gran espada se hundió... en el suelo.
Allí donde el señor guerrero se había alzado sobre Gaviota, acababan de aparecer dos bárbaros cuyos rostros estaban llenos de confusión.
Y el señor guerrero estaba a diez metros de distancia, volviendo la cabeza de un lado a otro en busca de su presa.
Los Perros Negros y Lanceros Verdes supervivientes apartaron a los bárbaros y se inclinaron sobre su líder caído.
Pero el señor guerrero aulló «¡Luchad! ¡Allí!» y todos los combatientes de su bando alzaron sus armas y gritaron, nuevamente dominados por aquel furor guerrero que los enloquecía. Incluso los heridos y los agonizantes buscaron un arma, o empezaron a arrastrarse con sus manos desnudas y ensangrentadas para atacar. El señor guerrero apoyó su espada encima de un hombro y se puso al frente de ellos.
Mangas Verdes hizo avanzar a sus guardias personales. La joven druida se subió las mangas cuando estaba a unos tres metros de Gaviota, apartó largos mechones de cabellos castaños de su rostro y rozó la corona de rayos que circundaba un sol de gordas mejillas bordado sobre su hombro. Las puntas de sus dedos empezaron a despedir chispas.
Los soldados de ambos bandos aullaron.
Un muro de luz multicolor que onduló delante de sus ojos en un cegador despliegue de claridad acababa de surgir de la nada. Los destellos brillaban y chasqueaban en el aire, centenares de resplandores independientes como las llamas parpadeantes de otras tantas velas gigantescas. Las luces ardieron, relucieron, parpadearon y estallaron a lo largo de diez metros en todas direcciones, alzándose hasta las copas de los árboles y rozando el suelo. La fuerza del señor guerrero retrocedió tambaleándose mientras el cuerpo semidesnudo de su líder sentía la quemadura de aquel tremendo calor, y los bárbaros azules y los cavernícolas acabaron quedándose inmóviles para contemplar aquel increíble espectáculo con los ojos desorbitados por el asombro.
Cada centímetro del muro era casi insoportablemente hermoso. Su belleza hacía que resultara imposible no mirarlo, pero la luz era demasiado intensa y tan deslumbrante que todos los que la contemplaban parpadearon y acabaron protegiéndose los ojos. Una gigantesca luz roja latía tan rápidamente como un corazón palpitante a la altura de la cabeza de un hombre adulto. Junto a ella, tan sinuosa como una serpiente, había una convulsa cadena de luces verdes que ondulaban siguiendo el ritmo del latido luminoso. Una luz azul surgió de la nada, creció hasta adquirir el tamaño de un carro en cuestión de segundos y estalló en un diluvio de chispas. Arriba y abajo, hacia atrás y hacia adelante... Las luces guiñaron, palpitaron y vibraron hasta que casi todos los combatientes de ambos ejércitos dejaron de mirarlas.
Y entonces el hechizo desapareció, dejando únicamente manchas azules en los ojos de quienes lo habían contemplado.
—¡Traed a mi hermano! —ordenó Mangas Verdes a los perplejos soldados vestidos de negro y de verde.
Los soldados obedecieron después de un momento de aturdida inmovilidad, y corrieron hacia la silueta inmóvil del leñador caído en el suelo. Doris, Micka, Kuni y Miko gritaron como la joven druida y después también echaron a correr, sosteniendo los bordes aleteantes de la capa de su señora mientras corrían.
Pero el señor guerrero actuó más deprisa.
—¡No penséis! —aulló el gigante—. ¡A la carga!
Sus soldados contemplaron al enemigo con los ojos entrecerrados durante unos instantes, y después se lanzaron al ataque. Estaban medio ciegos, pero centenares de ellos se oponían a cincuenta seguidores de Mangas Verdes, que se agrupaban alrededor de Gaviota o andaban dispersos por el bosque.
Mangas Verdes necesitaba algo más.
Los Perros Negros y los Lanceros Verdes serpentearon por entre los cuerpos y las armas y agarraron a Gaviota de los brazos. El derecho, que casi había sido arrancado del hueco del hombro, quedó ladeado en un ángulo imposible, pero Gaviota permaneció totalmente inmóvil y por un momento Mangas Verdes temió que estuviera muerto. Pero un gusano de sangre roja surgió del nacimiento de su pelo y empezó a deslizarse sobre su frente, y la joven druida sabía que los muertos no sangraban.
Ya había rescatado a Gaviota, y por lo tanto...
Mangas Verdes puso la mano sobre un bordado que representaba a una montaña con una vasta grieta en su ladera, y después se acuclilló y apoyó las palmas de las manos en la tierra húmeda y llena de pisadas. La joven druida conocía muy bien el subsuelo del Bosque de los Susurros, por lo que no necesitaría mucho tiempo para crear aquel hechizo. Sólo tenía que enviar un impulso hacia abajo, haciendo que descendiera hasta el lecho rocoso y encontrando un canal para la energía, que sería incrustada en él como si fuese una cuña.
La tierra saltó.
Los combatientes de ambos ejércitos vacilaron y se tambalearon, perdiendo el equilibrio y siendo arrojados al aire como guisantes dentro de un frasco de cristal que estuviera siendo sacudido. Las armas cayeron de las manos, hombres y mujeres tropezaron y cayeron de bruces, las hojas se precipitaron desde las alturas, y chorros de tierra brotaron de las grietas y volvieron a caer como una lluvia marrón. Sólo Mangas Verdes siguió donde estaba, las manos apoyadas en el suelo. Doris intentó erguirse y se desplomó junto a ella con un estrépito de armadura. Incluso el señor guerrero de Keldon resbaló y cayó pesadamente, dejando una huella de un palmo de profundidad en el suelo.
Y después, mientras todos intentaban levantarse y recuperar sus armas y sus cascos, llegó una segunda sacudida. Aquella fuerza irresistible, que comunicaba sus temblores y estremecimientos a todo lo que encontraba en su camino, sacudió ojos, hizo castañetear dientes, revolvió el fluido oculto dentro de las orejas y provocó accesos de náuseas. Casi todos volvieron a caer de rodillas, o permanecieron tan pegados al suelo como si fueran tortugas y se aferraron a la tierra temblorosa.
Mangas Verdes volvió a gritar, y unos soldados tambaleantes agarraron nuevamente a Gaviota y lo colocaron sobre los hombros de dos robustos lanceros. Los soldados se impulsaron hacia arriba, moviéndose tan torpemente como niños, y lograron ponerse en pie con Gaviota sostenido encima de sus cabezas. Después trotaron con paso vacilante hacia Mangas Verdes y su esfera de protección.
El señor guerrero, que había caído a unos seis metros de distancia de ellos, fue el primero en quitarse de encima las hojas y la tierra, sacudiéndose como un perro mojado, y levantarse. La luz brillaba sobre su morena piel cubierta de sudor a pesar de los restos de vegetación que se habían adherido a su cuerpo. Los músculos de sus brazos eran tan gruesos como la cintura de Mangas Verdes. La joven druida podía oír el ruido de su respiración, un silbido tan potente como el del fuelle de una fragua que resonaba cada vez que el señor guerrero tragaba aire para proporcionar energías a su inmenso cuerpo. «¿Cómo se puede ser tan enorme?», se preguntó. El señor guerrero debía de estar encantado y repleto de maná, tanto para disponer de un control total sobre los combatientes sometidos a sus yugos mágicos como para hacerle tan grande y fuerte.
Y durante un fugaz instante, una extraña e inexplicable curiosidad hizo que Mangas Verdes se preguntase quién era y por qué se había entregado de una manera tan completa a los hechiceros que lo habían pervertido hasta tales extremos. Pero la joven druida ya conocía la respuesta a sus preguntas. El señor guerrero había anhelado el poder y lo había obtenido..., a cambio de un precio.
Pues la magia siempre exigía un precio.
Los guerreros de la guardia personal que transportaban a Gaviota pasaron junto a su grupo y Kuni soltó un resoplido, pues habían pasado a ser la única fuerza que se oponía al señor guerrero. El coloso se tambaleó sobre sus pies y alzó su gigantesca espada, y Mangas Verdes se encontró contemplándole con intensa fascinación. Incluso las mejillas de aquel hombre estaban recubiertas de gruesos músculos. Detrás de los colmillos de hierro había dientes blancos y regulares, y un bello rojizo cubría su mandíbula. En el repentino silencio, el señor guerrero parecía despedir un vapor tan caliente como la fragua de un herrero, y todo su cuerpo irradiaba energía. El coloso alzó su espada e inició un grito de guerra...
... y fue sustituido por un abedul.
Mangas Verdes había vuelto a utilizar el hechizo de yuxtaposición, y había sustituido al señor guerrero por un peso de madera idéntico al de su cuerpo. El señor guerrero había pasado a encontrarse a cincuenta metros de distancia, y estaba rodeado por troncos que se erguían a su alrededor como los barrotes de una prisión blanca. El coloso lanzó un rugido de frustración y apartó dos árboles, partiéndolos como si fuesen ramitas.
—¡Llamad a los demás! —ordenó Mangas Verdes, y los que habían huido al bosque vinieron corriendo para incorporarse a lo que intentaba ser una formación.
El ejército de bárbaros y piratas miró a su alrededor, aturdido y confuso. Mangas Verdes podía ver la fatiga en sus ojos y sabía que el encanto que producía la locura de la batalla era una espada de dos filos: sus víctimas lucharían como fieras durante algún tiempo, pero después caerían bajo el peso del agotamiento cuando los efectos del hechizo se disiparan. Como caballos de carreras a los que se ha exigido un esfuerzo excesivo, los esclavos del señor guerrero se derrumbaron y aguardaron órdenes sin moverse. Los Perros Negros y los Lanceros Verdes, cansados pero todavía dueños de sí mismos, transportaron a Gaviota sobre sus hombros mientras volvían a formar un círculo de acero dirigido hacia el exterior. Las guardianas de Mangas Verdes se colocaron a su alrededor, con lo que la joven druida tuvo que ponerse de puntillas para poder ver algo por encima de los hombros acorazados que la rodeaban.
—¡Es hora de irse! —gritó—. ¡No os mováis!
Mangas Verdes alzó hacia el cielo una mano tensa como una garra y rozó una nube de su capa, y después bajó los dedos en un movimiento tan brusco como si estuviera arañando el aire.
Y la lluvia cayó del cielo.
El aguacero era tan abundante y violento que nadie podía ver a más de medio metro de distancia. El agua cayó sobre todo y sobre todos, precipitándose en un diluvio cegador y tan ruidoso como una cascada. El mundo se había transformado en un muro gris. La temperatura cayó en picado, y todos empezaron a temblar. El suelo se convirtió en un barrizal en cuestión de segundos, y los soldados se tambalearon cuando sus pies se pegaron al fango.
«Volver al bosque —pensó Mangas Verdes—. Sólo está a cinco kilómetros de distancia... Reagrupar al ejército. Llamar a los Osos Blancos. Entregar el mando a Varrius y permitir que dirija el combate. Reunir a los que hayan logrado huir, restablecer las comunicaciones. Prepararse para huir, en el caso de que llegue a ser necesario.» Mangas Verdes disponía del poder suficiente para trasladar el ejército hasta otro continente. Tenía que ocuparse de su hermano, y necesitaba un poco de tiempo para pensar..., y tenía que ver a Kwam.
Mangas Verdes, llena de amargura, se reprochó a sí misma su lentitud a la hora de reaccionar y se dijo que hubiese podido hacer mucho más. Hubiera podido destruir a todo el ejército del señor guerrero. ¿Cómo? Hacer surgir un abismo en la tierra para que se los tragara. Dejar caer un océano sobre sus cabezas. Abrir el vacío. Mucha gente había muerto en aquel campo de batalla, todos buenos amigos suyos, y Mangas Verdes hubiese podido evitar esas muertes con un gesto de su mano.
Pero luchar iba en contra de todo lo que le habían enseñado. Como archidruida, Mangas Verdes tenía que mantener los equilibrios y sopesar una fuerza con otra fuerza igual, utilizando el mínimo de maná y recursos posibles. Si daba rienda suelta a todo su poder y golpeaba ciegamente con él, barriendo vidas y perturbando el equilibrio, entonces no sería mejor que aquellos hechiceros cegados por la codicia a los que estaban intentando detener. Pero cuando contempló a los muertos que yacían a su alrededor, el saber que se había mantenido fiel a sus principios no la consoló demasiado.
Y mientras el diluvio repiqueteaba sobre su cabeza desprotegida y el agua chorreaba a lo largo de su rostro y de su cuello, Mangas Verdes se sintió desgarrada por las dudas. ¿Qué hubiese hecho Chaney? ¿Qué haría la próxima vez? ¿Qué debía hacer con todo el poder de que disponía?