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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (85 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Neferhor se relamió sin poder remediarlo y entonces la voz del extraño le sobresaltó.

—¿Vas a permanecer detrás de los arbustos toda la noche? ¿O esperarás a que me duerma para robarme? Te advierto que tengoӀ el sueño ligero.

El escriba se quedó inmóvil, sin saber qué hacer, y al momento volvió a escuchar la voz que le decía:

—El asado pronto estará listo. Será lo único que podrás sacar de mí.

Entonces Neferhor se abrió paso entre los matojos y se aproximó a la fogata. Llevaba tanto tiempo sin compartir una cena con nadie, que la idea de sentarse en compañía junto al fuego le resultó tentadora. Además, el tono de aquel individuo le agradaba, y su aire inmutable y sereno le invitaba a confiarse más de lo aconsejable, dadas las circunstancias.

—Huele bien —se animó a decir el escriba, a modo de saludo.

Su inesperado anfitrión hizo un gesto para invitarle a sentarse, al tiempo que levantaba la mirada de la lumbre con curiosidad.

—Confío en que no seas un salteador de caminos, de los muchos que hoy pululan por Kemet, ni tampoco uno de esos
medjays
acostumbrados a perpetrar sus atropellos a la menor ocasión —le contestó el desconocido.

—Me siento lejano a tales empleos —replicó Neferhor mientras se sentaba.

Su acompañante soltó una risita por la ocurrencia a la vez que observaba al recién llegado con mayor atención.

—No tienes aspecto de ser ninguna de las dos cosas, ni tampoco de pertenecer al gremio de los mercaderes, a los que conozco bien para mi desgracia.

El escriba miró con detenimiento a aquel hombre. Parecía amable, y al hablar gesticulaba con ademanes pausados al tiempo que modulaba sus palabras hasta el extremo de invitar a la conversación. Debía de ser de mediana edad, aunque tal aspecto resultara difícil de asegurar en Egipto, donde muchos hombres envejecían prematuramente, y su piel tostada y semblante ajado denotaban que había pasado gran parte de su vida a la intemperie, a merced de los elementos, o quién sabe si de los avatares que de seguro le habían acompañado.

En Kemet, el que más o el que menos tenía su propia historia, y los caminos siempre dejaban enseñanzas a quienes los recorrían.

—El conejo huele bien —volvió a repetir Neferhor.

—El secreto radica en las pocas hierbas con que lo aderezo y, sobre todo, en el hambre. ¿Quieres un poco de cerveza?

El escriba declinó el ofrecimiento, y enseguida sacó el queso que había comprado el día anterior en Tjeny.

—Eres el primer caminante que conozco que rehúsa mi cerveza, aunque yo sí tomaré un poco de tu queso. —Acto seguido miró con disimulo a su invitado en tanto se llevaba el queso a la boca—. Hoy cenaremos decentemente, lo cual no es algo de lo que podamos presumir los viajeros de ordinario.

Neferhor asintió en silencio.

—Veo que eres de pocas palabras, lo cual no te reprocho. Si hablara menos me ahorraría la mayoría de mis problemas.

—Siempre he preferido escuchar —contestó el escriba—. Pero te agradezco tu hospitalidad.

—Es una de nuestras más viejas tradiciones, aunque ahora corran malos tiempos para ellas.

El escriba volvió a asentir, y el desconocido le calibró con la mirada.

—¿Te llevan lejos tus pasos? —quiso saber.

—Es posible. Shai es siempre quien decide en estas cuestiones.

—Ya veo —contestó el extraño, al tiempo que sacaba el asado del fuego—. El conejo ya está listo —añadió satisfecho—. Espero que te guste.

Durante la cena ambos conversaron sobre cuestiones sin importancia, pero aquel hombre se dio cuenta enseguida de que Neferhor poseía grandes conocimientos, y cuando le preguntó por su nombre, no se sorprendió de que dudara antes de decirle que se llamaba Iki.

—En realidad desconozco cuál pudiera ser el mío —apuntó el extraño, para quitar importancia a la cuestión—. Sea cual fuere, mi madre se lo llevó a los Campos del Ialú, donde guardo alguna esperanza de poderla encontrar. Conocerla después de muerta supone una experiencia por la que siento verdadera curiosidad.

Neferhor asintió comprensivo, pues él mismo se encontraba en las mismas circunstancias.

—Siempre me llamaron Shuty —prosiguió el desconocido—, y así lo continúan haciendo.

—¿Shuty? —preguntó el escriba, sorprendido.

—Sí. Ya sé que suena un poco extraño, pero todo es cuestión de acostumbrarse. Además, dado lo aficionados que somos a los apodos, este resulta que ni pintado.

—¿Eres tratante?

—A eso me he dedicado toda la vida. Recorro la Tierra Negra ofreciendo mis servicios, y te advierto que soy bien conocido desde Sais hasta Tombos, en la lejana Nubia, donde tuve la oportunidad de hacer negocios en cierta ocasión.

—Entiendo. Eres un peregrino para el que los caminos de Kemet no tienen secretos.

—Los conozco como si los hubiera trazado con mis pies. Los he recorrido todos, aunque con diversa fortuna.

—Siempre arropado por el manto que Nut nos proporciona —comentó Neferhor mientras miraba el cielo estrellado.

—Es una de las ventajas de dormir al raso, aunque también existan inconvenientes, como podrás imaginar.

—Me hago cargo —señaló el escriba, un tanto arrepentido por su comentario.

—Pero no vayas a creer que siempre he sido un ánima errante. Hubo un tiempo en el que tenía familia, y estaba bien establecido. Vivíamos en Abu, Elefantina, la capital de Ta-Kentit, la Tierra del Arco, el nomo más meridional del Alto Egipto, ¿lo conoces?

Neferhor negó con la cabeza.

—Es un lugar diferente a cualquier otro. Allí la luz te atrapa de forma irremisible hasta tener la sensación de que formas parte de ella, y el río muestra todavía su espíritu salvaje antes de perderlo definitivamente al atravesar la tierra civilizada que se extiende hasta el Gran Verde. Seguramente yo nací allí, aunque nunca pueda estar seguro del todo.

El escriba asintió en tanto saboreaba el conejo.

—En Abu hice mis mejores negocios. Muchos fueron los que delegaron en mí para comprar o vender sus bienes. Decían que hacía honor a mi nombre —apostilló Shuty, orgulloso.

—¿Te diriges hacia Abu? —quiso saber Neferhor.

—Ahora vivo en Khenu, Gebel-el-Silsila, pero me detengo allí donde saben apreciar mis virtudes. Conozco el valor de las cosas y puedo sacar un buen partido de las transacciones, lo cual no deja de ser meritorio para alguien analfabeto como yo. Ahora es buena época para viajar a Coptos, pues están a punto de llegar las caravanas de Oriente. La capital del nomo de los Dos Halcones será mi próxima parada, donde espero que la fortuna me sea favorable, al menos para sobrevivir.

—Sobrevivir es lo que importa.

—Cuánta razón tienes. Los años cojos se repiten más de lo esperado. Nunca habíamos asistido a tanto infortunio.

Neferhor hizo un gesto de pesar que no pasó desapercibido a Shuty. Que aquel hombre huía era cosa clara, mas había algo en él que despertaba la curiosidad del tratante y también su interés, pues saltaba a la vista que era persona principal.

Terminada la cena ambos conversaron un buen rato, y Neferhor llegó a la conclusión de que la compañía de Shuty podría resultarle beneficiosa. Coptos era una ciudad muy populosa, y la constante afluencia de caravanas le ofrecía buenas perspectivas para escapar. Una vez libre de Heny, el escriba iría en busca de su familia para iniciar una nueva vida, dondequiera que los enviaran los dioses.

Semejante idea le reconfortó, y sintió cómo la esperanza volvía a llamar a las puertas de su corazón. Luego se durmió, con la vista puesta en Sirio, la estrella que señoreaba entre todas las demás.

Para Neferhor el viaje a Coptos resultó ser una aventura inesperada, a la vez que sorprendente, pues descubrió caminos insólitos en una tierra que ya creía conocer. Shuty tenía razón al asegurar que los había recorrido todos, pues le condujo por tal laberinto de veredas y cruces, que el escriba terminó por despreocuparse de sus perseguidores, convencido de que a estos les resultaría difӀXícil seguir su pista.

Aquella parte de su tierra era la que más le gustaba, y al contemplar los majestuosos meandros del río serpentear por entre los campos, el escriba se contagió de su pereza, hasta el punto de olvidarse de todo aquello que oprimía su corazón.

—Cuesta resistirse a tanta belleza, ¿verdad? —le dijo una tarde Shuty, mientras se detenían para acampar.

—Sí que cuesta. En ocasiones creo que formamos parte de un sueño y que, en realidad, los Campos del Ialú nos acogen para siempre.

—Por los catorce
kas
de Ra
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que espero que te equivoques —exclamó el tratante, divertido—, y no se trate de una ensoñación. No tengo el alma lista para pasar ningún juicio, y menos el último. Si Osiris me favorece con el paraíso solo puede tratarse de un milagro.

—Siempre que paso por aquí me ocurre lo mismo —se disculpó Neferhor—. El paisaje es capaz de evocar en mí todo cuanto deseo.

Shuty asintió en tanto encendía un pequeño fuego.

—No pienses que no te entiendo —le dijo—. A mí me ocurre lo mismo cuando llego a mi casa. Añoro el día en el que por fin mis pies dejen de cubrirse de polvo, y disfrute cada tarde de la puesta de sol desde mi pequeño jardín, en tanto saboreo el vino de Abu, que es mi perdición. Siempre que salgo de viaje me digo que quizá sea el último, y que Shai se apiadará al fin de mis pobres piernas y me permitirá descansar tras toda una vida de trabajo. Esta vez, me digo, me procurará la fortuna que merezco.

Neferhor sonrió sin poder evitarlo.

—Si es justicia lo que buscas, no la esperes de manos del mayor facineroso que habita en nuestro panteón. Él es el único que conoce las reglas de un juego en el que, además, hace trampas. —Shuty lo miró asombrado—. Sí, no pongas esa cara. El destino es un tramposo redomado, del que no espero más que sus habituales burlas.

—¡Horus bendito! ¿Cómo puedes decir semejante irreverencia? Tus palabras son una ofensa a nuestros dioses, a los que nada se les escapa. De seguro que te castigarán.

El escriba rio quedamente.

—En eso tienes razón, aunque he de confiarte que sus castigos me confunden en no pocas ocasiones. Llevo sufriéndolos desde que tengo uso de razón, como todo el mundo, pero ahora que han sido proscritos por el faraón me permito una pequeña licencia para injuriar a uno de ellos. —Shuty le miró boquiabierto, pero no fue capaz de decir nada—. Yo que tú me andaría con tiento de nombrarlos en público, dadas las circunstancias.

—Por los catorce
kas
de Ra que en eso no te falta razón —dijo el tratante.

—A eso precisamente me refería —apuntó Neferhor, divertido, ya que su acompañante sӀrolía utilizar aquella coletilla con frecuencia—. Te advierto que, a pesar de todo, me tengo por un devoto de nuestros dioses. Una especie de peregrino en una tierra en la que los fieles están proscritos.

Shuty asintió como si comprendiera.

—No es bueno para el negocio el que nuestros dioses tradicionales hayan sido prohibidos, pero la vida sigue, hermano, y hay que sobrellevar cuanto nos depare lo mejor posible.

—Tus palabras me llenan de oscuros presagios —dijo el escriba—. Me hacen despertar del sueño del que te hablé para devolverme a los brazos del tramposo. Me temo que Shai me tenga bien cogida la medida.

Durante la cena ambos conversaron animadamente, pues su compañía les había resultado ser muy grata. Neferhor había vuelto a dar muestras de su habilidad para pescar, y la pequeña perca que capturó de nuevo les pareció un manjar digno de la mesa del monarca. Shuty se sentía feliz. No había nada que le gustara más que una buena velada bajo la noche estrellada, y en cuanto a su acompañante, no podía haberlo elegido mejor.

—Ignoro el motivo por el que huyes, noble Iki, aunque no se me ocurre ningún crimen del que te crea capaz —señaló el tratante, mientras se repantingaba.

Neferhor hizo una mueca.

—Corren buenos tiempos para las lenguas bífidas.

—Las serpientes siempre han estado entre nosotros; desde el principio.

—Pero ahora sus palabras son escuchadas por el mismo dios —recalcó el escriba.

Shuty se estremeció levemente pues aquel hombre no dejaba de parecerle misterioso. Entonces decidió hablarle acerca de su vida ya que tenía deseos de saber más sobre él. El tratante había tenido una existencia ciertamente procelosa aunque, según él mismo afirmaba, era el resultado de andar por tantos caminos. Como desde bien pequeño había dado muestras de su perspicacia, no tardó mucho en moverse entre mercaderes y negociantes, de los que aprendió el oficio del comercio y también a engañar a los demás si se presentaba la ocasión.

«La riqueza no conoce de dioses ni gobernantes. Está por encima de ellos y es lo único ante lo que en verdad se doblega el hombre; no lo olvides», había escuchado decir a un rico comerciante de Asuán, siendo aún niño. Y en verdad que a Shuty aquellas palabras nunca se le olvidaron, como si hubieran sido escritas por la tinta indeleble del divino Thot en su corazón. Era una plegaria tan buena como la de cualquier otra religión, y el pequeño la entendió a la perfección.

Su constante ir y venir entre caravanas y hombres sin escrúpulos le hizo tomar plena conciencia de lo acertado que resultaba el consejo que recibiera de niño, al tiempo que le proporcionó un profundo conocimiento del corazón de los hombres y una idea clara del mundo en que vivía. Aprendió a hacer transacciones sin saber leer ni escribir y, andando el tiempo, incluso se ufanaba de ello, como ocurriera con muchos otros mercaderes. Estos se vanagloriaban de conocer el valor de cada mercancía y si necesitabaӀon firmar algún documento contrataban los servicios de un escriba, que para eso estaban. El que un hombre cualificado diera fe de su riqueza era algo que les satisfacía particularmente. Ellos eran más listos que cualquiera de aquellos remilgados chupatintas que habían tenido la oportunidad de estudiar en alguna Casa de la Vida, y no perdían ocasión de demostrárselo a la menor oportunidad.

Sin embargo, Shuty siempre se había mantenido lejano a tales fatuidades. Sentía un gran respeto por los escribas, pues comprendía que el verdadero poder radicaba en las palabras que garabateaban con sus cálamos sobre el papiro. La vida le enseñó que era mejor andarse con tiento con ellos y que la riqueza de la que muchos alardeaban podía ser efímera ante las leyes que los funcionarios transcribían.

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