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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (84 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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—El viejo Kai me hubiera dado asilo con gusto, avergonzado de lo que tú me quitaste.

El escriba lo observó un instante, y comprendió que de nada le valdría discutir. La sorpresa había dejado paso a la realidad que se escondía detrás de aquel encuentro, aunque le resultara difícil aceptarlo.

—¿Qué es lo que quieres? —inquirió Neferhor con frialdad.

Heny lanzó una carcajada siniestra.

—¿Y tú me lo preguntas? El dios tiene mucha razón cuando asegura que los templos solo sirven para dar cobijo a la cobra y el escorpión. Allí fue donde te enseñaron bien. —Neferhor no contestó—. Gracias a las malas artes que adquiriste pudiste medrar, hasta que llegó el día en el que creíste tener derecho sobre lo que no te pertenecía.

—Mi derecho era tan válido como el tuyo y, en cualquier caso, la decisión no nos correspondía a nosotros.

Heny endureció aún más el gesto, y sus ojos llamearon.

—Rindes culto a la vileza. Es difícil imaginar mayor devoción por la infamia.

—Pretender hacerme responsable de todos tus males es una pobre excusa para evitar que te mires a ti mismo.

—¡Eres taimado como pocos, Neferhor! —exclamó Heny sin dar crédito a lo que escuchaba—. Te valiste de nuestra amistad para alcanzar tus oscuros propósitos.

—En eso no te falta razón. Soy indigno de tu amistad y nunca podré librarme del peso de mis malas acciones; pero no olvides que Niut nos utilizó por igual. Nos engañó del mismo modo; daba lo mismo que fuésemos o no amigos. Mi arrepentimiento no vale de nada, y en todo caso será Osiris el que un día tendrá que enjuiciarme.

—¡Tus blasfemias te condenarán! —estalló Heny—. Has hecho del cinismo un modo de vida y porfías en aferrarte a los antiguos dioses. Osiris está proscrito, como bien deberías saber, y ese es motivo suficiente para que seas juzgado.

—¿Juzgado dices? Hace muchos años que tú ya me has condenado. Has perseguido mi memoria durante todo este tiempo y, por lo que deduzco, el dios te ha dado la oportunidad de cumplir al fin tus deseos. ¿Me equivoco?

—Tu lucidez te acompañará hasta el final —dijo Heny, divertido—. ¿Sabes durante cuántos años he esperado este momento? Cuando te despojan de tu dignidad solo te queda la venganza. No existe nada que se le pueda comparar.

—Lo sé —replicó Neferhor, lacónico.

—¿Lo sabes? —Heny volvió a soltar una carcajada—. No tienes ni idea de lo que te hablo.

—¿Tú crees? Llevas persiguiéndome desde que abandoné mi casa en Akhetatón, y con cada paso que daba alimentaba tu ira un poco más.

Heny arrugó el entrecejo.

—Aquí no hay nadie que pueda ayudarte a escapar. Llegaste al final de tu camino. No se me ocurre un lugar mejor que este. Por eso lo elegí.

—Comprendo. Me esperabas desde hacía tiempo.

—No creerías que podías darnos esquinazo, ¿verdad? Mis hombres ya te habrían atrapado si yo así lo hubiese deseado. La caza no tiene secretos para ellos.

El escriba ladeó ligeramente la cabeza sin dejar de mirarle a los ojos.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo el escriba con suavidad.

Heny rio quedamente, a la vez que desenvainaba un cuchillo.

—Esta noche dormirás en el Amenti, pero te contaré lo que ocurrirá después. Regresaré a Akhetatón a buscar a tu familia, a la que esclavizaré. Quién sabe, puede que hasta fornique con tu esposa durante un tiempo, pero al final regresará a donde le corresponde. Se convertirá en esclava de nuevo, y esta vez para siempre. ¿Te extraña que sepa acerca de ella?

Neferhor frunció los labios y se estremeció al pensar en aquella posibilidad. En un acto reflejo miró a su alrededor en busca de una salida.

—¿No pensarás en escaparte otra vez? —le inquirió el que fuera su amigo con aire burlón.

El escriba lo observó un instante y luego se dio la vuelta, dispuesto a marcharse por donde había venido. Entonces Heny dio un grito y al momento dos hombres surgieron de entre los arbustos. Neferhor reconoció a uno de ellos, pues era el
medjay
que le había acorralado en los cañaverales.

—Ya sabía yo que podías llegar a ser descortés —señaló Heny, divertido—. Por eso he tomado mis medidas. Seguro que ya conoces a Rai. Tiene un rostro fácil de recordar.

Neferhor volvió a estremecerse al contemplar la espantosa cicatriz que cruzaba la cara del
medjay
, y al momento se sintió perdido. Pensó en Sothis, en Tait, en su pequeño, y un sentimiento de desesperación le invadió por completo. Debía salir de allí a toda costa, pues él representaba la única esperanza para quienes le querían. Como en otras ocasiones el escriba imploró a los dioses, de los que era fiel devoto, para que le ayudasen en semejante trance, y acto seguido salió corriendo hacia el viejo camino que se perdía sinuoso por entre unos palmerales situados a su derecha. A su espalda Neferhor escuchó un terrible juramento, y de soslayo pudo ver cómo los dos
medjays
salían prestos en su persecución, dispuestos a cortarle el paso.

El escriba pensó que sus piernas serían incapaces de darle ventaja, pero corría por su vida, y en cuanto se vio en la vereda zigzagueó por entre los matorrales que tantas veces había recorrido en su niñez. Como siempre, su salvación estaba en el río. Era curioso, pero aquel cauce sagrado había llegado a formar parte de su existencia en una simbiosis que iba mucho más allá de lo racional. El Nilo le había visto crecer, y también le protegía cual si supiera leer en el corazón de quien siempre le había venerado, igual que haría un padre. El río representaba mucho más que la vida para Egipto; era su verdadero señor, capaz de ordenar a sus criaturas y cuanto lo rodeaba.

Mientras Neferhor sorteaba los grandes macizos de alheña para coger nuevas sendas que le llevaran hasta la orilla, escuchaba con claridad las pisadas de sus perseguidores. Se hallaban tan cerca que el escriba los imaginó extendiendo suˀs manos para atraparlo de un momento a otro. Eran unos corredores formidables, y él un hombre de edad ya avanzada que nunca podría vencerlos. A cada zancada que daba Neferhor pensaba que le faltaba el aire, y su respiración se volvía entrecortada al tiempo que sus pulmones parecían incapaces de obedecerle.

«Estoy listo —pensó mientras corría—. Esta vez no lo conseguiré.»

Rai y su acompañante confluyeron sobre su presa por la espalda, desde ambos lados. Atraparlo era cuestión de tiempo; igual que ocurría cuando el león perseguía a un viejo oryx, este no tenía la menor posibilidad de escapar, y aquel símil satisfizo sobremanera a los policías en tanto daban caza al proscrito; esta vez no alcanzaría el río.

Los dos hombres cayeron sobre Neferhor con tal ímpetu que todos rodaron por el suelo como si se tratara de cántaros, en medio de un gran estrépito y confusión.

Entonces, justo cuando los
medjays
buscaban con la mirada al escriba mientras se levantaban, ocurrió algo insólito, un suceso inaudito que a todos sobrecogió hasta aterrorizarlos. De improviso la tierra tembló, y de entre unos cañaverales cercanos surgió un ser monstruoso dispuesto a arrollar todo a su paso. Sus bramidos recorrieron los palmerales, y Neferhor asistió paralizado a una escena que ya había visto en su niñez.

—Tueris —se dijo el escriba sin mover un solo músculo, sabedor de lo que se avecinaba—. Isis nos proteja.

Envuelto en su propio miedo, Neferhor fue testigo, una vez más, del poder de la naturaleza y de la insignificancia del hombre ante los dioses que todo lo ordenan. El escriba no albergaría ninguna duda acerca de ello, pues solo así podía explicarse lo que aconteció. Hapy, el dios de las aguas, enviaba a una de sus criaturas, quizá compadecido por el sufrimiento de su hijo más devoto, o simplemente porque la hora de presentarse ante la Sala de las Dos Justicias no había llegado todavía para aquel escriba que había nacido campesino junto a sus orillas. El Nilo tendría sus razones, más allá de lo que entendieran los hombres, y estas acabarían por ser arrastradas río abajo, hasta el insondable Gran Verde, donde quedarían olvidadas.

Era el hipopótamo más grande que Neferhor hubiera visto nunca. Una bestia descomunal que arremetió con la furia de Set, capaz de sembrar el caos allá donde se propusiera.

El hipopótamo era el animal que más muertes causaba en la Tierra Negra. Era una criatura agresiva, y su mal carácter le hacía proclive a ensañarse sin compasión en cuanto se sentía amenazado. Su hábitat se confundía en muchas ocasiones con el del hombre, y a veces invadía los cultivos próximos a los márgenes del río donde moraba. Eran frecuentes sus ataques a las pequeñas barcas de papiro que atravesaban el Nilo, y cuando se hallaban cerca sus crías era prudente alejarse lo máximo posible.

Las razones que llevaron a aquel hipopótamo a atacar, Neferhor nunca las sabría, mas su embestida fue tan terrible como de costumbre. La bestia se ensañó con uno de los
medjays
de tal forma, que cuando terminó de descargar su furia de este no quedaba más que un amasijo informe que podía ser ˀscualquier cosa. Su feroz compañero tuvo mejor suerte, ya que al ver lo que se les venía encima salió corriendo sin reparar en las desgracias ajenas, pues las heroicidades son propensas a dejar viudas y huérfanos en demasiadas ocasiones.

Si Hapy, el dios que habitaba las sagradas aguas, le enviaba su ayuda al escriba en aquel trance, él se abstendría de hacer más consideraciones. El ataque del paquidermo le dejaba el camino expedito, y eso era todo lo que necesitaba. En cuanto tuvo oportunidad, Neferhor corrió como alma perseguida por los genios del Amenti hasta la cercana orilla para zambullirse sin dilación, pues tampoco era cosa de pararse a reflexionar sobre los peligros que le aguardaban en el río. Él los conocía de sobra, así como aquellos parajes en los que había vivido durante tantos años. Allí el Nilo no tenía secretos para él, y le resultó fácil cruzarlo al aprovecharse de los bajíos que, desde siempre, se formaban en su curso. Los cocodrilos continuaron tomando el sol en los bancos de arena, sin inmutarse, y en el corazón del escriba solo hubo lugar para el sobresalto y el inesperado encuentro con el que el destino había vuelto a sorprenderle.

10

Neferhor se dirigió hacia el sur tan rápido como se lo permitió su maltrecho ánimo. Se sentía confuso y abatido por cuanto le había acontecido, y el temor a lo que pudiera ocurrirle a su familia le acompañaba en cada uno de sus pasos. Sus seres queridos eran lo único que le importaba; más allá de esto la tierra acababa para él, como si se la tragara el desierto más desolador. Simplemente vivir allí le resultaría imposible.

Sin embargo, la esperanza no le abandonaba del todo. El escriba se aferraba a ella convencido de la fuerza que poseía su esposa. Estaba en su naturaleza, y una superviviente como en verdad era Sothis encontraría el modo de mantenerse a salvo y cuidar de los suyos hasta su vuelta, incluso de la amenaza de los
medjays
. Esta idea era la que más le preocupaba, pero Neferhor sabía que mientras él estuviera vivo todos los esfuerzos de Heny irían dirigidos hacia su captura. Su viejo amigo no pararía hasta encontrarlo pues su búsqueda había terminado por convertirse en la obsesión de su vida. Su mundo se circunscribía a aquel hecho, y la posibilidad real de llevar a cabo su venganza había sumido al
medjay
en un estado de excitación que le llevaría a proseguir su persecución con renovadas ansias.

Era preciso alejar a Heny cuanto pudiese de la capital, del Horizonte de Atón, y el escriba cruzó el nomo de Min como el viento del norte, solo para detenerse en la noche, atrapado por el cielo estrellado; al fin y al cabo allí habría alguien a quien contar sus desdichas, pues Nut siempre se mostraba dispuesta a escuchar las penas de sus hijos, pues así había ocurrido desde el principio de los tiempos.

En su huida, Neferhor tuvo tiempo de pensar en su perseguidor. A Heny no le faltaban razones para odiarle, y su deslealtad para con él era una culpa con la que el escriba cargaba desde hacía muchos años. Él sabía que, pasara lo que pasase, nunca se podría librar de ella. Formaba parte de su existencia, pero había llegado a la conclusión de que todos los mortales hacían tratos con la vida y, en algún momento, aceptaban llevar el collar con que esta los amarraba a cambio de poder hacer realidad΀g sus deseos. De una forma u otra todos pagaban su peaje, y resultaba imposible encontrar a alguien que no tuviera de qué arrepentirse mientras le pesaban el alma.

En el transcurso de su huida, Neferhor se encontró con grupos de
medjays
que vigilaban los caminos. La mano de Neferkheprura era alargada, y sus hombres llevaban a cabo la misión que este les había encomendado con celo. No había más dios que el Atón, y toda relación con las antiguas divinidades debía ser erradicada de la Tierra Negra. Cuando el escriba entró en el vecino nomo de Ta-Wer, la Gran Tierra, el octavo del Alto Egipto, se sintió más animado. Atrás quedaba su viejo hogar, que se había encargado de recordarle lo ligado que siempre había estado a la tragedia, y también el peculiar sabor de la venganza. Él ya la había paladeado, y no estaba dispuesto a proporcionar a su viejo amigo aquel placer tan alejado del verdadero camino del
maat
.

A pesar de que, estaba convencido, los
medjays
siguieran sus pasos, Neferhor captaba la espiritualidad que parecía emanar de aquel nomo. Ta-Wer representaba un fiel exponente de las más rancias tradiciones, y la ciudad santa de Abydos era morada eterna de dioses y lugar de peregrinaje para los devotos de una religión que se perdía en los milenios. Ahora nadie visitaba tan sacrosanto enclave y, no obstante, aquellos parajes continuaban impregnados por la sutil magia que siempre los había caracterizado. Las gentes allí se mantenían huidizas, incapaces de entender lo que ocurría; distantes a las nuevas leyes dictadas por un faraón que había declarado la guerra a la propia naturaleza de aquello que hacía a Kemet único.

Fue allí donde Neferhor conocería a alguien que resultaría determinante en su vida, y a quien nunca olvidaría.

Todo ocurrió un atardecer, a un día de camino de Tjeny, desde donde el escriba había proseguido su marcha hacia el sur, río arriba. La jornada había sido ardua debido a los frecuentes cambios de veredas que Neferhor tomaba, ya que tenía el presentimiento de que sus perseguidores se hallaban cerca. Agotado por la caminata, el escriba se detuvo para buscar un buen lugar donde pasar la noche y reponer fuerzas con un poco de queso tierno que había adquirido en la ciudad. En esas andaba cuando hasta él llegó el delicioso aroma de la carne asada. Olía a conejo, y sin poder remediarlo siguió la pista que le llevó hasta aquel manjar, pues a Neferhor le gustaba mucho. Como la noche había caído con rapidez, el escriba vislumbró enseguida el resplandor del pequeño fuego y, al aproximarse más, la figura encorvada que daba vueltas a la carne ensartada sobre las brasas. Con todo el sigilo que le fue posible, Neferhor se acercó hasta ocultarse detrás de unos arbustos desde donde podía ver mejor la escena. Junto a la lumbre, un hombre en cuclillas asaba un conejo en tanto un pollino, casi oculto por las sombras, pacía despreocupadamente. El pequeño fulgor de las llamas apenas permitía al escriba distinguir más detalles, aunque quienquiera que fuese aquel hombre se trataba de un cocinero consumado ya que el asado olía muy bien.

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