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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (87 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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El escriba asintió pensativo.

—Al menos te dará para que el viaje haya resultado provechoso —convino al fin, sabedor de que con aquellos trueques el tratante nunca podría abandonar los caminos. Pero este le leyó el pensamiento.

—El primer
deben
es el más difícil de ganar. Después, con habilidad y un poco de suerte, quizá convenza a Shai de una vez por todas para que me favorezca.

—Una apuesta arriesgada, sin duda.

—En eso tienes razón, pero qué quieres. Todo en la vida es una apuesta continua, aunque no nos demos cuenta de ello. Sus reglas son inflexibles y casi siempre nos resistimos a seguirlas. Nos creemos pequeños dioses capaces de imponer nuestra voluntad a toda costa, y nos aferramos a las ilusiones hasta distorsionar la realidad de cuanto nos rodea. En demasiadas ocasiones hacemos de nuestra vida una ilusión imposible, y nos olvidamos de vivirla. —Neferhor lo escuchaba con atención—. Pero la ilusión despierta nuestras ambiciones, y estas consiguen que el mundo se mueva, que progrese, para bien o para mal. Entonces es cuando tomamos los extraños caminos que tanto se apartan de las leyes inmutables a las que me refería, y nos encontramos con sorpresas desagradables; equivocaciones que solemos achacar al destino a pesar de que los únicos culpables seamos nosotros mismos.

El escriba consideró aquellas palabras, pues no les faltaba razón.

—Yo mismo soy la prueba de cuanto te digo —prosiguió Shuty—. A mi edad solo me quedan los sueños que siempre perseguí, y no tengo más remedio que intentar alcanzarlos, pues si los pierdo Anubis se presentará a por mí en la primera ocasión.

—El dios chacal no entiende de ilusiones —replicó Neferhor.

—Puede, pero como tú bien sabes los desvalidos y moribundos perdidos en el desierto son atacados con frecuencia por los chacales, e incluso devorados, y sin mis anhelos yo sería como uno de ellos.

—Es algo terrible lo que me cuentas, amigo mío.

—Es nuestro sino —replicó Shuty, encogiéndose de hombros—. Hemos inventado esa palabra para que podamos dar sentido a cuanto te he dicho.

Se hizo un pequeño silencio durante el cual ambos permanecieron pensativos.

—Bah. No me hagas caso —dijo Shuty—. Demasiadas noches al raso sin más compañía que las estrellas hacen posible que mi corazón sea proclive al disparate y al pesimismo.

El escriba lo miró fijamente, pues aquel hombre poseía una lucidez fuera de toda duda.

—Sea como fuere nos sentimos impulsados a escoger uno u otro camino, y nunca podremos saber con certeza cuál de ellos hubiera sido el más adecuado —apuntó Neferhor—. Es fácil culparnos por nuestras equivocaciones.

—Es lo malo de la vejez. Con los años acumulas tantos errores que se hace necesario aprender a vivir con ellos. En mi caso, con cuarenta y cinco cumplidos, soy un anciano que no entiende cómo sus piernas son aún capaces de llevarle de un lado a otro; sin embargo, sigo haciendo lo mismo de siempre: comprar y vender, e intentar sacar el mayor provecho de ello.

—Dura es la vida del
shuty
.

—Lo es. Pero como te expliqué al principio de la conversación, mantengo la ilusión de retirarme algún día a mi pequeña casa de Khenu. Ver atardecer cada día, sin preocuparme de encontrar un buen sitio donde acampar, y dormir bajo techo sin temor a que cualquier desalmado me robe el pollino. A esto han quedado reducidas mis ambiciones.

—Un retiro un tanto solitario, me parece.

—Bueno, donde hay un
deben
siempre surge la compañía y sobre todo los amigos, je, je… Ya te dije que lo más difícil es conseguir el primero.

—Con tus sistros conseguirás muchos más.

—Que emplearé adecuadamente, aunque en los negocios nunca se esté seguro del todo. —Neferhor enarcó una de sus cejas, burlón—. Sí, no pongas esa cara. Al final siempre se ha de apostar, se quiera o no.

—Reconozco que en eso tienes razón. Espero y deseo que midas bien tus pasos, aunque convendrás conmigo en que no corren los mejores tiempos para hacer fortuna.

Shuty rio quedamente y lanzó una mirada llena de astucia al escriba.

—Es cierto eso que dices: corren malos tiempos. Pero quizá saque un buen provecho de ello; a ti puedo confiártelo. —Neferhor le miró con interés—. Verás, tú mejor que nadie sabes en qué condiciones se encuentran las Dos Tierras y sus dioses inmortales. Nuestros campos se hallan abandonados en muchos lugares, y los templos han sido cerrados y ya no crecen más que malas hierbas en ellos. Personalmente no es que aborrezca a este faraón más que a otros. Ninguno de ellos haría nada por mí, pero su política ha sido nefasta para la Tierra Negra, que se encuentra al borde de la bancarrota, como bien sabes. Pero Kemet no soportará durante mucho tiempo esta situación, y estoy convencido de que algún día regresaremos a nuestras viejas tradiciones y Osiris volverá a estar al «frente de los occidentales»,
[43]
y señoreará en la Sala de las Dos Justicias para poder procurarnos el dӀescanso eterno.

—Nadie conoce cuándo vendrá ese día —respondió Neferhor, lacónico.

—Esa será mi apuesta. Estaré preparado para cuando llegue el momento.

El escriba le miró sin comprender.

—¡Je, je! En Coptos compraré incienso y aceites. ¡Todo cuanto pueda! El de cedro ha bajado mucho de precio debido a que los templos ya no lo compran. Cuando los antiguos dioses regresen la demanda de estos productos será grande, ya que resultan básicos para los templos, y su valor se multiplicará. Obtendré un gran beneficio por ello, y entonces podré dedicarme a contemplar esos atardeceres con los que sueño.

—No sabía que los sistros pudieran dar para tanto —apuntó el escriba, mordaz.

—En mis alforjas llevo lino de El Fayum, el mejor que existe, y finas telas adquiridas en el puerto de Menfis a unos marineros de Biblos. Todo lo emplearé convenientemente.

Neferhor hizo un gesto de admiración y felicitó al tratante por su perspicacia. Ambos se encontraban bajo la sombra de un gran sicómoro, el árbol sagrado, y el frescor que les proporcionaba les invitaba a ser más optimistas que de costumbre, e incluso a creer por una vez en los milagros.

—Tu negocio es otro —dijo Shuty de repente—, y sé que te ocuparás de él como corresponde. Tu fervor por los antiguos dioses está muy bien, pero no olvides que es ella la que te da el aliento.

—Sothis —murmuró el escriba—. Solo con pronunciar su nombre siento mis
metu
libres de cualquier aflicción. La sangre corre por ellos impetuosa, y también la esperanza y el mayor de los deseos. Sothis es mucho más que mi aliento; ella está en mi
ba
; lo percibo cada noche antes de cerrar mis ojos. Ambos formamos uno. Por eso sé que se encuentra bien, aunque sufra por su ausencia. —Shuty hizo un ademán con el que se hacía cargo de las palabras de su amigo—. Mi esposa es mucho más fuerte que yo —prosiguió Neferhor—. Me ha hecho parecer insignificante a su lado en muchas ocasiones. Ni mis títulos, honores o la pompa que me rodeaba hicieron mella en ella. Sothis posee una esencia que trasciende todo lo material; un poder que me resulta difícil describir.

—Hablas de ella como si fuera una diosa.

Neferhor negó con la cabeza.

—Simplemente respeta las leyes de la vida de las que antes me hablaste. Quizá por eso resulte diferente al resto de las mujeres que he conocido.

—Eres un hombre afortunado, y no deberías burlarte más del destino que, no en vano, te ha regalado semejante hembra.

—Me es más valiosa que el conocimiento que Thot insufló a mi corazón. Me ha dado un varón, y si los pierdo me desvaneceré hasta convertirme en polvo.

—Volverás a verlos, ya lo verás —le animó el tratante.

Luego ambos amigos se mantuvieron en silencio. El calor apretaba de firme, y la sombra del sicómoro invitó a Shuty a dar una cabezada. Neferhor perdió su mirada por entre las palmeras que se recortaban en la cercana ribera. Hablar de Sothis le había producido euforia y optimismo, a la vez que agitación. Temía por los suyos, y ese era un sentimiento que le perseguiría a dondequiera que fuese. Él ya no era nada sin ellos, y huir de Egipto solo le convertiría en un ánima errante a la que se niega el paraíso para toda la eternidad. A continuación pensó en Hekaib. Era extraño, pero su recuerdo vino a él como si se tratara de un personaje perteneciente a una vida pasada. La ausencia de emociones ante su memoria le había sorprendido ya con anterioridad, cuando había repasado cuanto ocurrió. El que fuera su padre se había transformado en una entidad cuya naturaleza le resultaba parte de una entelequia. Un sujeto de ficción que no era sino una suerte de ensueño que acabó por transformarse en una pesadilla, de la que había despertado por fin una noche junto al río. Ni los ojos de Pepynakht mientras le miraban suplicantes, poco antes de que le matara, le causaban ningún tipo de sentimiento, quizá porque, como creía, tan solo formaba parte de aquella pesadilla que no quería recordar jamás. Hekaib se desvanecía para siempre, como si nunca hubiera existido.

El escriba sintió que le invadía el sopor y suspiró resignado. Entonces llamó a su amigo, que se hizo de rogar.

—Qué —contestó Shuty, mientras pestañeaba con dificultad.

—Harías bien en comprar todo el grano que puedas. El año próximo la cosecha será mala.

11

Heny había pasado de la ira a la enajenación para acabar en manos de la exasperación más absoluta. Encorajinado, pateó todo cuanto encontró a su paso con una rabia que recordaba a la de los babuinos que la policía solía llevar como acompañantes. El único hombre que le quedaba con vida, el del rostro marcado, le miraba, amedrentado, sin atreverse a decir una sola palabra o mover un músculo. Heny juraba y blasfemaba contra dioses y hombres, sin importarle que su rabia le llevase a un estado próximo a la vehemencia. Mientras gritaba, desbrozaba con su hacha un macizo de alheña, en tanto el palmeral en pleno se estremecía como si se tratara de un ser vivo.

—¡Abominación! —gritaba el energúmeno—. ¡Malditos seáis quienes lo protegéis!

Más tarde, cuando la cólera dejó paso a la frustración, el odio que aquel hombre albergaba en su corazón se apoderó de su mirada, y su rostro se contrajo en un horrible rictus de rencor que no se molestó en ocultar. El
medjay
que yacía descoyuntado próximo a la orilla no era sino una prueba más de la oscura magia que poseía el que un día fuera su amigo. Solo así podía entenderse que el hipopótamo saliera en su defensa de entre el bosque de papiros cercano para atacar a sus hombres, justo cuando se hallaban a punto de capturar a aquel pérfido
heka
. Sí, esa tenía que ser la respuesta a todo cuanto le había acontecido en su vida; la única contestacin mր۳n posible, se dijo Heny.

Neferhor debía de tener tratos con el Inframundo. ¿Cómo, si no, había podido alcanzar los títulos que ostentaba, poseer cuanto se había propuesto, y salir indemne de la furia del faraón? No había otra explicación más que la que proporcionaba la magia, aunque también pudiera haber vendido su alma a la serpiente Apofis. A Heny no le extrañaría nada, dadas las circunstancias. Si Neferhor era capaz de invocar a los dioses para que estos tomaran su forma animal, la cosa estaba clara. Necesitaría algo más que una pareja de policías para poder atraparlo.

Cuando su fiereza se calmó un poco, Heny pensó en el escriba para llegar a la conclusión de que este había llevado la desgracia consigo dondequiera que había ido; comenzando por su propia familia, que había tenido un final espantoso.

Su paso por la corte del gran Amenhotep era otra buena prueba de ello. Él era de los pocos que se habían librado de las purgas llevadas a cabo por Tiyi, y su mismo encuentro con él había llevado el desastre a su casa. Su esposa y su hijo Antef habían fallecido, y ni el orgulloso príncipe Kaleb se había librado de su maldición. Ahora andaba con una esclava nubia, con la que se había desposado, y a la que no daba demasiadas esperanzas. Heny se encargaría de ella, como había prometido, si no caía fulminado antes por la tenebrosa magia de aquel demonio. Heny escupió al pensar en ello y después echó un último vistazo a los restos del
medjay
; apenas una masa irreconocible después de que el paquidermo lo hubiese pisoteado.

Heny debía ponerse en marcha de inmediato y dar un rodeo para no seguir las carreteras principales. Ahora Neferhor sabía que le perseguiría hasta el final de sus días, y que la única forma de librarse de él sería abandonar la Tierra Negra lo antes posible. Si Heny estuviera en su lugar saldría en alguna de las caravanas que se dirigían a Oriente y, dada la situación en la que se encontraban, Coptos era el lugar apropiado para hacerlo. Esta ciudad era un enclave mercantil de primer orden, y las rutas hacia el mar Rojo se hallaban abiertas desde tiempos inmemoriales. Hacia allí se encaminaría junto a Rai para recibir a su viejo amigo como se merecía. Este avanzaría con cautela, y ello le daría tiempo suficiente para preparar su trampa.

En Coptos no encontraría ningún dios capaz de protegerle.

Las siguientes jornadas discurrieron tan plácidas que Neferhor creyó que formaba parte del bucólico paisaje que atravesaban. La primavera se anunciaba para envolver el ambiente con su característica luz de oro translúcido, y los campos, aunque muchos se hallaran abandonados, lucían espléndidos a la espera de ser recolectados. Neferhor respiraba aquel aire cargado de fragancias mientras pensaba en su futuro inmediato. De sus perseguidores no había vuelto a tener noticia, pero sabía que de una forma u otra estos le acechaban. Como bien le había dicho Shuty, Heny no pararía hasta encontrarle, aunque fuera lo único que tuviera que hacer en su vida. Su silueta recortada en la puerta de la que había sido su casa se le antojaba una aparición grotesca que nunca hubiera imaginado posible. Sin embargo, su viejo amigo se había hecho corpóreo para demandar una venganza que cumpliría al precio que fuese. Al escriba no le quedaba ninguna duda acerca de ello, y estaba convencido de que Heny había trazado un plan para atraparle. Seguramente le aguardaría en Coptos, como ya le hۀabía advertido Shuty, o en cualquier otro lugar, cuando menos lo esperase. Neferhor se dio cuenta de que, fuera cual fuese su camino, la sombra de Heny siempre se cerniría sobre él. Huir de Egipto significaba abandonar a los suyos, o quién sabía si perderlos para siempre, y la mera idea de acabar sus días lejos de su amado Kemet le hacía caer en el desaliento. Su
ba
vagaría desamparado como el de un vulgar
apiru
, los bandidos que asolaban el valle de La Bekaa, sin posibilidad de alcanzar los Campos del Ialú donde algún día anhelaba encontrarse con sus seres queridos. «Oh dioses estelares, ayudadme en este trance. Aunque el destino me tenga ya preparado el camino que he de seguir.»

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