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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (8 page)

BOOK: El señor del carnaval
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Un hombre con traje y corbata salió de la tienda, hablando por el móvil, seguido de una pareja mayor. El dolor y la ansiedad que ardían en los intestinos de Timo se agudizaron. Metió la mano en el bolsillo de su cazadora y apretó los dedos alrededor del acero frío y duro.

Timo también había concebido que su tesis compensara este argumento con una discusión sobre Estados Unidos, donde la Constitución permite expresamente a los ciudadanos llevar armas y, por tanto, disponer de un medio de fuerza física independiente; denegando en consecuencia al Estado el monopolio de la misma. En cambio, Estados Unidos existía y era una nación próspera.

Miró al otro lado de la calle. Un coche aparcó y una mujer entró corriendo en la tienda. Al cabo de unos momentos volvió a salir con una bolsa y se marchó en el coche. Timo sintió una punzada de algo distinto a la ansiedad de su cuerpo: era su tristeza, su duelo por su yo pasado, el estudiante de filosofía de ojos claros, disciplinado y organizado, que tenía el mundo a sus pies. Pero eso había pasado. Eso fue antes de las drogas.

Salió de la sombra de la esquina, con los estrechos hombros encogidos para protegerse del frío, y avanzó hacia la tienda mientras con los dedos sostenía con fuerza la pistola de su bolsillo.

5

Después de hacer el amor, Fabel y Susanne se quedaron sentados en el salón de su apartamento y contemplaron las aguas oscuras del Alster y los reflejos dorados que jugaban por su superficie. Susanne reclinó la cabeza sobre el hombro de él y Jan hizo todo lo que pudo para disimular el hecho de que, por algún motivo, no deseaba tenerla a su lado. El sentimiento lo sorprendió. Se sentía inquieto e irritable y, por un instante, tuvo una necesidad casi irresistible de meterse en el coche y marcharse de la ciudad, de Hamburgo, de Alemania. Era una sensación que ya había tenido antes, pero siempre la había atribuido a su trabajo, a una necesidad de alejar al máximo toda aquella presión y aquel horror. Pero ¿no era eso exactamente lo que había conseguido? Le quedaban tan sólo unas cuantas semanas y su huida sería completa, de modo que, ¿por qué se sentía tan lleno de pánico? ¿Y por qué, cuando se suponía que debía empezar a saborear una vida carente de asesinatos, no podía quitarse de la cabeza la cita con el informe que había medio ocultado bajo el ejemplar del
Morgenpost

—¿Qué tal la cena con Roland? —le preguntó Susanne.

—Un rollo. A Bartz le gusta mucho hablar. No sé si le gusta escuchar, pero no para de hablar.

—Pensaba que te caía bien.

En la voz de Susanne había cierta inquietud. Fabel había aprendido a ir con cuidado cuando hablaba con ella de su nuevo trabajo: últimamente, cualquier falta de convicción en su tono bastaba para iniciar una discusión.

—Me cae bien. Bueno, me caía bien de niño, pero la gente cambia, y ahora Roland Bartz es una persona muy distinta. Es buena gente, sólo se ha vuelto un poco egocéntrico.

—Es empresario, y eso es algo inherente a su profesión —dijo Susanne—. Su empresa no funcionaría tan bien, y no te podría haber ofrecido el sueldo que te ofrece, si estuviera lleno de inseguridades. De todos modos, la gente con la que trabajas no tiene por qué caerte bien.

—No hay ningún problema —dijo Fabel—. De veras. Y no te preocupes, que no me he repensado lo de dejar la Policía de Hamburgo. Estoy hasta las narices.

Tomó un buen sorbo de Pinot Grigio, se reclinó en el sofá y cerró los ojos. La imagen del suicida triste, desesperado y demente le llenó los pensamientos. La misma imagen que lo había acechado durante toda la cena con Bartz.

—¿Qué te preocupa? —le preguntó Susanne, en respuesta a su suspiro.

—No puedo dejar de pensar en Aichinger y en todo lo que dijo antes de dispararse.

Eso de despertarse y darse cuenta de que no era real. ¿De qué demonios hablaba?

—Es una despersonalización. Nos ocurre a todos en cierto grado en algún momento; normalmente cuando sufrimos mucho estrés y fatiga aguda. En el caso de Aichinger, es posible que tuviera algún trastorno más grave. Tal vez se le hubiera desencadenado un proceso de huida disociativa.

—Pensaba que eso era cuando la gente pierde la memoria, cuando despiertan en una ciudad nueva, con una nueva identidad o sin identidad alguna.

—A veces puede ocurrir. La gente que sufre un trauma fuerte puede caer en una huida disociativa. Para olvidarse de lo malo, se deshacen de su memoria entera; sin memoria no puedes recordar quién eres, adoptas una nueva identidad sin la biografía de la tuya real.

—Pero Aichinger no había perdido la memoria.

—No, pero si no se hubiera matado, puede que hubiera salido por aquella puerta y hubiera desaparecido. No sólo para el mundo, sino para sí mismo.

—Dios sabe que ha habido momentos en que hubiera deseado desaparecer de mí mismo. Cuando estaba delante de Aichinger mientras él se volaba los sesos fue uno de ellos. —Fabel sonrió amargamente.

—Bueno, de alguna manera lo has hecho. Tan pronto como salgas del Präsidium por última vez y dejes atrás el trabajo de policía.

—Desde luego. —Tomó otro sorbo de vino—. Y lo deje todo en manos de los chicos de Breidenbach.

—¿Quién?

—La nueva generación. —Fabel se acabó el vino.

6

Stefan aparcó frente a la tienda abierta 24 horas anexa a la gasolinera. Hacía tan sólo una hora que había salido del trabajo y ahora se sentía bien: recién afeitado y duchado, con una camisa limpia y su mejor colonia. Había llamado a Lisa y ella había accedido a que pasaran la noche juntos. Aquélla era la única tienda que conocía que estuviera abierta tan tarde, y además sabía que tenía una buena selección de vinos.

Llevaba un par de meses saliendo con Lisa. Era una chica fantástica, divertida, elegante y guapa. Se habían empezado a ver de manera desenfadada y se divertían mucho juntos, pero Stefan empezaba a pensar que ella tenía interés en algo más serio, y él no quería. O, al menos, pensaba que no quería. Las cosas ya estaban bien como estaban y no se sentía preparado para comprometerse con nadie. No obstante, a veces la idea no le parecía tan mala. Pero el hecho era que, de momento, para lo único que Stefan tenía tiempo de pensar en serio era en su carrera. Había intentado explicarle a Lisa lo importante que era para él ser policía. En un par de meses tenía los exámenes para el cargo de Kommissar y debía empezar a concentrarse en los estudios. Pero no esa noche; esa noche quería divertirse. Aunque antes debía elegir el vino.

Nada más cruzar la puerta, Stefan supo que pasaba algo raro. La campanilla de la puerta llamó la atención de los dos hombres, las otras dos personas que había en la tienda. Eran un hombre flaco con el pelo largo y lacio y la ropa de aspecto sucio, de pie frente al mostrador, y un turco de mediana edad responsable de la tienda detrás del mismo. Los dos hombres estaban quietos; demasiado quietos y tensos. De pronto, el más joven se volvió a mirar a Stefan. Éste pudo ver el miedo en sus ojos, el movimiento tosco cuando balanceó el brazo para apuntarle con su pistola. Stefan separó las manos del cuerpo.

—Tranquilo… —dijo. A Stefan se le hizo presente toda su formación y llevó a cabo un rápido análisis de la amenaza. Absorbió todo lo que pudo en el mínimo tiempo posible. La pistola era una antigua Walther P8, prácticamente una pieza de anticuario.

No, el cañón era demasiado corto para ser un P8: era un P4, el modelo que usaba la Policía de Hamburgo después de la guerra. Igualmente, era vieja y no parecía muy cuidada. Stefan no estaba muy seguro de si funcionaría, resultaba imposible estar seguro.

—Tranquilízate —le repitió, al darse cuenta de que el joven de ojos desesperados y el pelo sucio era el más asustado del local. Stefan recordó la manera en que el Hauptkommissar Fabel controló la situación en Jenfeld—. Sólo quiero que te calmes.

Stefan percibió el temblor del brazo del pistolero, los párpados rojos de sus ojos furiosos. Era un yonqui, desesperado y asustado, y la formación de Stefan le decía que un hombre asustado con una pistola es infinitamente más peligroso que uno enfadado con una pistola. Hizo un cálculo mental de las posibilidades de que la pistola se encasquillara y, si llegaba a dispararse, de que el yonqui errara el tiro.

—¡No te muevas! —le gritó el joven.

—No me moveré —le dijo Stefan con calma.

—Tú —le gritó el yonqui al tendero turco—. Llena una bolsa con el dinero de la caja.

El turco cruzó una mirada con Stefan; le había despachado muchas veces y sabía que era policía. Cogió el dinero que había en la caja y lo metió en la bolsa. El yonqui la agarró con la mano libre sin dejar de apuntar a Stefan.

—Vale. Apártate. Me marcho. —El yonqui trató de imprimir la máxima autoridad a la frase.

—No puedo dejarte hacerlo —dijo Stefan con voz serena.

—¿Qué cono quieres decir? Apártate de una vez.

—No puedo —repitió Stefan—. Soy policía. Me da igual el dinero, ni siquiera me importa que te escapes, pero no puedo dejar que te marches con la pistola. No puedo permitir que seas un peligro público.

—¿Eres un
bulle
? —El yonqui estaba cada vez más agitado. Su temblor se acrecentó—. ¿Un puto poli? —Desvió su objetivo de Stefan al tendero turco—. ¿Y qué pasa con este miembro del público? ¿Y si le vuelo la cabeza porque tú no quieres apartarte?

Stefan miró al turco. Había levantado las manos pero el policía percibió que dominaba mucho mejor su miedo que el pistolero.

—Entonces me demostrarás que no puedo dejarte marchar. Y tendré que reducirte.

—¿Con qué? Si no vas armado.

—Créeme —Stefan mantenía el tono sereno—. Si aprietas el gatillo será lo último que hagas. Soy agente especialista en armas de fuego, entiendo mucho de pistolas y conozco el arma que llevas. Sé cuándo y dónde fue fabricada. Puedo saber, por cómo la sujetas, que no sabes lo que haces, y sé que no acertarás antes de que te pille y te retuerza el cuello. Pero no tiene por qué ser así. Baja el arma. Hay otra manera de arreglar las cosas.

—¿La hay? —El pistolero sonrió con amargura—. Supongo que pasa por restaurar el monopolio de la violencia.

—No sé de qué me hablas.

—¡Apártate! —Volvió a apuntar a Stefan—. ¿Por qué tienes que hacer todo esto?

¿No puedes limitarte a apartarte? Sólo es un segundo.

—Porque me dedico a esto. Dame el arma, anda. —Stefan avanzó un paso hacia él—. Acabemos con esto.

—De acuerdo, acabemos. —La expresión del pistolero pareció vaciarse.

Stefan soltó una breve risita. Se había equivocado: la pistola era vieja, no había sido cuidada, pero no se encasquilló. Y, o bien el yonqui era mejor tirador de lo que Stefan había supuesto o, sencillamente, tuvo suerte. La explosión del disparo siguió resonando en el fondo del local cuando Stefan bajó la vista hacia su camisa nueva, hacia el agujero que tenía, hacia la mancha que se extendía a medida que su sangre iba empapando la tela. Un tiro al centro. Un tiro casi perfecto. Las piernas de Stefan cedieron bajo su peso y cayó de rodillas.

—¿Por qué no podías apartarte? —La voz del yonqui estaba llena de pánico y odio a partes iguales.

Stefan levantó los ojos hacia él y abrió la boca para decir algo, pero sintió que le faltaba el aliento.

—¿Por qué? —repitió el yonqui quejumbroso, mientras disparaba otra vez. Y otra.

Y otra.

7

Fabel volvió a soñar con los muertos.

A lo largo de toda su vida profesional había tenido esos sueños. Había aprendido a resignarse a los despertares repentinos, al tamborileo de su pulso en los oídos y al sudor frío nocturno como parte de sus procesos mentales. Había aceptado que los sueños eran un derivado natural de tantos pensamientos y emociones excesivos que poblaban su mente: los que había aprendido a suprimir mientras trataba con la brutalidad de los asesinos y, en especial, cuando se enfrentaba al dolor y la desesperación de sus víctimas. Era algo que veía en cada escenario de crimen: la historia. La historia, escrita normalmente con sangre, de aquellos últimos momentos tristes y violentos. Alguien le había dicho una vez que todos nos morimos solos, que podemos marcharnos de este mundo rodeados de gente pero la muerte es el más solitario de nuestros actos. Fabel no se lo creía. El elemento de todos los escenarios del crimen que se hacía más presente en su cerebro —merodeando maliciosamente en él hasta que soñaba— fue siempre la crueldad de que una víctima tuviera que compartir ese último momento, el más íntimo de su vida, con su verdugo. Recordaba que una vez estuvo a punto de darle un puñetazo a la sonrisa burlona de un sospechoso de asesinato que alardeaba contando cómo su víctima, mientras moría por sus puñaladas, trató de cogerle la mano buscando el último consuelo en forma de calor humano que tenía a su alcance. El cabrón llegó a reírse mientras lo contaba. Y aquella noche Fabel soñó con la víctima.

Ahora Fabel había soñado que esperaba fuera de un enorme salón. Por algún motivo pensaba que estaba en el Rathaus, la sede del gobierno municipal de Hamburgo. Sabía que le hacían esperar por algún motivo, pero que pronto le dejarían entrar. Dos ayudantes sin rostro abrían las puertas enormes y él accedía a una enorme sala de banquetes. Había una mesa de longitud inconmensurable, llena de gente cenando que se levantaba para ovacionarlo al verlo entrar. Su sitio estaba lejos, al otro lado de la mesa, y a medida que iba pasando por entre los invitados reconocía a la mayoría de ellos. Fabel tenía una vaga sensación de sorpresa de que lo reconocieran.

Todos ellos, por supuesto, habían muerto antes de conocerle: eran las víctimas las que aplaudían, las víctimas cuyos asesinatos había investigado. Se sentó al final de la mesa. A un lado tenía a Úrsula Kastner, que había sido asesinada cuatro años antes y que ya lo había visitado en otros sueños. Le sonreía con los labios pálidos, sin sangre.

—¿Cuál es el motivo de este banquete? —preguntaba Fabel.

—Es su cena de despedida —le respondía ella, todavía sonriendo, pero limpiándose una gota de sangre de la comisura de los labios con la servilleta—. Nos deja, ¿no es cierto? Pues hemos venido a despedirnos de usted.

Fabel asentía. Se daba cuenta de que la silla de su otro lado estaba vacía, pero sabía que el espacio estaba reservado para I lamia Dorn, su novia asesinada cuando era estudiante. Se volvía a hablar de nuevo con Úrsula Kastner.

—He cumplido mi promesa —decía—. Le he pillado.

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