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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (31 page)

BOOK: El señor del carnaval
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Fabel miró uno de los paneles osario de la pared, que le devolvió la mirada desde los ojos vacíos de una calavera dorada. Rehuyó aquella mirada hueca y se dirigió a la escalinata que salía de la Cámara Dorada.

—Cuando volvamos a tu oficina, me gustaría volver a repasar los informes. Sé que hay algo que se nos escapa.

8

—Estamos hablando de cometer un asesinato.

Buslenko se apoyó en la mesa y clavó en María una mirada que parecía un foco.

María odiaba los ojos de ese hombre, brillantes y duros como esmeraldas cortadas con diamante, muy parecidos a los de Vitrenko.

—Vamos a ser claros. Estamos aquí para saltarnos la misma ley que tienes el deber de defender. Eres detective de la Mordkommission, María, has de saber mejor que nadie que no hay nada que justifique legalmente el homicidio de Vasyl Vitrenko.

—Hay una justificación moral —dijo ella.

—Eso no importa. Si nos descubren, irás a la cárcel. Sólo quiero dejarlo claro. Si quieres abandonar el caso, puedes hacerlo ahora. Pero entonces vuelve a Hamburgo…

No quiero verte por aquí interponiéndote en nuestro camino.

—Sé lo que me juego —dijo María—. Y haría cualquier cosa por acabar con ese hijo de puta. Él me eliminó como agente de policía, así que no veo por qué debería actuar como tal cuando se trata de derrotarlo a él.

—De acuerdo… —Buslenko desenrolló un plano urbano de Colonia. No era un mapa cualquiera hecho para conductores y María supuso que era el tipo de cartografía que debían de tener todas las agencias de inteligencia del mundo de las ciudades de cualquier país. En él había una serie de cuadraditos rojos pegados—. Éstos son los centros; al menos los que conocemos, desde los que opera el aparato de Vitrenko. Tenemos buena información sobre ellos, pero sabemos que no son las ubicaciones clave. De éstas no sabemos nada. Además, estamos bastante seguros de que Vitrenko ha cambiado su aspecto de manera significativa: podríamos tenerlo delante de las narices y no enterarnos. Aunque sí tenemos información sobre ese pedazo de mierda… —Buslenko puso una foto sobre la mesa—. Este es Valeri Molokov, el ruso. De hecho, en muchos aspectos Molokov es una versión rusa de Vitrenko. Las principales diferencias son que Molokov no es tan listo, ni tan letal.

Vitrenko se considera distinto y mejor que un criminal común, y piensa que dirige una operación militar; Molokov, en cambio, a pesar de su historial en la Spetsnaz, se encuentra bastante cómodo en su papel de capo de la mafia vulgar y corriente.

—¿Molokov fue policía? —preguntó María.

—De nuevo, no de la manera que tú piensas. Molokov sirvió en la OMON, la brigada de operaciones especiales de la Policía rusa, pero le echaron, básicamente por corrupto. Con tanta policía de cuerpos especiales operando en Moscú, tuvo que haberla hecho muy gorda: cumplió tres años en la cárcel de Matrosskaya Tishina de Moscú por delitos relacionados con el tráfico de personas. Ésa es otra de las cosas que lo diferencian de Vitrenko, que jamás ha sido arrestado y desde luego no se ha enfrentado nunca a un juicio ni a la cárcel. La verdad es que Molokov se labró una reputación como asesino a sueldo, y ahora se le busca por una amplia colección de crímenes. Molokov odia a Vitrenko pero no puede escapar de la situación: iban camino de la confrontación y sabía que llevaba las de perder, de modo que Vitrenko pudo forzarlo a asociarse con él, pues Molokov claramente estaba en inferioridad de condiciones.

—¿Cómo no han extraditado a Molokov de Alemania? —preguntó María.

—Ambos bajo nombres supuestos. Lo que los diferencia es que Vitrenko lo hace mejor, como si viviera bajo la piel de otro. Pero la Policía alemana desconoce todavía la identidad que utiliza Molokov o su paradero. Y ahí es donde la aventajamos.

—¿Yeso?

—Tenemos una localización, más por accidente que por haberlo planeado. Nuestro principal interés en Molokov es que es el miembro de mayor rango de la organización de Vitrenko al que podemos vigilar. A diferencia de ti, que perseguías a un pelagatos como Kushnier, Molokov nos podría dar realmente buenas pistas sobre Vitrenko.

—No parece que lo suyo sea una historia de amor.

—No lo es, en especial en lo que respecta a Molokov. Vitrenko tiene el poder de mantenerlo a raya, pero Molokov es un hijo de puta letal. No obstante, en ese «matrimonio» hay un punto de inflexión. La Agencia Federal del Crimen de Alemania tiene una fuente de información dentro de la organización, y nuestra inteligencia sugiere que Vitrenko cree que la filtración viene del lado de Molokov.

Participé en una operación fallida para detener a Vitrenko en suelo ucraniano. Uno de los hombres fuertes de Molokov, un matón llamado Kotkin, acabó muerto, y también un miembro de nuestro equipo que estaba supuestamente a sueldo de Vitrenko.

Olga Sarapenko lo interrumpió:

—Lo que necesitamos saber es si estás con nosotros en esta misión. ¿Nos ayudarás a derrotar a Vitrenko?

María tomó un sorbo de agua, y al hacerlo advirtió que le temblaba la mano.

Todavía le dolían las muñecas de la cuerda con que la habían atado.

—¿Y si lo hiciéramos legalmente? ¿Localizarlo y pedir al BKA que lo arreste?

—Sabes que no es una posibilidad, María —dijo Buslenko—. Eso le daría la oportunidad de escapar de nuestras garras. Tú precisamente tienes que saber lo fácil que le resulta hacerlo. Y, de todos modos, éste no es nuestro objetivo. Estamos aquí para acabar con Vitrenko. Literalmente.

María miró al ucraniano. Él le sostuvo la mirada, mientras se inclinaba hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas. Ese hombre se decía policía, sabía que ella era agente de policía y, aun así, le estaba pidiendo que colaborara en un asesinato.

No dejaba de ser la misma conclusión a la que había llegado ella, pero, ¿cómo sabía que era sincero? Podía ser cualquiera; podía ser uno de los matarifes de Vitrenko.

Aunque, si ése era el caso, ¿no estaría ya muerta?

—Como ya os he dicho —dijo—, quiero estar presente cuando destruyan a Vitrenko. Estoy con vosotros.

9

Ansgar, tan poco acostumbrado a la danza del cortejo, buscó torpemente las palabras adecuadas. Ekatherina, como si fuera una guía turística al rescate de un viajero perdido en la parte equivocada de la ciudad, lo tuvo que ayudar con su propuesta entrecortada y balbuciente de que lo acompañara a la procesión de carnaval dentro de unas pocas semanas. Ekatherina le facilitó el trabajo sugiriendo que antes salieran juntos una noche a un restaurante ucraniano que conocía.

Ansgar no era tonto. Al fin y al cabo, le llevaba al menos quince años y no era, en ningún sentido, un buen partido. Sabía que el matrimonio con un alemán nativo significaba para ella asegurarse la residencia permanente en la República Federal. Sin embargo, también creía que a Ekatherina le gustaba de verdad. Pero ¿conocía ella realmente su verdadera naturaleza? ¿Sus deseos secretos?

El Rin divide Colonia en más aspectos que el meramente geográfico. Desde los primeros asentamientos en la ciudad, el río representó primero una barrera étnica y luego, social y cultural. Los habitantes de la orilla izquierda, como Ansgar, siempre habían pensado que su lado del río era la verdadera Colonia, a diferencia de «el otro lado». El restaurante ucraniano que Ekatherina había propuesto estaba precisamente en aquel otro lado, en la zona de Vingst. La cocina era auténticamente ucraniana.

Ansgar supuso también que buena parte de la clientela, y probablemente la dirección, eran auténtica mafia ucraniana. Vio a varios grupos de hombres fornidos vestidos con Armani negros, el típico uniforme de gánster de Europa del Este.

La carta estaba en alfabeto cirílico y en alemán, pero Ansgar dejó que Ekatherina guiara su elección. Por lo que pudo ver, los ucranianos tenían tantos tipos distintos de
Borsch
como palabras tienen los esquimales para nombrar la nieve. Además
habíapechyva, pampushky, halushky, varenyky
, albóndigas de
bitky
y toda una selección de postres. Ekatherina recomendó empezar con una pechuga de oca
zakuska
seguida de una porción de aperitivo de
hetman borsch
, y luego costillas de cerdo marinadas
enkvas
de remolacha con bolas de
halushky
.

—Más ucraniano imposible —dijo con entusiasmo, y Ansgar se dio cuenta de que estaba sinceramente orgullosa de presentarle su cultura y su cocina. Cuando llegó el camarero para anotar sus bebidas, Ekatherina se enfrascó en un vivaz intercambio en ucraniano con él. El camarero sonrió y asintió con la cabeza.

—Espero que no te importe —dijo—. Es algo que debes probar…

El camarero regresó con una botella fría que parecía de champán. La descorchó y Ekatherina, de nuevo, llevó la iniciativa y lo probó, para luego asentir con un gesto entusiasta de la cabeza. Cuando el camarero lo hubo servido, Ansgar tomó un sorbo.

La boca se le llenó de una efervescencia fragante.

—Es delicioso —dijo—. Realmente delicioso.

—Es
Krimart
—contestó ella, agradecida—. Es de las bodegas Artyomovsk, en la región de Donetsk. Las fundó un alemán, ¿sabes? Prusiano. Es lo que le gustaba beber a Stalin y a todos los capos comunistas.

Ansgar observaba a Ekatherina comer y hablar. De manera natural, ella llevaba la conversación, con su alemán de gracioso acento, pero en lo que más se fijaba Ansgar era en cómo comía. Durante la cena, Ekatherina se esforzó por arrancarle a Ansgar algunos detalles de su infancia, de su familia, de lo que le había hecho desear ser chef.

Ansgar se sorprendió queriendo ser más hablador, un compañero más fácil, más interesante. Por encima de todo, lo que Ansgar deseó fue poder estar allí sentado, en ese restaurante ucraniano, con una joven atractiva, y ser otra persona: alguien con una vida y unas apetencias normales.

A Ekatherina no parecía preocuparle la taciturnidad de Ansgar. Habló extensamente de su infancia en Ucrania, de la increíble belleza de su tierra y la calidez de sus gentes.

Ansgar escuchaba y sonreía. Ekatherina se había vestido con lo que él supuso que era su mejor ropa. Estaba claro que no era cara, pero sí demostraba un cierto buen gusto. La blusa blanca iba abierta hasta el tercer botón y, cuando Ekatherina se inclinaba hacia delante, Ansgar le podía ver el perfil curvo de los pechos, pálidos y suaves. Agradecía el esfuerzo que había hecho la muchacha, pero durante toda la cena trató de evitar en su cabeza aquellas fantasías oscuras que había construido alrededor de ella.

Al salir del restaurante tomaron un taxi. La comida, admitió Ansgar, había sido interesante. Siempre le resultaba extraño, hasta difícil, disfrutar de los platos de otro restaurante. Para empezar, nunca lo trataban como a un comensal cualquiera: tenía una reputación y cualquiera que supiera algo de la restauración en Colonia lo reconocía. Ansgar estaba seguro de haber oído su nombre entre el murmullo de palabras ucranianas intercambiado por Ekatherina y el camarero. El otro problema que tenía era el esfuerzo que debía hacer para dejar de lado su perfil profesional y, sencillamente, disfrutar de la experiencia por sí misma. Pero lo cierto era que siempre analizaba cada bocado, juzgaba las combinaciones de sabores, evaluaba la presentación en el plato. Ansgar era un artista, y le gustaba comparar la obra de los demás para ver si había algo que pudiera aprender de ellos. Muchos de los matices sutiles añadidos a sus platos más apreciados le habían sido inspirados por una expresión más rudimentaria de los mismos en algún restaurante de segunda.

Pero esa noche, cuando se deslizó en el asiento trasero del taxi junto a Ekatherina, sintió que estaba demasiado lleno. Para Ansgar, la virtud de la comida estaba en la calidad, en la experiencia, y no en la cantidad. Sintió el calor del cuerpo de Ekatherina cuando ella se inclinó hacia él. Ansgar también era consciente de que había bebido más de lo habitual, y eso le hacía estar nervioso: se sentía más valiente, más proclive a dejarse llevar por sus impulsos; por aquel impulso más potente que todos los demás.

También advertía el abandono y la facilidad en los movimientos de Ekatherina. Era una situación peligrosa y luchaba por apartar aquellas imágenes de su cabeza.

Imágenes de una fantasía que ahora parecía, aunque sólo de manera remota, posible.

Ansgar tenía la intención de dejar a Ekatherina en su apartamento. Declinó su oferta de subir a tomar un café: debía levantarse pronto, le explicó. Pero ella se inclinó hacia él y le besó, desrizándole la lengua entre los labios. El beso le supo a café mezclado con el sabor a frambuesa del licor de Malynivka que habían tomado al finalizar la cena.

Pagó al taxista y siguió a Ekatherina hacia su apartamento.

10

—Yo salí un tiempo con una chica a la que le gustaba que la atara, ¿sabes? —Scholz se apoyó en su butaca y se acercó la botella de cerveza
Kölsch
a los labios—. Me refiero a atada del todo, bien fuerte, y cada vez que lo hacíamos. No podía, ya me entiendes, disfrutar a gusto a menos que estuviera bien sujeta.

—Gracias por la confidencia. —Fabel sonrió irónicamente y tomó otro sorbo de su
Kölsch
. Empezaba a sentirse un poco aturdido y sintió que se le avecinaba el temor habitual a perder el control, así que decidió aflojar con la cerveza.

—Lo que quiero decir es que era como si no pudiera excitarse sin estar atada —insistió Scholz. El rictus de su frente se relajó y sonrió—. No lo digo solamente para abrirte una ventana a mi sórdida vida personal, sino contarte que en mi vida profesional me he encontrado con casos muy raros y, en la personal, otro tanto, no sé si me entiendes, pero por mucho que me esfuerzo no logro imaginarme cómo un psicópata puede sentir placer comiéndose a otros seres humanos.

Fabel se sentó en el sofá y jugueteó remilgadamente con la pizza que Scholz había pedido para cenar con él en su apartamento. Recoger los informes, comprar algo de cenar y marcharse a casa había sido idea de Scholz. Como había dicho, iba a ser una larga noche y no tenía sentido que fuera también incómoda.

—Puedo decir sinceramente que hay pocas cosas que no haya visto a lo largo de estos años —prosiguió Fabel—. Quiero decir profesionalmente. Y ésa es una de las razones por las que quería dejarlo.

Scholz sonrió mientras observaba cómo Fabel jugueteaba con la pizza.

—Lo siento —dijo—. No le han puesto un arenque encima…

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