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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (29 page)

BOOK: El señor del carnaval
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—Como Joachim Kroll… —Scholz hizo referencia al caso del que habían hablado la noche anterior en el restaurante.

—Como Joachim Kroll. Pero los asesinos en serie organizados, en cambio, suelen tener coeficientes superiores a la media, y ellos lo saben. Son listos, aunque nunca tanto como ellos se creen. Empiezo a pensar que nuestro asesino del carnaval es uno de esos tipos organizados, un planificador. En especial en este caso. Melissa Schenker vivía prácticamente recluida, ése es otro aspecto que me llamó la atención de vuestro informe. No tenía prácticamente ninguna vida social aparte de las dos amigas que intentaban sacarla siempre de su cascarón.

—Correcto. Fueron ellas las que la convencieron para que las acompañara
enWeiberfastnacht
. Pobres chicas, yo las interrogué. Estaban totalmente consternadas y las carcomía la culpabilidad. Tenían la sensación de que si no hubieran arrastrado a Melissa a salir, todavía estaría viva.

—Probablemente tenían razón. Pero lo que no entiendo es la elección de Melissa.

Nuestro asesino es un perseguidor y un cazador, debió de haberla visto en algún lugar fuera de su apartamento.

Scholz se encogió de hombros, más por el frío que por otra cosa.

—Lo investigamos. Era una persona de costumbres muy regulares. Trabajaba en informática. Al parecer, diseñaba juegos de ordenador, y con ello ganaba una pequeña fortuna, aunque no se hubiese adivinado nunca a juzgar por el aspecto de su apartamento. Parece que hoy día es algo muy popular, todo el mundo quiere dedicarse a eso.

Fabel miró a lo largo de la calle, hacia los pisos altos de los edificios. Melissa Schenker vivió en el piso de arriba. El cielo le devolvió la mirada lánguida.

—¿Está ocupada su casa?

—No. Permaneció vacía durante más de seis meses y luego la vendieron. La compró una inmobiliaria con la intención de alquilarla, pero los rumores corren rápido, y la gente aquí es bastante supersticiosa.

—¿La han rehabilitado o redecorado?

—Todavía no —dijo Scholz, sonriendo.

—Me gustaría verla —dijo Fabel.

La sonrisa de Scholz permaneció intacta mientras se metía la mano enguantada en el bolsillo de su cazadora de piel. Sacó un manojo de llaves y las hizo sonar a modo de campana.

—Pensé que tal vez lo pedirías…

El piso era agradable y claro, incluso en un día como aquél, pero sin muebles a Fabel le resultaba imposible ubicar la personalidad que había ido conociendo a través de la lectura del informe de Scholz. Las paredes eran blancas; el techo alto tenía focos que proyectaban manchas de luz clara en el suelo de madera blanca muy pulida; el día triste y gris azulado entraba por las ventanas en forma de arco. La principal zona de estar tenía un buen tamaño y se abría a un ancho escalón que daba paso a una zona elevada.

—Aquí es donde trabajaba —le aclaró Scholz, que había seguido la mirada de Fabel. Este asintió con la cabeza. A lo largo de la pared de esa zona elevada había una mesa con clavijas y conexiones eléctricas.

—A mí me parece que este apartamento debe de ser bastante caro —comentó Fabel.

—No he dicho que no lo fuese —dijo Scholz—. Es sólo que su nivel de ingresos era mucho más alto. Ganaba más de trescientos mil euros al año. Tenía su propio negocio e, incluso después de haber vendido los juegos a los grandes productores, conservaba los derechos y ganaba un royalty por cada juego vendido. Sus amigas dijeron que adoraba su trabajo. Demasiado.

Fabel, que estaba mirando por la ventana hacia los campanarios gemelos de la catedral, se volvió hacia Scholz.

—¿Qué quieres decir?

—Empezaban a preocuparse por su estado mental. Melissa construía realidades alternativas para sus juegos, mundos inventados. Sus amigas decían que pasaba mucho, demasiado tiempo dentro de esa «vida» alternativa. Empezaban a temer que estuviera perdiendo su sentido de la realidad. Cuando no trabajaba en el desarrollo de otros mundos, vivía en ellos, jugando a juegos en la red.

Fabel asintió.

—Se llama dependencia electrolúdica, o trastorno de hiperconexión… Confunde la mente cuando se pasa demasiado tiempo interactuando con tecnología y no el suficiente con la realidad y con personas reales. Crea auténticos problemas mentales.

Lo interesante es que está especialmente extendido entre gente que tiene una imagen pobre de sí misma, en especial personas con muchos complejos físicos. Es su manera de existir más allá de los límites de su yo psicológico… el yo con el que no están satisfechos.

—Eso encaja con lo que sabemos de Melissa… —dijo Tansu Bakrac. Estaba de pie bajo uno de los focos y el tono cobrizo de su pelo parecía más rojo—. El contenido al que pudimos acceder de sus ordenadores nos desveló muchas cosas. Acostumbraba a valorar otros juegos en foros, en tiendas online, ese tipo de cosas. La mayoría de sus comentarios tenían una extensión de entre cien y ciento cincuenta palabras.

—Bueno, era su trabajo…

Tansu se rio.

—Contamos dos mil comentarios colgados en un período de dos años. Eso suma unas trescientas mil palabras, algunas de las cuales contenían mucho veneno, sarcasmo y esfuerzo por parecer lista. Imagino que debía de cargar a mucha gente.

—¿Ah, sí?

—No… bueno, es un callejón sin salida. Todos sus comentarios están publicados con alias. De todos modos, resultaba fácil leer entre líneas: sus textos tenían la marca de alguien que no tiene vida propia y desata su furia escudándose en el anonimato.

Además de todo esto están las horas que invertía jugando a juegos. Todavía conservamos sus cosas en la sala de pruebas. Nombre usted cualquier chisme informático y seguro que lo encontramos. Como ha dicho, usaba cualquier cosa que la ayudara a esquivar el mundo real. Pero yo no pensaba que eso tuviera un nombre, creía que era sólo un caso de sado…

—De todos modos, no veo la relación entre eso y lo que le ocurrió —dijo Scholz.

—Tal vez no la haya. ¿Qué ha pasado con todo su equipo informático?

—Está todavía en nuestra sala de pruebas —respondió Kris Feilke—. Pensamos que debíamos conservarlo por si hubiera conocido a alguien a través de la red; en fin, teniendo en cuenta la vida que llevaba…

—¿Y lo había hecho?

—No, no que pudiéramos ver. Le pedí a uno de nuestros técnicos de sistemas que revisara sus archivos de ordenador, pero tuvo que dejarlo. Le estaba llevando demasiado tiempo y no parecía llevarnos a ninguna parte. El problema principal era que buena parte de sus cosas estaban protegidas por claves cifradas a las que no podíamos acceder, pero por lo que pudimos ver de su historial en Internet no había rastro de que hubiera conocido a alguien.

—Con alguien tan avanzado como Melissa, eso no significa nada. Te sorprenderían las cosas que pasan en la red. Sospecho que si pudiéramos vencer su código de seguridad descubriríamos que Melissa tenía una vida social y sexual muy activa a través de su ordenador. ¿Qué sabemos de su familia?

—Tenía una hermana, aunque no creo que mantuvieran mucha relación. La venta de su apartamento fue enteramente gestionada a través de abogados. No hay progenitores vivos.

—¿Algún novio presente o pasado?

—Nada. Melissa no era de Colonia, creció en Hessen. Hay muy pocos novios en su historial. Hablamos con todos, y nada.

—Me gustaría ver sus cosas. Más tarde, quiero decir.

Fabel escrutó de nuevo el apartamento. Este había sido la zona de seguridad de Melissa, su espacio protegido en el que podía vivir su vida por poderes a través de una versión digital de la realidad. Allí no le podía ocurrir nada malo, el peligro y el miedo estaban en el exterior.

Mientras salían del apartamento y bajaban de nuevo a la calle en la que la localizaron y la mataron, Fabel le dio vueltas a esa verdad.

4

Andrea esperaba. En la cabeza le retumbaba el dolor provocado por una deshidratación deliberada: durante la última semana había limitado su toma de líquidos a un vaso de agua al día para que su cuerpo pudiera quemar hasta la última reserva de grasa y mantenerse hidratado. En el vestuario había media docena de sillas, pero ella no se sentó; no era el momento de descansar. Era más bien hora de encender cada milímetro cúbico de su cuerpo; de conectar la voluntad a la carne. El corazón le latía con fuerza y la electricidad circulaba por cada tendón, cada nervio, cada músculo inflamado. Había levantado pesas hasta hacía cinco minutos, pero ahora repasaba su rutina, las posturas que haría en el escenario, cada una para exponer un juego de músculos concreto. No era que tuviera que ensayar para hacerlo bien, sino más bien que repasarlas le aseguraba el tono muscular óptimo.

Primero las posturas obligatorias: doble bíceps frontal, extensión lateral frontal, abdominales y muslos, pectoral lateral, tríceps lateral, doble bíceps trasero. Luego venía el punto flaco de la rutina de Andrea, cuando tenía que dar la espalda a los jueces para hacer su extensión trasera lateral. Era entonces cuando la falta de definición de sus glúteos la traicionaba. No obstante, había calculado muy bien el atuendo con el que actuaría: le resaltaba la curva lateral de la línea del hombro a la cadera y distraía la atención de sus glúteos. Su última postura obligatoria sería el máximo muscular. Desde ésta seguiría directamente al cangrejo máximo muscular, su primera postura opcional.

Oyó las ovaciones del público. La Zorra Británica había acabado su actuación y parecía que había sido buena. Se oían silbidos, pateos, el público enfebrecido. A Maxine no la llamaban la Zorra Británica como insulto, era su alias profesional, como Andrea era Andrea
la Amazona
. Ambas habían participado juntas en unas cuantas competiciones. Cuando Andrea hizo una gira por Inglaterra, Maxine la alojó en Nottingham, y esta noche Maxine dormiría en casa de Andrea. Habían entrenado juntas, habían compartido exhibiciones fuera de competición, eran amigas. Pero no en el podio de competición, allí no había amistades que valieran. Allí no necesitabas a nadie ni a nada, sólo adrenalina y agresividad puras. Incluso furia. Todo ello oculto tras la sonrisa más ancha, deslumbrante y tonta. Allí fuera la amiga de Andrea, Maxine, era sencillamente la Zorra Británica a la que había que vencer.

Andrea oyó más ovaciones cuando salió la siguiente competidora. Luego le tocaría a ella. Necesitaba la agresividad, la rabia, y sabía dónde encontrarla: era un interruptor que era capaz de activar a voluntad. No tenía más que hacer memoria.

Mientras Andrea esperaba a que la llamaran para hacer su ejercicio, dejó que el fuego puro de su odio y su rabia le llenaran el cuerpo en inmensas oleadas.

Llegó la llamada y uno de los encargados del escenario le abrió la puerta para que saliera a la palestra. Era como si hubieran soltado un león al Coliseo. Mientras
Andreala Amazona
avanzaba con pasos seguros por delante del asistente, oyó un rugido animal y desafiante. Y se dio cuenta de que había oído su propia voz.

5

María supuso que la habían metido en el maletero de un coche, pero incluso eso se le escapaba. El hecho es que la habían atado por las muñecas y los tobillos, la habían amordazado y le habían tapado los ojos, y luego le habían puesto una especie dé capucha en la cabeza. Al final le habían colocado lo que le pareció que eran unos cascos protectores de los oídos de uso industrial. Todo era típico de las fuerzas especiales: privación total de los sentidos para aturdir a la víctima y que el tiempo dejase de existir. María era consciente de que le habían separado la mente del cuerpo; estaba perdiendo el concepto de brazos, de piernas, la sensación de estar conectada a su sistema nervioso. Se retorció y presionó sobre sus ataduras para que la cuerda le quemara la piel de las muñecas y los tobillos. Por un momento hizo efecto, y la conexión con su carne se reanudó, luego se desvaneció y el dolor se volvió una vaga molestia que merodeaba por la periferia de su ser.

María no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en el maletero, ni siquiera de que el coche se había detenido, hasta que sintió que unas manos sobre su cuerpo la sacaban del furgón. La colocaron en una silla y la dejaron allí unos minutos, con otra cuerda alrededor del pecho para mantenerla atada. La presión de la cuerda en las muñecas le había provocado un entumecimiento en las manos, y los protectores de los oídos, la venda de los ojos y la capucha la privaban de cualquier sensación que le pudiera indicar si se encontraba en el interior o al aire libre. Pensó en que, a veces, ejecutan a la gente de esa manera. Privada de la visión o el sonido, ni siquiera oiría el percutor de la pistola ni sentiría la presencia de su verdugo. Sería repentino e inmediato: su existencia se apagaría en un instante. Probablemente no era la peor manera de marcharse, pensó, pero aun así el corazón le latía con fuerza. Hacía tan sólo unos días María se había sorprendido de lo poco que le temía a la muerte, pero había aprendido a volver a vivir siendo otra persona; para ella, su vida había recuperado un poco de valor. Se preguntó si llegarían a encontrar su cuerpo. Se imaginó a Fabel frunciendo el ceño mientras bajaba la vista para mirar su cadáver con el pelo extrañamente teñido.

De pronto le quitaron los auriculares y le arrancaron la capucha. Alguien, por detrás, le desató la mordaza. El pulso de María se aceleró todavía más. Tal vez quisieran torturarla antes de matarla. Le quitaron la venda de los ojos. La repentina recuperación de sus sentidos la desorientó y ella se quedó sentada, cabizbaja, pestañeando ante el súbito exceso de luz.

Los ojos se le ajustaron a la luz. Frente a ella había un hombre y una mujer sentados.

Resultó que estaba en un pequeño almacén o espacio industrial vacío. Las paredes blancas y desnudas tan sólo se interrumpían por una puerta doble al fondo y una puerta corredera de metal, grande y gruesa, a su derecha. Del techo colgaba un sis tema de rieles con varios ganchos metálicos. Supuso que se trataba de algún almacén de envasado de carne fuera de servicio.

La mujer se levantó y abrió una ampolla de cristal bajo la nariz de María. Un olor potente le penetró en el sistema y la hizo ponerse, de pronto, dolorosamente alerta.

—Quiero que me escuche. —El hombre fue el primero en hablar en alemán con un fuerte acento ucraniano—. Necesito que se concentre, ¿me entiende?

María asintió.

—Sabemos quién es, Frau Klee. También sabemos por qué está aquí… y que actúa usted por cuenta propia, sola y sin el conocimiento, apoyo o autorización de sus superiores. Está usted totalmente aislada.

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