El Señor Presidente (26 page)

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Authors: Miguel Angel Asturias

BOOK: El Señor Presidente
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La tercera voz:

—Esperen... A mí me capturaron el viernes: viernes... , sábado... , domingo... , lunes... , lunes... Pero ¿cuánto hace que estoy aquí...? De veras, pues, ¿qué día será hoy?

La primera voz:

—Siento ¿ustedes no saben cómo... ? Como si estuviéramos muy lejos, muy lejos...

La segunda voz:

—Nos olvidaron en una tumba del cementerio viejo enterrados para siempre...

—... ¡No hable así!

Las dos voces primeras:

—¡¡No ha...

—... blemos aassíí!!

La tercera voz:

—Pero no se callen; el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogerme por el cuello para estrangularme.

La segunda voz:

—¡Hable usted, qué caramba, cuéntenos cómo anda la ciudad, usted que fue el último que la vio; qué es de la gente, cómo está todo!... A ratos me imagino que la ciudad entera se ha quedado en tinieblas como nosotros, presa entre altísimas murallas, con las calles en el fango muerto de todos los inviernos. No sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero al final del invierno yo sufría de pensar que el lodo se me iba a secar. A mí me da una maldita gana de comer cuando hablo de la ciudad, se me antojan manzanas de California...

La primera voz:

—¡Casi na-ranjas! ¡En cambio, yo sería feliz con una taza de té caliente!

La segunda voz:

—Y pensar que en la ciudad todo debe estar como si tal cosa, como si nada estuviera pasando, como si nosotros no estuviéramos aquí encerrados. El tranvía debe seguir andando. ¿Qué hora será a todo esto?

La primera voz:

—Más o menos...

La segunda voz:

—No tengo ni idea...

La primera voz:

—Más o menos deben ser las...

La tercera voz:

—¡Hablen, sigan hablando; no se callen, por lo que más quieran en el mundo; que el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogerme del cuello para estrangularme!

Y agregó con ahogo:

—No se lo quería decir, pero tengo miedo de que nos apaleen...

La primera voz:

—¡La boca se le tuerza! ¡Debe ser tan duro recibir un látigo!

La segunda voz:

—¡Hasta los nietos de los hijos de los que han sufrido látigos sentirán la afrenta!

La primera voz:

—¡Sólo pecados dice; mejor, cállese!

La segunda voz:

—Para los sacristanes todo es pecado...

La primera voz:

—¡Qué va! ¡Cabeza que le han metido!

La segunda voz:

—¡Digo que para los sacristanes todo es pecado en ojo ajeno!

La tercera voz:

—¡Hablen, sigan hablando; no se callen, por lo que más quieran en el mundo; que el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogernos del cuello para estrangulamos!

En la bartolina donde estuvieron los mendigos detenidos una noche seguían presos el estudiante y el sacristán, acompañados ahora del licenciado Carvajal.

—Mi captura —refería Carvajal— se llevó a cabo en condiciones muy graves para mí. La criada que salió a comprar el pan en la mañana regresó con la noticia de que la casa estaba rodeada de soldados. Entró a decírselo a mi mujer, mi mujer me lo dijo, pero yo no le di importancia, dando por de contado que sin duda se trataba de la captura de algún contrabando de aguardiente. Acabé de afeitarme, me bañé, me desayuné y me vestí para ir a felicitar al Presidente. ¡Mero catrín iba yo...! «¡Hola, colega; qué milagro!», dije al Auditor de Guerra, al cual encontré de gran uniforme en la puerta de mi casa. «¡Paso por usted —me respondió—, y apúrese, que ya es tardecito!» Di con él algunos pasos y como me preguntara si no sabía lo que hacían los soldados que rodeaban la manzana de mi casa, le contesté que no. «Pues entonces
yo se
lo voy a decir, mosquita muerta —me repuso—; vienen a capturarlo a usted.» Le miré a la cara y comprendí que no estaba bromeando. Un oficial me tomó del brazo en ese momento y en medio de una escolta, vestido de levita y chistera, dieron con mis huesos en esta bartolina.

Y después de una pausa añadió:

—¡Ahora hablen ustedes; el silencio me da miedo, tengo miedo...!

—¡Ay!
¡Ay!
¿Qué es esto? —gritó el estudiante—. ¡El sacristán tiene la cabeza helada com piedra de moler!

—¿Por qué lo dice?

—Porque lo estoy palpando, ya no siente, pues.—No es a mí, fíjese como habla...

—¡Y a quién! ¿A usted, licenciado?

—No...

—Entonces es... ¡Entre nosotros hay un muerto!

—No, no es un muerto, soy yo...

—¿Pero quién es usted...? —atajó el estudiante—. ¡Está usted muy helado!

Una voz muy débil:

—Otro de ustedes...

Las tres voces primeras:

—¡Ahhhh!

El sacristán relató al licenciado Carvajal la historia de su desgracia:

—Salí de la sacristía —y se veía salir de la sacristía aseada, olorosa a incensarios apagados, a maderas viejas, a oro de ornamentos, a pelo de muerto—; atravesé la iglesia —y se veía atravesar la iglesia cohibido por la presencia del Santísimo y la inmovilidad de las veladoras y la movilidad de las moscas— y fui a quitar del cancel el aviso del novenario de la Virgen de la O, por encargo de un cofrade y en vista de que ya había pasado. Pero —mi torcidura— como no sé leer, en lugar de ese aviso arranqué el papel del jubileo de la madre del Señor Presidente, por cuya intención estaba expuesto Nuestro Amo, ¡y para qué quise más!... ¡Me capturaron y me pusieron en esta bartolina por revolucionario!

Sólo el estudiante callaba los motivos de su prisión. Hablar de sus pulmones fatigados le dolía menos que decir mal de su país. Se deleitaba en sus dolencias físicas para olvidar que había visto la luz en un naufragio, que había visto la luz entre cadáveres, que había abierto los ojos en una escuela sin ventanas, donde al entrar le apagaron la lucecita de la fe y, en cambio, no le dieron nada: oscuridad, caos, confusión, melancolía astral de castrado. Y poco a poco fue mascullando el poema de las generaciones sacrificadas:

Anclamos en los puertos del no ser, sin luz en los mástiles de los brazos y empapados de lágrimas salobres, como vuelven del mar los marineros.

Tu boca me place en la cara —¡besa!— y tu mano en la mano —... todavía ayer...— ¡Ah, inútil la vida repasa el cauce frío de nuestro corazón!

La alforja rota y el panal disperso huyeron las abejas como bólidos por el espacio —... todavía no...— La rosa de los vientos sin un pétalo... El corazón iba saltando tumbas.

¡Ah, rí-rí-rí, carro que rueda y rueda!... Por la noche sin luna van los caballos rellenos de rosas hasta los cascos, regresar parecen desde los astros cuando sólo vuelven del cementerio.

¡Ah, rí-rí-rí, carro que rueda y rueda, funicular de llanto, rí-rí-rí, entre cejas de pluma, rí-rí-rí... !

Acertijos de aurora en las estrellas, recodos de ilusión en la derrota, y qué lejos del mundo y qué temprano...

Por alcanzar las playas de los párpados pugnan en alta mar olas de lágrimas

—¡Hablen, sigan hablando —dijo Carvajal después de un largo silencio—; sigan hablando!

—¡Hablemos de la libertad! —murmuró el estudiante.

—¡Vaya una ocurrencia! —se le interpuso el sacristán—; ¡hablar de la libertad en la cárcel!

—Y los enfermos, ¿no hablan de la salud en el hospital?... La cuarta voz observó muy a sopapitos:

—... No hay esperanzas de libertad, mis amigos; estamos condenados a soportarlo hasta que Dios quiera. Los ciudadanos que anhelaban el bien de la patria están lejos; unos piden limosna en casa ajena, otros pudren tierra en fosa común. Las calles van a cerrarse un día de éstos horrorizadas. Los árboles ya no frutecen como antes. El maíz ya no alimenta. El sueño ya no reposa. El agua ya no refresca. El aire se hace irrespirable. Las plagas suceden a las pestes, las pestes a las plagas, y ya no tarda un terremoto en acabar con todo. ¡Véanlo mis ojos, porque somos un pueblo maldito! Las voces del cielo nos gritan cuando truena: «¡Viles! ¡Inmundos! ¡Cómplices de iniquidad!» En los muros de las cárceles, cientos de hombres han dejado los sesos estampados al golpe de las balas asesinas. Los mármoles de palacio están húmedos de sangre de inocentes. ¿Adónde volver los ojos en busca de libertad?

El sacristán:

—¡A Dios, que es Todopoderoso!

El estudiante:

—¿Para qué, si no responde?...

El sacristán:

—Porque ésa es Su Santísima voluntad...

El estudiante:

—¡Qué lástima!

La tercera voz:

—¡Hablen, sigan hablando; no se callen, por lo que más quieran en el mundo; que el silencio me da miedo, tengo miedo, se me figura que una mano alargada en la sombra va a cogernos del cuello para estrangularnos!

—Es mejor rezar...

La voz del sacristán regó de cristiana conformidad el ambiente de la bartolina. Carvajal, que pasaba entre los de su barrio por liberal y comecuras, murmuró:

—Recemos.

Pero el estudiante se interpuso:

—¡Qué es eso de rezar! ¡No debemos rezar! ¡Tratemos de romper esa puerta y de ir a la revolución!

Dos brazos de alguien que él no veía le estrecharon fuertemente, y sintió en la mejilla la brocha de una barbita empapada en lágrimas:

—¡Viejo maestro del Colegio de San José de los Infantes: muere tranquilo, que no todo se ha perdido en un país donde la juventud habla así!

La tercera voz:

—¡Hablen, sigan hablando, sigan hablando!

XXIX
Consejo de Guerra

El proceso seguido contra Canales y Carvajal por sedición, rebelión y traición con todas sus agravantes, se hinchó de folios; tantos, que era imposible leerlo de un tirón. Catorce testigos contestes declaraban bajo juramento que encontrándose la noche del 21 de abril en el Portal del Señor, sitio en el que se recogían a dormir habitualmente por ser pobres de solemnidad, vieron al general Eusebio Canales y al licenciado Abel Carvajal lanzarse sobre un militar que, identificado, resultó ser el coronel José Parrales Sonriente, y estrangularlo a pesar de la resistencia que éste les opuso cuerpo a cuerpo, hecho un león, al no poderse defender con sus armas, agredido como fue con superiores fuerzas y a mansalva. Declaraban, además, que una vez perpetrado el asesinato, el licenciado Carvajal se dirigió al general Canales en estos o parecidos términos. «Ahora que ya quitamos de en medio
al de la mulita,
los jefes de los cuarteles no tendrán inconveniente en entregar las armas y reconocerlo a usted, general, como Jefe Supremo del Ejército. Corramos, pues, que puede amanecer y hagámoslo saber a los que en mi casa están reunidos, para que se proceda a la captura y muerte del Presidente de la República y a la organización de un nuevo gobierno.»

Carvajal no salía de su asombro. Cada página del proceso le reservaba una sorpresa. No, si mejor le daba risa. Pero era muy grave el cargo para reírse. Y seguía leyendo. Leía a la luz de una ventana con vistas a un patio poco abierto, en la salita sin muebles de los condenados a muerte. Esa noche se reuniría el Consejo de Guerra de Oficiales Generales que iba a fallar la causa y le había dejado allí a solas con el proceso para que preparara su defensa. Pero esperaron la última hora. Le temblaba el cuerpo. Leía sin entender ni detenerse, atormentado por la sombra que le devoraba el manuscrito, ceniza húmeda que se le iba deshaciendo poco a poco entre las manos. No alcanzó a leer gran cosa. Cayó el sol, consintióse la luz y una angustia de astro que se pierde le nubló los ojos. El último renglón, dos palabras, una rúbrica, una fecha, el folio... Vanamente intentó ver el número del folio; la noche se regaba en los pliegos como una mancha de tinta negra, y, extenuado, quedó sobre el mamotreto, como si en lugar de leerlo se lo hubiesen atado al cuello al tiempo de arrojarlo a un abismo. Las cadenas de los presos por delitos comunes sonaban a lo largo de los patios perdidos y más lejos se percibía amortiguado el ruido de los vehículos por las calles de la ciudad.

—Dios mío, mis pobres carnes heladas tienen más necesidad de calor y más necesidad de luz mis ojos, que todos los hombres juntos del hemisferio que ahora va a alumbrar el sol. Si ellos supieran mi pena, más piadosos que tú, Dios mío, me devolverían el sol para que acábara de leer...

Al tacto contaba y recontaba las hojas que no había leído. Noventa y una. Y pasaba y repasaba las yemas de los dedos por la cara de los infolios de grano grueso, intentando en su desesperación leer como los ciegos.

La víspera le habían trasladado de la Segunda Sección de Policía a la Penitenciaría Central, con gran aparato de fuerza, en carruaje cerrado, a altas horas de la noche; sin embargo, tanto le alegró verse en la calle, oírse en la calle, sentirse en la calle, que por un momento creyó que lo llevaban a su casa: la palabra se le deshizo en la boca amarga, entre cosquilla y lágrima.

Los esbirros le encontraron con el proceso en los brazos y el caramelo de calles húmedas en la boca; le arrebataron los papeles y, sin dirigirle la palabra, le empujaron a la sala donde estaba reunido el Consejo de Guerra.

—¡Pero, señor presidente! —adelantóse a decir Carvajal al general que presidía el consejo—. ¿Cómo podré defenderme, si ni siquiera me dieron tiempo para leer el proceso?

—Nosotros no podemos hacer nada en eso —contestó aquél—; los términos legales son cortos, las horas pasan y esto apura. Nos han citado para poner el «fierro».

Y cuanto sucedió en seguida fue para Carvajal un sueño, mitad rito, mitad comedia bufa. Él era el principal actor y los miraba a todos desde el columpio de la muerte, sobrecogido por el vacío enemigo que le rodeaba. Pero no sentía miedo, no sentía nada, sus inquietudes se le borraban bajo la piel dormida. Pasaría por un valiente. La mesa del tribunal estaba cubierta por la bandera, como lo prescribe la Ordenanza. Uniformes militares. Lectura de papeles. De muchos papeles. Juramentos. El Código Militar, como una piedra, sobre la mesa, sobre la bandera. Los pordioseros ocupaban las bancas de los testigos.
Patahueca,
con cara placentera de borracho, tieso, peinado, colocho, sholco, no perdía palabra de lo que leían ni gesto del Presidente del Tribunal.
Salvador Tigre
seguía el consejo con dignidad de gorila, escarbándose las narices aplastadas o los dientes granudos en la boca que le colgaba de las orejas. El
Viuda,
alto, huesudo, siniestro, torcía la cara con mueca de cadáver sonriendo a los miembros del Tribunal.
Lulo,
rollizo, arrugado, enano, con repentes de risa y de ira, de afecto y de odio, cerraba los ojos y se cubría las orejas para que supieran que no quería ver ni oír nada de lo que pasaba allí.
Don Juan de la leva cuta,
enfundado en su imprescindible leva, menudito, caviloso, respirando a familia burguesa en las prendas de vestir a medio uso que llevaba encima: corbata de plastrón pringada de miltomate, zapatos de charol con los tacones torcidos, puños postizos, pechera móvil y mudable, y en el tris de elegancia de gran señor que le daba su sombrero de paja y su sordera de tapia entera.
Don Juan,
que no oía nada, contaba los soldados dispuestos contra los muros a cada dos pasos en toda la sala. Cerca tenía a Ricardo el
Tocador,
con la cabeza y parte de la cara envuelta en un pañuelo de yerbas de colores, la nariz encarnada y la barba de escobilla sucia de alimentos. Ricardo el
Tocador
hablaba a solas, fijos los ojos en el vientre abultado de la sordomuda que babeaba las bancas y se rascaba los piojos del sobaco izquierdo. A la sordomuda seguía
Pereque,
un negro con sólo una oreja como bacinica. Y a
Pereque,
la
Chica-miona,
flaquísima, tuerta, bigotuda y hediendo a colchón viejo.

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