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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (48 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
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Pero sabía que la palanca del búnker del Führer, situada mucho más abajo, nunca había sido descubierta, así que probablemente aún servía.

Su marido se la había enseñado en una ocasión, hacia el final de la guerra. Había mandado instalarla a un electricista del ejército y luego había hecho liquidar al electricista. ¿Dónde había visto esta palanca de emergencia cuarenta años atrás? Se concentró mientras revivía su recuerdo de aquel día, de aquellos momentos.

Sí, estaba abajo, en el búnker inferior, en el cubículo de Johannes Hentschel, el cuarto del ingeniero que con su motor diesel les había suministrado aire, agua y electricidad. Una noche, cuando Hentschel dormía, su marido la llevó al cuarto del ingeniero, a través del pasillo desde su dormitorio.

—Hay dos cosas importantes que debes ver, Effie —le dijo su marido—. Aquí, encima de este contador, está el Notbremse, freno de emergencia. Si se produce algún intento de asesinarme, tira de él. Dejará a oscuras este búnker y cerradas todas las puertas. Pero aún hay algo más importante que debes conocer. Está bajo el suelo. —Había sacado tirando del suelo un bloque de cemento y señaló un interruptor rojo—. Ésta es la palanca especial, puede activar una carga de ciclonita que hará estallar y destruirá nuestro búnker secreto, si alguna vez es preciso. —Luego añadió con petulancia—: Siempre tengo que pensar en todo.

A pesar de los años transcurridos, Eva lo recordaba exactamente, como si se lo acabaran de mostrar.

Rápidamente buscó y encontró las escaleras de cemento que conducían a la planta inferior del búnker del Führer. Ni siquiera necesitaba la luz. Podía arreglárselas para bajar a oscuras o a ciegas, ya que lo había hecho muchas veces en las últimas semanas que pasó allí, aún tan frescas en su recuerdo.

Lo más rápidamente posible se encaminó hacia el fondo. Linterna en mano, avanzó por el podrido y húmedo pasillo central, ignorando su suite, la suite de los dos, directamente hacia adelante. Después caminó más despacio, recordando una vez más la localización del cubículo de Hentschel.

Su linterna relució en la angosta habitación, y supo que debía de ser aquélla. Se arrodilló, sosteniendo la linterna con una mano, mientras sus dedos arañaban el raspado y sucio bloque de cemento. Al tirar de él se partió una uña, luego dos, y al final el bloque cedió y pudo levantarlo.

Dirigió la linterna al interior del agujero, y allí, seco, sin corrosión, estaba el interruptor rojo, la palanca especial.

Sin dudar más, se inclinó, agarró la palanca y tiró con fuerza. Se movió un poco, y tiró con más fuerza. Oyó un clic, y supo que el sistema funcionaba y que estaba en marcha.

En dos minutos surtiría efecto.

Cogió la linterna, se puso de pie de un salto, salió precipitadamente hacia el pasillo, y se dirigió hacia las escaleras. Subió las escaleras, tramo a tramo, lo más de prisa que pudo.

Acababa de llegar al interior de la salida de emergencia cuando oyó el retumbar de la tierra. Tropezó con la abertura exterior cuando la explosión hizo estallar el gas de allí dentro. Muchos metros de tierra temblaron delante de ella, en dirección al Muro y más allá de éste, como si un volcán hubiese reventado su cima. Una lámina de fuego, una cortina roja, que parecía tener trescientos metros de altura, se levantó hacia el cielo. El rugido de la explosión hizo sonar un eco tras otro, cien veces más potente que el estallido de la artillería rusa y los bombardeos aéreos de los aliados, que Eva había oído en las últimas semanas de la guerra.

En la zona fronteriza y más allá, en Berlín occidental, se desencadenó un infierno salvaje.

Delante de ella, el aire estaba negro con nubes de humo y lluvia de tierra y escombros, y giró la cabeza para protegerse la vista.

Durante un largo rato se cubrió los ojos y esperó. Pero su corazón palpitaba fuertemente de alegría.

—No te preocupes, querido —le dijo—, no habrá ninguna exhibición, ni ahora ni nunca.

Solamente cuando oyó las sirenas lejanas se aventuró a entrar en la abertura. El cielo encima suyo era un ardiente manto rojo. Los escombros y el polvo se depositaban poco a poco, dejó la linterna e intentó ver a través de la masa gris. Luego vio lo que quería ver y se dirigió hacia allí.

Se acercó a la despedazada sección del Muro de Berlín, había una abertura lo bastante ancha como para atravesarla con un batallón de tanques.

Eva examinó triunfalmente la brecha.

Se dio cuenta de que era, una vez más, la Viuda Alegre. Todos sus amigos y los restos de su amado acababan de ser arrasados, y solamente quedarían escombros debajo de la inacabable grieta de la tierra. La Viuda Alegre, sí, viuda, sí, pero sabía que no estaba sola.

Caminó directamente hacia adelante, salió de la zona de seguridad de Alemania oriental, atravesó la brecha en lo que había sido el temible Muro, y entró en Berlín occidental.

Las sirenas sonaban con más fuerza.

Eva Braun continuó caminando.

Cuando la puerta del apartamento de Knesebeckstrasse se abrió, Eva se tranquilizó al ver que había abierto Liesl desde su silla de ruedas.

Eva entró tambaleándose mientras Liesl la miraba alucinada:

—¡Eva! —exclamó Liesl—, ¿qué haces aquí a estas horas? ¡Dios mío, mira cómo vas...!

Eva se había olvidado de lo tiznada que iba, y ya le daba igual. Inclinándose hacia Liesl, le susurró con rabia:

—Ellos nos encontraron, destruyeron nuestro hogar...

—¿Ellos...? ¿Quiénes?

—Los extranjeros que nos estaban buscando.

—¿Pero cómo?

—No importa. Todos los demás están perdidos. Yo conseguí escapar. Ahora debemos marcharnos todas antes de que nos encuentren.

—¿Marcharnos?

—Sin perder un minuto. Hay un taxi abajo esperando. Tenía unos cuantos marcos en el bolsillo. El taxi nos llevará a la Bahnhof. ¿Puedes andar?

—Con mi bastón voy bien, sí. —Liesl dudó—. Eva, ¿estás segura?

—Vendrán a buscarnos, estoy segura. No debemos estar aquí.

—Pero ¿y Schmidt? ¿Dónde está?

—Muerto. Fueron a por él. Y ahora a por nosotras. —Eva inspeccionó la sala de estar—. Klara, ¿dónde está Klara? Y Franz, ¿está aquí.

—Se fue al colegio temprano. Klara está en la cocina preparándome el desayuno. —Liesl se estremeció—. ¡Klara!, ¿qué vamos a hacer con ella?

Eva, sin dudar un instante, dijo:

—Tiene que venir con nosotras. Inmediatamente.

—No querrá. No lo comprenderá.

—Le haremos comprender. Le diremos la verdad.

—Eva, ¿cómo vamos a hacer eso?

—Debemos hacerlo. No hay otra alternativa. Tenemos que decírselo y marcharnos todas.

Liesl parecía recobrarse.

—De acuerdo. Pero... pero sería mejor que se lo dijera yo. Déjame ir a la cocina. No puedo imaginarme el golpe que supondrá para ella...

—Hay que hacerlo Liesl.

—Siempre temí que llegara este momento. Pero sí, hay que hacerlo.

Eva miró hacia la cocina y dijo:

—Puedo hacerlo yo.

—Por favor, déjame a mí, déjame a mí primero —insistió Liesl maniobrando su silla de ruedas—. Tú vete a mi habitación. Comienza a hacer el equipaje.

—No habrá equipaje —dijo Eva—. Solamente una pequeña bolsa para el dinero. ¿Tienes todavía el dinero?

—Sí, lo tengo todo, sí. En el cajón inferior, con los pasaportes.

—Eso es lo único que necesitamos. Podemos comprar cualquier cosa cuando lleguemos a donde nos dirigimos. ¿Estás segura de que puedes con Klara?

—Pues... no lo sé.

Eva miró a la anciana rodar su silla de ruedas hacia la cocina. Luego, con decisión, Eva salió de la sala de estar y se encaminó al vestíbulo, pasó frente al dormitorio de los Fiebig y entró en el dormitorio de Liesl.

Echó una ojeada al reloj de la mesita de noche y se dirigió al armario. Allí encontró un pequeño maletín en el estante superior, lo bajó, lo arrojó sobre la cama deshecha. Abrió el maletín, levantó la tapa. Entonces fue a la cómoda y tiró del cajón inferior. Bajo los suéters estaban las cajas con el dinero. Comenzó a trasladarlas a la bolsa. Cuando la bolsa estuvo llena, la cerró con la llavecita.

Mientras acababa oyó un grito penetrante, luego un sonido agudo procedente de la cocina.

La mirada de Eva buscó el reloj. Sólo habían pasado unos minutos. Cuando cogió el maletín de la cama, oyó pisadas y giró rápidamente para encontrarse con una Klara de mirada furiosa y enloquecida en el umbral de la puerta.

Durante un momento Eva sintió compasión y pena.

—Klara, lo siento, lo siento mucho...

La voz de Klara parecía tensa.

—Es una broma, ¿no?, una broma estúpida y cruel.

—Es la verdad, querida.

Eva avanzó hacia su hija para abrazarla, pero Klara retrocedió.

—Tú no eres mi madre. No es posible. No lo creo.

—Soy tu madre —dijo Eva con firmeza—. Y él era tu padre.

—No, ¡jamás! ¡Tú estás loca! ¡Nada de eso es cierto!

—Es cierto, Klara, querida. Yo soy tu madre, y él era tu padre.

—Nunca en la vida —dijo Klara chillando—. ¡Ese monstruo...! Eva atravesó la habitación en un instante, con la mano levantada y le dio una sonora bofetada.

—¡No te atrevas! —gritó Eva—. No dejaré que hables de él de esa forma. ¡Ni ahora ni nunca!

Klara se echó a llorar, convulsionada, sacudiendo los hombros. No había tiempo para calmar a la niña, ni para consolarla. Era momento de actuar con fuerza. Él lo habría querido así.

—Klara —dijo imperativamente—. Tenemos que irnos. No deben encontrarnos.

—No —gimió Klara—. No me iré. Franz... nuestra vida... nuestro hijo...

—No te puedes quedar —dijo Eva—. Todas debemos irnos.

—No.

—Klara, no podemos dejar que te encuentren. ¿Harás ahora lo que te diga? —Intentó hacerse oír por encima del sollozo histérico de Klara—. ¡Haz lo que te digo! Lo harás, ¿verdad?

Mientras le conducían hacia Streseman Strasse, Foster se sentía cansado hasta los tuétanos. Había estado constantemente en acción durante todo un día agotador, una noche agitada, una madrugada salvaje, y sin descanso, y por primera vez comenzaba a sentir agotadas todas sus fuerzas.

Además, el día cubierto, aquellas nubes bajas, contribuían a su estado de ánimo gris.

Luego, al acercarse a su destino, comenzó a distinguir que el cielo encapotado no estaba provocado por las nubes, sino por una capa densa de humo. De pronto le picó la curiosidad, y se alarmó un poco.

El origen del humo podía proceder de la explosión que había oído y del fuego que había visto a unos quinientos metros del punto de control Charlie. Cuando el conductor redujo la marcha, Foster pudo distinguir encima y más allá de los edificios de su izquierda la cima de una montaña continua de llamas, que se extendía en la distancia. No era el tipo de resplandor que corresponde sólo al incendio de edificios. Era un tipo de llamaradas que había visto en otras ocasiones, procedente de una explosión de gas.

Al pasar por Askanischer Platz, vio un gran número de espectadores. Bombas de agua, bomberos, incontables filas de mangueras proyectando espuma, ocupaban Stresemann Strasse, y todos los edificios se habían convertido en ruinas, mientras las vigas de madera seguían en llamas.

De pronto comprendió y supo lo que estaba pasando. Dejó el conductor y el taxi en la esquina y corrió hasta Askanischer Platz. Al acercarse supo lo que había ocurrido.

El secreto búnker subterráneo lleno de gas había sido destruido. El resultado era obvio...

Götterdämmerung.

El lugar oculto, lleno de dementes partidarios de Hitler, había sido incinerado. No quedaría del búnker subterráneo nada más que un agujero en el suelo.

Foster, abriéndose paso a través de la multitud de curiosos, vio a Kirvov, luego a Tovah y finalmente a Emily entre los espectadores. Avanzó hacia ellos dando codazos, agarró a Emily, la abrazó con fuerza y le devolvió sus besos.

Emily, recostada sobre Foster de nuevo, dijo respirando a fondo:

—Se ha terminado. Gracias a Dios, se ha terminado. Foster centró su atención en los fuegos que chisporroteaban y bullían frente a ellos.

—¿Cuándo ocurrió esto, Emily?

—Aproximadamente una hora después de que los agentes del Mossad llenaran el búnker con gas. Nadie escapó aquí abajo. Golding me lo dijo. Luego, justo antes de amanecer, se produjo esa atronadora explosión. Todo voló por los aires, y desde entonces las llamas no cesan. Tal vez el gas se encendió accidentalmente.

—Quizá sí —dijo Foster—. Y quizá no.

—Alguien de ahí abajo pudo provocarlo al encender un cigarrillo, por ejemplo —especuló Emily.

Tovah negó enérgicamente con la cabeza diciendo:

—Imposible. No olvides que todos estaban muertos allí abajo mucho antes de la explosión.

—Es verdad. —Emily encogió los hombros con impotencia—. No puedo imaginarme lo que sucedió.

Foster miraba con atención el tramo de Stresemann Strasse que se extendía detrás de los camiones de bomberos puestos en fila. La destrucción había sido completa, desde el café Wolf hasta el propio Muro de Berlín. Incluso una parte del muro se había desgarrado y desmoronado. A través del agujero, de al menos cuarenta o cincuenta metros, podía verse el amplio cráter que se prolongaba hacia la zona de seguridad.

Foster tocó a Emily y señaló la enorme brecha del muro. —Si alguien quería salir de ahí dentro, no tuvo más que atravesar la brecha caminando.

—Te refieres a alguien, como por ejemplo... Eva Braun.

—Sí, Eva Braun. —Foster alcanzó el brazo de Kirvov—. Nicholas, ¿dónde vive Klara Fiebig?

—En Knesebeckstrasse, a la derecha de la Ku'damm.

—Entonces, ¿a qué esperamos? Ésa será nuestra próxima parada. Todavía podemos echar el guante a Klara... y a Eva.

Estaban agrupados en torno a Nicholas Kirvov mientras él apretaba insistentemente el timbre y golpeaba la puerta del apartamento.

No hubo respuesta durante un largo rato, pero finalmente oyeron a alguien dentro, y la puerta se abrió lentamente.

Un hombre de aspecto joven, de hombros caídos, que quizás hubiera sido más alto en otra ocasión, con el pelo oscuro enmarañado, gruesas gafas suspendidas de una nariz ganchuda y facciones chupadas, los miraba a todos con incomprensión. Foster notó que el hombre estaba aturdido, sus ojos aumentados por los cristales estaban enrojecidos e hinchados, y en sus mejillas hundidas había rastros de lágrimas.

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