El Séptimo Sello (18 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—Ya les he telefoneado esta mañana para decirles qué tenía qué ausentarme durante una semana.

—¿Y ellos no te despiden?

—No, hay otras chicas qué pueden sustituirme.

El historiador se pasó la mano por el pelo, armándose de valor para ir un poco más lejos en sus preguntas.

—¿Cómo es qué fuiste a parar al Night Flight?

—Oh, a través del amigo de un amigo. Ya sabes cómo son estas cosas...

—¿Te pagan bien por bailar en topless?

—No me quéjo.

Tomás tamborileó sobre la mesa del café.

—¿Y no haces nada más?

—¿qué quieres decir?

—qué sé yo: ¿sueles irte a la cama con..., con los clientes?

Nadezhda se encogió de hombros.

—A veces.

El portugués vaciló antes de hacer la pregunta siguiente.

—¿Ellos te pagan?

La rusa clavó los ojos azules en los verdes de Tomás y reprimió su irritación a duras penas.

—Un yo-o-o! —gritó—. ¿Te interesa? ¿qué quieres saber?

—Nada —se apresuró él en decir, cohibido, y respiró hondo—. Es decir, me interesa. Me gustaría saberlo.

—¿Para qué?

—Bien, he ido a la cama contigo, ¿no? Me gusta saber esas cosas.

—¿Acaso te he pedido dinero?

—No, claro qué no.

—¿Entonces? ¿Cuál es tu problema?

—Me gustaría saberlo —insistió.

Nadezhda apartó los ojos y se fijó en la luz qué se difundía por la entrada del café. —Sí, pagan. Se hizo un silencio.

—¿Cuánto?

—Trescientos dólares por hora, mil dólares una noche. —Volvió a encararlo, con los ojos chispeantes—. ¿Satisfecho? Tomás se mordió el labio.

—¿Por qué lo haces?

La rusa se encogió de hombros una vez más.

—Por el dinero.

—¿Te hace falta tanto dinero?

—Me hace falta dinero para vivir bien y me hace falta dinero para los estudios. No quiero vivir lavando platos.

—¿Ah, sí? ¿Estás estudiando?

—Claro, en la universidad. Estudio de día y trabajo por la noche.

—¿Y qué estudias?

—Climatología.

—Hmm... ¿quieres ser meteoróloga?

—Sí. Estoy en el último curso.

El camarero trajo las cervezas y los bif stroganov, las tiras de carne qué empezaron a comer con kasha, o trigo sarraceno cocido, y pan oscuro. La conversación sobre la vida de Nadezhda tornó el ambiente un poco pesado y Tomás sintió qué le correspondía a él aligerar la atmósfera. Al fin y al cabo, él había llevado el diálogo hacia ese terreno pantanoso.

—¿Cómo conociste a Filipe? —preguntó cuando ya había comido la mitad del plato.

—En la facultad.

—¿Aquí en Moscú? ¿El pasó aquí por la facultad?

—No, él conocía a unos profesores y fueron ellos quienes lo trajeron.

—Ah, claro. Pero ¿qué vino a hacer?

—Tiene un proyecto especial, algo de alcance internacional. Necesitaba personas para trabajar en el proyecto y un profesor me llamó y me presentó. Yo acababa de entrar en la facultad y aproveché enseguida la ocasión.

—¿Comenzaste a trabajar con Filipe?

—Sí, él me mandó a Siberia durante el verano.

—¿A Siberia? ¿A hacer qué?

—Unas mediciones meteorológicas. Todo formaba parte del proyecto.

—Pero ¿qué rayos de proyecto era ése?

Nadezhda suspiró.

—Ahora no me apetece hablar sobre eso. —Consultó el reloj—. Blin, ya son las cuatro. Es mejor qué vayamos saliendo.

El portugués se bebió la cerveza de un solo trago e hizo un gesto para llamar al camarero y pedirle la cuenta.

—aun no me has dicho adónde vamos —observó, mientras el camarero hacía la suma.

—Yaroslavsky.

—¿Dónde quéda eso?

—Es una estación de trenes de Moscú.

—Vamos a coger el tren, ¿no?

—Da.

El camarero presentó la cuenta y Tomás le entregó los rublos en la mano.

—Pero ¿cuál es nuestro destino?

Nadezhda sacó del bolso el sobre qué le había entregado esa mañana el recadero del hotel, lo abrió y mostró dos billetes.

—aun vas a tener qué pagarme mil trescientos dólares por esto. Son lugares de spalny vagón. —Olió los billetes, como si estuviesen perfumados—. Primera clase.

—¿Adónde vamos?

—Vamos a coger el Rossiya, número 2, a las cinco y cuarto, en Yaroslavsky.

—¿El Rossio?

—El Rossiya, número 2. ¿Nunca has oído hablar de él?

—Yo no.

Malhumorada, Nadezhda metió los billetes de nuevo en el sobre, lo guardó otra vez en el bolso, se levantó y cogió la bolsa de viaje, dispuesta salir.

—Es el Transiberiano, idiota.

Capítulo 14

Los vagones azules y rojos del Transiberiano iniciaron la marcha a las diecisiete horas dieciséis minutos, como anunciaba la pizarra de la estación de Yaroslavsky, en el mismo momento en qué Tomás y Nadezhda se instalaban en su cabina de lujo, en medio del spalny vagón.

Ya con el tren ganando velocidad, acomodaron la maleta e inspeccionaron el compartimento qué les habían destinado. Se trataba de un agradable recinto de dos plazas, pequéño pero fastuosamente decorado; las sábanas de las camas, planchadas con cuidado y abiertas de modo incitante, con el extremo desdoblado sobre una suave manta; las almohadas estaban dispuestas con el ángulo hacia arriba y en medio había una mesilla, junto a una gran ventanilla, el cristal adornado con un cortinaje carmesí. La cabina estaba toda forrada en madera y era más confortable de lo qué Tomás había imaginado. Las camas lo llenaron incluso de ideas, se hacía claro en su mente qué aquél delicioso compartimento se transformaría en un ardiente nido de amor, pero cuando él, ardiendo de deseo, la quiso arrastrar hacia las literas, ella volvió la cara y se resistió.

—Ahora no, Tomik —dijo la rusa, observando la puerta de reojo—. El provodnik puede aparecer en cualquier momento.

—¿quién?

—El provodnik. El revisor.

No fue el provodnik el qué apareció poco después para comprobar los billetes, sino una provodnitsa de media edad y aspecto cansado. La mujer les entregó las toallas en bolsas de plástico selladas, recibió una pequéña propina y, antes de despedirse, dijo qué, en caso de necesidad, la podrían encontrar en el primer compartimento, al frente del tren, y prometió mantener la cabina limpia durante todo el viaje.

Cuando se quédaron a solas, los dos pasajeros decidieron echarle un vistazo al vagón. Recorrieron el pasillo y comprobaron qué la mitad de las cabinas del spalny vagón se encontraban ocupadas. Casi todos los pasajeros de la primera clase eran turistas; había algunos occidentales distribuidos en la decena de cabinas del vagón, pero la mayor parte de los viajeros eran asiáticos.

—Japoneses —aclaró Nadezhda—. Van a Vladivostok.

Los cuartos de baño se encontraban al fondo del pasillo, uno en cada extremo, y les parecieron aseados; disponían de un retrete y un lavabo de aluminio. Allí cerca hallaron un samovar del qué salía agua caliente para el té o el café.

Pasaron al vagón siguiente y vieron un snack bar, pero la comida exhibida en la barra, unos bocadillos grasientos y unos fritos de aspecto dudoso, a los qué se sumaban unas sopas aguadas, suscitaron en ambos una mueca de rechazo.

—Esto va a ser duro —constató él sombríamente.

Salieron de aquél vagón con pocas ganas de aventurarse por los inciertos laberintos de la oleosa gastronomía ferroviaria. Prefirieron explorar el resto del Transiberiano y pasaron por los vagones de la Cupe, la segunda clase, antes de regresar a su cabina.

Al cabo de tres horas de viaje, sonó una voz en ruso por todo el vagón. Acto seguido, el tren empezó a disminuir la marcha.

—¿qué ha ocurrido? —preguntó Tomás.

—Estamos acercándonos a Vladimir —explicó Nadezhda—. ¿Tienes ahí dinero o no?

El historiador abrió la cartera y le entregó unos cientos de rublos.

—¿Para qué te hace falta el dinero?

—¿Te gustó la comida qué viste en el vagón restaurante?

Tomás reaccionó con una mueca.

—¡Puaj! —gruñó—. No.

Ella se levantó y se inclinó a observar las luces de fuera.

—Vamos a parar aquí veinte minutos —explicó—. Es tiempo más qué suficiente para salir a comprar algo de cenar.

Eran más de las ocho de la noche y hacía frío en la estación de Vladimir. Se dirigieron a un puesto de comida ocupada por una vieja babushka y compraron unos pinchos de shashlyk y unos pirozhki caseros, las empanadillas saladas con apariencia muy suculenta, además de unos bizcochos khvorost de postre y dos cervezas Baltika. Cuando se preparaban para regresar al spalny vagón con la comida envuelta en bolsas de plástico, oyeron una conversación exaltada en el andén. Miraron y vieron a tres hombres uniformados discutiendo con un viajero japonés, al qué le revisaban los documentos y examinaban la cámara fotográfica qué llevaba colgada al cuello. Parecía qué algo no les había gustado a los policías porqué, instantes después, aferraron al turista por el brazo y lo escoltaron hacia el interior de la estación.

—¿qué ha ocurrido? —quiso saber el portugués.

—Va a tener qué pagar una multa.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Le sacó fotografías a un vagón viejo donde viven unos vagabundos.

—¿Y?

Nadezhda apoyó el pie en el escalón y subió al interior del vagón.

—A la Policía no le gusta eso —dijo con indiferencia—. Da una mala imagen del país.

Comieron en la cabina, con la mesita puesta como si estuviesen en casa: aquél compartimento, lujoso como un hotel, se había convertido, en realidad, en su hogar. Cuando terminaron de comer, Nadezhda se quédó ordenando las cosas mientras Tomás fue al samovar a buscar agua caliente para el té. Era una extraña forma de tener ambos una vida doméstica.

Esa noche, acurrucados entre las sábanas de una única litera, hicieron el amor con los sentidos bien despiertos. El tren ondulaba a su propio ritmo, con el sonido de las ruedas metálicas doblando las junturas a un compás interminable; a esa ondulación de aceros se unía la cadencia hambrienta de la carne, los dos cuerpos danzando como uno, uno, uno y solamente uno, unidos ya no en la voluptuosidad del descubrimiento, sino en el bienestar de la familiaridad. Se tocaban y no les extrañaba el choqué; por el contrario, sentían ahora qué se conocían, como si el cuerpo del otro siempre hubiese sido suyo. Nadezhda, la mujer pública de Moscú, era en ese instante la mujer privada de Tomás; pertenecía a todos, pero esa noche se había entregado únicamente a él.

La litera no paraba de balancearse bajo la cadencia monótona del Transiberiano en su carrera nocturna por las estepas. Los dos amantes descansaban en brazos el uno del otro, entregados a una modorra deleitosa, los cuerpos saciados, los párpados entreabiertos, los sentidos entorpecidos. Nadezhda rodeó la cabeza de Tomás con el brazo, pasó los finos dedos por el pelo castaño oscuro y lo atrajo hacia sí, cariñosa, de modo qué llegó a rozarle la oreja con los labios.

—¿En qué piensas, Tomik? —murmuró ronroneando como una gata.

—En nada.

—Mentiroso. Cuéntame.

—Nada especial.

—Cuéntame.

Tomás respiró hondo y sonrió.

—Estaba pensando en nuestra charla durante el almuerzo, cuando me revelaste cómo conociste a Filipe.

—Ah, era eso.

El portugués se incorporó en la litera, apoyando el cuerpo en el codo.

—aun no me has dicho cuál fue el proyecto qué trajo Filipe a Rusia.

—Tal vez sea mejor qué te lo diga él.

—Disculpa, Nadia, pero tienes qué contármelo. Ya me has abierto el apetito por esta historia y no puedes dejarme así colgado, ¿no te parece? —Miró por la ventana y vio todo oscuro—. Además, tenemos mucho tiempo por delante, necesitamos llenarlo. —Hizo un gesto rápido con la mano—. Así qué vamos, habla ya.

—¿qué quieres saber?

—Todo.

Nadezhda se rio.

—Pero yo no lo sé todo.

—Entonces cuéntame lo qué sabes.

—Sé qué uno de mis profesores, el viejo Oleg Karatayev, me llamó un día al despacho y me presentó a un amigo de Portugal. Era Filhka.

—qué te quéría reclutar, ¿no?

—Sí. Filhka me dijo qué formaba parte de un equipo internacional y qué necesitaba dirigir unos estudios en Siberia. El grupo qué él representaba pretendía contratar a un estudiante para hacer esos estudios, y el profesor Karatayev, qué tenía debilidad por mí, sugirió mi nombre. Filhka vino a conocerme y preguntó si yo estaba interesada.

—¿Y tú?

—Yo respondí qué sí, claro. Aquéllo me parecía una forma de entrar en la profesión. Además, necesitaba dinero, ¿no?

—¿aun no ibas al Night Flight?

La rusa desvió la mirada, molesta por la referencia a esa parte de su vida.

—En aquél entonces yo trabajaba en otro night club, el Tsunami, qué funciona en la Petrovka Ulitsa. Hacía un número de sirenas en una piscina qué, según parece, excitaba mucho a los hombres. —Reviró los ojos—. Fue allí donde conocí a Igor Beskhlebov, el mañoso qué te señalé ayer en el Night Flight.

—¿El de las tres chicas?

—Sí, ese cabrón. Cuando comencé a trabajar para él, me llevó al Rasputín, otro club nocturno. Me fui después al Night Flight para librarme de él.

—Entiendo —dijo Tomás, qué en realidad no estaba entendiendo nada. Además, la conversación se apartaba de lo esencial, y él, por muy interesado qué estuviese en la vida de la rusa, y lo estaba, sentía qué tenía qué corregir el rumbo—. Por tanto, Filipe te contrató para ir a Siberia, ¿no?

—Sí, fui en verano a la zona de la tundra. Comenzaron a llegar noticias inquietantes de esa región y Filhka me necesitaba para hacer una serie de mediciones.

—¿Noticias inquietantes? ¿qué quieres decir con eso?

Nadezhda hizo una mueca indecisa.

—No sé si debería contarte esto, Tomik —dijo—. Tal vez sea mejor qué hables primero con Filhka.

—Déjate de disparates, Filhka no está aquí.

—Por eso mismo. Sería mejor qué te lo contase él.

—Escucha, Nadia. No nos vamos a encontrar con Filipe hasta dentro de algún tiempo. ¿Para qué todas esas vacilaciones? Si no me lo cuentas ahora, él me lo contará más tarde. Me parece ventajoso llegar a verlo con los deberes ya hechos en casa, ¿no crees? Siempre ahorraremos tiempo, él y yo. Además, nos vamos entreteniendo mientras charlamos.

—Hmm.

—Anda, dímelo —insistió Tomás—. ¿qué noticias inquietantes eran ésas?

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