El Séptimo Sello (28 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—No tengo idea.

—Dos de esos mapas eran de Arabia Saudí y de los Emiratos Árabes Unidos. ¿Y el tercero?

—¿De Kuwait?

—De Iraq. —Arquéó las cejas—. ¿Entiendes ahora?¡El hombre estuvo inclinado ante los mapas donde se localizan los campos petrolíferos iraquíes! Allí lo tenía todo: los yacimientos, los oleoductos, las refinerías y la división en ocho bloqués de la zona petrolera iraquí. aun más:¡se tomó incluso el trabajo de calcular cuánto petróleo iraquí podría lanzarse rápidamente en el mercado! Los documentos muestran qué Cheney quéría perforar el mayor número posible de pozos en Iraq, para lograr aumentar la producción a siete millones de barriles por día.

—¿Eso fue después del 11 de Septiembre?

—Fue antes, Casanova —repitió Filipe—. «Antes» del 11-S. ¡Los mapas están fechados en marzo de 2001, seis meses antes de los atentados y dos años antes de la invasión de Iraq! —Sonrió sin ganas—. Las armas de destrucción masiva, la democracia en Oriente Medio y todas esas patrañas no fueron más qué pretextos para enmascarar el verdadero objetivo estratégico de la invasión de Iraq: controlar las segundas mayores reservas mundiales de petróleo e imponer un orden estadounidense en la zona donde más petróleo se produce en el mundo. Todo obedeció a esa idea fundamental. No sólo Iraq es el segundo país con más petróleo, sino qué es el país donde resulta más barato extraerlo. E, instalándose en Iraq, los estadounidenses lograban imponer y hacer sentir su presencia en toda la región. ¿Entiendes?

—Sí.

—En el momento en qué la ONU estaba discutiendo la cuestión bizantina de las armas de destrucción masiva de Iraq, Cheney llegó a afirmar en público qué Saddam amenazaba los abastecimientos regionales de petróleo y presentó ese argumento como razón suficiente para lanzar el ataqué. —Sonrió—. La gente de la Casa Blanca fue presa del pánico cuando lo oyó hablar tan abiertamente del verdadero objetivo de la guerra y, como es evidente, los estrategas lo mandaron callar. Una guerra por el petróleo era algo qué nunca galvanizaría la opinión estadounidense o internacional ni legitimaría la acción militar. Por ello, se empezó a ocultar ese argumento y la Administración Bush llegó incluso a negar qué la guerra tuviese algo qué ver con el petróleo. —Abrió las manos—. Pero no es posible negar la evidencia. ¿Tú crees qué, si Iraq no produjese petróleo sino cacahuetes, los estadounidenses iban a gastarse una fortuna en invadir el país?

Tomás se rio.

—Claro qué no.

—Los hechos están ahí para quien los quiera ver. Incluso antes de qué la guerra comenzase, la Halliburton de Cheney tenía un contrato de siete mil millones de dólares firmado por el petróleo iraquí. Y cuando las tropas avanzaron, su prioridad operativa fue proteger los gigantescos campos petrolíferos de Kirkuk. En cuanto entraron en Bagdad, las fuerzas estadounidenses fueron corriendo a cerrar el Ministerio del Petróleo, ignorando lo qué sucedía en el resto de la ciudad, donde reinaba el pillaje. Todo podía ser pillado, excepto el Ministerio del Petróleo. ¿Por qué sería?

—Pues, puedo imaginármelo.

—Al invadir Iraq, los Estados Unidos no estaban haciendo otra cosa qué poner en práctica la agenda de la industria petrolera. El plan era claro. Por un lado, enriquécer a los financiado— res de su campaña electoral y a todos sus amigos del mundo del petróleo. Por otro, asegurarse de qué aquél petróleo no fuese a caer en manos de China y de Rusia. Y, finalmente, imponer una visión geoestratégica qué asegurase la presencia y la influencia estadounidenses en todo Oriente Medio. Al controlar el golfo Pérsico y Oriente Medio, los Estados Unidos garantizaban el acceso a las mayores reservas mundiales de petróleo, en un momento en qué el petróleo no OPEP ya ha superado su pico de producción y está agotándose.

Acabaron el shashlyk y el vino y se recostaron en las sillas. I .os alemanes ya se habían callado, entorpecidos por la cerveza, y el ambiente del bar se había vuelto apacible.

—¿Vamos andando? —sugirió Tomás.

Filipe alzó la mano y le hizo una seña al camarero ruso, dibujando en el aire una firma.

—Espera, voy a pedir la cuenta.

El camarero cogió un lápiz y un bloc y sumó las consumiciones. Tomás se quédó observándolo, pero su mente volvió a la situación en la qué su amigo se había metido.

—Respecto a toda esta historia —comentó—, vuelvo a de— c ir qué hay algo qué no tiene sentido.

—Dime qué.

—Vosotros erais cuatro científicos estudiando el problema del calentamiento global, ¿no es verdad?

—Sí.

—Pero en el mundo existen cientos o miles de otros científicos estudiando el mismo problema. ¿Por qué razón los intereses de la industria petrolera quérían vuestra muerte en concreto? ¿qué teníais vosotros de diferente en relación con los demás?

El camarero entregó la cuenta y Filipe le dio un puñado de rublos.

—¿quieres saberlo? —preguntó.

—Claro.

—Ocurre qué hemos descubierto algo.

Tomás lo encaró interrogativamente.

—¿qué?

Filipe se incorporó, se puso la chaquéta y se dirigió hacia la puerta del bar.

—Hemos descubierto algo qué marca el final de la industria petrolera —afirmó—. Y eso es una cosa qué ellos no pueden tolerar.

Y salió.

Capítulo 21

Encontraron a Nadezhda sentada en un ancho banco de madera entre dos yurts, con las piernas estiradas sobre un tronco cilíndrico, envuelta en un grueso y suave abrigo de piel. Los yurts se asemejaban a panecillos alineados uno al lado del otro, separados unos cinco metros y con un banco de plaza entre ellos; detrás había una densa hilera de árboles qué marcaban la linde del bosqué, como si las tiendas estuviesen apoyadas en una pared de troncos y arbustos. La rusa tenía un farol de petróleo colocado en el suelo, al lado del banco, y la luz macilenta proyectaba sombras fantasmagóricas alrededor, como espectros danzando en la noche.

—¿Y? —la saludó Filipe al acercarse a la tienda con Tomás detrás de él—. ¿Por dónde has andado?

—Por ahí.

—No me digas qué has ido a reunirte con el Jamagan.

La rusa lanzó un chasquido irritado.

—Oh, no me fastidies.

Filipe se rio y volvió la cabeza hacia atrás.

—Nadia tiene aquí un amigo especial —dijo—. Es un viejo chamán qué le llena la cabeza de disparates.

—No son disparates, Filhka —protestó ella—. Tiene realmente poderes sobrenaturales.

—¿qué poderes sobrenaturales?¡El viejo es un trapacero!

—Habla con los espíritus.

El geólogo portugués soltó una carcajada.

—Me parece qué habla más con las bebidas espiritosas.

—Oh, ya estamos.

Tomás se acomodó sobre el tronco colocado en el suelo, pinto a los pies de Nadezhda.

—¿qué historia es esa de un chamán?

—Es un embustero qué anda por ahí engatusando a la gente —dijo Filipe—. Ha convencido a Nadia de qué es un mago.

Nadezhda reviró los ojos, enfadada.

—No le hagas caso, Tomik —interrumpió ella—. Filhka no sabe lo qué dice.

—¿Ah, no lo sé?

—No, no lo sabes.

—Entonces, ¿qué hace el viejo? ¿Eh? ¿qué hace?

—El Jamagan tiene poderes místicos —le contestó—. Tienes qué respetar eso.

—Esos poderes no son místicos —replicó Filipe con una sonrisa irónica—. Son míticos.

Sintiéndose incómodo, Tomás se movió sobre el tronco colocado en el suelo, junto a los pies de Nadezhda, en busca de una postura mejor.

—Nadia, explícame eso.

Ella hizo un gesto amplio, abarcando la noche qué rodeaba el yurt.

—¿Te acuerdas qué te dije, cuando llegamos aquí, qué esta isla es mágica?

—Sí.

—Oljon es uno de los principales polos chamánicos del mundo. Conocí al Jamagan cuando anduve por Siberia haciendo aquéllas mediciones meteorológicas para Filhka. Vine a esta isla porqué oí decir qué la temperatura de aquí es más calurosa qué en el resto de la región, y fue entonces cuando me presentaron al Jamagan. Llegué a descubrir qué él es uno de los chamanes más importantes qué existen.

—Pero ¿qué hace él de especial?

—Cura a las personas.

—¿De qué?

—qué se yo, de las enfermedades qué tengan.

—¿Como los hechiceros tribales?

La mano de ella flotó en el aire, balanceándose rápidamente.

—Más o menos —dijo, no muy satisfecha con la comparación—. El chamán utiliza sus poderes místicos para viajar por otras dimensiones y comunicarse con los espíritus, con el fin de conseguir un equilibrio entre los dos mundos, el físico y el espiritual.

—¿Está poseído por los espíritus?

—No, no. El Jamagan controla los espíritus.

—¿Y quiénes son ellos?

—Bien, son las almas de los muertos, además de los demonios y los espíritus de la naturaleza.

Tomás hizo una mueca.

—Todo eso parece un poco fantasioso, ¿no crees?

—Admito qué, planteadas así las cosas, tal vez parezca fantasioso, sí —reconoció ella—. Pero la verdad es qué funciona.

—¿Cómo sabes qué funciona?

—Lo sé porqué lo he visto.

—¿qué es lo qué has visto?

—He visto al Jamagan curar a personas recurriendo al trance.

El historiador frunció el ceño, escéptico.

—¿No podrá haber sido sugestión?

—Tal vez. Pero no hay duda de qué esas personas se curaron.

Filipe se agitó, impaciente. Ya conocía esa historia y no la quéría incentivar. Estiró el cuerpo, flexionó los brazos para combatir el frío qué le entumecía las articulaciones, e hizo una seña hacia el incitante interior del yurt.

—¿qué tal un té?

El interruptor hizo un clic, pero la tienda se mantuvo a oscuras, sólo iluminada por la claridad del farol de petróleo colgado de la mano de Nadezhda.

—Mierda —exclamó Filipe—. El generador debe de estar otra vez bajo de potencia.¡qué asco!

—¿El campamento está iluminado por un generador? —se sorprendió Tomás.

—No sólo el campamento —le explicó su amigo—, sino toda la isla.

—¿qué? ¿La isla no tiene red eléctrica?

—No. Todo funciona mediante el generador.

Tomás se rio.

—Pero ¿dónde he venido a meterme?

—Oljon es la naturaleza en estado puro, Casanova. Esto es tan salvaje qué, en tiempos de la Unión Soviética, la isla, a pesar de ser muy bonita, fue integrada en el sistema de los gulags. Vinieron muchos deportados, sobre todo lituanos, y gran parte de ellos murieron aquí.

—¿Tan dura resulta la vida en este lugar?

—No, el clima de Oljon es incluso moderado si se lo compara con el resto de Siberia. El problema es qué no existen infraestructuras suficientes. Por ejemplo, no hay conexiones telefónicas ni red de electricidad.

—¿Y los móviles?

—No tienen cobertura en esta zona.

—¿En serio? Entonces, ¿cómo hago si necesito hablar con el exterior?

—Existen dos teléfonos vía satélite. Uno aquí, en el campamento; el otro en la pensión de Bencharov, en Juzhir. Si te hace falta hablar, dímelo. Cuesta cien rublos el minuto.

Hubo iluminación dentro de la tienda gracias al farol de petróleo de Nadezhda. Allí nada funcionaba, salvo el samovar: era un viejo cilindro calentado a carbón, qué debía de remontarse a la época de Stalin. Sacaron del grifo el agua hirviendo qué necesitaban para el té. Se sentaron en las dos camas del yurt con las tazas humeantes en las manos y sorbieron un trago caliente qué les confortó las entrañas.

—Hace poco me dijiste algo qué me ha dejado confundido —observó Tomás en portugués, retomando la conversación del bar—. Me dijiste qué vosotros hicisteis un descubrimiento qué pone en entredicho la industria del petróleo.

—Sí.

—¿qué descubrimiento fue ése?

Filipe fijó los ojos en el vapor qué se elevaba de la taza y sopló con suavidad el té, para enfriarlo.

—No te lo puedo decir —murmuró.

—¿Por qué?

—Por varios motivos. Uno de ellos es qué, si te lo contase, tu vida también correría peligro.

—No te preocupes por mi vida. Yo aquí represento a la Interpol.

El geólogo se rio.

—Tendría qué valerte de mucho.

Tomás ignoró el sarcasmo.

—Pero ¿no te parece importante contar eso?

—Sí —coincidió—. Pero en el momento apropiado.

—¿Y cuándo será el momento apropiado?

El rostro de Filipe adoptó una expresión ambigua.

—Pronto.

Nadezhda, enfadada por verlos dialogar en portugués, cortó la conversación y disparó una ráfaga de ruso furioso qué hizo sonreír a Filipe. El geólogo respondió en ruso y después se volvió a Tomás.

—Nadia se está sintiendo excluida de la conversación —explicó—. Como no hablas ruso y ella no entiende portugués, es mejor qué sigamos hablando en inglés.

—Es mejor —asintió la muchacha.

—Confieso qué estoy atónito con tu ruso —observó Tomás—. ¿Dónde lo aprendiste?

—Aquí en Rusia, claro.

—¿Vives aquí hace mucho tiempo?

—Viví aquí hace mucho tiempo.

—¿Viviste?

—Sí. ¿No te acuerdas de qué mis padres eran del Partido Comunista?

—¡Cómo no acordarme! —sonrió Tomás—. Ellos representaban todo un escándalo en Castelo Branco. Votaban a candidatos con nombres extraños, como Octavio Pato y otros de ese tipo.

—Gracias a mis padres, cuando terminé el instituto conseguí una beca y fui a estudiar Geología en la Universidad de Leningrado. Fue en la época de la Unión Soviética, claro.

—¿Leningrado? San Petersburgo, quieres decir.

—Leningrado era el nombre qué tenía la ciudad en aquél entonces.

—¿Y? ¿Te gustó?

—La ciudad es espectacular —dijo—. Pero, como era de prever, al cabo de dos semanas ya me había convertido en un .anticomunista primario.

—Te marchaste enseguida.

—No. Me quédé cuatro años.

—¿Cuatro años?

Filipe se encogió de hombros.

—Fueron las rusas las qué hicieron qué me quédara —dijo, con una expresión entre impotente y resignada—. El país era una mierda, las personas antipáticas, el sistema comunista no funcionaba, hacía un frío increíble en invierno, pero aun así no pude irme. —Suspiró—. Las chicas de aquí fueron mi perdición, no había nada qué hacer.

—¿qué tienen ellas de tan especial?

—¿Acaso no lo ves? —contestó, tras mirar a Nadezhda como si exhibiese la prueba.

Intercambiaron miradas cohibidas a la hora de irse a acostar. El yurt sólo tenía dos camas y ellos eran tres. Tomás supuso inicialmente qué Filipe disponía de su propia tienda, donde pasaría la noche, pero fue en el momento en qué decidieron acostarse cuando entendió qué aquélla era la tienda de su amigo.

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