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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (17 page)

BOOK: El sol desnudo
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»Los colonos aún podían trasladarse a Nexon sin demasiadas dificultades, y en Solaria llevaban la vida que se les antojaba, utilizando tantos robots como les fuese permitido o necesitasen. Las propiedades podían ser tan grandes como quisieran, puesto que en un planeta vacío no existía el problema del espacio, y con número ilimitado de robots, tampoco se planteaba el problema de la explotación y la mano de obra.

»Los robots llegaron a ser tantos, que se les dotó de radiocontacto y éste fue el comienzo de nuestras famosas industrias del robot. Empezamos a fabricar nuevos tipos dotados de nuevos accesorios y capaces de lucir nuevas habilidades. Es la cultura la que dicta la invención; esta es una frase que creo haber inventado—dijo Quemot, satisfecho.

Un robot, en respuesta a un estímulo que Baley no podía ver por impedírselo la silla, llevó a Quemot una bebida similar a la que Baley había tomado poco antes. A él no le sirvieron ninguna y decidió no pedirla.

Quemot prosiguió:

—Las ventajas de la vida en Solarla resultaron evidentes para todos. Solarla se puso de moda. Otros nexonianos construyeron casas en ella, y Solarla se convirtió en lo que yo denomino
un planeta de recreo
. La mayoría de los primeros veraneantes se fueron acostumbrando a permanecer en el planeta todo el año, delegando a otras personas para que se ocupasen de sus asuntos en Nexon. Más tarde, se establecieron en Solarla las primeras fábricas de robots. Se iniciaron las explotaciones agrícolas y mineras, y pronto se hicieron las primeras exportaciones.

»En una palabra, señor Baley, resultó evidente que Solana estaría tan poblada como Nexon en menos de un siglo. Resultaba ridículo y dispendioso descubrir un planeta virgen para luego estropearlo por falta de previsión.

»Para ahorrarle una serie de complicadas consideraciones políticas le diré, tan sólo, que Solana consiguió declararse independiente y mantenerse así, sin tener que apelar a la guerra. Nuestra utilidad a los otros Mundos Exteriores, como fuente de robots especializados, nos ganó amigos y nos fue muy ventajosa, desde luego, para conseguir nuestros fines.

»Una vez independientes, nuestra primera preocupación fue evitar un crecimiento demográfico más allá del límite razonable. Regulamos la inmigración y la natalidad, y atendimos a todas nuestras necesidades, incrementando y diversificando los robots que ya utilizábamos.

Baley preguntó:

—¿Por qué ponen tantas objeciones los solarianos a verse personalmente?

Le enfurecía el tono pedante y ampuloso que daba Quemot a su disertación.

Quemot atisbó por un lado del respaldo, para apartarse casi de inmediato.

—Es una consecuencia lógica e inevitable de lo que antecede. Tenemos haciendas enormes. No son raras las propiedades de veinte mil kilómetros cuadrados, aunque las de mayor extensión contienen vastas zonas improductivas. Mi propia hacienda tiene mil quinientos kilómetros cuadrados, pero se aprovecha íntegramente.

»De todos modos, son las dimensiones de su hacienda, más que cualquier otro factor, lo que determina la posición de un hombre en la sociedad. Y poseer una gran hacienda significa esto: que el dueño pueda recorrerla en todos sentidos, sin la menor probabilidad de introducirse en los terrenos de la hacienda contigua y encontrarse con su vecino. ¿Comprende usted?

Baley se encogió de hombros, y pensó: ¡qué remedio me queda!

—En una palabra, un solariano se enorgullece de no encontrarse con su vecino. Al mismo tiempo, su propiedad está tan bien gobernada por los robots y se basta a sí mismo hasta tal punto, que le es completamente innecesario ver a su vecino. El deseo de no verle condujo a la creación de equipos visores cada vez más perfectos, y a medida que estos equipos televisores se mejoraron, disminuía en proporción la necesidad de ver al vecino.

»Era un círculo vicioso del que no se podía salir. ¿Comprende?

Baley observó:

—Mire, doctor Quemot. No hace falta que me lo explique en términos tan sencillos. No soy sociólogo, pero he pasado por todos los cursos elementales de enseñanza. Aunque reconozco que he estudiado en una universidad terrestre —añadió con una modestia forzada, para evitar que su interlocutor se adelantase y le hiciese la misma observación, si bien en términos más insultantes— sé bastantes matemáticas.

—¿Matemáticas? —exclamó Quemot, pronunciando con voz de falsete la última sílaba.

—Verá, no las matemáticas superiores que se emplean en robótica, que sería incapaz de entender, sino matemáticas aplicadas a la sociología. Por ejemplo, me es muy familiar la Nelación de Teramin.

—¿La qué?

—Acaso ustedes la conozcan por—un nombre distinto. El diferencial de vejaciones sufridas con privilegios concedidos: D A sub J elevado a la enésima...

—¿De qué está usted hablando?

Baley escuchó de nuevo la voz tajante y perentoria de un hombre del espacio, y guardó un azorado silencio.

A buen seguro, la relación existente entre las vejaciones sufridas y los privilegios concedidos formaba parte de los mismísimos fundamentos del arte de tratar a las masas sin temor a una explosión. Una ducha particular en el baño comunal, por ejemplo, haría que
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personas esperasen pacientemente que el mismo chorro las alcanzase, variando el valor de
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en términos conocidos, de acuerdo con las variaciones conocidas de medio y temperamento humano, según se describe cuantitativamente en la Nelación de Teramin. Pero en un mundo donde sólo reinaban los privilegios y no existían las vejaciones, la Nelación de Teramin no tendría aplicación práctica. Tal vez había escogido un mal ejemplo.

Probó por otro camino.

—Mire, doctor, existe una manera de obtener un análisis cuantitativo en el caso de este prejuicio referente a la visión personal, pero de nada nos serviría. Deseo analizar exactamente dicho prejuicio para poder contrarrestarlo con eficacia. Quiero convencer a los demás para que me vean, como usted me está viendo ahora.

—Señor Baley, no puede usted tratar las emociones humanas como si surgiesen de un cerebro positrónico.

—Yo no afirmo tal cosa. La robótica es una ciencia deductiva y  la sociología, inductiva. Pero las matemáticas sirven para ambas. Reinó un breve silencio, que fue roto por la voz de Quemot, al decir con tono trémulo:

—Ha dicho usted que no era sociólogo.

—En efecto. Pero me dijeron que usted sí lo era. Y el mejor de todo el planeta.

—Soy el único. Podría añadir que he inventado la sociología.

—Ah, ¿sí? —Baley vaciló antes de hacer la siguiente pregunta que le parecía impertinente incluso a él—: ¿Ha visto algún libro sobre ese tema?

—He visualizado algunos libros de Aurora.

—¿Y libros de la Tierra?

—¿De la Tierra? —Quemot rió algo cohibido—. Jamás se me hubiera ocurrido leer obras científicas de la Tierra, y se lo digo sin ánimo de ofensa.

—Es una lástima. Yo he creído que podría conseguir datos concretos que me permitieran entrevistarme cara a cara con otras personas sin tener que...

Quemot dejó escapar un extraño sonido, ronco e inarticulado, y la gran silla en que se sentaba se balanceó hacia atrás para caer con enorme estrépito.

Baley le oyó disculparse con voz ahogada. Luego entrevió a Quemot corriendo en dirección a la puerta de la estancia, por la que desapareció como alma que lleva el diablo.

Baley enarcó las cejas. ¿Qué disparate habría dicho esta vez? ¡Cielos! ¿Qué falso botón debió de pulsar?

Se levantó indeciso de su asiento, y a medio camino de la puerta se detuvo al ver entrar a un robot.

—Señor —dijo éste— me ha ordenado mi amo que le diga que le visualizará dentro de breves momentos.

—¿Me visualizará, muchacho?

—Sí, señor. ¿Le apetece mientras tanto tomar algún otro refresco?

Uniendo la acción a la palabra, el robot sirvió a Baley otra taza de aquel líquido rosado acompañado, esta vez, de un plato con algo comestible, cálido y fragante.

Baley se sentó de nuevo, probó cautelosamente el licor y lo dejó. Los dulces eran duros y calientes al tacto, pero la corteza se rompía en la boca y la parte interior se notaba considerablemente más cálida y blanca. No pudo identificar sus componentes y se preguntó si se trataría de un producto típico del lugar.

Pensó entonces en la dieta de hambre de los terrestres y en los alimentos derivados especialmente de las levaduras; pensó también en la posibilidad de lanzar al mercado imitaciones de la confitería de los Mundos Exteriores a base, siempre, de diversas variedades de levaduras.

Pero sus pensamientos se interrumpieron de pronto cuando Quemot, el sociólogo, surgió de la nada para quedársele mirando... ¡cara a cara esta vez! Estaba sentado en una silla más pequeña, en una estancia cuyas paredes y piso desentonaban enormemente de las que rodeaban a Baley. En esta ocasión estaba sonriendo, con lo que se le acentuaban las finas arrugas de su rostro y, de manera paradójica, le infundían una apariencia más juvenil al acentuar la viveza de su mirada.

Se dirigió al terrestre con estas palabras:

—Le pido mil perdones, señor Baley. Me pareció que soportaba bastante bien la presencia personal, pero me engañé. Estaba muy nervioso y la frase que usted pronunció fue demasiado audaz para mí.

—¿.A qué frase se refiere, doctor?

—Dijo usted algo acerca de entrevistarse cara a cara con otras personas... —Movió la cabeza, mientras se pasaba rápidamente la lengua por los labios—. Hubiera preferido no repetirla. No dudo que sabe a qué frase me refiero. Sus palabras evocaron ante mí una repugnante imagen... ¡usted y yo echándonos mutuamente el aliento a la cara y respirándolo! —El solariano se estremeció ¿No lo encuentra repulsivo?

—Jamás se me hubiera ocurrido pensarlo.

—¡Qué costumbre tan asquerosa! Y, cuando usted dijo estas palabras y la imagen correspondiente surgió ante mis ojos, me di cuenta de que ambos estábamos en la misma habitación y, si bien no cara a cara, debían de llegar hasta mí bocanadas de aire salidas de sus pulmones, las cuales penetrarían en los míos. Y con lo sensible que soy yo...

—Las moléculas que forman la atmósfera de Solaria han pasado docenas de veces por millares de pulmones. ¡Caramba! ¡Han estado en los pulmones de animales y en las branquias de los peces!

—Sí, es cierto —admitió Quemot frotándose pensativo la barbilla— y tampoco me gusta pensar en ello. No obstante, en estos momentos, estábamos a muy corta distancia y ambos inhalábamos y exhalábamos el mismo aire. Es sorprendente el alivio que experimento gracias a la visualización.

—Pero yo sigo en la misma casa, doctor Quemot.

—Por eso, precisamente, me sorprende tanto el alivio que experimento. Está usted en la misma casa que yo y, sin embargo, basta el simple uso del tridimensional para que todo resulte diferente. Al menos, ahora puedo decir lo que se siente al ver a un extraño. Le aseguro que no pienso repetir la prueba.

—Cualquiera diría que nuestra entrevista ha sido para usted un experimento.

—Hasta cierto punto, sí —reconoció el hombre del espacio. Este era un motivo secundario. Y los resultados fueron interesantes aunque resultasen inquietantes en grado sumo. Fue una buena prueba y quedará registrada.

—¿Registrada? —preguntó Baley, sorprendido.

—¡Me refiero a mis sentimientos, señor mío!

Quemot le miró con idéntica estupefacción.

Baley suspiró. No había medio de evitar los malentendidos.

—Se lo he preguntado porque imaginé que dispondría de algún tipo de instrumentos para medir los reflejos emocionales. Un electroencefalógrafo, quizá. —Miró a su alrededor sin ver nada—. Aunque admito la posibilidad de que tengan una versión de bolsillo de ese aparato, que funcione sin conexiones eléctricas. En la Tierra no tenemos nada parecido.

—Me creo capaz de medir la naturaleza de mis propios sentimientos sin tener que apelar a un instrumento—declaró el solariano con cierta altivez—. Eran bastante pronunciados.

—Sí, desde luego, pero para un análisis cuantitativo...

Quemot dijo con voz quejumbrosa:

—No comprendo a dónde quiere usted ir a parar. Además, me esfuerzo por decirle algo que no he visto en ningún libro, algo de lo que estoy muy orgulloso...

—; Y qué es exactamente, doctor?

—Que la cultura de Solana se basa en otra que existió antiguamente en la Tierra.

Baley suspiró. Si no dejaba a su interlocutor que se explayase, después sería inútil pretender contar con su ayuda. Así que preguntó:

—¿Y cuál es esta cultura?

—¡Esparta! —exclamó Quemot, irguiendo la cabeza, con lo que, por un momento, su blanca cabellera quedó iluminada y pareció convertirse en un halo—. ¡Estoy seguro de que ha oído hablar de Esparta!

Baley experimentó cierto alivio. Había sentido siempre un profundo interés por el pasado de la humanidad, especialmente de joven (la historia constituía un estudio muy atractivo para muchos terrestres..., pues les permitía descubrir una Tierra todopoderosa por la sencilla razón de que estaba sola, y, en ella, los terrestres eran los amos porque aún no existían hombres del espacio). Pero el pasado histórico de la Tierra era muy extenso. Quemot podría referirse, muy bien, a un período que Baley apenas conociese, lo cual le hubiera resultado embarazoso.

Pero al tratarse de Esparta, pudo responder cautelosamente:

—Sí, he visto algunas películas al respecto.

—Tanto mejor. Como usted sabrá, cuando Esparta alcanzó su apogeo estaba formada por un número relativamente pequeño de espartanos, los cuales eran los únicos ciudadanos que gozaban de la plenitud de derechos. Por debajo de ellos había un número algo mayor de ciudadanos de segunda clase, los periecos, y un gran  número de esclavos llamados ilotas. Había veinte ilotas por cada espartano, y debe usted tener en cuenta que eran hombres con los mismos sentimientos y debilidades que sus amos.

»Con el fin de evitar que los ilotas se rebelasen y aplastasen a los espartanos con su abrumadora superioridad numérica, estos últimos se convirtieron en unos verdaderos especialistas del arte militar. Cada uno de ellos se adiestraba, desde la cuna, en el manejo de las armas, y así esta sociedad alcanzó su plena realización. En ningún momento los ilotas pudieron sublevarse.

»Ahora bien; los seres humanos que vivimos en Solaria equivalemos, en cierto modo, a los espartanos. Tenemos también nuestros ilotas, pero no son hombres sino máquinas. Por lo tanto, no pueden sublevarse y no nos inspiran temor, aunque nos sobrepasen en un número mil veces mayor que los ilotas en relación a los espartanos. Así, disfrutamos de las ventajas de la aristocracia espartana sin que haga falta sacrificarnos por consolidar nuestro dominio mediante una vida de austeridad y disciplina. En lugar de ello, podemos dedicarnos a modelar nuestro espíritu según una pauta de vida artística y cultural semejante a la de los atenienses contemporáneos de los espartanos y que...

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