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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (18 page)

BOOK: El sol desnudo
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—También he visto películas sobre los atenienses —le atajó Baley.

Quemot fue animándose a medida que hablaba:

—Las civilizaciones han tenido siempre una estructura piramidal. A medida que se asciende hacia la cúspide del edificio social, se encuentra mayor posibilidad de dedicarse al ocio, y crecientes oportunidades de procurarse la felicidad. Pero a medida que se asciende en esta escala, se va reduciendo, también, el número de los que pueden disfrutar de tales ventajas. De manera invariable, aumenta el número de los desposeídos. Y tenga en cuenta que por lejos que se hallen éstos de las capas inferiores de la pirámide, en relación con una escala absoluta, se sentirán siempre desposeídos en comparación con los que están en la cúspide. Por ejemplo, los aurorianos más pobres viven mucho mejor que cualquier aristócrata terrestre, pero se sienten en situación de inferioridad respecto a los aristócratas de Aurora, que sólo se comparan con los que rigen los destinos de su propio mundo.

»Por consiguiente, existirán siempre fricciones sociales en cualquier sociedad humana. La acción de las revoluciones sociales y la reacción preventiva contra ellas, o la lucha por contrarrestarlas una vez que se han iniciado, son las causantes de gran parte de las desdichas humanas que forman el mismísimo tejido de la historia.

»Pero fíjese usted en esto: por primera vez en la historia, aquí, en Solaria, la cúspide de la pirámide es únicamente la que subsiste, pues el lugar de los desposeídos se halla ocupado por los robots. Es la primera sociedad verdaderamente nueva, la primera creación social auténticamente grande desde que los agricultores de Sumeria y Egipto inventaron las ciudades.

Se recostó en su asiento sin dejar de sonreír.

Baley asintió.

—¿Ha publicado usted esa tesis?

—Es posible que lo haga algún día —respondió Quemot, afectando despreocupación—. En realidad, aún no la he dado a conocer, y esta es mi tercera aportación al acervo común.

—¿Las otras dos eran tan considerables como esta?

—No pertenecen al campo de la sociología. En otro tiempo me dediqué a la escultura. Las obras que ve a su alrededor son mías —e indicó la colección de estatuas—. También me he dedicado a la composición musical. Pero me voy haciendo viejo, y Rikaine Delmarre fue siempre un acérrimo defensor de las artes aplicadas, que él prefería a las bellas artes, y entonces fue cuando decidí dedicarme a la sociología.

—Por sus palabras adivino que Delmarre y usted fueron. buenos amigos.

—Conocidos, nada más. Cuando se tiene mi edad, se conoce a todos los que viven en Solaria. Aunque no le niego que Rikaine Delmarre y yo nos conocíamos bastante.

—¿Qué clase de hombre era Delmarre?

(Aunque pareciese extraño, el nombre del muerto evocaba en el espíritu de Baley la imagen de Gladia, y se apoderó de él una  súbita nostalgia de su presencia, tal como la había visto por última vez, furiosa y con el rostro contraído por la ira.)

Quemot pareció reflexionar.

—Era un hombre íntegro y cabal, consagrado a Solaria y a sus costumbres.

—Un idealista, en otras palabras.

—Sí, desde luego. Lo demuestra el hecho de que se ofreciese voluntario para el cargo de... ingeniero fetal. —¿Ve usted? Se trata de un arte aplicada, y ya he dicho cuáles eran sus sentimientos a ese respecto.

—¿Fue algo desusado el hecho de que se ofreciese voluntario?

—Vamos, hombre... Perdone, me olvidaba que es usted un terrestre. Sí, muy desusado. Se trata de uno de esos trabajos que hay que realizar, pero para el que nunca se encuentran voluntarios. Se suele asignar a alguien por un número determinado de años, y a nadie le gusta la designación. En cambio, Delmarre se ofreció voluntario con carácter perpetuo. Creía que se trataba de un cargo de excesiva responsabilidad para que lo ocupasen, a regañadientes, individuos designados al efecto, y consiguió hacerme compartir esa opinión, aunque yo jamás me hubiera ofrecido voluntario. Me sentía incapaz de realizar tan enorme sacrificio. Y para él representaba un sacrificio mayor, porque fue siempre un fanático en lo tocante a la higiene personal.

—Aún no comprendo claramente en qué consistía ese cargo.

Las marchitas mejillas de Quemot se tiñeron de un ligero rubor.

—¿No sería mejor que hablase al respecto con su ayudante? La existencia de ese ayudante demuestra hasta qué punto Delmarre era consciente de su responsabilidad social. Ninguno de los que con anterioridad ocuparon el puesto se buscó ayudante. Delmarre, en cambio, creyó necesario escoger a una persona joven y adiestrarla personalmente, para que cuando llegase el día de su retiro o fallecimiento, quedase en su lugar alguien preparado. —El viejo solariano lanzó un profundo suspiro—. En cambio, ya ve usted: yo, que soy más viejo, le he sobrevivido. Solíamos jugar al ajedrez con mucha frecuencia.

—¿Y cómo se las componían para hacerlo?

—Pues del modo acostumbrado.

—Tendrían, forzosamente, que verse.

Quemot se horrorizó.

—¡Pues claro que no! Aun admitiendo que yo hubiese podido soportarlo, Delmarre no lo hubiera permitido ni por un instante. No crea que por ser ingeniero fetal tenía la sensibilidad embotada. Era un hombre muy melindroso y delicado.

—Entonces, ¿cómo...?

—Con dos tableros, no hay ninguna dificultad en jugar al ajedrez. —El solariano se encogió de hombros, en un súbito gesto de tolerancia—. Bueno, usted es un terrestre. En el tablero de mi amigo se marcaban los movimientos de mis piezas y viceversa. Es sencillo.

—¿Conoce usted a su viuda?

—Nos hemos visualizado alguna que otra vez. Como usted probablemente sabe, ella es paisajista colorista, y yo he visitado alguna de sus exposiciones. Hasta cierto punto, es una actividad muy bella, pero más interesante como curiosidad que como creación. Sin embargo, sus obras resultan agradables y demuestran un espíritu muy observador.

—¿Cree usted que pudo matar a su marido?

—No me he detenido a pensarlo. Las mujeres son sorprendentes. Aunque no hay discusión, ¿no cree? Solamente Gladia pudo hallarse a suficiente distancia para matarle. Delmarre nunca hubiera permitido, bajo ningún pretexto, que alguien se tomase la libertad de ir a verle. Le repito que era muy delicado y escrupuloso. Antes he dicho melindroso, pero no creo que fuese esta la palabra adecuada. En realidad, se trataba de un hombre desprovisto de cualquier sombra de anormalidad o perversión: un buen solariano por todos los conceptos.

—¿Consideraría usted una perversión el permiso concedido para verme?

—Creo que sí. Confieso incluso que en mi deseo por verle ha habido algo de escatofilia.

 —¿Admite usted la posibilidad de que hayan dado muerte a Delmarre por motivos políticos?

—¿Cómo?

—Oí decir que era tradicionalista.

—Oh, todos lo somos.

—¿Significa eso que no existe ningún grupo de solarianos que no lo sea?

—Quizá existan algunos —concedió Quemot, midiendo cuidadosamente sus palabras—:los que consideran peligroso un excesivo tradicionalismo. Se sienten preocupados por nuestra reducida población, que les parece inerme ante el número superior de habitantes de los otros mundos. Nos consideran indefensos ante una posible agresión que partiese de los Mundos Exteriores. Es una idea descabellada y, afortunadamente, no son muchos los que la profesan, por lo que no creo constituya, por sí misma, una fuerza apreciable.

—¿Por qué la tacha usted de descabellada? ¿No hay nada en Solaria susceptible de aceptar este equilibrio de fuerzas, y contrapesar la gran desventaja numérica? ¿Algún nuevo tipo de arma?

—Desde luego, existe un arma, pero no es nueva. Los solarianos a quienes me refiero están ciegos al no ver que esta arma funciona continuamente y es irresistible.

Baley entornó los ojos.

—¿Habla usted en serio?

—Completamente en serio.

—¿Conoce la naturaleza de esa arma?

—Cualquiera puede conocerla. A poco que se detenga a pensarlo, usted también la conocerá. Quizás a mi me cueste menos verla, puesto que soy sociólogo. Además, tenga usted en cuenta que, actualmente, no se utiliza como un arma. No sirve para matar ni para destruir, pero, a pesar de eso, es irresistible. Y principalmente porque nadie se da cuenta de su existencia.

Con ligero fastidio, Baley preguntó:

—¿Quiere decirme cuál es esa arma incruenta?

—El robot positrónico —respondió solemnemente Quemot.

11
Donde se Inspecciona una Granja

Baley se quedó de una pieza. Al pensarlo bien, se le heló la sangre de las venas. El robot positrónico era el símbolo de la superioridad de los hombres del espacio sobre los terrestres. Tan sólo esto era ya un arma suficiente.

Procuró que su voz no temblase al decir:

—Es un arma económica. Solaria es importante para los otros Mundos Exteriores como productora de modelos avanzados, y por lo tanto nunca la atacarán.

—Eso se halla fuera de toda discusión —confirmó Quemot con indiferencia—. Fue precisamente lo que nos permitió declararnos independientes. Yo me refiero a otra cosa, a algo más sutil y más cósmico.

Quemot mantenía la vista fija en las yemas de sus dedos, mientras su espíritu parecía sumido en hondas cavilaciones.

—¿Se trata de otra de sus teorías sociológicas?

La vanidosa expresión de Quemot, que a duras penas consiguió reprimir, provocó una leve sonrisa en el terrestre.

—Ciertamente —repuso el sociólogo—. Por lo que sé hasta el momento es una teoría original, que resultará evidente cuando se hayan estudiado con toda atención las cifras de población de los Mundos Exteriores. Para empezar, le diré que desde que el robot positrónico fue inventado, su uso se ha hecho más intenso y general en todas partes.

—No en la Tierra —objetó Baley.

—Alto, alto, agente. Yo no sé gran cosa sobre su planeta de origen, pero sí lo bastante como para asegurar que los robots empiezan a ser un factor importante en su economía. Ustedes viven en grandes ciudades dejando la mayor parte de la superficie del planeta desocupada. ¿Quién hace funcionar sus granjas y explotaciones mineras, dígame?

—Los robots —tuvo que admitir Baley— Pero si me apura, doctor, le diré que fueron los terrestres quienes inventamos el robot positrónico.

—¿Ah, sí? ¿Está seguro?

—Compruébelo. Es absolutamente cierto.

—Muy interesante. Sin embargo, es allí donde se han desarrollado menos —dijo pensativo el sociólogo—. Quizá se deba a la enorme población de la Tierra. Haría falta mucho más tiempo. Claro... No obstante, ustedes tienen robots incluso en las ciudades.

—Sí.

—Y muchos más ahora que hace cincuenta años, por ejemplo.

Baley asintió con un gesto de impaciencia.

—¿Ve usted? Se trata sólo de una diferencia de tiempo. Los robots tienden a desplazar la mano de obra humana. La economía robótica avanza en una dirección determinada: cada vez más robots y menos seres humanos. He estudiado las cifras de población con sumo interés y he deducido unas consecuencias muy reveladoras. —Se interrumpió, súbitamente sorprendido——. Vaya, esto es una aplicación de las matemáticas a la sociología.

—¿Se da cuenta?

—Es posible que exista alguna relación entre ambas ciencias, después de todo. Lo pensaré más detenidamente. Sea como fuere, voy a exponerle las conclusiones a que he llegado, y estoy convencido de que podemos aceptarlas como ciertas. La relación
robot-hombre
tiende a aumentar unilateralmente en cualquier economía que haya aceptado la mano de obra robótica a pesar de las leyes que se promulguen para evitarla. Este aumento se podrá retardar, pero nunca detener. Al principio, la población humana aumenta, pero la población robot se incrementa en mayor proporción. Luego, cuando se alcanza un punto crítico... —Quemot hizo una nueva pausa antes de proseguir—: Vamos a ver. Me pregunto si el punto crítico puede determinarse exactamente; si puede expresarse por una cifra. Hemos tropezado de nuevo con las matemáticas.

Baley se agitó inquieto.

—¿Qué ocurre cuando se ha alcanzado el punto crítico, doctor Quemot?

—¿Eh? Oh, que la población humana empieza a declinar. Es entonces cuando un planeta vislumbra su verdadera estabilidad social. Aurora tendrá que pasar por ahí. Incluso la Tierra deberá hacerlo. Tardará unos cuantos siglos más, pero sucederá inevitablemente.

—¿Qué entiende usted por estabilidad social?

—La situación existente entre nosotros, aquí, en Solaria. Un mundo en que los seres humanos constituyen la clase privilegiada. Por lo tanto, no existe razón para temer a los otros Mundos Exteriores. Esperemos que transcurra un siglo, y se convertirán en otras tantas Solarias. Supongo que eso significará, hasta cierto punto, el fin de la historia humana; llamémosle, si lo prefiere, su plena realización; su madurez. Y, por último, los hombres tendrán todo cuanto deseen y necesiten. Una vez encontré, no sé dónde, una frase; no recuerdo su procedencia, pero se refiere a la búsqueda de la felicidad...

Baley dijo abstraído:

——«Todos los hombres han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables... entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.»

—Exactamente. ¿De dónde es eso?

—De un antiguo documento—repuso Baley.

—¿Se da cuenta de cómo ha cambiado todo esto en Solaria, como anticipo de lo que no tardará en sucederle al resto de la Galaxia? Esa búsqueda tocará a su fin. Los derechos consustanciales de la humanidad serán: la vida, la libertad y la felicidad. Fíjese usted bien: la felicidad.

Baley objetó secamente:

—Es posible que así sea, pero un hombre ha sido asesinado en su paradisíaca Solaria y otro está a punto de morir.

Casi instantáneamente lamentó haber pronunciado aquellas palabras, pues Quemot puso una cara como si acabase de recibir un bofetón. El anciano inclinó la cabeza y dijo sin levantar la mirada:

—He respondido a sus preguntas lo mejor que he sabido. ¿Puedo servirle de algo más?

—No, gracias. Siento haber hecho alusión a la muerte de su amigo y avivar, así, el dolor que ésta le produjo.

Quemot alzó lentamente la mirada.

—Me costará encontrar otro jugador de ajedrez como él. Era siempre muy puntual, y su juego, de —gran calidad. En fin, un buen solariano por todos conceptos.

—Desde luego —musitó Baley— ¿Me permite que utilice su visor para establecer contacto con la siguiente persona que debo ver?

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