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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (20 page)

BOOK: El sol desnudo
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—He observado que quienes cuidan a los embriones son robots. ¿No intervenían personalmente usted y el doctor Delmarre?

—A veces no teníamos más remedio que hacerlo, cuando las cosas se complicaban, por ejemplo, o cuando el feto presentaba defectos en su desarrollo. No se puede confiar en robots para tomar decisiones que pongan en peligro una vida humana.

Baley asintió:

—Se correría el riesgo de llegar a una conclusión equivocada y, como consecuencia, se podría perder una vida.

—Al contrario. Se correría el riesgo de sobrevalorar una vida y salvarla sin que lo mereciese. —Klorissa hablaba con voz firme—. Como ingenieros fetales, Baley, es nuestra misión procurar que nazcan niños sanos y sin taras. Ni siquiera el más minucioso análisis genético de los progenitores puede asegurarnos que todas las permutaciones y combinaciones de genes sean favorables, por no hablar de la posibilidad de mutaciones. Nuestra mayor preocupación es, precisamente, que surjan mutaciones inesperadas. Hemos reducido el porcentaje a menos de un uno por mil, pero eso quiere decir que aproximadamente cada diez años se presenta algún caso anormal.

Klorissa le indicó que siguiese avanzando por la galería que rodeaba la sala, y él obedeció.

—Le enseñaré la sala de maternidad y los dormitorios de los niños mayores. Éstos representan un problema mucho mayor que los fetos, pues sólo podemos confiar en la ayuda de los robots hasta cierto punto.

—Y eso ¿por qué?

—Lo comprendería usted en seguida, Baley, si alguna vez tratase de hacer comprender a un robot la importancia de la disciplina. A causa de la Primera Ley, resultan casi impermeables a esa necesidad. Y no crea que los niños son incapaces de darse cuenta de esto. He visto a un niño de tres años manteniendo a raya a una docena de robots, profiriendo únicamente estas palabras: «¡Me hacéis daño! ¡Me hacéis daño!» Hace falta un tipo sumamente avanzado de robot para comprender que un niño puede mentir de forma deliberada.

—¿Sabía Delmarre dominar a los niños?

—Casi siempre.

—¿Y cómo lo hacía? ¿.Se mezclaba entre ellos para repartirles pescozones?

—¿El doctor Delmarre? ¿Tocarles? ¡Cielos constelados! ¡Ni lo piense! Les
hablaba
. Y solía dar órdenes concretas a los robots. En ocasiones le he visto visualizar a un niño durante un cuarto de hora, manteniendo todo ese tiempo a un robot en posición de zurrarlo, y consiguiendo que el robot lo zurrase efectivamente. Después de varias sesiones como esa, los niños ya no se atrevían a desobedecerle. El doctor Delmarre llevaba a cabo con tal habilidad estas intervenciones, que el robot sólo necesitaba, posteriormente, un ligero reajuste.

—¿Y usted? ¿Cuida personalmente de los niños?

—Por desgracia, algunas veces tengo que hacerlo. Yo no soy como mi difunto jefe, que en paz descanse. Quizás algún día sea capaz como él de persuadirles por medio de la visualización a distancia, pero las pocas veces que he probado ese sistema, sólo ha servido para estropear unos cuantos robots. Sin embargo, cada vez que tengo que introducirme entre los niños, me horroriza. ¡Son como animalillos! —De súbito se volvió para mirarle de hito en hito—. A usted, probablemente, no le importaría verlos.

—No me importaría lo más mínimo.

Encogiéndose de hombros, Klorissa le miró con expresión divertida.

—¡Ya está hecho un buen terrestre! —Echó a andar de nuevo, diciendo—: ¿De qué sirve esto, de todos modos? Tendrá que terminar reconociendo que Gladia Delmarre es la culpable. No hay otro sospechoso.

—No estoy tan seguro de ello—objeto Baley.

—¿Y por qué no puede estarlo? , Cree que alguien más tuvo ocasión de cometer ese crimen?

—Es preciso tener en cuenta otras posibilidades, señora mía. Hay otros candidatos.

— Quién, por ejemplo?

Pues, ¡usted, por ejemplo!

La reacción de Klorissa ante estas palabras dejó estupefacto a Baley, que lo esperaba todo menos aquello.

12
Donde se Yerra el Blanco

Klorissa se echó a reír.

La risa se hizo tan violenta, que casi se quedó sin respiración, y su semblante adquirió un tono púrpura. Se apoyó en la pared, boqueando.

—¡No, no se acerque...! —gritó—. Estoy bien.

Con voz grave, Baley la interrogó:

—¿Encuentra graciosa esa posibilidad, acaso?

Ella trató de sorprenderle y la risa la asaltó de nuevo. Por último, en un susurro, consiguió decir:

—Claro, usted es un terrestre. ¿Cómo quiere que fuese yo, hombre de Dios?

—Usted le conocía muy bien, y conocía también sus costumbres. Pudo muy bien haberlo planeado.

—¿Y usted cree que hubiera logrado verle? ¿Que hubiera conseguido aproximarme a él lo suficiente como para aplastarle el cráneo de un porrazo? No sabe usted nada de nada, Baley.

El terrestre se puso colorado como un pimiento.

—¿Por qué no podía aproximarse a él, señora? Usted ya está acostumbrada a... a mezclarse con los demás.

—Con los niños.

—Una cosa conduce a la otra. Usted parece soportar mi presencia bastante bien.

—A seis metros—observó ella con desdén.

—Acabo de visitar a un individuo que casi se desmayó porque tino que soportar mi presencia durante cierto tiempo.

—Una simple diferencia en grado.

—Precisamente esta es mi tesis: basta una simple diferencia en grado. La costumbre de ver a los niños haría posible que usted fuese capaz de ver a Delmarre el tiempo necesario.

—Quiero dejar bien sentado, señor Baley —advirtió Klorissa, a quien la situación ya no parecía divertir lo más mínimo— que no importa, en este caso, lo que yo sea capaz de soportar. El melindroso era el doctor Delmarre, no yo. Casi se le podía comparar con Leebig. Aunque yo hubiera podido soportar su presencia personal, él no la hubiera soportado ni por un segundo. Sólo toleraba la de su esposa.

—¿Quién es ese Leebig que acaba de mencionar?

Klorissa se encogió de hombros.

—Uno de esos tipos geniales que a veces existen; ya me comprende usted. Trabajaba con mi jefe en cuestiones de robótica.

Baley tomó nota mentalmente, y volvió a la carga:

—Podría añadir que, en el caso de usted, existía un motivo.

—¿Cuál?

—Gracias a su muerte se halla usted al frente de este establecimiento. Ahora ocupa usted su cargo.

—¿Y llama a eso un motivo? ¡Cielos constelados! ¿Cree usted que su cargo era envidiable? No había nadie en Solaria que lo quisiera. Por el contrario, yo tenía un motivo para desear que viviese, un motivo para cuidarle y protegerle. Por este lado no irá a ninguna parte, terrestre.

Baley se rascó el cogote, indeciso. Comprendía la lógica de aquellas palabras. Klorissa prosiguió:

—¿Se ha percatado del anillo que llevo en el dedo, señor Baley?

Por un momento pareció como si fuese a quitarse el guante de la mano derecha, pero se contuvo.

—Sí, lo he observado.

—Supongo que no conocerá usted el significado, ¿verdad? —Pues no.

(Le molestaba tener que confesar su ignorancia a cada paso, se dijo con amargura.)

—¿No le importará, pues, que le dé una pequeña disertación?

—Lo más mínimo, así me ayuda a comprender este condenado mundo suyo —estalló Baley, sin poderse contener.

—¡Cielos constelados! —exclamó Klorissa, radiante—. Comprendo que le debemos de causar la misma impresión que la Tierra nos causaría a nosotros. Mire, aquí hay una sala vacía. Entre y nos sentaremos en ella..., no, la habitación no es demasiado grande. Verá, usted siéntese ahí y yo me quedaré fuera, de pie.

Ella se alejó por un corredor, para permitirle que entrase en la estancia, y luego volvió, permaneciendo de pie apoyada en la pared opuesta, en un sitio desde donde podía verle.

Baley tomó asiento sin sentir el menor escrúpulo de conciencia. Antes al contrario, pensó con irritación: ¿Por qué tengo que ofrecerle el asiento? ¡Al cuerno con los buenos modales! ¡Que se quede de pie!

Klorissa cruzó sus brazos musculosos sobre el pecho e inició su discurso:

—El análisis genético es la clave de nuestra sociedad. Como es de suponer, no analizamos los genes directamente. Cada gen, como usted debe de saber, influye sobre una enzima y las enzimas sí pueden ser analizadas. Conocidas éstas, se conoce ya la química del cuerpo humano. Y conocida la química de un cuerpo humano determinado, se conoce al ser humano. ¿Comprende usted?

—Comprendo perfectamente la teoría —repuso Baley—, pero no su aplicación práctica.

—Esto es lo que hacemos aquí. Mientras el niño está en su último período fetal, se le toman muestras sanguíneas, que nos permiten hacer nuestros primeros cálculos, muy aproximados. En teoría, deberíamos saber todas las mutaciones en ese momento, v calcular si podemos arriesgarnos a permitir el nacimiento. En realidad, aún no sabemos lo bastante para eliminar todas las posibilidades de error. Quizás algún día alcancemos ese conocimiento. Actualmente, continuamos haciendo pruebas después del nacimiento: biopsias y fluidos corporales. Así, mucho antes de alcanzarse la edad adulta, sabemos exactamente de qué están hechos nuestros niños y niñas.

—Pero...

—Llevamos anillos cifrados que indican nuestra constitución genética —prosiguió Klorissa—. Es una antigua costumbre; un resto de los tiempos primitivos que ha perdurado desde aquellos días en que Solaria aún no había sido sometida a una total limpieza genética. Hoy en día, extirpadas todas las imperfecciones, somos un pueblo saludable.

—Pero usted aún lleva su anillo. ,Por qué?

—Porque soy un caso excepcional —repuso Klorissa, con un orgullo que no encerraba la menor reserva—. El doctor Delmarre estuvo buscando, largo tiempo, un ayudante. Necesitaba a alguien verdaderamente excepcional, que poseyese inteligencia, nobleza, laboriosidad y equilibrio. Esto último, principalmente. Alguien que fuese capaz de convivir con los niños sin desquiciarse.

—Él era incapaz de hacerlo por sí mismo, ¿verdad? ¿Significa acaso que estaba desequilibrado?

—Hasta cierto punto, sí, pero al menos era un tipo de desequilibrio muy de desear en cualquier circunstancia. Por ejemplo, usted se lava las manos, ¿verdad?

Baley contempló sus manos, tan limpias como pudiera desearse.

—Sí —respondió.

—Perfectamente. Supongo que deberíamos admitir como un desequilibrio que usted sintiese tal repulsión por unas manos sucias, que fuese incapaz de limpiar un mecanismo engrasado con sus propias manos, aunque eso sirviese para sacarle de un grave apuro. Sin embargo, en la vida cotidiana, esa repulsión se limita a obligarle a lavarse de vez en cuando las manos, lo cual es una medida muy conveniente.

—La comprendo. Prosiga.

—Pues eso es todo. Mi salud genética es la tercera en categoría que se ha conocido en Solaría durante el curso de su historia, y por ello me complace llevar este anillo.

—La felicito.

—No hace falta que se burle usted de mí. No es mío el mérito. Se debe a la permutación ciega de los genes de mis progenitores, pero, de todos modos, es algo de lo que estoy orgullosa. Teniendo en cuenta esto, nadie me creería capaz de cometer una acción tan patológica, psíquicamente, como un asesinato. Según mi constitución genética, es imposible. Así que ahórrese sus acusaciones.

Baley se encogió de hombros, sin responder. Su interlocutora parecía confundir la constitución genética con las pruebas evidentes, y era posible que el resto de Solana incurriera en el mismo error.

—¿Quiere ver ahora a los niños? —propuso Klorissa.

—Sí, gracias.

Los corredores parecían interminables. Era evidente que aquel edificio tenía proporciones colosales. No se asemejaba en nada a las enormes hileras de pisos de las ciudades de la Tierra, desde luego, pero para ser una sola edificación aferrada a la piel de un planeta, sus proporciones debían de ser las de una montaña.

Baley vio centenares de cunas, en las que tiernos infantes sonrosados lloraban con desconsuelo, dormían apaciblemente o tomaban el biberón. En otras salas, los que ya habían abandonado la cuna, se arrastraban o gateaban.

—A esta edad aún no son muy malos —rezongó Klorissa— aunque requieren una cantidad enorme de robots. Hace falta, prácticamente, un robot por niño hasta que empiezan a andar.

—¿Por qué?

—Enferman si no reciben una atención individual.

Baley asintió.

—En efecto, supongo que no se puede prescindir tan fácilmente de la necesidad de cariño.

Frunciendo el ceño, Klorissa dijo con brusquedad:

—Lo que requieren los niños es atención.

—Me sorprende que los robots puedan suplir esa necesidad de afecto.

Ella giró en redondo hacia él, y la distancia que los separaba no bastó para ocultar el desagrado que sentía.

—Mire, Baley, si cree que va a impresionarme empleando palabras de mal gusto, no lo va a conseguir. Por lo que más quiera, no sea usted infantil.

—¿Impresionarla?

—¿Piensa que no soy capaz de decirlo yo también? ¡Afecto! ¿Quiere que le diga una palabra más corta, de cuatro letras, únicamente? También sé pronunciarla. ¡Amor! ¡Amor! Si ahora considera que ya se ha desahogado, pórtese correctamente.

Baley prefirió no discutir acerca de la obscenidad de aquellas palabras. Se limitó a preguntar:

—¿Pueden prestar los robots la suficiente atención a los niños?

—¡Pues no faltaría más! De lo contrario, esta granja sería un fracaso. Juegan con los niños; los miman y les hacen caricias. El niño no se da cuenta de que es un robot quien está con él. Pero las cosas se hacen más difíciles entre los tres y los diez años de edad.

—Ah, ¿sí?

—A esa edad, los niños quieren jugar unos con otros, en total mezcolanza.

—Y ustedes se lo permiten, supongo.

—No hay más remedio, pero sin olvidar la obligación que tenemos de inculcarles los hábitos de la edad adulta. Cada uno de ellos tiene una habitación separada que puede cerrarse herméticamente. Desde el primer día, se les acostumbra a dormir solos. Insistimos especialmente en esto. Más adelante, tienen un rato de aislamiento todos los días, cuya extensión aumenta con los años. Cuando un niño cumple los diez, ya es capaz de limitarse a la visualización durante una semana seguida. Desde luego, estas visualizaciones son una maravilla. Pueden visualizar el campo de juego, en forma móvil, todo el día.

—Me sorprende que sean ustedes capaces de contrarrestar hasta ese punto un instinto tan arraigado. Sin embargo, lo contrarrestan, y esto me sorprende.

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