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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (8 page)

BOOK: El sol desnudo
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—Así, pues, una orden directa que yo le pueda dar, afecta a la Segunda Ley, ¿no es verdad?

—Sí. Sin embargo, el potencial que origina es
desagradable
para el robot. En circunstancias normales, este caso jamás se presenta, pues es rarísimo que un solariano se inmiscuya en el trabajo diario de un robot. En primer lugar, nadie querría hacer el trabajo de un robot, y en segundo lugar, ninguno de ellos experimenta esta necesidad.

—Daneel, ¿estás insinuando que al robot le duele que yo haga su trabajo?

—Como tú sabes, camarada Elías, el dolor, en el sentido humano, no es aplicable a las reacciones de un robot.

Baley se encogió de hombros.

—¿Entonces?

—Sin embargo —prosiguió Daneel— por lo que puedo colegir, la prueba por la que pasa el robot le produce unos efectos tan perturbadores como el dolor en un ser humano.

—Pero ten en cuenta que yo no soy un solariano, sino un terrestre. No me gusta que los robots hagan lo que puedo hacer por mí mismo.

—Considero también —siguió diciendo Daneel— que desconcertar a un robot podría ser tomado por nuestros anfitriones como un acto descortés. En una sociedad como la suya deben de existir cierto número de reglas más o menos rígidas acerca de las relaciones entre los robots y los seres humanos. Ofender a nuestros anfitriones no facilitaría en lo más mínimo nuestra misión.

—Muy bien dijo Baley—. Pues que el robot cumpla su cometido.

Con estas palabras se batió en retirada. Sin embargo, no había echado el incidente en saco roto, pues constituía un ejemplo pedagógico acerca de cuán despiadada podía ser una sociedad robótica. Una vez admitida su existencia, no se podía prescindir fácilmente de los robots, y si un ser humano deseaba darlos de lado, aunque fuese temporalmente, se encontraba con que no podía hacerlo.

Con los ojos entornados, contempló como el robot se aproximaba a la pared. Que los sociólogos terrestres analizasen el hecho y sacasen sus propias conclusiones. En cuanto a él, empezaba a tener ideas propias al respecto.

Media pared se deslizó a un lado. El cuadro de mandos que apareció ante su vista no desmerecía del panel de control de las centrales generadoras que suministraban energía a los diversos distritos de una Ciudad terrestre.

Baley echaba de menos su pipa. Le advirtieron que la acción de fumar constituía una incorrección gravísima en Solana, donde nadie fumaba. Así es que ni siquiera le permitieron llevarse la pipa y el tabaco. Lanzó un suspiro. Había momentos en que le hubiera hecho bien sentir la boquilla de la pipa entre los dientes y sostener con la mano su cálida cazoleta.

El robot trabajaba con rapidez, ajustando los mandos e intensificando los campos de fuerza según la combinación adecuada, mediante rápidas presiones digitales.

Daneel explicó:

—Primero es necesario hacer una señal a la persona que se desea visualizar. Como es natural, un robot recibirá el mensaje. Si la persona a quien se ha mandado la señal está disponible y desea ser visualizada, se establece pleno contacto con ella.

—¿Son necesarios tantos mandos? —preguntó Baley— El robot apenas ha pulsado unos cuantos de ellos.

—No poseo una información muy completa sobre este particular, camarada Elías. No obstante, a veces se hace necesario disponer de visualizaciones múltiples e incluso móviles. Estas últimas, particularmente, requieren un ajuste complicado y continuo.

El robot dijo entonces:

—Señores, el contacto está hecho y aprobado. Cuando estén ustedes dispuestos, lo completaré.

—Estamos dispuestos —gruño Baley. Como si esta palabra fuese una señal, la otra mitad de la sala se iluminó brillantemente.

Daneel se apresuró a decir:

—Olvidé advertir al robot que indique al receptor del mensaje que cubra todas las aberturas que dan al exterior. Lo siento; debemos hacer que...

—No importa —dijo Baley, un poco deslumbrado por la luz—. Lo soportaré. No digas nada.

Estaba contemplando el cuarto de baño, o así se lo pareció a causa de la decoración. Uno de sus extremos era, según conjeturó, una especie de instituto de belleza, y se imaginó a uno o varios robots dando, con gran destreza, los últimos toques a un peinado femenino y al maquillaje que configuraban la imagen de la mujer ante los demás.

No acertó a concretar para qué servían algunos aparatos y accesorios. No tenía experiencia, y le resultaba difícil adivinar a qué uso iban destinados. Las paredes estaban cubiertas con un dibujo intrincado que, por efecto visual, inducía a creer que se trataba de un objeto natural que acababa convirtiéndose en un motivo abstracto. El resultado de todo esto era sedante, casi hipnótico, pues captaba totalmente la atención.

Lo que podía ser la ducha, de grandes dimensiones, estaba oculta por una pared que no parecía material, sino formada por un juego de luces que levantaba un muro de temblorosa opacidad. No advertía la presencia de ningún ser humano.

Baley fijó la vista en el suelo. ¿Dónde terminaba aquella habitación y dónde empezaba la que él ocupaba? Era fácil discernirlo. Existía una línea con una gradación de color que, sin duda, marcaba la divisoria. Avanzó hacia ella y después de un momento de vacilación introdujo el brazo más allá de la línea. No sintió nada. Como si lo hubiera intentado con uno de los imperfectos artilugios tridimensionales terrestres. Pero en uno de éstos, al menos, hubiera seguido viendo su propia mano; quizá vagamente y superpuesta sobre la imagen, pero la hubiera visto. Aquí, sin embargo, desaparecía por completo: el brazo terminaba bruscamente en la muñeca.

¿Qué pasaría si atravesaba aquella línea? Probablemente no vería nada. Se hallaría en un mundo de completa oscuridad. La idea de semejante refugio casi le resultaba agradable.

Una voz interrumpió el curso de sus pensamientos. Levantó la mirada y estuvo a punto de tropezar al retroceder apresuradamente.

Era Gladia Delmarre la que hablaba; al menos, así lo interpretó. La porción superior de la pared de luz temblorosa que ocultaba la ducha se había desvanecido y una cabeza se hizo claramente visible.

Dirigió una sonrisa a Baley.

—Hola, qué tal. Siento haberle hecho esperar. Dentro de un momento estaré seca.

Tenía una cara triangular, bastante ancha en los pómulos, los cuales se marcaban mucho al sonreír, y que se estrechaba en una suave curva, formando un pequeño mentón sobre el que se entreabrían unos labios carnosos. El detective calculó que debía de medir 1,60 metros, aproximadamente, una estatura que no encajaba con las ideas preconcebidas de Baley, quien suponía que las mujeres del espacio eran más bien altas y airosas. Su cabello tampoco mostraba el tono cobrizo propio de los de su raza. Era de un castaño claro, tirando a pajizo, y lo llevaba bastante largo. En aquel momento se agitaba vivamente a impulsos de lo que Baley supuso seria un chorro de aire caliente. La imagen resultaba muy agradable a la vista.

Algo confuso, Baley manifestó:

—Si desea que interrumpamos el contacto para esperar a que usted termine...

—Oh, no. Casi estoy lista, y entretanto podremos hablar. Hannis Gruer ya me advirtió que usted me visualizaría. Según tengo entendido, procede de la Tierra ¿no es cierto?

Le miraba con enorme atención, como si le absorbiese con los ojos.

Baley asintió y tomó asiento.

—Mi compañero es de Aurora.

Ella sonrió y siguió con la mirada fija en Baley, como si éste fuese el único digno de curiosidad.

Gladia levantó los brazos, secándose los cabellos y extendiéndolos como si desease apresurar el secado. Tenía los brazos esbeltos y graciosos. Muy atractivos, se dijo Baley. Entonces pensó con cierta inquietud: «A Jessie no le gustaría esto».

Resonó la voz de Daneel:

—¿No sería posible, señora Delmarre, que esa ventana que vemos fuese polarizada o cubierta? A mi compañero le molesta la luz del día. Como usted debe de saber, en la Tierra...

La joven (Baley le echaba unos veinticinco años, pero tuvo el sombrío pensamiento de que la edad aparente de los hombres y mujeres del espacio podía ser harto engañosa) se llevó las manos a las mejillas, diciendo:

—Ah, sí. Estaba al corriente de este detalle. ¡Qué tonta soy! Le ruego me perdone. La cerraré al instante. Haré venir a un robot... —Salió de la ducha con la mano extendida hacia el contacto y sin dejar de hablar—. Siempre me digo que debería tener más de un contacto en esta habitación. Una casa no es buena si no tiene los contactos a mano, en el sitio que sea... a menos de un metro y medio de distancia. Es una cosa que... Pero, ¿qué le ocurre?

Miró sorprendida a Baley, quien después de ponerse en pie de un salto y derribar la silla, había enrojecido hasta la raíz de los cabellos para luego volverse de espaldas apresuradamente.

—Señora Delmarre —dijo Daneel con la mayor flema— sería mejor que después de establecer contacto con el robot, volviese usted a la ducha o, al menos, que se pusiera alguna ropa encima.

Gladia contempló, sorprendida, su propia desnudez.

—No faltaría más—dijo, como excusándose.

5
Donde se Discute un Crimen

—Pensé que siendo sólo una visualización... —Gladia se había envuelto en una toalla que dejaba brazos y hombros al descubierto. Enseñaba también una pierna hasta medio muslo, pero Baley, dueño ya de sí mismo, se esforzó estoicamente por no verla.

Dijo entonces:

—Verá usted, señora Delmarre, se debió a la sorpresa...

—¡Por favor! Llámeme Gladia..., a menos que..., a menos que esto vaya contra sus costumbres.

—Muy bien, la llamaré Gladia. No hay inconveniente. Sólo deseo asegurarle que no he obrado así por repulsión, ni mucho menos; más bien ha sido fruto de la sorpresa.

Como si no bastase el haberse portado como un estúpido, sólo saltaba ahora que la pobre chica creyese que su vista le resultaba desagradable. A decir verdad había sido bastante... bastante... Bueno, no daba con la palabra justa, pero de una cosa sí estaba seguro: que nunca podría contárselo a Jessie.

—Sé que le he afrentado —dijo Gladia— pero no ha sido esta mi intención. Lo hice sin pensar. Desde luego, comprendo que hay que tener cuidado y no atentar contra las costumbres de los demás planetas, pero es que a veces son costumbres tan raras... Bien, no raras precisamente —se apresuró a añadir— sino extrañas, como usted comprenderá. Por ese motivo resulta fácil cometer alguna equivocación, como el detalle de no cubrir las ventanas.

—No tiene que darme ninguna explicación —murmuró Baley.

Gladia había pasado a la otra habitación que tenía todas las ventanas cerradas. La luminosidad de aquella estancia le daba un tono más íntimo, señal inequívoca de que la luz era artificial.

—Pero, en cuanto a lo otro —continuó ella con mucha seriedad— tenga usted en cuenta que no era más que una visualización. Además, no le importó hablar conmigo cuando estaba en el secador, y entonces tampoco llevaba nada puesto.

—Verá usted —dijo Baley, deseando que ella dejase aquel tema

lo antes posible—. Oírla es una cosa, y verla es otra.

—Pero es que no es exactamente esto. Aquí no se trata de ver —dijo ella, ruborizándose ligeramente y bajando la vista—. Espero que no me creerá usted capaz de hacer una cosa así..., como salir del secador si alguien me estuviera viendo realmente. Usted me estaba sólo visualizando.

—Pero, ¿acaso no es lo mismo?—inquirió Baley, asombrado.

—¡En absoluto! Ahora, por ejemplo, me está visualizando; no puede tocarme, ni olerme, ni nada parecido. En cambio, si me estuviese viendo, podría hacerlo. En este momento, yo estoy a trescientos kilómetros de distancia por lo menos. ¿Cómo puede ser eso la misma cosa, dígame?

Baley iba encontrando todo aquello interesante.

—Pero yo la estoy viendo con mis propios ojos.

—No, usted no me ve. Usted ve mi imagen; me visualiza.

—¿Y hay mucha diferencia entre una cosa y otra?

—Una diferencia muy grande.

—Comprendo.

Hasta cierto punto, lo comprendía. No era fácil establecer de buenas a primeras semejante distinción; pero, en el fondo, tenía cierta lógica.

Inclinando la cabeza a un lado, ella preguntó:

—¿De veras lo comprende?

—Sí.

—En tal caso, no le importaría que me quitase el albornoz, ¿verdad?

Y lo decía sonriendo.

Él pensó: «Está bromeando y tendré que seguirle el juego», pero dijo en voz alta:

—Eso me distraería de mi trabajo. Ya hablaremos de ello en otro momento.

—¿Le molesta que me presente ante usted con este albornoz o prefiere que me ponga algo más serio?

—Le aseguro que no me importa.

—¿Me permite que le llame por su nombre de pila?

siempre que quiera.

—¿Cómo se llama usted?

—Elías.

—Bien.

Se sentó perezosamente en una silla que parecía dura, hecha como de material cerámico, pero que cedió bajo su peso hasta ceñirle suavemente el cuerpo.

—¿Y si fuésemos al grano? —dijo Baley.

A lo que ella repuso:

—Al grano, pues.

Aquella entrevista le resultaba extremadamente difícil. Ni siquiera sabía cómo empezar. En la Tierra solía hacerlo preguntando el nombre, la categoría social, la ciudad y distrito de residencia, y otras mil preguntas rutinarias. En muchos casos, incluso conocía de antemano la respuesta y utilizaba el interrogatorio más que nada como plataforma para acceder a otros estadios. Le servía para tomarle la medida al sujeto interrogado y estudiar la táctica que le permitiera llegar a conclusiones sólidas y no a simples conjeturas.

Pero en este caso no podía estar seguro de nada. El mismo verbo ver tenía distinto significado para ambos. ¿Cuántas otras palabras resultarían ambivalentes? ¿Cuántas veces emplearían equívocos y malentendidos sin darse cuenta?

Optó por preguntar:

—¿Cuánto tiempo llevaba usted casada, Gladia?

—Diez años, Elías.

—¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y tres años.

Baley sintió una secreta complacencia. No le hubiera sorprendido haberle oído decir que tenía ciento treinta y tres años.

—¿Fue usted feliz en su matrimonio?

Gladia mostró cierta turbación.

—¿Qué quiere decir?

—Pues verá... —Por un momento, Baley se sintió desconcertado. ¿Cómo puede definirse un matrimonio dichoso? Además, ¿qué consideraban los solarianos como un matrimonio feliz? Se limitó a decir—: ¿Se veían con mucha frecuencia?

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