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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (3 page)

BOOK: El sol desnudo
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El robot avanzó pesadamente en la oscuridad. Sus ojos despedían un débil fulgor rojizo.

—¿El agente Elías Baley?

—Yo soy —dijo Baley con voz ronca, mientras se le erizaba el pelo del cogote. Era lo bastante terrestre como para que se le pusiese la piel de gallina a la vista de un robot. Tal vez con la única excepción de R. Daneel Olivaw, que trabajó con él en el caso del hombre del espacio asesinado. Pero aquello fue otra cosa. Daneel había sido...

—Sígame, por favor —indicó el robot, y una luz blanca iluminó el camino hacia la nave.

Baley le siguió. Subió por la pasarela y penetró en el artefacto espacial. Tras recorrer varios corredores, entró en una cabina. El robot dijo:

—Este es su compartimiento, agente Baley. Le agradeceremos permanezca en él mientras dure el viaje.

«Claro, quieren tenerme a salvo, encerrado y aislado», pensó Baley.

Los corredores que le habían llevado hasta allí estaban vacíos. Lo más seguro era que en aquellos momentos una brigada de robots estuviera desinfectándolos. Incluso el robot que le había acompañado sería sometido, probablemente, a un baño antigermicida. Éste explicó.

—Dispone usted de una provisión de agua y de un aseo. Le traerán comida. Podrá distraerse contemplando el espacio. las portillas se abren mediante estas palancas. A la sazón están cerradas, pero si usted lo desea...

Con cierta agitación, Baley dijo:

—Está bien, muchacho. Déjalas tal como están.

Llamó al robot
muchacho
, como hacían todos los terrestres, pero el ser mecánico no se dio por aludido, aunque bien mirado no tenía motivo para sentirse molesto, pues sus reacciones se regían por las Leyes de la Robótica.

El robot inclinó su corpachón de metal parodiando una inclinación respetuosa y se fue.

Baley se quedó solo en la cabina y aprovechó para pasar revista a la situación. Tuvo que reconocer que la nave espacial era mejor que el avión, donde el pasajero puede apreciar toda la extensión del aparato, desde el morro a la cola, y cuyos límites se le antojan precisos y visibles. La astronave, en cambio, era enorme, con un sinfín de pasillos, cubiertas y compartimientos. Venía a ser una especie de ciudad en miniatura y Baley casi podía respirar libremente.

Se encendieron las luces y la voz metálica de un robot resonó sobre el lavabo, dándole instrucciones concretas para el momento del despegue y la aceleración consiguiente. El detective Baley notó como el impulso ascensional le empujaba contra la malla protectora y el sistema hidráulico del asiento entraba en acción al incrementarse la presión contra el respaldo. Hasta sus oídos llegó el zumbido lejano de los propulsores supercalentados por la micropila de protones. Luego percibió el sonido de la nave al hender la atmósfera. El aullido se fue debilitando, a la par que se hacía más agudo, y al cabo de una hora cesó por completo. Estaban en el espacio.

Tenía los sentidos embotados y le parecía que nada era real. Se dijo que cada segundo transcurrido le alejaba miles de kilómetros de las Ciudades de la Tierra y de Jessie, aunque sin que este pensamiento le afectara de modo especial.

Al segundo día (¿o sería el tercero?; era imposible calcular el paso del tiempo como no fuera por los períodos transcurridos entre comer y dormir) tuvo la extraña sensación de que su cuerpo se desdoblaba en dos. Duró sólo unos segundos. Baley sabía que se trataba de un «salto», esa fugaz, indescriptible y casi mística transición en el hiperespacio, que transporta a una nave y a todo lo que ésta contiene de un punto del espacio a otro situado a muchos años luz de distancia. Y así, una y otra vez: un lapso de tiempo indeterminado seguido de un «salto»...

Baley dijo para sus adentros que se hallaba ya a varios años luz de distancia, a docenas, a cientos, a miles de años luz, aunque no podía precisar cuántos. Ningún habitante de la Tierra tenía la menor idea de cuál era la situación de Solaria en el espacio. Se sentía terriblemente solo.

Baley notó el impulso de los retrofrenos en el momento en que la puerta de la cabina se abría para dar paso al robot. Los ojos sombríos del ser metálico supervisaron de una mirada el dispositivo de sujeción y la malla protectora. Con ademán diligente apretó un nudo en un lado y revisó con presteza el funcionamiento del sistema hidráulico. Al propio tiempo anunció:

—Aterrizaremos dentro de tres horas. Tenga la bondad de esperar en la cabina. Vendrá un hombre a buscarle y le acompañará a su lugar de residencia.

—Aguarda —dijo Baley con voz tensa. Atado de pies y manos se sentía completamente desvalido—. ¿Qué hora será cuando aterricemos?

El robot contestó imperturbable:

—Según la hora galáctica universal, serán...

—Dime la hora local, muchacho; ¡la hora local, diantre!

El robot prosiguió, con la misma impasibilidad:

—El día de Solaria tiene veintiocho coma treinta y cinco horas universales. La hora solariana se divide en diez décadas, cada una de las cuales se subdivide en cien céntadas. Según las previsiones, llegaremos a un aeropuerto en el que el día corresponderá a la vigésima céntada de la quinta década.

Baley detestaba al maldito robot. Le enervaba verlo tan obtuso y lo aborrecía por el modo en que le obligaba a formular las preguntas y a descubrir su propia ignorancia. No tenía más remedio que preguntárselo, de modo que le espetó:

—¿Será de día?

El robot contestó con un sí y abandonó el compartimiento. El detective se dijo que tendría que descender de la nave y exponerse a la luz diurna en un planeta desconocido y sin protección alguna. No estaba seguro de cómo sería aquella superficie planetaria. Había tenido atisbos de otras superficies desde algunos miradores del interior de la Ciudad, e incluso había pisado algunas de ellas por breves momentos. Sin embargo, siempre se había encontrado entre cuatro paredes o cerca de una de ellas, y siempre había tenido un refugio seguro a pocos pasos. Pero, a la sazón, ¿dónde hallaría esta seguridad? Ni siquiera podía contar con los falsos muros de las tinieblas.

Para no mostrar debilidad ante los hombres del espacio —antes prefería la muerte— estiró el cuerpo sobre la malla que lo salvaguardaba de la fuerza engendrada por la reducción de la velocidad, cerró los ojos y luchó tenazmente por dominar el pánico.

2
Donde se Encuentra a un Amigo

Baley no era dueño de la situación. Vencer el miedo. Se decía y repetía: «Hay seres que pasan toda su vida al aire libre. Así ocurre con los hombres del espacio. Lo mismo hicieron nuestros antepasados en la Tierra. La ausencia de paredes no me puede producir ningún daño. Es mi cabeza la que me hace ver las cosas como no son».

Sin embargo, estos razonamientos de nada servían. Algo en su interior, que estaba por encima de la razón, pedía a gritos el amparo de las paredes amigas y se horrorizaba ante el espacio abierto.

A medida que pasaba el tiempo, iba convenciéndose de que no lograría superar el trance. Terminaría por acurrucarse en un rincón, tembloroso y amedrentado. El hombre del espacio que iría a buscarle (con filtros en las fosas nasales para evitar la entrada de gérmenes y las manos enguantadas para impedir todo contacto físico) ni siquiera sentiría desprecio por él; sólo repugnancia. Baley arrugó el ceño y continuó porfiando en aquella lucha consigo mismo.

Cuando la nave se detuvo y los cinturones que le sujetaban se desataron automáticamente, mientras el sistema hidráulico se empotraba en la pared, Baley permanecía quieto en su asiento. Sentía miedo, pero estaba resuelto a no demostrarlo.

Apartó la mirada de la puerta tan pronto oyó el primer leve ruido indicativo de que se estaba abriendo. Por el rabillo del ojo atisbó una silueta alta de cabellos bronceados: sin duda era un hombre del espacio, uno de aquellos altivos descendientes de los terrestres que habían renegado de sus orígenes.

El hombre del espacio dejó oír su voz:

—¡Camarada Elías!

Baley se volvió rápidamente hacía el recién llegado. Abrió desmesuradamente los ojos y se levantó maquinalmente. Miró de hito en hito aquella cara de grandes y salientes pómulos y rasgos inalterables, observó la simetría del cuerpo, y, principalmente, la mirarla impávida de los ojos azules y sosegados.

—Daneel...

El hombre del espacio dijo:

—Me alegro mucho de que te acuerdes de mí, camarada Elías.

—¡Acordarme de ti!

Baley se sintió inundado por una oleada de alivio. Aquel ser era un trozo de la Tierra, un amigo, un consuelo, un salvador. Sintió el impulso casi compulsivo de precipitarse al encuentro del hombre del espacio y estrecharle frenéticamente entre los brazos, riendo, dándole palmadas en la espalda y complaciéndose en todas esas ostentaciones de alegría propias de dos viejos amigos que vuelven a encontrarse después de una larga separación.

Pero no lo hizo. No podía. Se limitó a dar un paso lacia delante y le tendió la mano.

—¿Cómo podría olvidarte, Daneel? —dijo a modo de saludo.

—Me alegro mucho —respondió Daneel, asintiendo gravemente—. Sabes bien que mientras este cuerpo funcione como es debido nunca te apartaré de mi mente. Estoy mi¡,,, contento de volver a verte.

Daneel tomé la mano de Baley y le dio un firme aunque frío apretón. Sus dedos ejercían una presión agradable que no llegaba a ser dolorosa. Finalmente te soltó la mano.

Baley confiaba fervientemente en que los enigmáticos ojos de aquel ser no hubiesen penetrado en su mente y captado aquel momento de exultación en que todo su ser se volcó en un sentimiento de profunda amistad rayano casi en el amor.

A decir verdad, no se podía querer a Daneel Olivaw como a un amigo por la sencilla razón de que era un robot.

Aquel robot que tanto se parecía a un hombre, explicó:

—He pedido que conecten a la astronave, por tubo aéreo, un vehículo de transporte terrestre conducido por robots.

Baley frunció el ceño.

—¿Qué es eso del tubo aéreo?

—Muy sencillo. Se trata de una técnica utilizada con frecuencia en el espacio para transferir personal y efectos de una nave a otra, sin necesidad de emplear equipo especial para el vacío. Por lo visto, desconoces esa técnica.

—En efecto —asintió Baley— pero ya me hago una idea de lo que quieres decir.

—Desde luego, resulta bastante complicado instalar semejante artilugio entre una astronave y un vehículo terrestre, pero he pedido que se haga. Por suerte, la misión para la que han sido requeridos nuestros servicios es importantísima, y eso hace que las dificultades desaparezcan como por ensalmo.

—¿También tú has sido asignado a este caso?

—¿No te lo han dicho? Siento no habértelo comunicado en seguida. —Como es de suponer, el semblante impasible y perfecto del robot no mostraba el menor signo de contrariedad—. Fue el doctor Han Fastolfe, a quien tú conociste en la Tierra durante nuestra anterior colaboración y a quien supongo aún recuerdas, el que te eligió como la persona más idónea para ocuparse de este asunto. Puso como condición que yo debía trabajar de nuevo contigo.

Baley esbozó una sonrisa. El doctor Fastolfe era natural de Aurora, y este planeta era el más poderoso de los Mundos Exteriores. Por lo visto la recomendación de un auroriano pesaba lo suyo.

Baley asintió:

—Disolver un equipo bien conjuntado es una tontería, ¿no crees?

El júbilo que le produjo la aparición de Daneel iba desvaneciéndose y Baley volvía a experimentar una opresión sobre el pecho.

—No sé exactamente si es esto lo que él pensaba, camarada Elías, pero a juzgar por las órdenes que me dio, yo diría que tenía interés en que se te destinase un ayudante que tuviese experiencia de tu mundo y conociese bien todas sus peculiaridades.

—¡Peculiaridades! —repitió Baley, torciendo el gesto. Aquella palabra no le gustaba en absoluto, y menos referida a sus características personales.

—Por ejemplo, se me ocurrió preparar lo del tubo aéreo. Conozco muy bien la aversión que sientes por los espacios abiertos, como resultado de haberte criado en las ciudades de la Tierra.

Quizá fue el efecto que le produjo aquella alusión a sus «peculiaridades», o la sensación de que tendría que contraatacar o ceder ante un ente mecánico lo que impulsó a Baley a cambiar bruscamente de tema. O tal vez la concienzuda formación que había recibido le inducía a rehuir toda discusión cuando veía que la razón no estaba de su parte. Así, pues, se limitó a decir:

—A bordo de esta nave hay un robot que ha cuidado de mí durante el viaje. Un robot que tiene aspecto de robot —dijo con cierto retintín—. ¿Le conoces?

—Hablé con él antes de subir a bordo.

—¿Cómo se llama? ¿De qué forma podría ponerme en contacto con él?

—Se llama RX-2475. En Solana se acostumbra a designar a los robots por sus números de serie. —Los ojos calmos de Daneel se posaron en el cuadro de mandos situado cerca de la puerta—. Se le llama por medio de esta tecla.

Baley miró al cuadro de mandos y pudo observar que la tecla a la que aludía Daneel ostentaba las letras RX, un método de localización que tenía muy poco de misterioso.

Baley oprimió aquella tecla con el dedo y al poco rato apareció el robot en cuestión.

—Tú eres RX-2475, ¿no es eso? —inquirió Baley.

—Sí, señor.

—Cuando me dijiste que vendrían a esperarme al pie de la nave ¿te referías a éste? —Baley señaló a Daneel.

Las miradas de ambos robots se cruzaron. RX-2475 respondió:

—Sus documentos le acreditan como el encargado de salir a tu encuentro.

—¿Te dijeron, con anterioridad, algo sobre él que no fuera lo de sus documentos? ¿Te lo describieron?

—No, señor. Únicamente me dieron su nombre.

—¿Quién te lo dio?

—El capitán de la nave, señor.

—¿Es de Solaria?

—Sí, señor.

Baley se pasó la lengua por los labios. La siguiente pregunta era de gran importancia.

—¿Cuál te dijeron que era el nombre del que tú esperabas?

RX-2475 respondió:

—Daneel Olivaw, señor.

—¡Muy bien, muchacho! Puedes irte.

Tras la inclinación robótica de rigor y la brusca media vuelta, RX-2475 se marchó.

Volviéndose hacia su compañero, Baley manifestó con expresión pensativa:

—Tú no me dices toda la verdad, Daneel.

—¿Qué quieres decir, camarada Elías?

—Mientras hablaba contigo recordé un pequeño detalle. RX2475 me dijo que un hombre vendría a esperarme. Recuerdo perfectamente que habló de
hombre
.

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