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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (4 page)

BOOK: El sol desnudo
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Daneel se limitaba a escuchar en silencio.

Baley prosiguió:

—Primero pensé que el robot podía haberse equivocado. También pensé que quizá era cierto que habían designado a un hombre como acompañante y que luego te habían puesto en su lugar sin informar del cambio a RX-2475. Pero, como has podido ver, he comprobado este extremo. Sabía de tus documentos y, además, le dieron tu nombre, pero no el nombre correcto ¿no es verdad, Daneel?

—Ciertamente, no le dieron mi nombre completo.

—Tú no te llamas Daneel Olivaw, sino R. Daneel Olivaw, ¿no es cierto? En otras palabras, tu nombre completo es Robot Daneel Olivaw.

—Exactamente, camarada Elías.

—De lo cual se deduce que han omitido, deliberadamente, informar a RX-2475 sobre tu naturaleza de robot. Le han dejado creer que eres un hombre y, con tu apariencia humana, semejante engaño es perfectamente posible.

—Tu razonamiento es impecable.

—Sigamos entonces. —Baley empezaba a sentir una especie de furibundo deleite. Estaba en la pista de algo. Quizá no fuese gran cosa, pero esta clase de deducciones le atraían en gran manera y se le daban muy bien, tanto como para que le reclamaran del otro extremo del universo. Prosiguió diciendo——: ¿Y por qué puede desear alguien engañar a un miserable robot? A éste no le importa el que tú seas un hombre o uno de su especie. En cualquier caso se limita a cumplir órdenes. La conclusión razonable es que, tanto el capitán solariano que informó al robot como los funcionarios solarianos que lo hicieron al capitán, también ignoraban que tú fueses un robot. Como he dicho, es una conclusión bastante lógica, aunque quizá no sea la única. ¿Qué te parece? ¿Es cierta o no?

—Sí, me parece cierta.

—Muy bien, entonces es una conjetura acertada. Y yo pregunto: ¿por qué obran así? El doctor Han Fastolfe, al elegirte como mi colaborador, induce a creer a los de Solaria que tú eres un ser humano. ¿No es una iniciativa un tanto peligrosa? Si los solarianos descubren la verdad, pueden montar en cólera. ¿Por qué se ha procedido de esta forma?

El robot humanoide observó:

—Me lo explicaron del siguiente modo, camarada Elías. El hecho de que colabores con un ser humano de los Mundos Exteriores incrementará tu prestigio frente a los solarianos. En cambio, si colaboras con un robot, aquél se verá mermado. Puesto que yo conozco vuestras costumbres, pensaron que me sería fácil trabajar contigo en equipo y que, en consecuencia, nada obstaba para que los solarianos me tomasen por un hombre, sin necesidad de engañarles mediante una afirmación concreta en tal sentido.

Baley no podía creerlo. Le parecía que aquella delicada atención hacia los sentimientos de un terrestre no cuadraba con el talante de un hombre del espacio, aunque proviniera de uno tan distante como Fastolfe.

Luego, tomando en consideración otra alternativa, preguntó:

—¿Tienen fama los solarianos entre los Mundos Exteriores en lo que se refiere a la producción de robots?

—Me alegro de que te hayan informado acerca de la economía de Solaria—dijo Daneel.

—No me han dicho ni una sola palabra —aclaró Baley— Lo único que sé de Solaria es cómo se escribe su nombre.

—En ese caso, camarada Elías, no comprendo qué puede haberte movido a hacer esta pregunta, pero resulta de lo más oportuna. Has dado en el clavo. La información que almacena mi cerebro incluye el dato de que Solaria es, entre los cincuenta Mundos Exteriores, el más famoso en robótica, tanto por la variedad como por la calidad de su producción. Exportaba modelos especializados al resto de los Mundos Exteriores.

Baley asintió con aviesa satisfacción. Naturalmente, Daneel no podía asimilar el salto intuitivo de la mente que usaba de la debilidad humana como de un trampolín, y Baley tampoco sentía deseos de explicarlo lógicamente. En el supuesto de que Solaria fuese un mundo experto en robótico, el doctor Han Fastolfe y sus colaboradores podían tener motivos puramente personales y muy humanos para exhibir su mejor robot, sin referencia a los sentimientos o la seguridad de un terrestre. Querrían, simplemente, dejar bien sentada su superioridad burlando a los expertos solarianos al hacer pasar por un hombre lo que no era sino un robot de fabricación auroriana.

Baley se sentía mucho mejor. Resultaba extraño que el recurso a todas sus facultades intelectuales no consiguiese dominar su pánico y que, sin embargo, bastara para lograrlo un simple halago a su vanidad personal.

También la vanidad de los hombres del espacio, que acababa de descubrir, contribuía a ello. El agente terrestre dijo para sus adentros: «Por Josafat que todos somos hombres; incluso los del espacio».

Y' en voz alta exclamó, casi con petulancia:

—¿Cuánto tiempo tardará ese vehículo terrestre? Yo estoy listo.

El tubo aéreo daba señales de no estar bien adaptado para el uso al que se le destinaba. El hombre y el humanoide salieron en posición erguida de la astronave, avanzando sobre una malla flexible que se hundía y se balanceaba sobre su peso. (Baley se imaginaba que en el espacio un hombre en situación de ingravidez que pasara de una nave a otra, debía poder deslizarse fácilmente por el interior del tubo a impulsos del salto inicial.)

En el extremo opuesto, e! tubo se estrechaba burdamente y la red se convertía en un manojo de fibras, como si una mano gigante la hubiese oprimido. Daneel, que empuñaba la linterna de luces intermitentes, se puso a gatas y Baley le imitó. Recorrieron los últimos seis metros de esta guisa, penetrando por último en lo que era, evidentemente, un vehículo terrestre.

Daneel cerró la puerta por la que habían entrado haciéndola deslizar sobre sus guías hasta dejarla herméticamente cerrada. Se oyó un fuerte ruido metálico acusado, tal vez, por la separación del tubo aéreo.

Baley miró con curiosidad a su alrededor. El vehículo terrestre no tenía nada de particular: poseía dos asientos, uno detrás de otro, cada uno de los cuales tenía capacidad para tres personas. En cada extremo de dichos asientos había sendas puertas. Las partes transparentes y brillantes, que de ordinario hubieran sido ventanillas, eran negras y opacas como resultado, probablemente, de una adecuada polarización. Baley estaba al corriente de esta particularidad.

El interior del vehículo estaba iluminado por dos lámparas redondas empotradas en el techo, que difundían una luz amarilla. Lo único que causó extrañeza a Baley fue el transmisor situado en el espacio intermedio justo delante del asiento delantero y, desde luego, el hecho de que no existieran mandos visibles.

Baley comentó:

—Supongo que el conductor debe de hallarse al otro lado de este mamparo.

A lo que Daneel respondió:

—Exactamente, camarada Elías, y se le pueden dar órdenes de esta manera. —Inclinándose hacia delante, accionó un interruptor de presión que hizo destellar una lucecita roja. Con voz queda, ordenó—: Ya puedes arrancar. Estamos a punto.

El terrestre percibió un ahogado susurro que cesó casi inmediatamente, una muy suave y momentánea presión contra el respaldo del asiento, y de nuevo la más completa inmovilidad.

Sorprendido, Baley preguntó:

—¿Nos movemos?

—Sí —respondió Daneel—. Este coche no avanza sobre ruedas sino que se desliza siguiendo un campo de energía diamagnético. Excepto cuando acelera o frena, no sentirás nada.

—¿Y cuándo toma una curva?

—El coche se inclina automáticamente para equilibrarse. Se mantiene siempre en el mismo nivel, tanto al subir como al bajar.

—El manejo debe de ser complicado —comentó lacónicamente Baley.

—Los mandos son automáticos. El conductor de este vehículo es un robot.

—Vaya. —Baley sabía ya todo cuanto deseaba acerca del vehículo. Cambiando de tema preguntó—: ¿Será muy largo el viaje?

—Una hora aproximadamente. Por vía aérea hubiésemos ido más aprisa, pero lo que más me preocupa es que no te dé la luz exterior, y los modelos disponibles en Solaria no son tan estancos como este vehículo.

A Baley le disgustaba la «preocupación» manifestada por su compañero. Se sentía como un niño en brazos de su nodriza. Tampoco le gustaba la forma de expresarse de Daneel, pues temía que aquel modo tan enfático de hablar traicionase la naturaleza robótica de aquel ser.

Por un momento, Baley contempló con curiosidad a R. Daneel Olivaw. El robot, que miraba fijamente ante sí, permanecía inmóvil y no se daba cuenta de que era objeto de examen.

La epidermis de Daneel era perfecta; los cabellos de la cabeza y el vello del cuerpo habían sido elaborados y puestos en su lugar con gran esmero y pericia, y los músculos se movían bajo la piel de la manera más real que pueda imaginarse.

No se habían ahorrado en él esfuerzos ni trabajo, por detallista que fuese. Sin embargo, Baley sabía por propia experiencia que los miembros y el pecho del robot podían abrirse siguiendo la línea de unas costuras invisibles, con el fin de efectuar las reparaciones pertinentes. Sabía que bajo la piel no había sino dispositivos metálicos y silicio y que la bóveda craneal albergaba un cerebro positrónico, muy avanzado, eso sí, pero positrónico a fin de cuentas. Por último, sabía, también, que los
pensamientos
de Daneel no eran más que corrientes positrónicas de corta duración que discurrían por circuitos rígidamente trazados y preestablecidos por su fabricante.

Mas ¿cuáles podían ser los indicios que revelasen la verdad a un ojo experto pero no prevenido? ¿La ligera falta de naturalidad en (os modales y en el habla de Daneel? ¿La expresión grave e impávida que le caracterizaba? ¿La perfección misma de su humanidad?

Comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Dijo entonces:

—Sigamos, Daneel. Supongo que antes de mi llegada te informaron sobre los asuntos solarianos.

—En efecto, camarada Elías.

—Muy bien. Conmigo no llegaron a tanto. ¿Es muy grande este mundo?

—Su diámetro es de 15.300 kilómetros. Es el más exterior de tres planetas y el único habitado. El clima y la atmósfera son similares a la Tierra; el porcentaje de suelo fértil es más elevado que el de ésta, y su contenido en minerales útiles es inferior, pero, desde luego, menos explotado. Este mundo es autónomo y gracias a la exportación de robots disfruta de un elevado nivel de vida.

—¿Cuál es su población? .

—Veinte mil habitantes, camarada Elías.

Por un momento dio la impresión de que Baley aceptaba la respuesta como buena, pero no tardó en reaccionar:

—Querrás decir veinte millones ¿no?

El escaso conocimiento que tenía de los Mundos Exteriores le hacía creer que, si bien, atendiendo a los patrones terrestres, aquellos mundos estaban poco poblados, tendrían por lo menos varios millones de habitantes.

—Veinte mil, camarada Elías—repitió el robot.

—¿Quieres decir con eso que el planeta acaba de ser colonizado?

—En absoluto. Tiene gobierno independiente desde hace unos dos siglos y fue colonizado hace tres o más. El número de habitantes se mantiene deliberadamente en veinte mil, cifra que los solarianos consideran ideal.

—¿Qué parte del planeta ocupan?

—Todas las zonas fértiles.

—¿Qué supone esto en kilómetros cuadrados?

—Cincuenta millones de kilómetros cuadrados, incluyendo las zonas marginales.

—¿Para veinte mil personas?

—Existen, también, unos doscientos millones de robots positrónicos que constituyen la mano de obra, camarada Elías.

—¡Cielos! Eso equivale a una proporción de diez mil robots por cada ser humano.

—Desde luego; es la más elevada de todos los Mundos Exteriores, camarada Elías. El que le sigue, o sea Aurora, tiene una proporción de sólo cincuenta por uno.

—¿Para qué utilizan tantos robots? ¿Qué hacen con tanta comida?

—La alimentación no es el sector más importante, sino la minería y, sobre todo, la producción de energía.

Baley sintió que la cabeza le daba vueltas al pensar en todos aquellos robots. ¡Doscientos millones! Una cifra fabulosa para tan pocos seres humanos. La superficie del planeta debía de estar literalmente abarrotada de robots. Cualquier viajero del espacio exterior podría creer que Solaria era únicamente un mundo de robots, pues la presencia de tan reducido número de seres humanos le pasaría inadvertida.

El detective experimentó la súbita necesidad de inspeccionar el terreno. Recordó la conversación sostenida con Minnim y las predicciones hechas por los sociólogos acerca del peligro que se cernía b re la Tierra. Parecía lejano e irreal, pero lo tenía muy presente. vede que las vicisitudes del viaje y el pensamiento de las dificultas que le esperaban nublasen un tanto el recuerdo de las palabras

Minnim, anunciando con tono incisivo la gran catástrofe que supuestamente amenazaba a la Tierra; pero en modo alguno las iría olvidado.

Baley tenía un sentido demasiado estricto del deber para que ni siquiera la abrumadora realidad del espacio abierto le impidiese cumplir su cometido. Lo único que en la actualidad podían obtener sociólogos terrestres eran datos entresacados de las palabras de hombre del espacio o de su robot. Lo que hacía falta era una observación directa, y su tarea consistía, precisamente, en procurarla, por desagradable que esto le resultase.

Inspeccionó la parte superior del vehículo y preguntó al robot:

—¿Este coche es descapotable, Daneel?

—Perdona, camarada Elías, pero no te comprendo.

—¿Puede correrse hacia atrás el techo del coche? ¿Se puede r ir para ver la... el cielo? (Estuvo a punto de decir
la cúpula
por la fuerza de la costumbre.)

—Sí se puede.

—Entonces ábrelo, Daneel. Quisiera echar un vistazo.

—Lo siento, pero no me está permitido —respondió el robot con :,¡ve acento.

Baley se quedó de una pieza.

—Mira, R. Daneel (recalcó la R con toda intención), te lo diré otra manera: te ordeno que corras el techo.

Aquella criatura era un robot, por más que tuviera apariencia :mana. En consecuencia
debía
obedecer las órdenes que se le diesen.

Pero Daneel no se movió. Se limitó a explicar:

—¿Debo insistir en que mi principal preocupación es la de evitar que sufras el menor daño? Tanto por las instrucciones que se me han dado como por mi propia experiencia me consta que si te expones a grandes espacios vacíos padecerás las consecuencias. No puedo permitir que corras ese riesgo.

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