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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El sol desnudo (6 page)

BOOK: El sol desnudo
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—¿Quién es Hannis Gruer? —preguntó Baley.

—El Director General de Seguridad de Solaria. Debemos presentarnos a él de inmediato.

—¿Ah, sí? ¿Quieres decirme, Daneel, cuándo podré saber algo concreto sobre mi misión? Estoy trabajando a tientas y esto no me gusta. No me costaría nada volverme a la Tierra. Por menos de...

Notó que el resentimiento se iba apoderando de él y se interrumpió.

Daneel permanecía imperturbable, esperando que su interlocutor le permitiese hablar.

—Lamento verte disgustado —dije. Mi información general sobre Solaria parece mayor que la tuya. En cambio, respecto del asesinato que nos ocupa sé tan poco como tú. Gruer nos dirá cuanto necesitamos saber. Así lo ha dispuesto el gobierno de Solaria.

—Muy bien, pues vayamos a ver al tal Gruer. ¿Vive muy lejos de aquí?

Baley pestañeó ante la idea de otro desplazamiento y sintió de muevo la familiar opresión en el pecho.

—No será necesario viajar, camarada Elías —explicó Daneel—. Gruer nos está esperando en la sala de conversación.

—¿Una sala de conversación, también? —murmuró Baley torciendo el gesto. Luego añadió en voz más alta—: ¿Dices que nos está esperando?

—Eso creo.

—Pues, ¡vamos en seguida, Daneel!

Hannis Gruer era calvo como una bola de billar. No tenía pizca de cabello, ni siquiera en las sienes.

Baley tragó saliva y por cortesía trató de no mirar la reluciente calva, pero le resultó imposible. En la Tierra todo el mundo daba por sentado que los hombres del espacio eran altos y apuestos, pues ellos así se presentaban. Los hombres del espacio eran los señores indiscutibles de la Galaxia; todos eran altos, de tez bronceada, cabellos dorados y bella apostura. Eran corpulentos, fríos y aristocráticos. En una palabra, reunían todos los atributos físicos de R. Daneel Olivaw, pero eran humanos por añadidura.

Y, ciertamente, los que eran enviados a la Tierra poseían estas características. Quizá se les escogía deliberadamente por esta razón.

Pues bien, a la sazón tenía ante sí a un hombre del espacio que hubiera podido pasar perfectamente por un terrestre. Era calvo y, además, tenía una nariz imperfecta. No mucho, desde luego, pero la más ligera falta de simetría se destacaba en uno de su casta.

Baley le saludó con estas palabras:

—Buenas tardes, señor. Siento haberle hecho esperar.

Nada se perdía con ser cortés. Después de todo, tenía que trabajar con aquellas gentes.

Sintió el impulso de cruzar la vasta pieza, de unas dimensiones ridículamente grandes, para tenderle la mano en amistoso saludo. No le costó dominar este impulso. A ningún hombre del espacio le gustaría estrechar una mano por la que pululaban los gérmenes terrestres.

Gruer permanecía sentado con grave compostura, tan lejos de Baley como podía, con las manos ocultas en el interior de sus largas mangas. Probablemente llevaba filtros en la nariz, aunque él no pudiera distinguirlos.

Incluso le pareció que Gruer dirigía una mirada de desaprobación a Daneel, como diciendo: ¿Qué clase de hombre del espacio estás hecho que te acercas tanto a un terrestre?

Baley dedujo, sencillamente, que Gruer no sabía la verdad. Entonces fue cuando cayó en la cuenta de que Daneel permanecía de pie a cierta distancia. Más lejos de lo que acostumbraba. ¡Naturalmente! Si se acercaba demasiado, Gruer hallaría intolerable tal proximidad. Daneel no perdía ocasión de hacerse pasar por humano.

Gruer se dirigió a él, con voz agradable y cordial, pero de vez en cuando dirigía furtivas miradas a Daneel. Comenzó por decir:

—No me han hecho esperar mucho. Bienvenidos a Solaria, caballeros. ¿Están ustedes cómodamente instalados?

—Sí, señor; muy bien —respondió Baley, preguntándose si la etiqueta requería que Daneel, en su calidad de
hombre del espacio
hablase por los dos. Pero apartó irritado esta idea: ¡Qué caramba! Era a él a quien habían llamado para realizar la investigación. Los servicios de Daneel fueron solicitados posteriormente. Teniendo en cuenta tales circunstancias, Baley creía que no debía desempeñar un papel secundario y dejar la iniciativa a un robot, aunque fuese tan perfecto como Daneel. Éste no hizo el menor intento por llevar la voz cantante, ni Gruer parecía sorprendido o molesto por ello. Todo lo contrario, inmediatamente concentró su atención en Baley, haciendo caso omiso de Daneel.

—Agente Baley, todavía no sabe usted nada acerca del crimen para cuyo esclarecimiento se han solicitado sus servicios —dijo Gruer—. Me imagino que sentirá mucha curiosidad por conocer detalles. —Levantó ambos brazos, con lo que las mangas resbalaron hacia atrás, y cruzó negligentemente las manos sobre las rodillas—. Hagan el favor de sentarse, caballeros.

Ambos obedecieron, y Baley manifestó:

—Sí, sentimos gran curiosidad.

Observó que las manos de Gruer no estaban protegidas por guantes. El director general de Seguridad prosiguió:

—Lo hicimos deliberadamente, señor Baley. Queríamos que usted llegase aquí dispuesto a enfrentarse con el problema sin ningún tipo de prejuicios. Muy en breve le facilitaremos un detallado informe de las circunstancias que concurren en este crimen y de las pesquisas que hasta ahora se han realizado. Mucho me temo, señor Baley, teniendo en cuenta su gran experiencia que encontrará nuestras investigaciones ridículamente incompletas. En Solaria no contamos con fuerzas de policía.

—¿No tienen policías? —preguntó Baley.

Gruer se encogió de hombros, sonriendo.

—Aquí no existe el delito. Nuestra población es muy reducida y está enormemente dispersa. Y puesto que no hay ocasión para cometer delitos, tampoco hay motivos para constituir una fuerza de policía.

—Comprendo. Pero a pesar de ello, se ha cometido un crimen.

—Es cierto. Ha sido el primer delito violento ocurrido a lo largo de doscientos años de historia.

—Lástima pues que este primer delito haya sido un asesinato.

—Desde luego. Y lo más lamentable es que la víctima ha sido un hombre casi insustituible. Una víctima que significa una pérdida irreparable. Y por si fuese poco, este asesinato se vio rodeado de circunstancias particularmente brutales.

—Supongo que se desconoce por completo la identidad del asesino ¿no? —dijo Baley. (Esto era lo único que podía explicar la necesidad de
importar
a un detective terrestre.)

Gruer daba ciertas muestras de desasosiego. Dirigió una mirada soslayo a Daneel, que permanecía sentado e inmóvil, convertido un silencioso mecanismo que absorbía todo cuanto se decía. ley sabía que Daneel era capaz de reproducir en cualquier monto aquella conversación, por larga que fuese. Era un magnetófono que andaba y hablaba como un hombre.

¿Lo sabía Gruer? La mirada que dirigió a Daneel tenía algo de furtiva. Gruer respondió:

—No, no puedo decir que el asesino sea completamente descosido. En realidad, sólo una persona puede haber cometido ese finen.

—¿Está seguro de no querer decir que sólo hay una persona que probablemente puede haber cometido ese crimen?

A Baley le disgustaban las afirmaciones tajantes y desconfiaba los pensadores de salón, que daban categoría de certeza más que probabilidad a las especulaciones de la razón.

Pero Gruer movió su calva cabeza con gesto negativo.

—No. Sólo puede haberlo cometido una persona. Es imposible haya sido otro... Completamente imposible.

—¿Completamente? —Sí, se lo aseguro. —En tal caso, asunto liquidado ¿no le parece?

—Al contrario. Existe un problema. La persona a la que me refiero tampoco pudo haberlo hecho.

Sin perder la compostura, Baley señaló: —Entonces, ese crimen no tiene autor.

—Sin embargo, se perpetró en la persona de Rikaine Delmarre.

«Vaya, algo es algo —se dijo Baley—. Por lo menos conozco el nombre de la víctima.»

Sacó el cuadernillo de notas y lo apuntó solemnemente, en parte por deseo de mostrar que al menos disponía de algún indicio, y en parte, también, para no hacer demasiado evidente que estaba sentado al lado de una máquina registradora que no tenía necesidad de tomar notas.

—¿Cómo se escribe el nombre de la víctima? —preguntó.

Gruer lo deletreó.

—¿Cuál era su profesión?

—Fetologista.

Baley lo anotó sin más y siguió preguntando.

—Bien, ¿quién podría facilitarme una versión de primera mano acerca de las circunstancias que rodearon este asesinato?

Una triste sonrisa asomó a los labios de Gruer. Sus ojos se posaron de nuevo en Daneel, pero los apartó con presteza.

—Su esposa, agente Baley.

—¿Su esposa...?

—Sí; se llama Gladia.

Gruer pronunció este nombre partiéndolo en dos sílabas y acentuando la primera.

—¿Tenían hijos? —Baley permaneció con la vista fija en el cuadernillo de notas. Al no recibir respuesta, alzó la mirada—. ¿Tenían hijos?

Pero la boca de Gruer se había contraído en un rictus amargo. Parecía sentirse mal. Por último respondió:

—La verdad es que no lo sé.

—¡¿Cómo?! —exclamó Baley.

Gruer se apresuró a añadir:

—Sea como fuere, creo que haría usted mejor en aplazar sus gestiones hasta mañana. Ha realizado un viaje fatigoso, señor Baley, y probablemente estará cansado y hambriento.

Primero Baley se aprestó a negarlo, pero luego advirtió que la idea de hincarle el diente a un bocado le atraía de manera desusada. Dijo, pues:

—¿Quiere usted acompañarnos a comer?

No creía que Gruer aceptase la invitación, pues era un hombre del espacio, aunque le había llamado
señor Baley
durante la entrevista, lo cual resultaba sintomático.

Como era de esperar, Gruer se excusó.

—Lo siento, pero debo atender un compromiso. Tendré que dejarles. Buenas tardes.

Baley se levantó. La cortesía hubiera requerido que acompañara a Gruer hasta la puerta. Pero, en primer lugar, no le hacía ninguna gracia aproximarse al umbral, más allá del cual se extendía el espacio abierto, y en segundo lugar, no sabía exactamente dónde se hallaba la puerta. Por consiguiente, permaneció de pie, sin saber muy bien a qué atenerse.

Gruer sonrió y asintió con la cabeza.

—Nos veremos de nuevo —indicó—. Los robots que le atienden saben cómo ponerse en comunicación conmigo para el caso de que usted desee hablarme.

Luego desapareció como por ensalmo. Baley lanzó una exclamación de sorpresa. Gruer y la silla que ocupaba se habían volatilizado. La pared que Gruer tenía a sus espaldas y el piso que se extendía bajo sus pies cambiaron en un abrir y cerrar de ojos.

Daneel comentó tranquilamente:

—No estaba aquí en carne y hueso. Era una imagen tridimensional. Creía que lo habías adivinado. En la Tierra tenéis inventos parecidos.

—No como éste —murmuró Baley.

En la Tierra, la imagen tridimensional se hallaba contenida en un campo de fuerzas cúbico que se proyectaba contra un fondo. En cuanto a la imagen en sí, ésta temblaba ligeramente. En la Tierra era imposible confundir a una de tales imágenes con la realidad. Allí, en cambio...

No era de extrañar que Gruer no llevase guantes ni filtros nasales. Maldita la falta que le hacían.

—¿Quieres que vayamos a comer, camarada Elías? —preguntó Daneel.

La cena se convirtió en un acontecimiento inesperado. Aparecieron varios robots. Uno de ellos puso la mesa. Otro sirvió la comida.

—¿Cuántos hay en la casa, Daneel? —inquirió Baley.

—Unos cincuenta, camarada Elías.

—¿Se quedarán aquí mientras comemos? (Uno de ellos se situó en un rincón, con su cara y ojos brillantes vueltos hacia Baley.)

—Es lo que se acostumbra a hacer para llamarlos en caso necesario —explicó Daneel— Pero si su presencia te molesta no tienes más que ordenarles que se vayan.

Baley se encogió de hombros.

—¡Por mí que se queden!

En circunstancias normales, aquella cena le hubiera parecido deliciosa; pero a la sazón comía como un autómata. Observó distraídamente que Daneel también comía con eficiente maquinalidad. Después, naturalmente, vaciaría el saco de fluorocarbono donde iban a parar los alimentos que
comía
. Entretanto, Daneel seguía fingiendo un comportamiento humano.

—¿Es de noche? —preguntó Baley.

—Sí, ya es de noche—contestó Daneel.

Baley volvió la vista hacia la cama y puso mala cara: le parecía demasiado grande, lo mismo que el dormitorio. No había mantas con las que arroparse; tan sólo sábanas. Se sentiría muy poco protegido.

¡Qué difícil era todo! Ya había pasado por la enervante prueba de ducharse en un cuarto de baño contiguo al dormitorio. Si por un lado constituía el colmo del lujo, por otro le parecía muy poco higiénico. De pronto preguntó:

—¿Cómo se apaga la luz?

Una luz tenue iluminaba la cabecera del lecho, quizá con el fin de facilitar la lectura antes de dormir; pero Baley no estaba de humor para coger un libro.

—Cuando te dispongas a dormir, ya hay quien se ocupará de ello.

—Te refieres a los robots, ¿verdad? Por lo visto no se les escapa el menor detalle.

—Es su oficio.

—¡Diantre! Pero ¿hay algo que esos solarianos hagan por sí mismos? —murmuró Baley—. Me extraña que no viniese un robot a rascarme la espalda mientras me duchaba.

Sin el menor asomo de ironía en la voz, Daneel subrayó:

—Pues lo hubieran hecho, de haberlo pedido. En cuanto a los solarianos, hacen lo que se les antoja. Ningún robot toma iniciativas si no se les ordena, excepto cuando conciernen al bienestar de un ser humano.

—Bien, buenas noches, Daneel.

—Estaré en el dormitorio contiguo, camarada Elías. Si durante la noche necesitaras algo...

—Lo sé. Acudirán los robots.

—Hay una superficie de contacto en la mesilla de noche. Sólo tienes que tocarla, y también yo acudiré.

Baley no conseguía conciliar el sueño. No hacía más que imaginarse la casa en que se hallaba, columpiándose en un difícil equilibrio sobre la epidermis de aquel mundo, con el vacío esperándole fuera, como un monstruo.

En la Tierra, su piso —cómodo, acogedor y abarrotado de cosas— estaba situado bajo el cobijo de muchos otros. Existían docenas de Niveles distintos en el subsuelo y miles de personas entre él y la superficie terrestre. Incluso en la Tierra —se decía a sí mismo— vivía gente en el Nivel Superior. Eran casas casi adyacentes al espacio abierto y por esa razón su alquiler resultaba tan barato.

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