El sol sangriento (14 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: El sol sangriento
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O, más aún:
Te reconozco.

Mareado, meneó la cabeza, aferrándose al borde de la mesa. Le dolía la cabeza, pero ya no podía detenerse. Le parecía escuchar palabras, meras sílabas al azar…, una voz que murmuraba, o varias que zumbaban y zumbaban justo por debajo del umbral de la conciencia, como una corriente que se precipitara, susurrante, sobre piedras agudas.

Sí, él es el esperado.

No puedes combatirlo ahora.

Cleindori trabajó demasiado por esto como para malgastarlo ahora.

¿Sabe él lo que tiene o lo que está ocurriendo?

¡Con cuidado! ¡No le hagas daño! No está acostumbrado…

Un bárbaro, un terrano…

Si ha de sernos de alguna utilidad, debe encontrar el camino solo y sin ayuda; al menos debo insistir en esa prueba.

Lo necesitamos demasiado como para someterlo a eso. Déjame ayudarlo…

¿Que necesitamos eso? Un terrano…

Esa voz sonaba como la del pelirrojo del Sky Harbor Hotel. Pero, cuando Kerwin giró rápidamente, casi esperando encontrar al hombre que de alguna manera había logrado llegar hasta su habitación, no halló a nadie allí, y las voces sin cuerpo desaparecieron.

Se inclinó hacia adelante, mirando el cristal con fijeza. Y entonces, cuando la piedra pareció expandirse hasta colmar la habitación, vio el rostro de una mujer.

Por un momento, a causa del resplandor de su pelo rojo, creyó que era la muchacha semejante a un duende a la que llamaban Taniquel. Después advirtió que nunca antes la había visto.

Tenía el pelo rojo, de un rojo pálido, casi tirando a dorado, era pequeña y delgada, y tenía un rostro redondo, infantil, terso. Kerwin pensó que apenas habría salido de la adolescencia. Le observaba directamente, con grandes y soñadores ojos grises que parecían mirar, desenfocados,
a través de
él.

Tengo fe en ti
, dijo ella de alguna manera, sin pronunciar palabras, ya que éstas parecieron resonar dentro de su cabeza,
y te necesitamos tanto que he convencido a los otros. Ven.

Los puños de Kerwin se apretaron contra la mesa.

—¿Adónde?
¿Adónde?
—gritó.

Pero el cristal estaba otra vez vacío y azul; la extraña muchacha había desaparecido. Kerwin escuchó tan sólo su propio grito que resonaba tontamente contra las paredes vacías.

¿Habría estado ella alguna vez allí? Kerwin se enjugó la frente, húmeda de frío sudor. ¿Era su propio deseo el que le había dado una respuesta? Se guardó el cristal en el bolsillo. No podía perder tiempo en estas cosas. Tenía que hacer las maletas para el viaje, descartar su equipo y abandonar Darkover para no volver jamás. Debía dejar atrás sus sueños y el final de su juventud. Debía dejar atrás todos esos recuerdos vagos y esos sueños engañosos, esos fuegos artificiales que casi lo habían conducido a la destrucción. Tendría que construirse una nueva vida en otra parte, una vida de alguna manera más pequeña, limitada por el cartel de PROHIBIDO PASAR de las esperanzas muertas y los viejos anhelos; debía construirse una vida de algún modo, con los fragmentos de sus viejas aspiraciones, con amargura y resignación…

Y entonces algo se rebeló en el interior de Jeff Kerwin, algo que no era el dócil empleado de CommTerra, algo que se irguió sobre sus patas traseras y que golpeó el suelo con las zarpas y dijo, fría, limpia e inconfundiblemente:
No.

No sería así. Los
terranos
jamás podrían obligarlo a marcharse.

¿Quién demonios se creen que son, en todo caso, esos condenados intrusos en nuestro mundo?

¿Se trataba de la voz del cristal? No, pensó Kerwin; era la voz interior de su propia mente, que rechazaba de plano las órdenes del Legado. Éste era
su
mundo, y andaban listos si creían que lo obligarían a abandonarlo.

Advirtió que se movía automáticamente, sin pensarlo, como si en él hubiera emergido otro yo, sepultado durante mucho tiempo. Kerwin se observó mientras se movía por la habitación, descartando casi todo su equipo; se guardó en el bolsillo media docena de pertenencias pequeñas y dejó el resto en su lugar. Puso la matriz en la cadena que pendía de su cuello y la ocultó cuidadosamente. Empezó a desabotonarse el uniforme; luego se encogió de hombros y lo dejó; fue hasta el guardarropa, extrajo la bordada capa darkovana que había comprado la primera noche que estuvo en Thendara, se la puso sobre los hombros y la abrochó. Se echó una breve mirada en el espejo. Después, sin mirar atrás, salió de sus habitaciones con la vaga idea, en la superficie de su mente, de que nunca volvería a verlas.

Cruzó las salas centrales comunes de los departamentos para solteros, tomó un atajo a través del desierto comedor común. Se detuvo en la puerta exterior de la sección. Una voz interior, clara e inconfundible, le dijo:
No, ahora no, espera.

Sin comprender, pero obedeciendo la corazonada —¿qué otra cosa podía hacer?—, se sentó y esperó. Extrañamente, no se sentía impaciente en absoluto. Su espera tenía la misma certeza vigilante del gato ante la ratonera, una seguridad, una… una
justificación
. Permaneció sentado inmóvil, con las manos entrelazadas, silbando para sí una monótona melodía. No se sentía inquieto. Pasó media hora, una hora, una hora y media; sus músculos empezaron a acalambrarse y automáticamente cambió de posición para aliviar la tensión; pero siguió esperando, sin saber qué era lo que esperaba.

Ahora.

Se puso de pie y salió al corredor desierto. Mientras caminaba con rapidez a través del vestíbulo, se preguntó si darían orden de arresto contra él si descubrían que no estaba en sus habitaciones. Suponía que sí. No tenía planes, excepto su idea básica de negarse a obedecer la orden de deportación. Eso significaba que de alguna manera debía salir, no sólo del Cuartel General, sino también de la Zona del espaciopuerto y de toda la Zona terrana sin que lo vieran. No sabía qué ocurriría después y, lo más curioso, no le importaba.

Respetando todavía la extraña corazonada, se desvió del corredor principal, donde podría encontrarse con conocidos fuera de servicio que se dirigieran a las habitaciones, y se encaminó hacia un ascensor de carga, poco utilizado. Se dijo que, al menos, debería quitarse la capa darkovana; si alguien lo encontraba usándola dentro del Cuartel General, seguramente lo interrogarían y lo descubrirían. Levantó una mano para desatarla y llevarla colgada del brazo; si iba de uniforme, sólo sería un empleado más, anónimo, caminando por los pasillos.

No.

Clara, inconfundible, la advertencia negativa resonó en su cabeza. Perplejo, dejó caer la mano y no se quitó la capa. Salió del ascensor a un estrecho corredor y se detuvo para orientarse; esa parte del edificio no le resultaba familiar. Había una puerta al final del corredor; la abrió y salió a un vestíbulo atestado. Lo que parecía un turno completo de empleados de mantenimiento, uniformados, se movía de un lado a otro, aprestándose a terminar el período de servicio. Un numeroso grupo de darkovanos, con sus ropas coloridas y largas capas, se encaminaban, a través de la multitud, hacia las puertas exteriores. Kerwin, al principio confundido por la multitud, advirtió rápidamente que nadie le prestaba la menor atención. Con lentitud, sin destacarse, se abrió camino entre la gente y consiguió unirse al grupo de darkovanos. Ninguno de ellos lo advirtió. Supuso que formaban parte de alguna delegación formal procedente de la ciudad, de uno de los comités que ayudaban a administrar la Ciudad Comercial. Constituían una azarosa corriente dentro de la multitud, marchando en su propia dirección. Kerwin, en el extremo del grupo, se dejó llevar entre ellos hasta la calle, fuera del Cuartel General y a través del portal que permitía salir del recinto cerrado. Los guardias de la Fuerza Espacial sólo les dedicaron, incluso a Kerwin, una mirada desinteresada.

Fuera de las puertas, el grupo de darkovanos empezó a dividirse de a dos y de a tres, mientras conversaban y se demoraban. Uno de los hombres lanzó a Kerwin una cortés mirada de desconocimiento e inquisición. Kerwin murmuró una frase formal, se volvió rápidamente y se dirigió al azar a una callejuela lateral.

La Ciudad Vieja ya estaba envuelta en la penumbra. El viento era helado, y Kerwin se estremeció un poco a pesar de la capa que lo cubría. De todas maneras, ¿adónde iba?

Vaciló en la esquina del restaurante donde, en una oportunidad, se había encarado con Ragan. ¿No debería entrar y buscar al hombrecito, que tal vez le resultara de utilidad?

Una vez más escuchó ese
no
claro e inconfundible de su mentor interno. Kerwin se preguntó si no estaría imaginándose cosas, racionalizando. Bien, no tenía demasiada importancia, de cualquier manera, y había logrado salir del Cuartel General; así que continuaría atendiendo a su corazonada, fuera lo que fuese. Volvió la vista hacia el edificio del Cuartel General, que ya había quedado oculto a medias por la bruma que se espesaba, y después le dio la espalda. Fue como si cerrara una puerta mental. Allí terminaba todo. Se había lanzado a la deriva y no volvería a mirar atrás.

Al tomar tal decisión, una curiosa paz pareció apoderarse de él. Volvió la espalda a las calles conocidas y empezó a alejarse rápidamente del área de la Ciudad Comercial.

Nunca se había internado tanto en la Ciudad Vieja, ni siquiera el día en que fue a buscar a la anciana mecánica de matrices, aquel día que había terminado con la muerte de la mujer. Aquí los edificios eran viejos y estaban construidos con una pesada piedra translúcida, como protección contra el viento penetrante. A esa hora había pocas personas en las calles; de tanto en tanto veía a algún caminante solitario, un obrero que llevaba puesta una de aquellas baratas chaquetas de alpinista, importadas, con la cabeza gacha para defenderse del viento; en cierto momento vio a una mujer que era transportada en una silla cortinada sobre los hombros de cuatro hombres; en otro, cubierto de pelaje plateado y deslizándose sin ruido a la sombra de un edificio, un no-humano le miró con malicia distanciada.

Un grupo de rapazuelos de la calle, con ropas harapientas, descalzos, se acercaron a él como si pensaran molestarlo pidiéndole limosna; de repente retrocedieron, cambiaron algunos susurros y se alejaron a la carrera. ¿Sería por la capa ceremonial o por su pelo rojo, que aparecía por debajo de la capucha?

La rápida bruma se espesaba y empezó a nevar con copos pesados y densos. Kerwin advirtió que estaba absolutamente perdido en las calles desconocidas. Había caminado casi al azar, doblando en las esquinas por impulso, con esa extraña y casi onírica sensación de que no importaba en qué dirección iba. Ahora, al llegar a una gran plaza abierta, tan desconocida que ni siquiera tenía idea de cuánto había caminado, se detuvo y sacudió la cabeza, mientras recobraba su conciencia habitual.

Buen Dios, ¿dónde estoy? ¿Y adónde voy? ¡No puedo vagar toda la noche en medio de una tormenta de nieve, ni siquiera con una capa darkovana encima del uniforme! Debería haber tratado de encontrar un lugar para esconderme por un tiempo, o debería haber intentado salir de la ciudad antes de que descubrieran mi ausencia.

Atontado, miró a su alrededor. Tal vez debería regresar al Cuartel General y aceptar el castigo que le infligieran. No. El exilio estaba en esa dirección. Ya había decidido eso. Pero la curiosa corazonada que había seguido hasta entonces parecía desvanecerse, hasta desaparecer por completo. Se quedó allí mirando hacia uno y otro lado, quitándose los copos de nieve de los ojos y tratando de decidir hacia dónde iría. A un costado de la plaza había una fila de pequeños comercios, todos ellos cuidadosamente cerrados dada la hora de la noche. Kerwin se enjugó la cara húmeda con una manga no menos húmeda, mientras observaba con fijeza, a través de la densa nieve, una casa solitaria; en realidad, era una mansión, la casa ciudadana de algún noble. Había luces dentro, y podía ver, a través de las paredes translúcidas, oscuras figuras borrosas. Atraído casi magnéticamente por las luces, Kerwin cruzó la plaza y permaneció ante la puerta semiabierta. Adentro había un tramo de peldaños que conducían a una gran puerta tallada. Se quedó allí, luchando contra la invisible atracción que sobre él ejercía esa puerta.

¿Qué estoy haciendo? ¡No puedo entrar ahí, en una casa desconocida! ¿Me habré vuelto completamente loco?

No. Éste es el lugar. Están esperándome.

Aunque se dijo que todo esto era una locura, sus pasos lo llevaron, automáticamente, hacia la puerta. Apoyó una mano en ella y, como no ocurrió nada, la abrió, entró y puso un pie en el peldaño inferior. Allí se detuvo, mientras la cordura y la locura luchaban en su interior; y lo peor era que Kerwin no estaba muy seguro de cuál era cuál.

Has llegado hasta aquí. No puedes detenerte ahora.

Te estás comportando como un condenado tonto, Jefferson Andrew Kerwin. Vete de aquí…, simplemente da la vuelta y sal corriendo de aquí antes de meterte en algo que
en realidad
no puedas manejar. No en algo predecible como que te den una paliza en un callejón.

Con lentitud, peldaño a peldaño, ascendió el resbaladizo tramo hasta el umbral iluminado.

Demasiado tarde ya para volverse atrás.

Asió el picaporte, advirtiendo de forma somera el diseño con forma de fénix. Lo giró lentamente, se abrió la puerta y Kerwin entró.

A millas de distancia, en la Zona terrana, un hombre se había acercado a un comunicador y había pedido un circuito prioritario especialmente codificado para hablar con el Legado.

—Nuestro pájaro ha volado —dijo.

En la pantalla, el rostro del Legado era grave y compuesto.

—Eso pensé. Presionarlo un poco como para que ellos tuvieran que hacer algo. Sabía que no nos dejarían deportarle.

—Parece demasiado seguro, señor. Él parece un tipo bastante independiente. Tal vez simplemente se marchó por su cuenta, se pasó al otro lado. No sería el primero. Ni siquiera el primero llamado Kerwin.

El Legado se encogió de hombros.

—Muy pronto lo averiguaremos.

—¿Todavía debemos seguirlo, entonces?

La respuesta fue inmediata.

—¡No! ¡Demonios, no! ¡Esta gente no es tonta! En el estado en que Kerwin estaba no podía percibir que lo seguían, pero es del todo seguro que
ellos
sí lo percibirían. Hay que dejarlo ir, sin ataduras. El movimiento ha sido de ellos. Ahora… esperemos.

—Eso es lo que hemos estado haciendo durante más de veinte años —gruñó el hombre.

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