El recuerdo de menosprecio del empleado —
uno de ésos
— centelleó en la mente de Kerwin, quien descartó la idea.
—Mi padre lo era. Yo nací aquí y crecí en el Orfanato de Hombres del Espacio. Aunque me marché siendo muy joven.
—Eso debe de ser —dijo Ragan—. Yo pasé algunos años allí. Hago tareas de contacto para la Ciudad Comercial cuando tienen que contratar darkovanos: guías, montañistas, esa clase de cosas. Organizar caravanas a las montañas, a otras Ciudades Comerciales, lo que fuere.
Kerwin todavía trataba de decidir si el hombre tenía algún acento darkovano reconocible. Finalmente le preguntó:
—¿Eres darkovano?
Ragan se encogió de hombros. La amargura de su voz resultó verdaderamente terrible.
—¿Quién sabe? Y además, ¿a quién le importa?
Levantó su copa y bebió. Kerwin lo imitó, sintiendo que muy pronto estaría borracho; nunca había sido un gran bebedor, y el licor darkovano, que por cierto jamás había probado de niño, era una bebida fuerte. No parecía tener importancia. Ragan lo miraba otra vez con fijeza, y tampoco eso parecía importarle.
Kerwin pensó:
Tal vez seamos muy parecidos. Probablemente mi madre era darkovana; si hubiera sido terrana, existirían archivos. Ella podría haber sido cualquier cosa. Mi padre estaba en el Servicio Espacial; eso es lo único que sé con seguridad. Pero, aparte de eso, ¿quién o qué soy? ¿Y cómo hizo mi padre para llegar a tener un hijo mestizo?
—Al menos se tomó la molestia de conseguirte la ciudadanía del Imperio —dijo Ragan con amargura. Jeff se lo quedó mirando con fijeza, sin advertir que en realidad había hablado en voz alta—. ¡El mío ni siquiera se preocupó por eso!
—Pero tienes un poco de rojo en el pelo —repuso Jeff, y se preguntó por qué lo habría dicho. Pero Ragan aparentemente no lo escuchó; tenía la mirada fija en su copa. Ellers interrumpió, con aire ofendido:
—¡A ver, los dos, se supone que esto es una celebración! ¡Bebamos!
Ragan apoyó el mentón entre las manos, mientras observaba fijamente a Kerwin, al otro lado de la mesa.
—De modo que viniste aquí, al menos en parte, para intentar localizar a tus padres… ¿A tu familia?
—Para averiguar algo de ellos —le corrigió Kerwin.
—¿Nunca se te ocurrió que tal vez estarías mejor sin saber nada?
Se le había ocurrido. Había pasado por todo eso y lo había superado.
—No me importa que mi madre haya sido una muchacha de ésas —dijo, señalando a las mujeres que iban y venían buscando tragos, deteniéndose a coquetear con los hombres, intercambiando bromas y provocaciones—. Quiero
saberlo.
Para estar seguro de qué mundo puede reclamarme, Darkover o Terra. Para tener seguridad…
—Pero… ¿no hay archivos en el Orfanato?
—No he tenido oportunidad de buscar —respondió Kerwin—. De todos modos, ése es el primer sitio al que iré. No sé cuánto podrán decirme. Pero es un buen lugar para empezar.
—¿Y si no pueden decirte nada? ¿Nada más?
Kerwin manoseó, con dedos entorpecidos por la bebida, la cadena de cobre que había llevado en torno al cuello desde que tenía memoria y dijo:
—Sólo esto. Me dijeron, en el orfanato, que la traía en torno al cuello cuando llegué allí.
No les gustó. La matrona me dijo que era demasiado grande para llevar talismanes de la suerte y trató de quitármela. Yo grité… —¿por qué me había olvidado de esto?— y me debatí con tanta furia que finalmente me permitieron conservarla. ¿Por qué demonios habré hecho eso? A mis abuelos tampoco les gustaba, y aprendí a mantenerla fuera de su vista.
—¡Oh, caramba! —interrumpió Ellers bruscamente—. ¡El viejo talismán perdido! ¡Así que se lo enseñarás y todos reconocerán que eres el hijo y heredero, perdido mucho tiempo atrás, de Lord Su Alteza Real de la Realeza, que está en su castillo, y vivirás feliz para siempre! —Hizo un indescriptible sonido de burla. Kerwin sintió que el rostro se le sonrojaba de furia. Si Ellers verdaderamente creía esa basura…
—¿Puedo echarle un vistazo? —preguntó Ragan, extendiendo una mano.
Kerwin se quitó la cadena del cuello, pero, cuando Ragan estaba a punto de tomarla, cerró la mano. Siempre le había puesto nervioso que otra persona la tocara. Nunca había querido preguntar a la gente de Psic por qué le ocurría. Probablemente le hubieran dado una palmadita y alguna respuesta inmediata, algo viscoso acerca de su mente inconsciente.
La cadena era de cobre, un metal valioso en Darkover. Pero la piedra azul siempre le había parecido poco notable, una baratija, algo que una muchacha pobre podría haber atesorado, ni siquiera tallada, tan sólo un bonito cristal azul, un pedacito de vidrio.
Pero los ojos de Ragan se entrecerraron al mirarla, y emitió un leve silbido.
—¡Por el lobo de Alar! ¿Sabes qué es esto, Kerwin?
Kerwin se encogió de hombros.
—Alguna piedra semipreciosa de los Hellers, supongo. No soy geólogo.
—Es una gema matriz —dijo Ragan y, ante la expresión vacía de Kerwin, explicó—: un cristal psicoquinético.
—Estoy en blanco —replicó Ellers y extendió la mano para tomar la pequeña piedra.
Rápidamente, con gesto protector, Kerwin volvió a cerrar el puño. Ragan arqueó las cejas.
—¿Está sintonizada? —preguntó.
—No sé de qué estás hablando —respondió Kerwin—. Sólo sé que de alguna manera no me gusta que la gente la toque. Una tontería, supongo.
—De ninguna manera —dijo Ragan y de repente pareció tomar una decisión—. Yo tengo una —prosiguió—. Nada de esas dimensiones, sino una pequeña, de las que venden en los mercados como cierres de maletas o juguetes para los niños. Una como la tuya… Bien, no se encuentra en la calle, ¿comprendes? Probablemente cueste una pequeña fortuna y, si alguna vez estuvo registrada en cualquiera de los bancos principales, no sería difícil determinar a quién perteneció. Pero incluso las pequeñas como la mía… —Extrajo un pequeño envoltorio de cuero de un bolsillo interior y la desenvolvió con cuidado. Un diminuto cristal azul rodó hacia afuera—. Son así. Tal vez tienen alguna baja forma de vida; nadie lo sabe. De todos modos, son definitivamente gemas personales; si trabas una cerradura con una de ellas, nada volverá a abrirla salvo tu propia
intención
de abrirla.
—¿Estás diciendo que son mágicas? —inquirió Ellers con enojo.
—Demonios, no. Registran tus ondas cerebrales y sus diferentes curvas electroencefalográficas, o algo por el estilo, como si fueran unas huellas dactilares. De modo que tú eres la única persona que puede abrir la cerradura; una excelente manera de proteger los papeles privados. Para eso uso la mía. Oh, y puedo hacer algunos trucos con ella.
Kerwin miró con detenimiento el pequeño cristal azul que Ragan tenía en la palma de la mano. Era más pequeño que el suyo, pero del mismo color particular. Repitió lentamente:
—Gema matriz.
Ellers, serio por un momento, miró a Kerwin y dijo:
—Sí. El gran secreto de Darkover. Los terranos han tratado de rogar, de tomar prestado o robar algunos de los secretos que durante generaciones han conservado para la tecnología de matrices. Hace doce o veinte años se produjo por ello una gran guerra… No lo recuerdo; fue antes de mi tiempo. Oh, los darkovanos traen a la Ciudad Comercial algunas piedras pequeñas, como la de Ragan, y las venden; las truecan por drogas o metales, usualmente dagas o herramientas pequeñas o lentes fotográficas. De alguna manera, las matrices transforman la energía sin subproductos de la fisión. Pero son muy pequeñas, y continuamente oímos rumores acerca de otras más grandes. Más grandes incluso que la tuya, Jeff. Pero ningún darkovano quiere hablar de eso. Eh… —prosiguió, esbozando una sonrisa—, tal vez después de todo
seas
el heredero perdido de Lord Su Alteza Real de la Realeza y su castillo. ¡Sin duda ninguna muchacha de los bares podría tener una piedra como ésa!
Kerwin acunó la gema en su mano, pero no la miró. Le nublaba la vista y le producía una extraña náusea, vértigo. Volvió a colgársela del cuello. No le gustaba la manera en que Ragan le estaba mirando. De algún modo le
recordaba
algo.
Ragan empujó su pequeño cristal —no era más grande que la cuenta que una mujer podría usar para rematar su trenza— hacia Kerwin y preguntó:
—¿Puedes mirar en su interior?
Alguien le había dicho eso antes. En algún momento alguien le había dicho:
Mira dentro de la matriz.
Una suave voz de mujer. O tal vez le había dicho:
No mires dentro de la matriz…
Le dolía la cabeza. Con brusquedad, alejó la piedra. Ragan volvió a arquear las cejas apreciativamente:
—No es para tanto. ¿Puedes usar la tuya?
—¿Usarla? ¿Cómo? No sé
ni una condenada cosa
de ella —repuso rudamente.
Ragan se encogió de hombros y dijo:
—Yo sólo puedo hacer algunos trucos con la mía. Mira.
Apuró la rústica copa de vidrio verde hasta beber las últimas gotas, luego la apoyó en la mesa, invertida, y colocó el diminuto cristal azul sobre el pie de la copa. Su rostro cobró una expresión de intensa concentración; repentinamente se produjo un pequeño relámpago que les hirió los ojos, un sonido siseante, y el rígido pie de la copa se fundió, se dobló y se formó un charquito de vidrio verde. Ellers soltó una exclamación. Kerwin se pasó las manos por los ojos; allí estaba la copa, inclinada, con el pie ladeado. Recordó haber estudiado en un curso de historia que un artista terrano había pintado cosas así: teteras quebradas y relojes desarticulados. La historia lo había juzgado como lunático más que como genio. La copa, con el pie inclinado hacia un costado, parecía tan surrealista como la obra de aquel pintor.
—¿Yo podría hacer eso? ¿Cualquiera podría hacerlo?
—Con una piedra del tamaño de la tuya, podrías hacer una condenada cantidad de cosas —dijo Ragan—, si supieras cómo usarla. No sé cómo funcionan, pero, si te concentras en ellas, pueden mover objetos pequeños, producir intenso calor u… otras cosas. No hace falta gran entrenamiento para jugar un poco con las de este tamaño.
Kerwin rozó la piedra que caía sobre su pecho.
—Entonces no es una baratija —comentó.
—Demonios, no. Vale una pequeña fortuna… Tal vez una gran fortuna, no lo sé. Me sorprende que no te la hayan quitado antes de que te marcharas de Darkover, considerando cuánto se han esforzado los terranos para apoderarse de algunas de las más grandes, para experimentar con ellas y probar sus límites.
Emergió otro de esos recuerdos difusos. Drogado, en la Gran Nave que lo había llevado a Terra, una camarera o una asistenta había empezado a tocar su gema; había despertado, gritando, con pesadillas. Habían creído que se trataba de un efecto colateral de las drogas. Dijo con tono sombrío:
—Creo que lo intentaron.
—Estoy seguro de que las autoridades del Cuartel General darían casi cualquier cosa a cambio de una matriz de ese tamaño —repuso Ragan—. Podrías plantearte la posibilidad de entregársela; probablemente te darían a cambio lo que quisieras, dentro de lo razonable. Podrías conseguir un nombramiento muy bueno.
Kerwin esbozó una sonrisa.
—Como me siento como el demonio cada vez que me la quito, creo que presentaría… algunas dificultades.
—¿Quieres decir que nunca te la quitas? —preguntó Ellers, borracho—. Eso debe de plantearte algunos problemas. ¿Ni siquiera te la quitas en el baño?
Kerwin respondió con una risita:
—Oh,
yo puedo
. No me gusta hacerlo, me siento… oh, no sé,
raro
… cuando me la quito. O cuando no la tengo puesta por un rato.
Siempre se había acusado de supersticioso, irracional, compulsivo, de tratar las cosas como fetiches.
Ragan sacudió negativamente la cabeza.
—Como digo, son una extraña clase de cosas. Son… Demonios, no tiene sentido, pero así
sucede
. No sé cómo funciona; sólo sé que así es. Tal vez
sean
una baja forma de vida. ¿Ves? Se
adhieren
a ti; no puedes marcharte y dejarlas atrás; y nunca me enteré de alguien que las hubiera perdido. Conozco a un hombre que perdía siempre sus llaves, hasta que consiguió una piedra de éstas para el llavero. Y siempre que se lo dejaba olvidado, créeme,
sabía
dónde lo había dejado.
Eso, pensó Kerwin, explicaba muchas cosas. Incluyendo a un niño que gritaba como si tuviera la mitad de su edad, cuando una práctica matrona terrana lo despojó de su «talismán de la suerte». Finalmente, habían tenido que devolvérselo. Se preguntó, estremeciéndose, qué hubiera ocurrido si
no
se lo hubieran devuelto. Le pareció que no quería saberlo. Volvió a tocar la oculta gema, sacudiendo la cabeza, recordando su infantil seguridad de que ella guardaba la clave de su pasado oculto, de su identidad y de la identidad de su madre, de sus oscuros recuerdos y de sus sueños casi olvidados.
—Por supuesto —dijo, con intensa ironía—, esperaba que fuera el amuleto que en verdad
demostraría
que yo era el hijo y heredero, perdido mucho tiempo atrás, de tu Lord Fulano y Zutano. Ahora todas mis ilusiones están destrozadas.
Se llevó la copa a los labios y llamó a la muchacha darkovana para que les trajera más de lo mismo.
Mientras lo hacía, su mirada cayó sobre la copa cuyo pie Ragan había fundido. Demonios, ¿estaba más borracho de lo que creía?
La copa estaba erguida sobre su sólido pie de vidrio verde, recto, impecable. Estaba perfectamente entera.
Tres copas más tarde, Ragan se excusó, diciendo que tenía un encargo del Cuartel General y que tenía que presentar un informe al respecto para que pudieran pagarle. Cuando se fue, Kerwin miró con impaciencia a Ellers, que había acompañado a Ragan en todas las copas. No era así como había querido pasar la primera noche de regreso en el mundo cuya imagen había guardado en su mente desde la infancia. No sabía muy bien
qué quería…
¡pero estaba seguro de que no era pasarse toda la noche sentado en un bar del espaciopuerto, emborrachándose!
—Mira, Ellers…
Sólo un suave ronquido le respondió: Ellers se había deslizado en su silla, completamente bebido.
La regordeta muchacha darkovana volvió con otra ronda —Kerwin ya había perdido la cuenta de cuántas iban— y miró a Ellers con una mezcla profesional de desilusión y resignación. Después, al echar un rápido vistazo a Kerwin, éste pudo advertir que la joven cambiaba su centro de interés; al inclinarse para servir, se frotó hábilmente contra Kerwin. Su vestido suelto estaba abierto en el cuello, de modo que él podía ver el valle que se abría entre sus pechos; tanto su ropa como su cabello exhalaban el familiar y dulce aroma a incienso. Mientras aspiraba el aroma de Darkover, de una mujer, una corriente de excitación hizo sonar una cuerda en lo profundo de su vientre. Pero volvió a mirarla y advirtió que sus ojos eran duros y superficiales y que la melodía de su voz se deshilachaba en los bordes mientras le decía, como acunándolo: