—¿Te gusta lo que ves, hombretón?
Hablaba en un cortado terrano estándar, no en el musical idioma que era el dialecto de la ciudad; fue eso —Kerwin lo supo después— lo que más lo irritó.
—¿Te gusta Lomie, hombretón? Ven conmigo; soy linda y cálida, ya verás…
Kerwin sintió en la boca un mal gusto que no era culpa del vino. Bajo cualquier cielo y cualquier sol, en cualquier mundo, las muchachas de los bares de la Ciudad Comercial terrana eran todas iguales.
—¿Vienes? ¿Vienes…?
Sin saber muy bien lo que iba a hacer, Kerwin se aferró al borde de la mesa y se puso bruscamente de pie, mientras el banco caía con estrépito detrás de él. Se irguió ante la muchacha, con los ojos centelleantes a través de la luz penumbrosa y llena de humo, y de sus labios manaron palabras en un idioma olvidado mucho tiempo atrás:
—
¡Vete sola, hija de una cabra montes, y cubre tu vergüenza en otra parte, no yaciendo con hombres de mundos que desprecian el tuyo! ¿Dónde está el orgullo de los Cahuenga, desvergonzada?
La muchacha jadeó, retrocedió, cerrando convulsivamente con una mano el vestido sobre sus pechos desnudos, y se inclinó casi hasta el suelo. Tragó con esfuerzo, pero durante un momento sólo sus labios se movieron, sin emitir sonidos; después susurró:
—
S'dia shaya… d'sperdo, vai dom alzuo…
—Y salió corriendo entre sollozos. El sonido de su llanto y el aroma de su cabello almizclado quedaron en la habitación detrás de ella.
Kerwin, tambaleándose, se aferró al borde de la mesa.
¡Dios, qué borracho puedes ponerte! ¿Y, en cualquier caso, qué era todo eso que barboté?
Estaba atónito consigo mismo… ¿Qué pretendía, de todos modos, asustando de esa manera a la pobre chica? Él no era más virtuoso que cualquier otro. ¿Qué resto de puritanismo le habría instado a montar en cólera y humillarla de esa manera? Había tenido su cuota de busconas de espaciopuerto en más de un mundo.
¿Y en qué idioma había hablado?
Sabía
que no se trataba del dialecto de la ciudad, pero… ¿qué idioma
era
? No podía recordarlo; por más que lo intentara, en su memoria no quedaba ni una sílaba de las palabras que había pronunciado; sólo persistía la imagen de la emoción.
Ellers, afortunadamente, había seguido roncando durante todo el incidente; podía imaginarse los reproches que le hubiera hecho de estar despierto. Pensó:
Será mejor que nos marchemos de aquí mientras yo todavía pueda navegar… ¡y antes de que cometa alguna otra locura!
Se inclinó y sacudió a Ellers, que ni siquiera emitió un sonido. Kerwin recordó que Ellers había bebido tanto como él mismo y Ragan juntos. Hacía eso en cada espaciopuerto. Kerwin se encogió de hombros, levantó el banco que había volcado, alzó los pies de Ellers y los colocó sobre el banco y se volvió con paso inseguro hacia la puerta.
Aire. Aire fresco. Eso era todo lo que le hacía falta. Después sería mejor que volviera a la Zona terrana. Al menos, dentro de las puertas del espaciopuerto sabía cómo comportarse. Pero, pensó confundido,
creí
que sabía cómo comportarme aquí en Darkover. ¿Qué me habrá ocurrido?
El sol, nublado y de aspecto iracundo, pendía muy bajo sobre la calle. Unas sombras de oscuro color malva e índigo envolvían las casas en una amistosa penumbra. Había gente en las calles ahora: darkovanos con camisas y pantalones coloridos, que llevaban abrigadas capas tejidas o las más comunes chaquetas importadas de montañeros; mujeres envueltas hasta los ojos en pieles y una forma alta que súbitamente pasó deslizándose, invisible detrás de una capucha y una capa de corte y color extraños, una forma que no era humana.
Mientras estaba allí parado, mirando el cielo llameante, el sol se puso de golpe y la ágil oscuridad barrió el cielo, una oscuridad semejante a grandes alas suaves que se extendieran para velar la luz: la noche que caía rápidamente y que daba su nombre a este mundo. Con un súbito resplandor apareció la corona de enormes estrellas blancas y campearon en el cielo tres de las pequeñas gemas de las lunas: verde jade, azul pavorreal, rosa perlado.
Kerwin permaneció mirando hacia arriba con los ojos húmedos, sin avergonzarse de las lágrimas repentinas. No era una ilusión, entonces, a pesar de los vulgares bares del espaciopuerto y de la desilusión de las calles. Era real: estaba otra vez en casa, había visto la noche que caía desde el cielo, el centelleo de la corona de estrellas que llamaban la Corona de Hastur a partir de la leyenda… Se quedó allí hasta que, con el súbito enfriamiento del aire, la densa bruma nocturna se alzó atenuando el centelleo de las estrellas hasta hacerlo desaparecer.
Lentamente, siguió caminando. Empezaron a caer las primeras gotas neblinosas de lluvia; el alto faro del Cuartel General, interrumpiendo el cielo, le hizo señales y él avanzó, con reticencia, en esa dirección.
Pensaba en la muchacha darkovana del bar, a quien había rechazado de manera tan inesperada… y tan extraña. Se había mostrado cálida y dispuesta y era limpia… ¿Qué más podía desear un hombre como bienvenida al hogar? ¿Por qué la habría rechazado… de
ese
modo?
Se sentía extrañamente inquieto, como perdido. ¿Un hogar? Un hogar significaba algo más que un cielo y estrellas familiares. Un hogar significaba gente. Él había tenido un hogar en la Tierra, si eso era lo que quería. No, pensó seriamente, sus abuelos nunca le habían querido a él, sino más bien una segunda oportunidad de reconstruir a su padre en su imagen. ¿En el espacio? Ellers, tal vez, era el amigo más íntimo que había tenido… ¿Y quién era Ellers? Un vagabundo de espaciopuertos, que saltaba de un planeta a otro. Kerwin sintió un hambre súbita de tener raíces, un hogar, de la gente y el mundo que nunca había conocido, que nunca le habían permitido conocer. Las palabras, casi burlonas, que le había dicho a Ellers, volvieron a su mente:
Esperaba que fuera el amuleto que probaría que yo era el hijo y heredero perdido tanto tiempo atrás…
Sí, ahora sabía que ése era el sueño que le había atraído de vuelta a Darkover, la fantasía de que hallaría el lugar al que pertenecía. De otro modo, ¿por qué había abandonado el último mundo en el que había estado? Le había gustado ese lugar; había tenido allí muchas peleas, muchas mujeres, muchos compañeros agradables, muchas aventuras que correr. Pero todo el tiempo le había atenazado la inexorable compulsión de retornar a Darkover; eso le había hecho dejar lo que sabía, ahora, que hubiera sido una segura ruta de progreso y, más aún, le había llevado a matar cualquier esperanza de una promoción seria.
Y ahora que había regresado, ahora que había visto las cuatro lunas y la rápida noche de sus sueños…, ¿todo lo demás sería anticlímax? ¿Descubriría acaso que su madre era tan sólo otra buscona de espaciopuerto, como la que se había frotado contra él esta noche, ansiosa de llevarse a casa una parte de la generosa paga del espaciopuerto? Si era así, no admiraba el gusto de su padre. ¿Su padre? Había oído muchas cosas acerca de su padre durante los siete años que había pasado con sus abuelos, y la imagen que ellos le habían dado no coincidía; su padre no parecía haber sido así. Su padre, suponía, había sido un hombre quisquilloso. Pero, tal vez, ésa era tan sólo la impresión que tenía su abuela… Al menos se había preocupado por conseguirle a su hijo la ciudadanía del Imperio.
Bien, haría aquello que había venido a hacer aquí. Intentaría seguir el rastro de su madre y descubrir por qué su padre lo había abandonado en el orfanato del espaciopuerto y dónde y cómo había muerto. ¿Y después?
¿Qué haría después?
La pregunta le fastidiaba… ¿Qué haría después?
Haré volar ese halcón cuando le crezcan las plumas
, se dijo Kerwin, advirtiendo después que había enunciado el proverbio darkovano sin darse cuenta.
La niebla nocturna ya se había condensado, y había empezado a caer una fina lluvia fría. Durante el día había estado tan cálido que Kerwin había olvidado con cuánta rapidez, en esta época, el calor del día se perdía en la lluvia helada y la nieve. Se estremeció y caminó más rápido.
En algún momento había tomado un camino equivocado: había esperado emerger en la plaza abierta que se encontraba frente al espaciopuerto. Se hallaba en una plaza abierta, pero no era la correcta. En uno de sus lados había una cantidad de pequeños cafés y casas de comida, tabernas y restaurantes. Había terranos allí, de modo que sin duda el lugar no estaba fuera de los límites permitidos al personal del espaciopuerto —sabía que algunos lugares no estaban permitidos, ya que le habían informado cuidadosamente al respecto—, pero también había caballos atados, lo que revelaba que también había clientes darkovanos. Caminó frente a los comercios, eligió uno que olía intensamente a comida darkovana y entró. El olor le hizo agua la boca. Comida, eso era lo que necesitaba, una buena comida sólida, no los insípidos alimentos sintéticos de la nave espacial. En la penumbrosa luz, los rostros eran solamente manchones, y no buscó a ninguno de los hombres del
Southern Crown.
Se sentó ante una mesa del rincón y pidió la comida. Cuando llegó, empezó a comer con placer. Bastante cerca, un par de darkovanos, bastante mejor vestidos que el resto, jugueteaban con su comida. Llevaban capas de colores alegres, botas altas y cinturones enjoyados de los que pendían cuchillos. Uno de ellos tenía centelleante pelo rojo, que hizo arquear las cejas a Kerwin. Los darkovanos de la ciudad eran en general morenos. Su propio pelo rojo le había hecho blanco de las miradas de curiosidad cuando, de niño, había andado por la calle. Además, también su padre y sus abuelos tenían ojos y pelo oscuro. Él había refulgido como un faro entre ellos. En el orfanato lo llamaban
Tallo
, cobre…, medio en broma y un poco, ahora lo advertía, con una especie de supersticiosa reverencia. Y las niñeras y matronas darkovanas habían tenido tantos problemas para suprimir ese apodo que incluso entonces el hecho le había sorprendido. De algún modo había tenido la idea, aunque las niñeras darkovanas tenían prohibido transmitir las supersticiones locales a los niños, de que el pelo rojo era mala suerte o tabú.
Si era mala suerte, el pelirrojo no parecía saberlo, ni tampoco parecía importarle.
En la Tierra, tal vez porque el pelo rojo no era tan poco común, el recuerdo de esa superstición había desaparecido. Pero tal vez eso explicara la primera mirada fija de Ragan. Si el pelo rojo era tan poco común, era obvio que cualquiera supondría, al ver a un pelirrojo a cierta distancia, que se trataba del hombre que uno conocía y se sorprendería al advertir más tarde que en realidad se trataba de un extraño.
Aunque, si lo pensaba bien, el pelo del propio Ragan tenía un reflejo rojizo; incluso podría haber sido pelirrojo de pequeño. Kerwin volvió a pensar que el hombrecito le había resultado familiar y una vez más trató de recordar si en el orfanato había habido algún otro pelirrojo, además de él mismo. Sin duda había conocido un par de ellos cuando era muy pequeño…
Tal vez antes de entrar al orfanato. Tal vez mi madre fuera pelirroja, o tuviera algún pariente pelirrojo…
Pero por más que se esforzó, no pudo descubrir el vacío de sus primeros años. Tan sólo el recuerdo de sus sueños perturbadores…
Un altavoz situado en la pared hipó fuertemente, y una voz metálica enunció:
—Atención, por favor. Todo el personal del espaciopuerto, atención, por favor…
Kerwin arqueó las cejas, mirando el altavoz con claro resentimiento. Había venido aquí para alejarse de cosas como ésas. Evidentemente, otros clientes del restaurante tenían el mismo sentimiento, ya que se escucharon un par de ruidos despectivos.
La voz metálica señaló en terrano estándar:
—Atención, por favor. Todo el personal del Cuartel General que tenga aeroplanos en el campo debe presentarse inmediatamente a la División B. Todo el tránsito de superficie será cancelado. Repito, será cancelado. El
Southern Crown
despegará en el horario previsto. Repito, en el horario previsto. Todos los aeroplanos de superficie que estén en el campo deben ser desplazados sin demora. Repito, todo el personal del Cuartel General que tenga aeronaves privadas en el campo…
El pelirrojo darkovano que Kerwin había visto antes dijo con audible tono malicioso y en el dialecto de la ciudad que todo el mundo comprendía:
—Qué pobres deben de ser estos terranos para tener que molestarnos con esa caja aullante, en vez de pagar unos peniques a algún lacayo que lleve sus mensajes…
La palabra que utilizó por «lacayo» era particularmente ofensiva.
Un funcionario del espaciopuerto, uniformado, que se encontraba en la parte delantera del restaurante, miró con ira al pelirrojo, después lo pensó mejor, se puso la gorra orlada de dorado y salió a la lluvia. Una helada ráfaga entró en la habitación —ya que el oficial había encabezado un pequeño éxodo— y el darkovano que se hallaba más cerca de Kerwin dijo a su compañero.
—
Esa so vhalle Terranan acquelle…
—Y soltó una risita.
El otro replicó algo aún más insultante, mientras sus ojos se demoraban sobre Kerwin. Éste advirtió que era el único terrano que quedaba. Sintió que temblaba. Siempre había sido infantilmente susceptible a los insultos. En la Tierra había sido un extraño, un ajeno, un darkovano; aquí, en Darkover, de repente se sentía terrano. Y los acontecimientos del día no habían tendido precisamente a suavizar su estado de ánimo. Pero tan sólo lanzó una mirada centellante y comentó… en dirección a la mesa vacía que se hallaba a su izquierda:
—La lluvia sólo puede ahogar al conejo en el lodo si éste no tiene la astucia de mantener la boca cerrada.
Uno de los darkovanos —no el pelirrojo— empujó su banco hacia atrás y giró, volcando su copa en el proceso. El ruido que hizo la copa de metal y la exclamación del camarero hicieron que todos los ojos se clavaran en ellos. Kerwin empezó a incorporarse de su asiento. Internamente, se observaba con pena. ¿Iba a hacer
dos
escenas, en
dos
bares, y acaso su tumultuosa bienvenida a Darkover acabaría por enviarlo a la brigada local con las acusaciones de ebriedad y desorden?
Entonces el compañero del hombre tomó a éste del codo y le dijo algo que Kerwin no alcanzó a escuchar. Los ojos del primer hombre ascendieron con lentitud, hasta posarse en la cabeza de Kerwin, ahora perfectamente iluminada por una lámpara, y lanzó una pequeña exclamación: