—Cleindori, no —dijo y extendió la mano para rozar sus rizos claros, que relucían con la luz del cobre fundido y el oro—. Sólo ves el poder. No conoces la crueldad de ese entrenamiento. Para ser Celadora…
—Janine me informó. Me explicó que el entrenamiento es muy prolongado y muy difícil de soportar. Me dijo algo de lo que debo jurar y de lo que debo abandonar, pero también que creía que yo era capaz de hacerlo.
—Niña… —Damon tragó con esfuerzo y agregó—: ¡La carne y la sangre humanas no pueden tolerarlo!
—Eso es una tontería —replicó Cleindori—, ya que tú lo toleraste, padre. Y también Calista, que fue la Celadora-novicia de Leonie en Arilinn.
—¿Tienes idea de lo que eso le costó a Calista, niña?
—Tú te aseguraste de que lo supiera cuando todavía era una criatura. Y también Calista, que me contó, antes de que yo llegara a la femineidad, que era una vida muy cruel y antinatural. Me salieron los dientes escuchando esa vieja historia de cómo tú y Calista combatisteis contra Leonie y todos los de Arilinn en un duelo que duró toda una noche…
—¿Tanto creció esa historia? —la interrumpió Damon con una carcajada—. Duró menos de un cuarto de hora, aunque sin duda la tormenta pareció rugir durante muchos días. Pero luchamos contra Arilinn y nos ganamos el derecho a usar el
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como quisiéramos y no como lo decretara Arilinn.
—Pero también puedo ver —argumentó Cleindori— que fuiste entrenado al estilo de Arilinn, lo mismo que lo fue Calista, que es extraordinariamente experta; en tanto que aquellos que han recibido el entrenamiento de
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aquí tienen menos habilidades y son más torpes en la utilización de sus talentos. También sé que todas las otras Torres se atienen todavía al estilo de Arilinn.
—Estos poderes y habilidades… —Damon se interrumpió y se recompuso, tratando de hablar con calma, pues estaba gritando—. Cleindori, desde que era joven he creído que el estilo de Arilinn y de todas las otras Torres a las que Arilinn impone su voluntad es cruel e inhumano. Eso he creído y he luchado, arriesgando mi vida, para que los hombres y mujeres de las Torres no se vieran obligados a convertir sus vidas en una muerte en vida, aislados dentro de los muros. Las habilidades que tenemos pueden ser dominadas por cualquier hombre o mujer, Comyn o plebeyos, siempre que tengan el talento innato. Es como tocar el laúd: se nace con oído musical y se puede aprender a tañir las cuerdas, pero ni siquiera en nombre de esa vocación tan difícil se justifica que se le pida a alguien que abandone su hogar y su familia, su vida o su amor. Les hemos enseñado muchas cosas a otros y hemos ganado el derecho de enseñarles sin castigo. Llegará el día, Cleindori, en que las antiguas ciencias de matriz de nuestro mundo estarán a disposición de cualquiera que pueda usarlas y las Torres ya no serán necesarias.
—Pero todavía seguimos siendo descastados —argumentó Cleindori—. Padre, si hubieras visto la cara de Janine cuando hablaba de ti, de la Torre Prohibida, como la llamaba…
El rostro de Damon cobró una expresión tensa.
—No amo tanto a Janine como para que su mala opinión de mí me provoque insomnio.
—Pero Cleindori tiene razón —replicó Kennard—. Somos renegados. Aquí en la campiña la gente acepta nuestra modalidad, pero en todos los Dominios recurren exclusivamente a las Torres para aprender el
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. También yo iré a una Torre, tal vez a Neskaya, o quizás a la misma Arilinn, cuando concluya mis tres años de servicio en la Guardia; si Cleindori va a Arilinn, dicen que yo no podría ir hasta que ella no complete sus años de reclusión, pues una Celadora, durante su entrenamiento, no puede tener cerca a un hermano adoptivo, ni a ninguna persona a la que esté afectivamente ligada…
—Cleindori no irá a Arilinn —sentenció Damon—, y punto. —Y repitió con mayor vehemencia—: ¡La carne y la sangre humanas no pueden soportar el estilo de Arilinn!
—Repito que eso es una tontería —dijo Cleindori—, pues Calista lo soportó y Margwenn de Thendara y Leominda de Neskaya y Janine de Arilinn y la misma Leonie y, según dicen, más de novecientas veinte Celadoras antes que ella. Si debo hacerlo, también podré soportar lo que ellas soportaron.
Apoyó el mentón sobre las manos, mirándole con toda seriedad.
—Me has dicho con mucha frecuencia, desde que era niña, que una Celadora sólo es responsable ante su propia conciencia. Y que en todas partes, entre los mejores hombres y mujeres, la conciencia es la única guía de las acciones. Padre, siento que estoy destinada a ser Celadora.
—Puedes ser Celadora entre nosotros, cuando crezcas —dijo Damon—, sin padecer los tormentos que deberás sufrir en Arilinn.
—¡Oh! —Se puso de pie con furia y empezó a recorrer la habitación—. ¡Tú eres mi padre y querrías que fuera una niñita para siempre! Padre, ¿crees que no sé que sin las Torres de los Dominios nuestro mundo estaría sumergido en la oscuridad de la barbarie? No he viajado mucho, pero he ido a Thendara y he visto allí las naves espaciales de los terranos, y sé que sólo hemos resistido al Imperio porque las Torres proporcionan a nuestro mundo lo que necesitamos, con nuestras antiguas ciencias de matriz. Si las Torres se extinguen, Darkover caerá en manos del Imperio como una ciruela madura, ¡pues el pueblo rogará la tecnología y el comercio del Imperio!
Damon dijo con suavidad:
—No creo que eso sea inevitable. No siento odio por los terranos; mi mejor amigo nació en Terra, tu tío Ann'dra. Pero para eso estoy trabajando, para que cuando todas las Torres se extingan, haya en el pueblo de los Dominios
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suficiente para que Darkover siga siendo independiente y no tenga necesidad de suplicarles a los terranos. Ese día llegará, Cleindori. Te aseguro que llegará el día en que cada Torre de los Dominios esté desnuda y vacía y sea tan sólo presa de las aves de rapiña…
—¡Pariente! —protestó inmediatamente Kennard e hizo un rápido gesto en contra de tal malignidad—. ¡No digas esas cosas!
—No es agradable escucharlo —dijo Damon—, pero es cierto. Cada año son menos nuestros hijos e hijas que tienen el poder o el deseo de tolerar el antiguo entrenamiento y entregarse a las Torres. Una vez Leonie se quejó de que había entrenado a seis muchachas y, de todas ellas, sólo una había podido completar el entrenamiento para ser Celadora; se trataba de la
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Hilary, que enfermó y hubiera muerto si no le hubieran permitido salir de Arilinn. Tres de las Torres… —Janine no te lo diría, Cleindori, pero yo que fui entrenado en Arilinn lo sé bien— tres de las Torres están trabajando con un círculo de mecánicos porque no tienen Celadora, y sus necias leyes no les permiten aceptar a una Celadora para sus círculos si ella no está dispuesta a ser un enclaustrado símbolo de virginidad. Dicen que su fuerza y los poderes de su
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son menos importantes que el hecho de ser una diosa virgen, recluida y objeto de una veneración supersticiosa. Hay al menos cien o más mujeres de los Dominios que podrían hacer la tarea de una Celadora, pero no encuentran razones suficientes para pasar por un entrenamiento que no las convertirá en mujeres sino en… ¡máquinas para la transmisión del poder! ¡Y no las culpo! Las Torres desaparecerán. Deben desaparecer. Y cuando desaparezcan, cuando sean desnudos y ruinosos monumentos del orgullo y la locura del Comyn, entonces el poder del
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y las piedras matrices que nos ayudan a usarlo podrán ser utilizados como siempre deberían de haberlo sido. ¡Como ciencia, no como hechicería! ¡Para la cordura, no para la locura! Toda mi vida he trabajado para eso, Cleindori.
—¡No para derribar las Torres, tío! —Kennard parecía consternado.
—No. Nunca para eso. Pero sí para estar allí cuando sean abandonadas o descartadas, para que no sea necesario que nuestras ciencias del
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perezcan por carencia de Torres que trabajen con ellas.
Cleindori se detuvo a su lado y le apoyó una mano en el hombro con levedad.
—Padre —dijo—, te honro por eso. Pero tu trabajo es demasiado lento, pues todavía te llaman descastado y renegado y cosas peores. Por eso es aún más importante que personas jóvenes como yo, y mi medio hermana Cassilde y Kennard…
—¿También Cassilde irá a Arilinn? —exclamó Damon, consternado—. ¡Matará a Calista! —Cassilde era la hija de Calista, cuatro o cinco años mayor que Cleindori.
—A su edad ya no necesita autorización —dijo Cleindori—. Padre, es necesario que las Torres no mueran hasta que no les llegue el momento, aunque sea inevitable que llegue el día en que ya no sean necesarias. Y mi conciencia me dicta que debo ser Celadora de Arilinn. —Extendió una mano hacia él—. No, padre, escúchame. Sé que
tú
no eres ambicioso; despreciaste la oportunidad de comandar la Guardia de la Ciudad, podrías haber sido el hombre más poderoso de Thendara, pero no lo aceptaste. Yo no soy así. Si mi
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es tan poderoso como me dijo la Dama de Arilinn, quiero ser Celadora de una manera que me permita
hacer
algo útil con ello; ¡algo más que cuidar a los campesinos y enseñar a los niños de las aldeas! ¡Padre, quiero ser Celadora de Arilinn!
—¡Te impondrías esa prisión de la que liberamos a Calista con un coste tan alto! —replicó Damon con una voz que revelaba una amargura indescriptible.
—¡Ésa era
su
vida! —le espetó Cleindori—. ¡Ésta es la
mía
! Pero escúchame, padre —dijo volviendo a arrodillarse a su lado. La furia había desaparecido de su voz, reemplazada por una gran seriedad—. Me has dicho, y yo lo he visto, que Arilinn dicta las leyes para la utilización del
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en este mundo, salvo para ti y los pocos que desafían a Arilinn.
—Tal vez hagan las cosas de otra manera en los Hellers, o en Aldaran o más allá —especificó Damon—. Conozco poco de eso.
—Entonces… —Cleindori alzó la cara para mirarlo, con expresión grave— si voy a Arilinn y aprendo a ser Celadora, según sus leyes y de la manera más ortodoxa en que puede utilizarse el
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, si soy Celadora al estilo de Arilinn…, entonces puedo cambiar sus leyes, ¿verdad? Si la Celadora de Arilinn hace las leyes para todas las Torres, entonces, padre, yo puedo cambiarlas, puedo declarar la verdad, que el estilo de Arilinn es cruel e inhumano… Y, como habré tenido éxito, no podrán decir que soy tan sólo un fracaso o una descastada que ataca aquello que yo misma no puedo hacer. Puedo cambiar esas leyes terribles y derrocar el estilo de Arilinn. Y cuando las Torres ya no ofrezcan a hombres y mujeres una muerte en vida, los jóvenes y las muchachas de nuestro mundo volverán a ellas, y renacerán las antiguas ciencias de matriz de Darkover. Esas leyes nunca cambiarán… ¡hasta que una Celadora de Arilinn pueda cambiarlas!
Damon miró a su hija, estremecido. Sin duda era la única manera de cambiar las crueles leyes de Arilinn: que una Celadora de Arilinn decretara nuevas leyes para todas las Torres. Él había intentado todo lo posible, pero un renegado, un descastado, no había podido hacer nada más fuera de los muros de Arilinn. Había logrado muy poco… Nadie mejor que él sabía cuán poco había logrado.
—Padre, está escrito —dijo Cleindori con voz temblorosa—. Después de todo, lo que sufrió Calista y lo que tú sufriste tal vez sirva para esto, para que yo pueda regresar y liberar a los otros. Ahora que tú has probado que pueden ser liberados.
—Tienes razón —admitió lentamente Damon—. El estilo de Arilinn nunca caerá hasta que la misma Celadora de Arilinn lo destituya. Pero… ¡Oh, Cleindori, tú no! —Dolorido, desesperado, estrechó a su hija contra su pecho—. ¡Tú no, querida!
Con delicadeza ella se liberó del abrazo, y por un momento a Damon le pareció que ya era alta, imponente, distante, que estaba imbuida de la extraña fuerza de una Celadora, ataviada con el majestuoso carmesí de Arilinn.
—Padre, querido padre —dijo ella—, no puedes prohibirme hacer esto; sólo soy responsable ante mi propia conciencia. ¿Cuántas veces nos has dicho a todos, empezando por mi padre adoptivo Valdir, quien no se cansa de repetírmelo, que la conciencia es la única responsabilidad que tenemos? Déjame hacerlo, déjame terminar el trabajo que comenzó con la Torre Prohibida. De otro modo, cuando tú mueras, todo ese trabajo morirá contigo, con todos: una pequeña banda de renegados y sus herejías que mueren en la invisibilidad, y buen viaje. Pero yo puedo llevar esos conocimientos a Arilinn y después a todos los Dominios, pues la Celadora de Arilinn es quien hace las leyes para todas las Torres y para los Dominios. Padre, te repito que es el destino.
Debo
ir a Arilinn.
Damon agachó la cabeza, todavía reticente, pero incapaz de hablar en contra de la joven e inocente seguridad de su hija. Le parecía que los muros de Arilinn ya se cerraban en torno a ella. Y así ambos se separaron, para no volver a reunirse hasta el momento de la muerte de Cleindori.
Cuarenta años más tarde
Así es como fue.
Eras un huérfano del espacio. Por lo que sabías, podrías haber nacido a bordo de una de las Grandes Naves, las naves de Terra, las naves espaciales que cubrían los largos trayectos entre las estrellas para cumplir con el comercio del Imperio. Nunca supiste dónde habías nacido, ni quiénes habían sido tus padres; el primer hogar que conociste fue el Orfanato de Hombres del Espacio, a la vista del Puerto de Thendara, donde aprendiste la soledad. Antes de eso, en alguna parte, había habido colores y luces extrañas y confusas imágenes de personas y lugares que se hundían en el olvido cuando tratabas de concentrarte en ellos, pesadillas que a veces te despertaban y te hacían gemir de terror antes de que estuvieras completamente despierto y pudieras ver el limpio y silencioso dormitorio que te rodeaba.
Los otros niños eran los residuos abandonados de la arrogante e inquieta raza de la Tierra, y tú eras uno de ellos y llevabas uno de sus nombres. Pero afuera se extendía el penumbroso y bello mundo que habías visto, que todavía a veces veías en sueños. Sabías, de alguna manera, que eras diferente; pertenecías a ese mundo de afuera, a ese cielo, a ese sol; no al mundo limpio, blanco, estéril, de la Ciudad Comercial Terrana.
Lo hubieras sabido aunque no te lo hubieran dicho, pero te lo decían con suficiente frecuencia. Oh, no con palabras, pero de cientos de maneras sutiles. De todos modos eras diferente; una diferencia que podías sentir hasta en los huesos. Y además estaban los sueños.