Carmela se enamoró de Juan el día que lo vio por primera vez paseando las ovejas, en el yermo de Abejuela. Él la saludó tímido, con un gesto de la cabeza. Ella jugaba con un perro entre los árboles de la Quinta del Sordo, apenas era una chiquilla de trece años bastante curiosa. Fue ella quien preguntó primero cómo se llamaba, aunque ya lo supiese de haberle visto por el pueblo. Durante los días siguientes, y los meses y los años, ambos regresaban a ese mismo lugar para encontrarse. En los días de lluvia, Juan la esperaba y compartían el pedazo de pan y el tocino bajo el olmo. Las gotas resbalaban por el capote de pastor con que se cubrían y el tiempo pasaba deprisa. Ella volvía rápido a casa con las mejillas arreboladas y el pelo humedecido por aquella maldita lluvia que todo lo podía. Con la nieve era peor, porque las ovejas debían quedarse en el corral. Juan pasaba por delante de la casa de Carmela y miraba hacia las ventanas. Ésta sabía que sólo ella podía contemplarle desde dentro y sonreía. O disimulaba si la madre estaba cerca, sin decir nada aunque lo supiese todo. Qué dura la vida entonces, y los inicios en Barcelona, sin saber qué hacer, con gente por todas partes, corriendo, sin pararse siquiera a preguntarle a una si necesitaba algo. Luego llegó un poco de estabilidad, pero enseguida se truncó. Y fue entonces cuando el ánimo desfalleció, cuando las decisiones se volvieron irrevocables y las esperanzas se diluyeron con esa lluvia fina del tiempo que lo tiñó todo de un amarillo ceniciento que no hubo manera de borrar. Ahora todos esos recuerdos habían vuelto y la azuzaban.
Había intentado pelear contra la memoria, contra aquella fuerza que la arrastraba como una marea incontenible no sabía muy bien hacia dónde. Pero un día, no hacía tanto, bajó los brazos y dejó de luchar. Comprendió que aquello era más fuerte que ella, que pese a los veinte años transcurridos no dejaba de pensar en su familia, no podía comer ni dormir preguntándose cómo estarían ellos. Así que decidió aparcar la cobardía a un lado y enfrentarse a lo que había ocurrido.
La idea de acercarse un día a la casa que había compartido junto a Juan y su hijo le pareció dolorosa; además, no sabía siquiera si seguían viviendo allí. ¿Y si Juan había rehecho su vida?, ¿y si había otra mujer cocinando en aquel piso y durmiendo en su cama? Hasta ese momento, la montaña del Tibidabo había sido su refugio, demasiado apartada de su vida para que llegara hasta ella nadie de su familia. Pero ese refugio había caído, su hijo había arribado sin saberlo y toda esa mentira que se había construido con esfuerzo se había desmoronado a sus pies. De súbito, sin avisar. Y ahora las preguntas se amontonaban y pensaba en cómo sería recibida, en el desgarro de volverlos a ver después de todo ese tiempo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que se aproximaba el primero de noviembre. Juan era un hombre de costumbres; al menos eso no habría sido borrado por el olvido.
Cuando Carmela hubo pasado un rato tras aquella higuera, entreviendo apenas el perfil de Juan, se decidió a dar unos tímidos pasos hacia él. El hombre no se percató; continuaba con la mirada puesta en el mar azul que en esa mañana de otoño se mecía tranquilo. La luz del sol se reflejaba en su superficie, devolviendo destellos brillantes. Tras esos primeros pasos, el pecho de Carmela comenzó a acelerarse. La inundó una sensación de ahogo. Se volvió completamente, presta a la retirada, pero se contuvo. Inspiró hondo inflando el pecho y, en lugar de aire, unas lucecitas blancas comenzaron a nublarle la visión. Buscó el tronco de la higuera con la mano y esperó unos instantes a que esa sensación se apaciguara; con la otra mano se acarició la frente y los ojos. Para ese día se había puesto su mejor vestido y se había arreglado el pelo en un moño alto, como le gustaba a Juan. Ahora el viento lo había desordenado y algunos de sus mechones caían sobre su cara. Pensó en si no había sido una ilusa al creer que podría volver a hablar con él, quizá incluso recuperarlo. Carmela se enfadó consigo misma y tomó la decisión de volver a casa.
Lanzó una última mirada hacia Juan y vio cómo desviaba la vista un momento al nicho en el que había dejado los dos narcisos. Pensó que allí debían reposar los restos de alguien importante para él. Se sintió movida por la curiosidad: antes de abandonar el camposanto necesitaba saber a quién pertenecían. Con cuidado de no llamar su atención, dio unos pocos pasos más hasta situarse a la espalda de Juan. Cuando consiguió estar lo suficientemente cerca pudo leer las inscripciones y se llevó una mano a la boca. Una de ellas rezaba «Raúl Navarro» y, debajo de ésta, figuraba el nombre de Georgina Ariño, su joven esposa. A ambos los había conocido allá en Abejuela. Eran algo más jóvenes que ellos.
Sin perder su expresión estupefacta, se aproximó a Juan despacio, sin pensarlo.
Él alzó la mirada cuando la sintió cerca. Sus ojos se mostraron sobresaltados, pero no pudo o no supo o no quiso articular palabra.
Ella sólo dijo:
—Lo siento. —Se sentó a su lado y le cogió la mano—. Lo siento mucho —repitió.
Él no la apartó.
Y entonces Carmela pudo ver, mientras sus ojos se nublaban, cómo una lágrima recorría la mejilla ajada de Juan.
«Que cada uno haga servir el don que Dios le ha dado, la realización de esto es la máxima perfección social».
Antoni Gaudí
Durante semanas, los preparativos para la venta de las láminas de celulosa se habían ido cimentando con lentitud. Dimas contrató a los conductores y consiguió los camiones a bajo precio; buscó y apalabró la pernocta en un par de hostales repartidos a lo largo del itinerario; cerró el resto de asuntos pendientes y lo dispuso todo para ausentarse, en el peor de los casos, unos diez días. Había cuadrado las fechas con el barco, puesto que finalmente el destino sería Alemania, y ya todo estaba listo. Nada debía fallar, al menos lo que estuviese en su mano. Tras repasar el plan por enésima vez pasó por el taller de joyería a explicar los pormenores. Ferran, al comprobar que todo estaba en orden y que esa noche sería el momento elegido para comenzar la operación, felicitó a Dimas.
—Ten, disfrútalo con calma, te mereces esto y más —le dijo ofreciéndole uno de sus puros. Dimas lo aceptó, pero rechazó encenderlo en ese momento. Lo guardó en un bolsillo de su chaqueta.
—Gracias. Lo encenderé cuando hayamos empezado el viaje.
—Cada uno tiene sus momentos. —Ferran dio un par de caladas rápidas al suyo para avivar el ascua—. Bien, Navarro, he de marcharme. He quedado para comer con el que proporciona la materia prima; ya sabes, una especie de pistoletazo de salida. Ya te contaré si hay algo que merezca la pena, pero me temo que tendré que soportar su perorata sobre Wagner. Es uno de esos que acuden al Liceo a escuchar música en vez de a lucir las joyas, como hace la gente decente.
Ferran sonrió enseñando los dientes, guiñó un ojo y se alejó armado con su puro. Sobre el brazo llevaba un flamante abrigo de pelo de camello de color beige. Dimas salió tras él y se quedó indeciso unos instantes. Dio un pequeño barrido con la vista por todo el taller y se sorprendió al encontrar a Laura en el pequeño despacho que todavía conservaba Francesc Jufresa, al cual acudía de vez en cuando. Los dos conversaban en murmullos y parecían serios y concentrados.
Laura, como sintiendo el peso de su mirada, alzó la vista de pronto y clavó sus ojos de gata en él. Le calibró observándole atentamente, casi se diría que fieramente, un segundo, tal vez dos, durante los cuales Dimas, desarmado, no supo qué hacer. Finalmente ella alzó una mano y, sin sonreír ni mostrar ninguna expresión, le hizo un gesto rápido, decidido, invitándole a acercarse.
Dimas obedeció y se aproximó a ellos.
—Mire, a ver qué le parece este diseño para un broche —le dijo Laura. Señaló encima de la mesa, donde había varios papeles desplegados.
Dimas estaba sorprendido por aquella invitación. Le extrañaba que pidiera su opinión. Recordaba perfectamente cómo se había enfurecido después de que él diera la razón a su hermano Ferran respecto a su anterior proyecto. Ahora, con los ojos escrutadores de Laura fijos en él, sintió que iba a ser de algún modo puesto a prueba.
—¿Qué diría que es?—le preguntó ella entonces.
Dimas se mantuvo en silencio contemplando los dibujos esparcidos sobre la mesa antes de responder. Esta vez estaba decidido a no mostrarse vacilante antes de opinar. No quería, no consentiría por nada del mundo que ella volviera a llamarle patán.
Laura aguardó, más expectante de lo que después le habría gustado admitir, mientras Dimas valoraba en un pétreo silencio su último boceto.
Eso al menos debía reconocérselo: no se precipitaba antes de contestar. Parecía siempre dispuesto a escuchar lo que le decían y a reflexionar sobre ello. Y eso, se mirara por donde se mirase y por mucho que luego no estuvieran de acuerdo, implicaba una cierta forma de respeto. Verle ahí, atento, con ese rostro recién afeitado, ese traje que le sentaba como un guante, ese gesto serio y concentrado le hizo sentirse, sin acertar a entender por qué, halagada.
—Estas figuras —dijo al fin Dimas recorriendo el boceto con el dedo índice— me recuerdan a las torres de la Sagrada Familia…
Laura y Francesc cruzaron una mirada de complicidad.
—… y, a la vez, a las formas redondeadas de Montserrat —continuó Dimas, más hablando para sus adentros que para ellos—. Pero aquí son tres, cuando en la fachada de la Sagrada Familia son cuatro. ¿Por qué tres?
Dimas alzó la vista de los dibujos para mirar a Laura inquisitivo. Ésta clavó sus ojos en los suyos con el semblante serio al oír la pregunta, pero no habló y se limitó a aguardar a que él hallara la respuesta por sí mismo.
—Tres… —decía casi susurrando Dimas—. La Sagrada Familia… Son Jesús, María y José, la Sagrada Familia.
Los labios de Laura, hasta entonces fuertemente cerrados, se abrieron imperceptiblemente dejando exhalar su aliento y, entreverado en él, una casi inaudible exclamación que no supo interpretar si era de enfado o de asombro.
Sea como fuere, Dimas notó que un escalofrío de orgullo le recorría el espinazo. Francesc, con un gesto de la mano y, al contrario que su hija, una sonrisa abierta y franca iluminándole la cara, le invitó a proseguir. Dimas tragó saliva:
—La torre de en medio tiene debajo un aspa. En una ocasión alguien me comentó que esa aspa es para Gaudí el símbolo de Jesús —habló ahora tomando a Francesc como interlocutor; sin embargo, al decir eso no pudo evitar mirar de reojo, sólo un instante, a Laura. La persona que le había explicado el significado de aquel símbolo había sido precisamente ella en el transcurso de la merienda que, no hacía tanto tiempo, había compartido con Guillermo—. Por eso esta torre es más alta que las otras dos.
—¿Ves? —exclamó Laura rápida como el rayo volviéndose hacia su padre en cuanto Dimas hubo concluido—. ¡Y tú decías que nadie lo iba a entender! Aún faltan muchos detalles: quiero que la textura de las torres sea porosa, pero hacerlo de tal forma que parezca más un árbol; el follaje de un árbol…
—Podría ser un ciprés —se atrevió a interrumpirla Dimas—. En la fachada del Nacimiento, debajo de las torres, irá un ciprés. El «Árbol de la vida».
—Vaya, parece que aquí tenemos a un sujeto bien aleccionado —acertó a decir Francesc en un tono entre irónico y amable. Laura frunció el ceño y los labios en un mudo gesto de reproche—. Pero sigue, hija, que te interrumpí. Me habías comentado antes algo de los materiales…
—Quiero que su valor simbólico no se vea estropeado por la opulencia. No quiero diamantes ni piedras, e incluso estaba pensando en usar plata, o plata envejecida… Aunque, por otro lado, el oro blanco podría ser una bella solución; aguanta mucho mejor y se podrá jugar con el brillo y el mate… Además, el oro es uno de los regalos de los Reyes Magos. Y estaba pensando en que el aspa fuera roja, como un tributo de sangre y a la vez un tono fuerte, violento, que resalta sobre el resto. Se podría conseguir con esmalte, ¿verdad? Quizá podríamos usar una especie de teselas, ya que Gaudí es tan aficionado a los mosaicos… —Laura hablaba en voz alta teniendo como testigos a su padre y a Dimas—. Si hubiera aquí alguien que… Lástima que Pau nos dejara —añadió.
Las mandíbulas de Dimas se tensaron. Sintió un nuevo escalofrío, esta vez de miedo. No sabía qué habían hablado Ferran y Francesc sobre Pau Serra, pero en todo caso quería que su nombre quedara al margen de ese despido que todavía le pesaba en la conciencia por más que se empeñara en negarlo. Se mordió el labio inferior para evitar decir nada y cruzó los dedos.
—¿Qué piensas, papá? —proseguía ella con su perorata—. ¿A quién podría acudir del taller?
Francesc enarcó las cejas y se echó hacia atrás en su silla.
—Bien podría ser Àngel Vila. Es muy diestro con el oro blanco.
—¿Seguro que hará la labor como Pau? No sé, podría probar con varios modelos y luego…
—Ya sé que con Pau te entendías muy bien, pero no desdeñes la habilidad de la juventud. Creo que tiene poco más de treinta años, pero está aquí desde que era un crío. Àngel es tu hombre, seguro —sentenció Francesc.
Laura quedó unos instantes callada, sopesando la posibilidad que le sugería su padre. No le quedaba más remedio que probarlo. Dimas aprovechó el silencio para iniciar la retirada. De pronto se veía al margen, como si fuera invisible, incluso se notaba un poco dolido, con la sensación de sentirse utilizado, de que él en sí mismo no importaba nada para Francesc y Laura, más allá de servirles como una suerte de público abstracto y sin rostro con el que ensayar un nuevo proyecto de joyería. Notó que su expresión se endurecía. Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y al mirar la hora chasqueó ruidosamente la lengua.