El sueño de la ciudad (38 page)

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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

BOOK: El sueño de la ciudad
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Tras ese tiempo de reflexión, Ribes se dispuso a enfrentarse al tedioso papeleo justo cuando alguien golpeó la puerta.

—Disculpe, señor Ribes i Pla —dijo la secretaria asomando la cabeza—. Hay un joven caballero que desea verle, afirma que usted lo conoce bien. Yo le pedí que volviera dentro de un rato pero…

—¿Joven caballero? —rezongó.

La secretaria miró un papel.

—Su nombre es… Dimas Navarro.

—¿Navarro…? Claro que lo conozco. Hazlo pasar —ordenó. Estaba intrigado.

En cuanto la secretaria cerró la puerta, Ribes se puso en pie con las manos enlazadas a su espalda. Le sorprendía la visita de Navarro, que seguro tendría un buen motivo. Le recordaba bien de los días que había trabajado para él y sabía que no habría venido sólo a saludarle.

—Buenos días, señor Ribes i Pla.

—Por favor, llámame Héctor, hay confianza para eso, Navarro. —Le ofreció la mano, que Dimas apretó con resolución. Le dedicó una sonrisa afectuosa—. Vaya, muchacho, veo que te van bien las cosas.

Dimas se pasó los pulgares por debajo de las solapas del traje y luego movió una mano como quitándole importancia.

—No me puedo quejar, pero seguro que no me van mejor que a usted.

—No creas, no creas. —Ribes levantó las cejas—. Por aquí estamos viviendo tiempos duros. Este negocio no es fácil, bien lo sabes tú.

—Me lo imagino —asintió Dimas. Tras una pausa, continuó—: Ése es justamente el motivo que me trae aquí. Tengo algo en mi posesión que puede ayudarle.

—¿Ayudarme? —Ribes no disimuló su sorpresa—. ¿Y cómo es eso?

El industrial le ofreció asiento frente a la mesa mientras él se dirigía a su sillón. Dimas se desabotonó la americana y se sentó con gesto relajado sosteniendo el sombrero con una mano.

—No olvido, señor Ri… Héctor, a quien confió en mí cuando era tan sólo un mecánico más de esta empresa.

Dimas rechazó con amabilidad el puro que le ofrecía Ribes, que comenzó a encender el suyo. Tras dar varias caladas cortas, el potentado replicó:

—Tú me hiciste una buena oferta y yo la acepté, como debe hacer todo hombre de negocios que se precie. ¿Vienes a hacerme otra igual de buena?

—O mejor. —Sonrió Dimas—. Seré directo para no hacerle perder su valioso tiempo. Verá, sé que el precio del cobre está ahora por las nubes y que usted necesita de ese material en buena cantidad para las catenarias, el tendido, los acumuladores, los pantógrafos…

—No te equivocas, no —confirmó desde su sillón Ribes i Pla.

—Pues yo puedo conseguirle cinco toneladas —proclamó abriendo la mano y blandiéndola en el aire—. Cinco y a muy buen precio, bastante por debajo del oficial.

—¿De cuánto estamos hablando?

Con voz tranquila pero firme, Dimas contestó:

—Estamos hablando de doscientas setenta y cinco pesetas cada cien kilos.

Ribes se rascó la oreja. El precio era bueno, realmente bueno, pero disimuló su complacencia.

—Vaya, muchacho, es un precio un poco alto… —Hizo cuentas mentalmente—. El monto total debe de sobrepasar las trece mil pesetas. Es mucho dinero para estos tiempos difíciles…

—El cobre acabó el año pasado a doscientas noventa pesetas los cien kilos, y este año ya va por las trescientas veinticinco pesetas. Si no acaba la guerra hoy mismo, seguirá subiendo. Y aun así esos países necesitarán seguir comprando, no van a dejar de usarlo de la noche a la mañana… No me extrañaría nada que a lo largo de 1915 ascendiera hasta las cuatrocientas, o incluso más.

Ribes se recostó sobre su asiento dando una larga calada al puro. Sus labios dibujaban una sonrisa entre divertida e irónica.

—Veo que te has informado bien, Navarro… ¿Y cuál es el truco? ¿Dónde está la trampa?

—Es una oferta pillada al vuelo. Hay que cerrar la operación hoy mismo.

—¿Hoy? Vaya, me estás pidiendo una cantidad de dinero de la que no es tan fácil disponer en un día… ¿A qué tanta prisa?

—He tenido un chivatazo. Si esperamos a mañana aparecerán más compradores. Y el precio subirá.

Ribes parecía estar especialmente cómodo en esa situación. Dimas había iniciado su ascenso a su lado y verle tan crecido le inspiraba incluso algo de orgullo. No podía dejar de considerarlo como una de sus «criaturas».

—Veo que continúas en tu línea, ¿eh? No se puede negar que eres listo. Por cierto… ¿sigues trabajando para Jufresa?

—Sí, no me va mal con él —admitió. Y después centró los ojos en Ribes i Pla y le lanzó—: Pero supongamos que hoy es mi día libre.

Héctor Ribes i Pla enseguida comprendió. Tras una pausa hizo una mueca de complicidad.

—Lo que te decía, en tu línea… Está bien: seré discreto, nadie sabrá que he hecho este negocio contigo. Creo que te conviene, ¿verdad?

Dimas tragó saliva. Ribes sabía muy bien de lo que hablaba: si Ferran se enteraba de que su mano derecha actuaba por su cuenta no reaccionaría nada bien. Probablemente le cortaría las alas. Y el trabajo al lado de Ferran, además de ser agradable, le colocaba en el lugar adecuado. Necesitaba la cautela de Ribes i Pla.

—Cierto, Héctor.

Ribes i Pla se regodeó con el aire de su puro. Intentó hacer un anillo de humo, pero no le salió.

—Llevo muchos años en este negocio, hijo, y las he visto de todos los colores. En este mundo cada cosa tiene un coste, y la discreción no se salva de las leyes del mercado. ¿Qué te parece si decimos que el precio de los cien kilos baja a doscientas cincuenta pesetas? Seguro que aun así sacas una buena tajada y yo me ahorro algo. ¿Hecho? —preguntó extendiendo la mano.

Dimas acercó la suya lentamente mientras le contestaba:

—Hecho si el dinero es en efectivo.

—¡Caray! —Ribes rió con sonoridad—. ¡Sí que te me has vuelto espabilado! Venga esa mano, Navarro. Vamos, acompáñame al banco. Te daré la mitad ahora y la otra mitad a la entrega.

—Dos tercios ahora y el otro tercio, si lo desea, en un pagaré.

Ribes no se esperaba la rápida respuesta de Dimas y lo miró un tanto perplejo.

—No se sorprenda, me fío de usted… —Sonrió mostrando los dientes.

El empresario soltó una carcajada que se mezcló con la tos provocada por el humo. El rostro se le congestionó algo, pero no perdió el buen humor:

—¡Qué tremendo eres! ¡Qué tremendo!

Dimas jamás había tenido tanto dinero junto. Pidió al banco que le facilitara un sobre con el membrete. Cuando enseñara el dinero quería dar una buena impresión y demostrar que había salido de una institución respetable: el Banco de Barcelona, situado en la céntrica Rambla de Santa Mónica.

Bajo un cielo radiante aunque frío, Dimas debía atravesar las Ramblas para dirigirse hacia el Pueblo Nuevo, el lugar donde estaba la fábrica de Jaume Camps. Tenía unas pocas horas más hasta que Ferran despertara de su sueño alcohólico y solicitara su presencia.

Mientras buscaba un taxi trataba de mostrarse tranquilo, aunque por dentro estuviera ardiendo de impaciencia. Las Ramblas era el lugar donde se podía encontrar al burgués más pomposo junto al carterista más hábil, y eso le preocupaba. Si le robaban el dinero sería como cavar su tumba: Ribes i Pla le había facilitado 8.333 pesetas con el director del banco como testigo. Rechazó la idea del robo y se concentró en conseguir un taxi.

Nombró la dirección al taxista, que le trató con un respeto excesivo para su gusto. El traje que vestía tenía esa virtud: más de uno lo confundía con un ricachón y se deshacía en elogios con tal de conseguir una sustanciosa propina. Lo llevaba comprobando casi desde el día siguiente de empezar a trabajar con Ferran. Recordó que cuando se puso por primera vez aquel traje cruzado se sintió feliz: todo el mundo empezó a tratarlo diferente, parecía poseer la clave del poder, la evidencia de que estaba un peldaño por encima de ellos. Ahora, pocos meses después, no se acababa de acostumbrar a esa sensación. Dimas se hallaba a medio camino entre el burgués que pavoneaba su opulencia por el paseo de Gracia y el simple trabajador que no aspiraba a nada más que a poder llevarse un pedazo de pan a la boca.

Tardaron poco en llegar a la metalúrgica de Jaume Camps. Dimas se apeó y le dejó al taxista una buena propina. Estaba nervioso aunque intentaba disimularlo. Si quería que aquello saliera bien debía jugar sus bazas con habilidad y actuar con rapidez. De nuevo se enfrentaba a su destino, y no podía fallar.

Los pocos obreros que todavía quedaban allí le miraron recelosos. Ignoraban la suerte que les esperaba y no dejaban de elaborar piezas que quién sabía si llegarían a verse aplicadas a mecanismo alguno. Se presentó ante la secretaria como un inversor que deseaba hablar con Jaume Camps. La palabra «inversor» funcionó a la perfección y al momento apareció el empresario ante él, incapaz de refrenar su necesidad de buenas noticias. Le hizo pasar a un despacho caótico lleno de papeles, cajas y polvo de metal. Apenas hubo conversación de cortesía entre ellos, pues Camps quiso ir directo al grano. Dimas se sintió animado por la desesperación silenciosa del empresario. Pensó en que Camps ese día tenía un aspecto muy distinto al que le había visto en el Casino la noche anterior, ahora con un traje mal planchado y el espeso bigote descuidado, y recordó las palabras que Ferran había pronunciado acerca de la relevancia de los detalles.

—Verá, señor Camps… En este mundo moderno de hoy en día, lo más importante es la información —comenzó diciendo Dimas. Tenía pensado ese circunloquio que, sin duda, pondría más nervioso al empresario—. Tener datos, saber conseguirlos, lograr contactos lo es todo. Una información a tiempo puede hacer crecer un buen negocio. ¿Está de acuerdo?

Camps se movía impaciente en su sillón.

—Sí, sin duda.

Dimas tomó aire antes de proseguir.

—Y gracias a los datos de los que dispongo, vengo a proponerle uno que sin duda le satisfará. —Los pequeños ojos marrones de Camps le miraron con suspicacia. Dimas continuó, seguro de sí mismo—: Sé que dispone de un cargamento de cobre. Cinco toneladas, si no me equivoco.

Dimas calló unos segundos para ver la reacción del empresario. Éste mantuvo una expresión fría, pero sus ojos parpadeaban con rapidez.

—Yo vengo a comprárselo.

Con un gesto parsimonioso, Dimas extrajo del bolsillo interior de su chaqueta el sobre con el membrete del Banco de Barcelona. Esperaba que aquella acción causara el efecto deseado. Extendió la mano y solicitó un abrecartas. Camps se lo alcanzó un tanto perplejo. Dimas extrajo un grueso fajo sin darle demasiada importancia.

—Aquí hay ocho mil pesetas. Ciento sesenta pesetas por cada cien kilos. Sé que puede parecer bajo, pero usted y yo sabemos que ese cobre está aquí desde hace demasiado tiempo. Compró el cargamento a buen precio cuando lo necesitaba, pero ahora… —Dimas decidió no terminar la frase.

La oronda figura de Camps pareció estremecerse sobre su asiento. Dimas no tenía claro si se sentía demasiado ofendido o acorralado. Quizá una combinación de ambos sentimientos. Antes de que dijera nada, le lanzó:

—Tenga en cuenta que si acepta mi propuesta dispondrá del dinero ahora mismo. Sin pagarés ni esperas. Pocos clientes encontrará capaces de adquirir tanto cobre de modo inmediato. Y cuando en unos días se publique que su fábrica está en quiebra, cosa que como es lógico yo me guardaré para mí si hacemos tratos, sólo aparecerán por aquí buitres que le ofrecerán una miseria por cualquiera de sus activos.

Camps se llevó la mano a la barbilla; su rostro palideció como si estuviera mareándose. Era evidente que Dimas sabía demasiado.

—¿Quién le envía? —espetó Camps.

—Nadie. Vengo por mi cuenta.

Camps parecía sospechar la mano oculta de algún rival.

—No se apure, señor Camps —continuó Dimas—. Le doy mi palabra: nadie sabrá nada. Sé que la discreción es necesaria en estos tiempos tan… delicados. A cambio, yo también espero poder contar con la suya.

Dimas sabía bien que el precio que le ofrecía era casi la mitad del que fijaba el mercado, pero para Camps había algo más importante: en cuanto se hiciera pública su apurada situación financiera los acreedores acudirían a él como aves carroñeras. Y los posibles compradores se esfumarían o exigirían precios de risa por sus bienes.

Camps se puso de pie y paseó por el destartalado despacho mientras se peinaba un lado del bigote. Dimas lo miraba ya más relajado, aunque sintiendo un poco de lástima por ese hombre. Se le notaba vencido.

—¿Y cuándo se llevará el cobre? —preguntó de repente Camps.

—Hoy mismo.

—¿Puede ser por la noche?

Dimas asintió satisfecho.

—Claro, señor Camps. A la hora que usted guste.

En cuanto salió de la fábrica, Dimas respiró hondo. Todo había salido a pedir de boca. Ahora tocaba organizar algo como lo de Bilbao, pero mucho más rápido y en la ciudad. Ni siquiera Bragado debía enterarse. No tenía tiempo que perder si quería que la carga estuviese esa misma noche en poder de Héctor Ribes i Pla. A la mañana siguiente ingresaría el pagaré y pensaría qué regalarle a Inés, además de ofrecerle una parte, tal como le había prometido la noche anterior. Porque ese dinero era suyo: era dinero ganado con su esfuerzo, con su inteligencia, y merecía ser compartido. Era un dinero que abría puertas, que le daba esperanzas renovadas. Tampoco podía olvidar que ahora no luchaba sólo por su futuro, sino también por el de Laura. No quería condenarla a una vida que no estuviera a su altura, que tuviera que conformarse con menos de lo que estaba acostumbrada.

Mientras caminaba por el Pueblo Nuevo, Dimas silbó sin querer una cancioncilla de la que no recordaba el título. Las notas de la melodía rebotaron entre las espesas y grises paredes de las fábricas humeantes que ensuciaban el aire, como si rechazaran molestas tal demostración de alegría.

Capítulo 33

Laura y Dimas, después de mucho planear, de notas clandestinas cruzadas para citarse, de miradas soterradas y sonrisas reprimidas en el taller que anticipaban el placer secreto y compartido que estaba por llegar, habían al fin conseguido llevar a cabo su plan de pasar aquel domingo 13 de diciembre juntos. Tuvieron que mentir y engañar para ello, pero no se sentían culpables.

Salieron de la ciudad en dirección al Llobregat. A los pocos kilómetros se erguía el macizo del Garraf, que recorría toda la costa sur de Barcelona. La carretera empezó a serpentear nemorosa por entre las agrupaciones de pinos, que parecían querer invadirla. Pronto las cuestas se hicieron más pronunciadas y las curvas, más cerradas. El mar era una lámina plateada que reflejaba el sol, todavía bajo. La roca blanca e irregular cortaba el agua cayendo escarpada sobre ella. Laura dominaba el Peugeot 153 con familiaridad y conducía suave por la abrupta carretera.

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