—Así que éste es el hermano del que siempre me hablas…
Dimas tuvo tiempo de pensar que esa voz le resultaba familiar, aunque no su tono dulce. Sí, la había oído antes, sólo que cargada de desprecio y rencor.
Se puso de pie y, cuando la vio, todas las ideas preconcebidas que pudiera haber albergado sobre la amiga de Guillermo se deshicieron como un castillo de naipes. Ella y él se contemplaron sin poder reprimir la sorpresa, reconociéndose de inmediato bajo la dulce luz crepuscular. El niño, con el rostro levantado hacia ellos, los contemplaba alternativamente, al parecer enormemente divertido por el asombro que reflejaban sus caras.
—¿Navarro? —acertó a decir Laura, insegura—. Así que tú eres el hermano de Guillermo…
A Dimas le costó recuperarse del desconcierto que le había provocado verla. Abrió y cerró la boca varias veces para hablar pero, por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué decir. Ante él, Laura sonreía. Tenía la cara tiznada de una especie de barro húmedo y vestía unas ropas anchas y también sucias. No aparentaba ni de lejos el mismo aspecto que solía tener en el taller o en la mansión de los Jufresa, la insigne familia de joyeros. Y sin embargo, pese a su ropa desaliñada y sucia, era él quien se sentía fuera de lugar y ella la que sonreía en un gesto que, no acertaría a decir por qué, se le antojaba condescendiente.
Dimas, de pronto, se enfureció y notó la rabia crecer dentro de su pecho. Hacía apenas un par de minutos se sentía bien, pleno, feliz, satisfecho de sí mismo y también, por qué no reconocerlo, de su aspecto. Ahora, de repente, la sola visión de aquella muchacha menuda, insolente, altiva, que le miraba fijamente analizándole con la profundidad de sus ojos de gata, le convertía de golpe en el humilde asalariado de su hermano que, por más trajes elegantes que vistiera, en el fondo sabía que era.
Se sintió ridículo, se avergonzó de sí mismo. Y la odió.
—Se llama Dimas —estaba diciéndole Guillermo a Laura—. Pensaba que te lo había dicho.
—Dimas… —paladeó Laura, y a éste le pareció advertir que se detenía en cada sílaba pronunciándola con un deleite, con un cuidado que, a su entender, convertía su nombre casi en burla, en insulto, en motivo de bromas, como cuando jugaba a darle la vuelta a las frases de su hermano Ferran o de Jordi Antich para volverlas contra ellos—. Extraño nombre. No he conocido a nadie que se llamara así.
Dimas se refugió en el silencio para controlarse, para no estallar y montar una escena delante de su hermano, pero sobre todo delante de ella, que parecía disfrutar fingiéndose inocente. En poco tiempo había aprendido que la imagen que se proyectaba de uno mismo era importante en el mundo de los negocios y no quería darle la satisfacción de perder los papeles en su presencia, de demostrarle que tenía razón y que, por muchos trajes caros que vistiera, nunca podría ser como los Jufresa, bien educados, comedidos, capaces de dominar sus impulsos y sus instintos.
—Es un nombre bíblico —dijo al fin, mascando las palabras. Hablaba bajo y muy despacio, y la miró a los ojos tan intensamente que Laura se sintió impelida a desviar la mirada.
—El buen ladrón —acertó a susurrar ella, azorada de pronto, sobrecogida por la fuerza que él parecía transmitir y, sobre todo, por su seriedad.
Estaba habituada, por su trabajo, por su afición a dibujar retratos, a fijarse en los pequeños detalles y en cualquier gesto o rasgo de las personas con las que se cruzaba a diario, porque creía que todo ello reflejaba en realidad su carácter. Dimas la observó con el ceño fruncido y los labios y los puños apretados, como queriendo reprimirse. Por un momento se sintió conmovida, casi halagada por la intensidad de sentimientos que despertaba en él, pero luego recordó que éstos eran, probablemente, de odio y desprecio.
De pronto Laura, pasando en un instante de la vergüenza y la timidez al odio, se enfureció. Era tan injusto que Dimas la tratara de aquel modo sin conocerla, basándose sólo en prejuicios, que sintió ganas de abofetearle. Cómo podía ser tan cerril, tan simple como para dejarse llevar sólo por las apariencias y la superficie, en vez de tomarla en consideración por quién era de verdad: una mujer que había visto mundo y no una señorita pudiente y malcriada; una artista con sus propias inquietudes y no una jovencita casadera torpe para pensar por sí misma; un alma capaz de sentir afecto y comprensión por sus congéneres con independencia de su origen y no una clasista convencida de su superioridad sobre los demás.
—¿Conoces… —comenzó a decirle Guillermo—, conoces su historia?
—Por supuesto —afirmó Laura con rotundidad, clavando casi con insolencia sus pupilas en Dimas, retadora y descarada, echando chispas por los ojos y dispuesta desde ese mismo momento a no acobardarse ante él, a no dejarse vencer por su apariencia desdeñosa y altiva, a demostrarle que valía mucho más. ¿Quién era él para juzgarla?
—¿Por qué no nos la cuentas ante un buen tazón de chocolate? —propuso Guillermo, que parecía no darse cuenta de nada, con un candor extremo, casi irreal—. Mi hermano acababa de decirme, antes de encontrarte, que si quería ir al paseo de San Juan. Conoce un sitio donde hacen el mejor chocolate de Barcelona. Seguro que a ti también te invita —concluyó, triunfal.
Laura pareció sopesarlo sólo unos instantes.
—Me quito el guardapolvo y salgo en un minuto —dijo atrevida y decidida, con una sonrisa un tanto desafiante dirigida a Dimas.
Guillermo observó a su hermano. En un segundo, tras desaparecer Laura, notó cómo su rostro se había tornado aún más sombrío de lo habitual. Dimas se rascó la nuca y pensó en si realmente estaba actuando bien. ¿Por qué había permitido que su hermano hiciera esa propuesta? ¿Qué le pasaba? Era la hermana de su jefe, la insolente y resabiada señorita Jufresa. No podía quedar con ella como lo haría con cualquier mujer que se le pusiese a tiro. Dudó; quizá lo mejor sería esperar a que saliese y dar una excusa cualquiera para liberarse y eximirla del compromiso: que lo había olvidado pero debía ir a recoger a su padre al médico, que tenía que ir con el chico a comprar algo urgente… Cualquier tontería. Pero debía ser rápido. No estaba dispuesto de ninguna de las maneras a soportar una tarde entera en compañía de aquella damita insufrible y altanera. Se volvió hacia Guillermo y lo sorprendió clavándole la mirada.
—Guillermo… —El chaval se estrujaba las manos con ansiedad: era evidente que ella le caía bien y estaba impaciente por que fueran todos juntos a merendar. Dimas sintió una punzada de culpabilidad por estar a punto de estropearle de aquella manera un plan que le hacía tanta ilusión, pero no estaba dispuesto a ceder—. Cuando la señori… Cuando Laura salga, sígueme la corriente. ¿De acuerdo?
Dimas se sorprendió utilizando la misma coletilla que su jefe. Pensó en si no estaba cambiando demasiado, si no estaba yendo demasiado lejos en sus ansias de ascender, en su voluntad de romper los lazos con el pasado: con la humildad sumisa de su padre, con su rol de hijo de emigrante, con su vinculación proletaria, con el trabajo diario, con sus antiguos compañeros…
Todos aquellos pensamientos se desvanecieron cuando Laura salió del obrador. Llevaba una sencilla falda de color negro y unos zapatos, una especie de alpargatas de tela, también de color negro, con la suela de esparto. Sobre la blusa blanca, una chaquetilla de punto con los codos gastados. El bolso parecía más bien un zurrón y abultaba como tal. Era una imagen totalmente opuesta de la que esperaba.
—¿Nos vamos? —dijo ella con la cabeza alzada hacia Dimas, las cejas enarcadas y la mirada inquisitiva.
Para su propia sorpresa, Dimas apretó los labios y, haciendo un gesto despreocupado, asintió. Guillermo volvió a mirar a su hermano mayor, ahora de manera interrogativa, pero éste le evitó. Sin más, echaron a andar en dirección al paseo de San Juan. Por el camino, mientras el niño correteaba alrededor de Laura abrumándola con la narración de sus aventuras futbolísticas y escolares, Dimas, siempre en silencio, reflexionaba sobre su incomprensible cambio de actitud y el porqué de éste. Estaba confuso, repentinamente había sentido el deseo de aceptar el reto sin palabras que ella le planteaba. De recoger el guante y asumir el desafío, pero, y aquí estaba lo curioso de sus motivos, no para humillarla o comprobar que era tan insoportable y altiva como parecía, sino para, muy por el contrario, demostrarle a Laura que podía ser en realidad mucho mejor de lo que ella creía; no un gañán cerrado y acomplejado, no un bruto intransigente y materialista, sino un hombre sensible y familiar, un joven luchador que buscaba lo mejor para los suyos y que no por ello dejaba de ser digno y merecedor de elogio, alguien que pretendía prosperar, pero no por codicia o soberbia sino, simplemente, porque creía que valía para más.
Ya en la cafetería fue como si una tregua silenciosa se hubiera establecido de mutuo acuerdo y por el bien del niño entre ellos. Prevenidos, sin acabar de bajar la guardia pero mucho más relajados, hablaron sin parar sobre cualquier tema, casi como si tuvieran miedo a que el silencio se asentara y mostrara sin la distracción de una cortina de palabras su propia realidad. De la conversación banal e intrascendente pasaron a los comentarios de actualidad y de ahí a las últimas tragedias vividas en la ciudad. Guillermo miraba a uno y a otro alternativamente y sorbía su batido de chocolate. Cuando estaba terminando el segundo, la conversación empezó a languidecer. Salieron y bajaron caminando por el paseo. Las farolas desprendían un halo amarillento con un círculo alrededor a causa de la humedad del ambiente. Cerca del Arco del Triunfo se despidieron. Laura despeinó a Guillermo. Luego, le dio la mano a Dimas y se subió a un coche de punto.
Los dos hermanos se quedaron mirando el coche alejarse, con el ruido de los cascos golpeando rítmicamente el empedrado.
Muy a su pesar, Dimas tuvo que reconocer que no lo había pasado mal. Es más, la tarde había resultado agradable, casi perfecta. Rememoró cada aspecto de la conversación y sus pensamientos terminaron por revolotear en torno a Laura: a su manera de llevarse la servilleta a los labios, a su modo de estirarse la falda cuando estaba sentada sobre la silla metálica del estrecho local, a su mirada rasgada cuando una conversación se alzaba a su espalda en boca de alguien que estaba demasiado cerca… Lo cierto es que sus opiniones eran bastante razonables y atinadas, incluso tuvo que admitir que cargadas de inteligencia y sentido común. Y era divertida. Sabía hacer reír a Guillermo y parecía haber establecido una relación cómplice y afectuosa con él. Se preguntó si al llegar a su casa comentaría algo de lo ocurrido aquella tarde y cómo reaccionaría Ferran, su jefe, si llegara a enterarse de que él, su empleado, se había relacionado en pie de igualdad con su hermana. Dimas no podía apartar de su mente la sensación de que había estado haciendo algo indebido, y aquel pensamiento revoloteó por su conciencia como un pájaro de mal agüero. Seguro que ella hablaría de aquel encuentro. Seguro que presentaría la realidad de un modo distorsionado y diría que todo había sido muy diferente a la inocente y distendida tarde que habían compartido. Apretó los dientes. Seguía queriendo alejarse de cualquier cosa que oliera a fracaso con todas sus fuerzas y nada se interpondría entre él y el éxito; y menos una mujer como Laura. No, aquello no se volvería a repetir.
Al cruzar la calle Sicilia, aunque se había propuesto no volver a pensar en ella, Dimas se paró a reflexionar cómo podía ser que Laura se hubiera mostrado tan cercana y afable, tan diferente a como parecía ser. ¿Y si en realidad estaba equivocado y era mucho más accesible, más abierta, simpática y sincera de lo que aparentaba cuando la veía en el negocio familiar…? Pero no, se dijo, no podía ser. Ella era consentida y caprichosa, egoísta y frívola como todas las de su clase, como todas las niñas de la alta burguesía de la ciudad. Así tenía que ser, así tenía que verla para estar a salvo. Decidido, se libró de sus pensamientos y le dio un manotazo a la gorra de Guillermo, que cayó al suelo. El chiquillo echó a correr tras él, pero lo perdió de vista al doblar la esquina. Le entró una risa nerviosa cuando Dimas apareció de improviso del interior de un portal y lo cogió en volandas, como cuando era más pequeño. Apenas podían contener la risa al llegar a la calle Igualdad y ver la ventana iluminada en su piso. Dimas se llevó el dedo índice a los labios y chistó. Y Guillermo volvió a estallar en una risotada incontenible.
«Nadie puede vanagloriarse, porque todo son dones de Dios».
Antoni Gaudí
La construcción de las Reales Atarazanas en el siglo XV dio lugar a una ampliación de las murallas de la ciudad. Dicha ampliación agregó a Barcelona un barrio que ya existía fuera. El Raval reafirmó desde entonces una identidad humilde que le acompañaría durante los siglos siguientes. El barrio Chino —como desde hacía bien poco se le denominaba— era una parte de él y estaba delimitado por la calle Hospital, la ronda de San Antonio y la de San Pablo y la avenida del Marqués de Duero. Al final de ésta, al sureste, las Atarazanas se entregaban indolentes al mar, olvidado ya su antiguo vigor medieval.
Entre las tabernas y los colmados, las prostitutas buscaban nuevos clientes con desenfadada ansiedad y los borrachos de vino se mezclaban con los artistas bohemios, que bebían absenta siguiendo la estela francesa y comenzaban a esnifar cocaína comprada en las farmacias. El terreno del barrio Chino pertenecía al ámbito de la estrechez, de las distancias cortas. El aliento agrio y los codos raídos, las chisteras y las gorras de
mà d’obra
, los policías camuflados, las putas y los anarquistas, los toreros y las bailarinas, los gitanos y los marineros extranjeros se mezclaban en un barrio donde lo internacional y lo local desbordaban sus propias fronteras.