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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (18 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Laura y Jordi acudieron cerca de allí una noche de mediados de octubre para participar en una de las diversas tertulias que se celebraban. Sus amigos se reunían en la Casa Almirall, un café-bar de decoración modernista situado en la calle Poniente. En el local, la clientela se esparcía como una prolongación del exterior, tanto en su cantidad como en la calidad de la misma. A pesar de todo, la convivencia era tranquila y el equilibrio, siempre precario, sólo se rompía por algún conflicto puntual. Lo cierto era que los únicos que recibían su merecido eran los que se pasaban de listos, los soberbios, los inconscientes, los que no sabían con quién se la jugaban o aquellos que, deliberadamente, habían salido en busca de brega.

Pero Laura y Jordi sabían cómo comportarse. Ella caminaba prendida de su brazo y con la mirada baja mientras él se reconfortaba con su papel de caballero que protege a la dama. De hecho, sentía el deber de transmitirle tranquilidad y confianza. Él tampoco estaba cómodo en ese barrio, pero lo disimulaba más que aceptablemente. En realidad, parecía que estuvieran atravesando una zona de trincheras.

Entraron en el café, que a esa hora, al principio de la noche, estaba lleno. Tras pasar por delante de la barra construida con una mezcla de mármol catalán blanco y mármol italiano con vetas de colores se dirigieron a las mesas redondas del fondo, donde la tertulia empezaba a desgranarse entre los vasos llenos:

—¡La perspectiva ha muerto! —decía elevando la voz uno de los integrantes, que tenía el pelo largo y negro. Su efusividad se escudaba tras una timidez encubierta. Cuando callaba, se dedicaba a despejar unas motas imaginarias del bombín negro que descansaba ante él.

—Brindemos por ello —lanzó Jordi a modo de saludo.

Todos se volvieron al escuchar la voz a sus espaldas. Laura sonrió, buscó acomodo en una silla y dejó a Jordi plantado de pie, aunque finalmente encontró un sitio lejos de ella. Los recibieron con alegría; a Laura no la habían visto desde antes del viaje. Después de unas breves explicaciones —prácticamente todos habían estado en Roma—, continuaron con la discusión.

—Lo digo en serio, ya está bien de realidad —continuó Frederic Bru, el pintor—. Para eso ya está el cine o la fotografía…

—Aquí el compañero Bru nos alecciona sobre el futuro —explicó a los recién llegados Eusebi Arnau, que no podía dejar de lado su vertiente pedagógica como profesor de la Llotja. Intentó resumir las palabras del beligerante pintor—. Nos hablaba de que ya está bien de conformismo, de romper con la academia pero no demasiado, de trascender pero no demasiado… Y por eso lo veis así, con esa exaltación.

—Ah, Frederic: ahora te dedicarás a morder la mano que te da de comer —comentó Laura.

La intervención no acabó de sentar bien al pintor. Su rostro dejó entrever la ofensa, incluso un poco de ira.

—Vienes fuerte, compañera —respondió—. Aquello fue algo puntual. Todos necesitamos comer.

—Por alusiones —intervino Jordi con la mano alzada—. Espero que no te refieras a los carteles de promoción que hiciste para mí. Sabed todos que yo no impuse nada. Fue él quien decidió pintar a aquella vieja con la rueca.

—No me lo tengáis en cuenta, fue un pecado de juventud… —se disculpó Bru—. Estaba fascinado por el modernismo. Pero nunca más.

—¿Reniegas de tus raíces? —preguntó Laura, que imaginaba los derroteros que tomaría la conversación.

—Ya no me gustan las medias tintas —contestó el pintor—. Prefiero el futuro antes que lo moderno, lo abstracto a lo simbólico… No quiero que mi idea se entienda: quiero mi idea.

—Pero las ideas no son nada sin su realización. Como Gaudí dice…

—¿Gaudí? ¿No se ha retirado? —Bru miró a un lado en busca de complicidad pero se quedó solo en su burla. A pesar de que muchos compartían sus pensamientos, ninguno quiso ser partícipe en voz alta de esas opiniones radicales.

—Algún día te arrepentirás de lo que dices —lanzó Laura entrando al trapo—. Cuando seas viejo y Gaudí haya muerto, pasearás por Barcelona y quedará muy poco de tu conceptualismo, de tus ideas —imitó su pronunciación—. Barcelona será conocida en el mundo entero por las obras de Gaudí y puede que hasta tú llegues a ser capaz de pagar una entrada por verlas.

El rostro de Frederic Bru volvió a encenderse de ira. Se quedó callado mirándola fijamente. Ella le devolvió la mirada con un asomo de ironía. Eusebi Arnau y Amadeu Robí, el compañero inseparable de Bru, golpearon al unísono la espalda de éste hasta el punto de que casi lo abocaron contra la mesa. Al levantar la vista le aguardaban con las copas en alto, y lo mismo hacían los demás. Cuando finalmente se les unió en el brindis, Eusebi Arnau, el profesor, recitó con voz de taumaturgo:

—Por la tertulia y la diversidad de opiniones. Que todo sea opinable; que todos seamos civilizados. Que la absenta corra por nuestras venas como lo hizo por las del gran Toulouse-Lautrec. Que todos seamos radicalmente infelices. Que el futuro sea moderno.

Todos aplaudieron el brindis y apuraron sus copas. La conversación transcurrió apasionada y las pequeñas rencillas se fueron superando. Uno de los presentes acababa de llegar de París, donde había quedado deslumbrado por una nueva forma de arte, el cubismo, que ya llevaba años en escena: Picasso, Bracque y Juan Gris eran los artífices principales del movimiento.

Pero una sombra negra se extendía por Europa y el optimismo del arte de las vanguardias, el de la plasmación de la idea que comentaba Bru, se desvanecía bajo el barro de las trincheras de la guerra. Georges Bracque había sido movilizado junto a otros muchos jóvenes. El arte debía dejar paso a la crueldad de la vida.

Esa moral se reflejaba también en España y daba lugar a dos tendencias contrapuestas: unos pensaban que la humildad y el trabajo eran la respuesta a las preocupaciones del hombre; otros, que el arte era una necesidad en sí mismo y no tenía por qué relacionarse con la vida. En definitiva, el arte social, comprometido, o el arte por el arte.

Por eso Gaudí a menudo aparecía en las conversaciones: atacado por su religiosidad exacerbada y por su clasicismo de cuento de hadas; defendido por su amor al trabajo y por la utilidad de sus versátiles edificios. Laura se convirtió en el eje de esas discusiones, alentada por su amigo y mentor Eusebi Arnau. Bajo su atenta mirada, Verónica, la amante de Amadeu Robí, le preguntó por sus impresiones en el taller de la Sagrada Familia.

—Estoy muy contenta, Verónica. Apenas tengo contacto con Gaudí, pero en el poco tiempo que he estado junto a él se ha mostrado extremadamente amable conmigo. Soy una más del equipo de colaboradores y esa sensación es fantástica —se explayó mirando de soslayo a Bru—. Además, después de haber vivido en Roma cada vez hago más mía la frase de Gaudí, ya sabéis, esa de: «Originalidad es retornar al origen».

Mientras el resto de contertulianos se enzarzaba en la nueva discusión provocada por Laura, ésta, deseosa de quedarse un rato a solas con sus pensamientos, desvió su mirada dejándola vagar hasta la sala del fondo, donde estaba la bodega. Antes había visto algo por el rabillo del ojo que le había llamado la atención: la sala estaba tibiamente iluminada. Se fijó en uno de los camareros, que atendía a un cliente que estaba de espaldas. El pelo, los hombros… De pronto, sintió un estremecimiento.

Jordi volvió su vista hacia ella y le pareció que estaba más pendiente de aquel cliente que de ninguna otra cosa. Entrecerró los ojos y trató de adivinar quién era. ¿Lo conocía Laura? El individuo, ya con una garrafa en la mano, se dio la vuelta pero la clientela del local, que seguía abarrotado, impedía divisar con claridad su rostro, pues se interponían en su línea de visión. Estaba a punto de pasar justo por detrás de ellos, y Jordi advirtió que Laura se tensaba sobre su asiento y que su atención, aunque tratara de disimularlo, estaba totalmente centrada en aquella persona. Cuando pasó tras ella, Laura se atrevió a volverse. Al fin pudo ver la cara del desconocido y su rostro se contrajo en una mueca que no supo interpretar, mezcla de disgusto, decepción y alivio. Jordi se levantó para vencer la distancia repleta de sillas y compañeros que les separaban, y cuando llegó hasta ella inquirió:

—¿Lo conoces?

—¿A quién? —preguntó como molesta. Miró hacia donde le señalaba Jordi y espetó—: Ni remotamente. ¿Por qué? ¿Lo conoces tú?

Jordi negó y volvió a su sitio intrigado. Durante unos instantes le habían asaltado los celos, hasta el punto de hacerle sentir desarmado, indefenso. Decidió volver a concentrarse en la tertulia y Laura hizo algo parecido. Por un momento había llegado a pensar que aquel hombre que había entrado a comprar vino a granel era Dimas Navarro.

Cuando salieron era ya noche cerrada. Jordi dio por hecho que ambos irían juntos en taxi hasta la casa de Laura, así que tras sugerírselo, al ver que le respondía que no era necesario, se sintió decepcionado. Algo debió de notar ella, porque finalmente cambió de idea y accedió a que fueran juntos.

—Así mis padres te ofrecerán una copa al llegar y podréis charlar un poco sobre cómo va el país —añadió.

Jordi sonrió satisfecho y se mantuvo animado durante buena parte del trayecto. Parecía que haber estado toda la tarde y parte de la noche conversando no había sido suficiente para él. Buscaba tapar con palabras los silencios incómodos. La anécdota del desconocido en Casa Almirall le había dejado un poso de inquietud que no le gustaba. Laura había buscado con ojos ansiosos a aquel hombre y luego se había mostrado decepcionada. Esperaba descubrir a otro. ¿Carlo, quizá? Había pasado ya tiempo desde que le habló de él y nunca más había vuelto a salir el tema. En cualquier caso, ella se mostró algo distante esa noche y casi no pronunció palabra hasta llegar a casa, lo que le hizo revolverse de desazón, pues en su interior bullía la imperiosa necesidad de avanzar un paso más en su relación con Laura. Sí, eran amigos desde hacía muchos años, reflexionó mientras el coche circulaba por las calles de la ciudad, con ella a su lado silenciosa y ensimismada. Pero él quería más… Recordó cómo su corazón se encogió cuando ella le habló de Carlo, cómo creyó enloquecer presa de unos celos que a duras penas había podido disimular. Pero no, recapacitó, ella misma había afirmado con rotundidad que aquello era agua pasada y debía, tenía que creerlo, pues sólo así podría convencerse de que conservaba alguna posibilidad de triunfar en su corazón: un corazón puro y limpio, sólo para él, en donde no cupiera ningún otro.

Al fin llegaron a su destino. Al bajar del taxi Laura seguía con el ánimo cansado y el de él, llevado por sus propias reflexiones, se había vuelto también taciturno. Sin embargo, supo mudar su semblante en cuanto entraron en la casa. Enseguida aparecieron los señores Jufresa y mostraron su alegría por poder recibirle. Complacido, Jordi tendió su sombrero a Matilde y levantó el antebrazo para que Pilar Jufresa posara su mano sobre él.

—¡Qué alegría poder verte, querido! Y qué galante has sido al acompañar a Laura hasta aquí. ¿Cómo están tus padres? ¿Nos harás el honor de acompañarnos un ratito?

La voz de Pilar se modulaba, subía y bajaba de tono, se volvía acariciante o inquieta como una cortina mecida por la brisa. Jordi aceptó encantado el ofrecimiento de la madre de Laura. Francesc, el padre, mostró su afabilidad, como siempre.

—No quisiera ser una molestia, señora Jufresa… —dijo sin embargo el joven, pues no debía olvidar las formas, las normas de cortesía que llevaba tan a rajatabla, las buenas costumbres de las que se enorgullecía tanto como todos los demás miembros de su familia.

Deseoso de agradar y de complacer a Laura, se volvió para lanzarle una mirada de desamparo, cargada de complicidad e ironía. Se sorprendió al percibir que ella parecía impaciente por irse a dormir aunque procurara sonreír con amabilidad. Fue Francesc Jufresa el que contestó en su lugar:

—Tengo un coñac reserva que no me atrevía a abrir hasta tener una buena excusa, así que imagina lo poco que molestas. Ven, vamos a la biblioteca. ¿Nos acompañas, Laura?

Ésta se excusó aludiendo a su cansancio. Lo cierto era que no le atraía en absoluto asistir a una de esas conversaciones masculinas convencionales y más que habituales sobre política y dinero. Se despidió de Jordi y de sus padres y, procurando no entretenerse demasiado e ignorando el gesto contrariado de su amigo, se dirigió hacia las escaleras que llevaban al piso superior.

Francesc agarró por el codo a su invitado y lo llevó con suavidad hacia la biblioteca mientras, como era previsible, le preguntaba su opinión sobre las últimas noticias, como la creación de la Mancomunidad de Cataluña, una institución que equivaldría a una especie de gobierno catalán que se había fundado hacía tan sólo unos meses. La guerra también se coló en su conversación. Ambos esperaban que España siguiera mostrándose neutral, puesto que repudiaban la violencia en cualquiera de sus formas.

Pilar Jufresa se había quedado atrás, en el vestíbulo. Llamó al mayordomo para enviarlo a la biblioteca a que atendiera a los señores. Desde aquella posición pudo ver a Laura subiendo lentamente las escaleras: su mirada severa de ojos castaños siguió el camino de su hija. No la entendía: Jordi Antich podría ser un marido excepcional, un gran chico, inteligente y sensible, perteneciente además a una de las familias industriales mejor posicionadas de toda Barcelona. Por si fuera poco, la adoraba. Pilar pensó que debería redoblar los esfuerzos para que su hija «artista» recapacitara y no dejara escapar una oportunidad como aquélla. Sabía que Francesc era demasiado blando con ella, pero al menos él también parecía darse cuenta de los sentimientos de Jordi, que alentaba y favorecía. Desde el vestíbulo pudo oír las voces de los dos hombres, enfrascados en su diálogo. Todavía no estaba todo perdido, ni mucho menos, pensó. Con sus manos estrujó un delicado pañuelo de seda bellamente bordado.

Dimas estaba sentado en el borde de la cama de Guillermo, que se mostraba incapaz de dormirse. Aquel día Laura le había invitado a entrar en el obrador y le había enseñado la técnica que usaban para hacer estatuas con personas.

—Te ponen escayola así por todo el cuerpo y después se seca y es entonces cuando te la quitan y se ha convertido en un molde —explicaba atropelladamente.

—¿También la cara?

—¡Claro! —respondió Guillermo con cierto tono de impaciencia.

—¿Y no se ahoga quien esté debajo?

Le gustaba hacerle preguntas sobre los detalles, pues le encantaba cómo le explicaba todo con claridad. A veces dejaba que se impacientara con tanto interrogatorio, pero era en realidad un pacto inconfeso, una rutina ya establecida entre ambos: Dimas hacía ver que no acababa de entender sus explicaciones para permitir a Guillermo abundar en ellas.

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