El sueño de la ciudad (40 page)

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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Te quiero —le dijo.

Y ella respondió con un nuevo beso.

Capítulo 34

Mientras Laura se refugiaba en los brazos de Dimas y éste le declaraba su amor, los padres de ella, Francesc y Pilar Jufresa, se hallaban ajenos a esta situación en la pieza acondicionada como biblioteca de su mansión de San Gervasio. Toda la pared del fondo la cubría una estantería colmada de libros. Al final de ella resplandecía una chimenea con morillos en bronce que contagiaba el habitáculo de fuego centelleante. A su alrededor, cuatro cómodos sillones de estilo isabelino estaban dispuestos para favorecer la conversación de sus ocupantes. Allí habían acudido tras una comida de domingo en la que Núria apareció sin su marido, que tenía otro compromiso con su familia. Tampoco estaba Laura, que se hallaba fuera de excursión. A Pilar ese tipo de cambios la trastocaban, pues para ella la comida de los domingos era sagrada. También era verdad que a medida que los hijos crecían se hacía cada vez más difícil que todos coincidieran.

—En esta casa cada uno hace lo que le viene en gana. No hay respeto ninguno por las costumbres. —Pilar, sentada en uno de los sillones, miró a su esposo por encima de sus anteojos sin dejar su labor.

—Son jóvenes y tienen otras cosas que hacer que sentarse a la mesa con nosotros —respondió Francesc distraído, sin apartar la vista del libro que estaba leyendo.

—Siempre me llevas la contraria, parece que disfrutes haciéndolo.

Francesc entornó los ojos y continuó con su lectura. Pilar no debía de tener muchas ganas de tejer y desvió la conversación hacia otros derroteros.

—¿Te gusta mi piano nuevo? —le preguntó.

—¿Qué le pasaba al otro? —respondió él alargando las palabras.

—Que daba pena —sentenció la esposa como si fuera algo evidente—. Ahora tenemos uno como Dios manda.

—A ver si éste lo tocas un poco más —se quejó él.

—Lo importante es su belleza. En toda casa de bien debería haber un piano así.

—¿Aunque no lo toque nadie?

—Aunque no lo toque nadie —confirmó ella recuperando su costura. La conversación había terminado y cada uno continuó en silencio a lo suyo.

De repente, unos golpes en la puerta les interrumpieron. Pilar se quitó los anteojos.

—A ver quién viene a estas horas —musitó.

Francesc hizo pasar a Matilde, que anunció la llegada de Josep Lluís Antich. El empresario se había presentado sin previo aviso para hablar con los hombres de la casa. Al oírlo, Pilar dejó lo que tenía entre manos y con expresión solemne abandonó la sala. Adujo que debía ir a prepararse, pues poco más tarde Núria y ella tenían una cita con algunas señoras importantes de la ciudad. Ferran, que también había recibido el aviso en el despacho contiguo, entraba ahora en la estancia dispuesto a mostrar su mejor cara. Le preguntó a su padre si sabía a qué podía deberse la inesperada visita.

La figura encorvada de Josep Lluís Antich apareció por el quicio de la puerta. Vestido de manera impecable, entró en la sala con el paso cauteloso de un león después de un banquete. Sus ojos oscuros cercados por bolsas parecían desmentir la sonrisa tibiamente amable que dibujaban sus labios. Ese día no llevaba anteojos, lo que forzaba todavía más su mirada. Francesc, cordial como siempre, se acercó con los brazos abiertos.

—Qué alegría que hayas decidido darnos esta sorpresa.

—Me lo puedo permitir porque sé que seré bien recibido —le contestó en un tono que pareció frío. Francesc le acompañó a uno de los sillones mientras Ferran se dirigía al mueble bar para servirle una bebida.

—¿Desea un brandy, señor Antich? ¿Alguna otra cosa? —le preguntó sin atreverse a tutearle.

—Un brandy estará bien, gracias.

Los patriarcas esperaron desde sus asientos a que Ferran les acercase sus copas. Francesc le ofreció un puro, que Antich rechazó para ofrecerles a su vez los suyos:

—Me los acaban de traer de Cuba. Hacedme el favor de probarlos, son deliciosos.

Los dos hombres Jufresa tomaron sendos puros siguiendo los deseos de Antich. Ese hombre parecía poseer esa rara cualidad de dar órdenes que los demás no podían rechazar. Pasaron los siguientes minutos en el ritual de encender los habanos y alabando sus cualidades. Tras las primeras caladas se hizo un silencio envuelto en humo azulado. Los Jufresa esperaban con disimulada impaciencia saber a qué había ido Antich a verlos. Y éste, consciente de ello, parecía disfrutar tensando la espera, dando lentas caladas al cigarro junto a ligeros sorbos de brandy, relamiéndose no se sabía bien si de la copa o de la situación.

—Te preguntarás, mi querido Francesc, por el motivo de mi visita…

—Tu compañía y estos puros son motivos más que suficientes como para que vengas siempre que quieras —replicó amable Francesc.

Los labios de Antich se torcieron en una sonrisa sarcástica.

—Gracias. Envidio tu agilidad mental, siempre dispuesta hacia la cortesía. —Ambos hombres asintieron realizando un galante gesto con la cabeza—. El problema, mi querido Francesc, es que lo que me trae aquí no es un asunto… agradable.

Ferran se removió en su asiento. Una fugaz mirada a su padre le sirvió para saber que él tampoco sabía a qué se podría estar refiriendo.

—Como bien sabes, es necesario que familias de pro como las nuestras reforcemos nuestros lazos como es debido. Una de las maneras es mediante la conjunción de intereses empresariales…

Ferran interrumpió:

—De ahí que tengamos el inmenso privilegio de contar con su empresa como un cliente de los más importantes, esforzándonos para que nuestros productos estén a la altura de la calidad de los Antich.

La sonrisa nerviosa de Ferran provocó una mueca de disgusto en el por lo general pétreo rostro de Antich.

—Sí… Y siempre hemos estado satisfechos con los resultados. Nuestras telas y nuestros vestidos han salido ganando con los detalles aportados por vuestro taller de joyería. Pero no es ése el único modo de sumar esfuerzos e intereses, claro está. —Se hizo un silencio momentáneo roto por las caladas de Antich a su puro—. También están los lazos familiares. Y ésos, para mí, son los más importantes. Cuando dos familias se unen mediante una boda se convierten en una. Y es entonces cuando quedan cosidos para siempre los objetivos y las esperanzas de la manera más sólida, más definitiva —dijo mientras entrelazaba sus manos apretando con fuerza—. Lamentablemente, esos lazos se han roto entre nosotros.

Los dos Jufresa se miraron perplejos. Ante la expresión de Francesc y Ferran, Antich dejó escapar lo que parecía un gruñido de satisfacción, aunque también podía ser de enfado.

—Por lo que veo en vuestros rostros quizá no lo sepáis, pero Laura ha roto todo compromiso con mi hijo Jordi.

Ferran se quedó pálido, ligeramente boquiabierto. Francesc no mostró emoción alguna.

—Pero… ¿es seguro? —preguntó Ferran—. Quiero decir… ¿cómo ha sido? ¿No será una confusión, un malentendido?

Josep Lluís Antich, con cierta irritación en la voz, contestó:

—Fue mi propio hijo quien me lo contó. Y no, por su tono y su rostro de decepción, no parece haber confusión alguna.

Ferran clavó la mirada en su padre y éste carraspeó antes de decir:

—Lo lamento, Josep Lluís. No tenía conocimiento de lo sucedido.

Antich apretó los labios. Su voz parecía estar preñada de ira contenida.

—Ya veo. Mal asunto que así sea, si me permites expresarlo de este modo. No es algo para tomarse a la ligera. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Josep Lluís lo miraba amenazante, esperando escuchar sólo lo que él quería.

—Apenas he visto a mi hija estos días y, como dices bien, no es un asunto para tratar con frivolidad en una conversación al vuelo. Hablaré con ella para saber qué ha ocurrido —replicó Francesc.

La mirada de Ferran a su padre parecía de auténtico reproche. Josep Lluís Antich se limitó a asentir con disgusto y a dar una fuerte calada a su puro. Ferran iba a decir algo pero las palabras de Antich lo detuvieron:

—Como he explicado antes, la familia es para mí lo primero. ¿Para qué si no dedica uno toda su vida a un negocio? Por eso, tal y como están ahora las cosas, tras este hecho tan lamentable, tengo que plantearme si necesitamos de nuestros lazos empresariales, y lo que es más importante, si sois merecedores de nuestra amistad. ¿Por qué seguir confiando en una familia que ha rechazado unirse a la mía?

Ferran tragó saliva. Antich se estaba despidiendo como cliente y eso, traducido en cifras, significaba perder una elevada cantidad de ingresos. No daba crédito a la pasividad de su padre que, con tono pausado, se limitó a contestar:

—Lamento profundamente que te sientas tan dolido, Josep Lluís. Estoy convencido de que Laura no ha pretendido en ningún momento hacer el más mínimo daño ni menosprecio a tu familia.

Antich le devolvió una mirada hosca.

—No digo lo contrario. Sólo ratifico que todos los actos tienen sus consecuencias. Y en este momento me veo en la posición de dudar sinceramente de que tras este enorme desengaño nuestra amistad tenga algún sentido.

—Pero… —intentó intervenir Ferran.

—Pero nada —continuó hablando Josep Lluís ignorando al joven—. He venido aquí con la intención de hallar una solución a tan humillantes circunstancias, pero tu reacción, Francesc, sencillamente no me la esperaba. Tu hija se ha aprovechado del buen carácter de mi hijo y tú dejas que continúe por el mismo camino.

—No veo la necesidad de recurrir a la amenaza, Josep Lluís —intervino Francesc manteniendo la serenidad desde su sillón.

Antich se puso en pie de un impulso. Con el puro todavía entre los dedos, señaló a Francesc:

—¿Amenaza, dices? —Soltó una carcajada al aire para continuar en un tono más fuerte—: Puedes olvidarte de las reuniones de las que yo te he permitido formar parte y de los contactos que alguna vez te he proporcionado. Olvídate también de que tu joyería vuelva a ganar nunca un concurso en el que yo tenga la menor influencia. Una afrenta así no será aceptada entre las familias más insignes de nuestra ciudad. —Aplastó el puro en un cenicero de cristal. Luego alzó la vista y continuó—: Esto sí es una amenaza. La rescisión de nuestro contrato es una realidad, Francesc. —Después, con una sonrisa sardónica, lanzó unas últimas palabras calmadas, pronunciadas casi con deleite—: Ha sido un placer hacer negocios con ustedes, caballeros. Ahora, si me disculpan…

Y tras cuadrarse e inclinar la cabeza hacia ellos, salió con paso calmo, sin prisa.

Cuando la puerta se cerró, un pesado y silencioso vacío se adueñó de la sala. Ferran se había contenido, esperando que Josep Lluís Antich saliera de la casa. En cuanto oyó el tintineo de la campanilla en la puerta principal estalló:

—Pero ¿cómo se atreve esa mocosa a hacernos algo así? ¡Maldita sea!

—Ferran, muestra más respeto; es tu hermana.

—Padre, has de hacer que recapacite. ¡No puede rechazar a Jordi Antich así como así!

Francesc suspiró.

—En estos asuntos poco puede hacer un padre…

Ferran lo miró abriendo los ojos como platos.

—¿Cómo que poco? Podrías empezar por explicarle que por su culpa toda la gente influyente de Barcelona nos va a dar la espalda a partir de ahora. Que no sólo han retirado sus encargos; ese loco va a poner todo su empeño en conseguir que esta maldita ciudad nos excluya. Laura no puede comportarse como una cría caprichosa, ¡ya no tiene edad para eso!

—No voy a forzarla a hacer algo que no quiere —sentenció rotundo.

—¡La mimas demasiado!

Francesc le contempló irónico y contestó:

—No te conozco ni esposa ni pretendiente. Si quieres te buscamos una mañana mismo…

Ferran soltó un bufido. Desarmado y sin saber qué replicarle, salió de la sala mascullando alguna barbaridad incomprensible.

Francesc se pasó la mano por la frente. El enfado de Josep Lluís Antich no era un arrebato pasajero. Si esa familia se lo proponía podría condenarlos a la marginación, a la exclusión del círculo social al que pertenecían desde que él tenía uso de razón. No sería la primera vez que eso sucedía, no serían los primeros en caer en desgracia por atacar la vanidad de la persona equivocada. Era absurdo negar que Josep Lluís Antich se había convertido en un hombre muy poderoso. Había sabido acercarse a la gente adecuada en el momento oportuno, intuyendo siempre qué conceder a cambio. Y las represalias de un hombre así, con el orgullo lastimado, podían ser mucho peores que las de una fiera herida.

Dio un sorbo al brandy. Había dejado el puro sobre el cenicero para que se apagara solo. Se preguntó el motivo por el que su hija no le había contado nada. Sin embargo, conocía bien la respuesta: la había criado para que no lo necesitara, para que fuera una mujer independiente. Y no podía echarle precisamente eso en cara.

Dejó la copa justo al lado del cenicero. De repente, se sintió viejo. El peso de los años le clavaba sobre el asiento. Volvió a tomar la copa entre sus manos y vació el contenido de un trago. El brandy le hizo arder la garganta. Recordó que su abuelo y su padre se las vieron y desearon para salir adelante, y no le correspondía a él rendirse ahora. Los Jufresa, se dijo, sobrevivirían. Viniera lo que viniese.

Capítulo 35

En el número 30 del paseo de Gracia se ubicaba una de las casas de moda más distinguidas de Barcelona, la de Ramona Trilla. Ésta, María Molist y Carolina Montagne eran algunas de las modistas mejor consideradas en la ciudad desde finales del siglo XIX. Copiaban los patrones de París, adonde viajaban a menudo antes de que comenzara la guerra, y traían consigo diseños exclusivos de alta costura. Vestían a la mujer adecuadamente para todas las ocasiones; es decir, siempre: la
matinée
, para pasear o acudir a una recepción; la
tournée
, para ir de visita y la
soirée
, para asistir al teatro o a un baile de noche.

Bien entrada la tarde, sentadas en unas cómodas butacas, Pilar Jufresa y su hija mayor observaban los modelos que Ramona había diseñado para esa temporada de invierno. Habían accedido al segundo piso de la tienda mediante un ascensor con algunas otras amigas. Jóvenes muchachas caminaban frente a ellas en una pasarela improvisada, moviendo sus caderas para acentuar la caída de la seda, el tafetán, las gasas y el terciopelo. Ramona las había invitado a esa sesión privada en domingo para que pudieran estar solas, sin que nadie las molestara, un privilegio del que sólo gozaban algunas. Las damas picaban de los canapés de rollitos de salmón con yema de huevo, espárrago y eneldo dispuestos en bandejas de plata, y bebían
champagne
en altas copas de cristal tallado que la sirvienta les ofrecía. Mientras unas encargaban algunos de esos trajes que les adaptarían a medida, otras ojeaban revistas que la modista había traído de alguno de sus anteriores viajes, como
La Mode Ilustrée, Le Paris Élégant
o
La Saison
. La sala relumbraba bien iluminada y tan brillante que parecía recién estrenada, con suelo de mármol y paredes completamente blancas. Las lámparas de araña de cuatro brazos irradiaban una luz hiriente y las señoras comentaban sin tapujos las últimas novedades. La más escandalosa sin duda era la ruptura entre Jordi y Laura, un rumor que hasta ese día no había sido confirmado. Muerta de vergüenza, Pilar Jufresa aún no había reaccionado completamente ante lo que suponía la mala noticia, por mucho que Francesc hubiera pretendido quitarle importancia.

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