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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (14 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Casi. —Laura sonrió bajando la mirada.

—¿Qué llevas ahí,
petiteta
?

—Es un boceto para una joya que quiero enseñar a papá —explicó.

—A ver si lo adivino: a Ferran no le ha gustado demasiado.

—Ferran no tiene ni idea —respondió Laura—. Y ahora encima tiene a ese perro faldero que hace siempre lo que le pide y le da la razón en todo.

—¿Navarro? —preguntó Núria, alzando la cabeza sorprendida.

Laura empezaba a estar harta. No paraba de oír a su hermano hablando siempre de él: «Navarro esto, Navarro lo otro…» Además, se sentía incómoda en su presencia. No le gustaba cómo la miraba, con esos ojos tan intensos y oscuros que le impedían adivinar qué estaba pensando. A veces tenía la sensación de que la odiaba o, peor aún, de que la despreciaba. Era un engreído.

Se sentó en un taburete al lado de su hermana y recuperó su boceto. Núria acabó su tarea y, tras dejar a un lado los pendientes ya limpios, llena de sentido común, intentó calmar a su hermana, hacerla entrar en razón:

—Trabaja para nuestro hermano, ¿cómo no le va a decir que sí?

—Está bien que le haga caso, pero no tiene por qué burlarse de mí ni criticar mi trabajo sin saber en qué consiste lo que hago. —Su voz sonó más contrariada de lo que pretendía. Se corrigió y concluyó—: No soporto a los hombres insensibles al arte, a los que piensan que todo lo puede el dinero. Es un bruto, un estúpido sin un solo ápice de corrección ni sensibilidad.

—A mí me parece bastante educado… —respondió Núria, distraída.

—Será que no has hablado mucho con él.

—¿Por qué debería hacerlo? Sólo me lo he cruzado cuando ha venido a casa a recoger a Ferran. Siempre ha sido muy amable, aunque tampoco me haya fijado en exceso. No sé, Laura, a veces se te atraviesa alguien y no hay quien te entienda. Además, ¿a ti qué más te da? Casi no va al taller, está con tu hermano y no tiene por qué afectarte de ningún modo, ni bien ni mal.

Habló sin mirar a Laura. Estaba concentrada ahora en una pulsera maciza: sus delgadas manos frotaban todo lo fuerte que podían para hacer brillar el metal. Tras un leve silencio alzó la cabeza y se retiró un bucle castaño de la frente antes de añadir:

—Por otra parte, no creo que sea adecuado para una joven de tu edad hablar de un hombre a sus espaldas de esa manera: ya no eres una niña, Laura.

Ésta se mantuvo en silencio sintiendo que la ira volvía a nacer dentro de ella: no estaban hablando de Navarro, ni de aquello en lo que debía fijarse o no, sino de lo frustrante que era que la desacreditaran. Núria había acabado por desviar el tema de lo que realmente le importaba a su hermana. Ojalá estuviera allí Ramon para hacerla reír con alguna de sus anécdotas y ayudarla a olvidar todo lo sucedido. Pero se había marchado otra vez a Madrid y no volvería hasta dentro de un par de semanas.

Se levantó del taburete de un salto. Estaba decidida: iría a buscar a su padre y le mostraría el boceto. Desde que había regresado siempre hacía los diseños que le exigía su hermano, y por una vez quería que respetasen algo que ella deseaba de verdad. Había estado en Roma con uno de los mejores maestros joyeros de Europa y a nadie parecía importarle. Laura se despidió de su hermana antes de salir.

—¡No te preocupes! Dedícate a lo tuyo, que tienes mejores cosas en qué pensar… —le gritó Núria mientras cerraba la puerta a su espalda.

A menudo, tras esas conversaciones cargadas de consejos e insinuaciones, a Laura le parecía que su hermana vivía obsesionada con encontrarle un marido, y con tal fin valoraba a todo hombre que se acercara a ella, como había hecho siempre con Jordi, al que trataba como un pretendiente cuando era tan sólo un amigo.

Laura se exasperaba cada vez que oía todas esas exhortaciones a que desistiera de su empeño de convertirse en artista y empezara a buscar, simplemente, un buen marido. Y todas las sugerencias veladas, las miradas, los gestos de su madre y hermana parecían querer empujarla hacia Jordi. Lo estimaba, sí, pero no podía evitar pensar que aquello no le bastaba, que tenía que haber algo más, que el amor tenía que ser otra cosa más fuerte, más intensa, más arrebatada y, también, más comprensiva, porque estaba segura de que tanto Jordi como cualquier otro joven de su clase y edad querrían, tarde o temprano, apartarla de su tarea, hacer que olvidara su creatividad, como seguro que pensaba ese imbécil de Navarro. Evidentemente no contaba ni con una pizca de cerebro: hacía y decía lo que le ordenaban. La fuerza y la sumisión le habían llevado a formar parte de aquella empresa, nada más, pero no valía nada, no merecía siquiera que pasara ni un minuto de su tiempo dedicada a pensar en él y su gesto de desprecio, sus ojos negros cargados de desdén, su mandíbula cuadrada cerrada e impasible por la fuerza de la lejanía y la distancia, de la incomprensión, mirándola desde su altura y su fortaleza como si fuera una niña, como alguien que no mereciera atención, como una vulgar cría desmañada.

Mientras regresaba a casa, esta vez en taxi, Laura se sintió avergonzada. Recordó las últimas palabras de su hermana y comprendió que no le faltaba razón: debía dejar de preocuparse, no podía perder la calma pensando en su madre buscándole pretendientes, en Ferran, en Jordi, en ese arrogante de Navarro. Núria la invitaba a que se centrara en su cometido, que, en su caso, era el diseño, y eso debía hacer. Parecía haber olvidado las verdaderas enseñanzas de Zunico, que había despreciado siempre el engreimiento, el creerse un artista por encima de los demás, para ensalzar la tenacidad y el esfuerzo. Por eso la hizo trabajar al principio en las tareas más rutinarias, para que aprendiera a conocer y valorar todas las etapas del proceso de realización de una joya.

Miró fugazmente el dibujo que llevaba en la mano y lo enrolló hasta convertirlo en un delgado tubo. Aunque su padre la comprendiera —a veces tenía la impresión de que era el único que lo hacía—, no buscaría su apoyo. Sus creaciones debían poder defenderse por sí mismas. Igual que ella.

Capítulo 12

Las primeras semanas de colaboradora en el taller de Gaudí habían sido de nervios para Laura. La presencia del maestro imponía, aunque su hablar pausado, su disposición a dar todo tipo de explicaciones sobre el proyecto, su barba y su pelo ya totalmente blancos y su mirada azul e intensa lo convertían en un personaje magnético, capaz de generar un aura de serena actividad a su alrededor. Por otro lado, Gaudí solía dar confianza a sus ayudantes; Laura pronto se descubrió trabajando sola, sin nadie que estuviera encima de ella, supervisándola todo el rato.

Dado que la Sagrada Familia se financiaba exclusivamente con donativos, no siempre se disponía del dinero suficiente para avanzar en la construcción. Cuando escaseaba, aprovechaban el tiempo para seguir investigando. Gaudí hizo construir un obrador ampliando la casa del capellán custodio, situada en el cruce entre las calles Cerdeña y Provenza. Allí había una gran sala en la que se iban acumulando todos los moldes de escayola y las esculturas que se colocarían en el templo. Junto a esa sala se situaba otra que maravilló a Laura: Gaudí había proyectado un techo inclinado cubierto por unas mamparas que se abrían mediante un sistema de poleas. Y lo había construido así para poder dejar entrar la luz del sol y estudiar su efecto sobre las maquetas, para saber cómo resultarían sus construcciones una vez levantadas. De ese modo podrían prever contingencias antes de que se hicieran reales.

Laura trabajaba en el diseño y la realización de modelos y esculturas. Otro grupo estaba formado por arquitectos que se encargaban de los planos y de las maquetas del futuro edificio. Gaudí era dado a planificar todo con detalle y sabía rodearse de la gente adecuada, que, con su ayuda, alcanzaba grandes cotas de perfección. Tenía previsto cuidar desde el arte de la piedra hasta el mobiliario y los vitrales, pasando por elementos de forja y demás ornamentos. Sin ir más lejos, a veces se pasaba largos ratos elaborando con sus propias manos complejos candiles para el interior del templo.

Desde un principio Laura se vio envuelta en un ritmo febril de actividad creativa al que no estaba acostumbrada, lo que le hizo dudar de sus posibilidades. Sin embargo, no se permitió caer en el desánimo. Aquélla era una oportunidad magnífica: no sólo participaba en una obra que estaba llamada a perdurar, sino que le ofrecía además la posibilidad de vivir una experiencia artística llena de matices, una obra de arte total.

Su primer encargo fue realizar unos modelos de salamandras a partir de unos diseños que le habían entregado. Para no malgastar material, los preparó primero a pequeña escala. Ella apenas tenía contacto con el maestro, pero llegó a sus oídos que habían sido de su agrado. Tuvo que preparar más variantes hasta lograr la figura deseada. Tras las últimas modificaciones, pasó a tallar en un material blando una salamandra de un tamaño equivalente al que tendría en la fachada, donde desempeñaría una función de gárgola.

Los modelos se iban colocando por el almacén de esculturas, parte de ellos colgados del techo. A Laura le pareció en un primer momento una excentricidad, pero al comprobar que el número de figuras previsto era tan elevado, lo entendió: de disponerse sobre el suelo, el almacén no sólo quedaría pequeño sino que su paso por él sería impracticable.

Desde que una de sus esculturas fuera colgada allí, Laura paseaba por la sala contemplando ese extraño árbol del cual pendían los frutos más imposibles. Las dudas del principio se fueron mitigando: todavía le quedaba mucho por hacer y por demostrarse, pero ya había un pedacito suyo en el templo expiatorio de la Sagrada Familia.

A mediados de septiembre le encargaron hacer dibujos de niños: necesitaban modelos para las figuras de pastorcillos y de ángeles. Armada con un cartapacio, papel, carboncillos y sanguinas, salió al exterior. Bajó en dirección a las escuelas provisionales, ubicadas en la calle Mallorca, donde en un futuro se alzaría la imponente fachada de la Gloria. Caminó tranquila, disfrutando de ese sol del final de verano todavía cálido pero suave, de esa luz que en contacto con la tierra que rodeaba el templo parecía adquirir tonalidades naranjas. Los chavales aún estaban en clase, por lo que buscó un lugar donde sentarse y poder verlos en acción cuando salieran al recreo. Pensaba en aquel chiquillo que la saludó el primer día; le parecía perfecto como modelo de querubín, con su pelo y ojos claros y aquella expresión avispada y tierna, la cual le daría una humanidad que seguro que convencería al maestro. Recordó también al otro chaval, al pastor, cuya seriedad a caballo entre la infancia y la edad adulta le había llamado la atención. Él, obviamente, podría servir como modelo para los pastorcillos.

Mientras esperaba deslizó la sanguina sobre el papel tratando de captar la suave curvatura del techo de las escuelas, que a Laura le recordaba a las olas del mar. El color marrón rojizo claro de la barrita resultaba perfecto para dibujar el edificio, construido en ladrillo visto. Las paredes, que también se ondulaban, daban un aspecto de levedad y de firmeza que maravillaban a Laura. Cualquier otro, pensaba mientras su mano seguía componiendo trazos, se hubiera limitado a hacer un edificio sin más, cuatro paredes y una cubierta a dos aguas. Pero Gaudí no: él buscó algo distinto, algo que lo hiciese único.

Los chavales salieron de las escuelas en tromba a pesar de las voces del profesor llamándoles al orden. Laura estuvo un tiempo contemplándolos e intentando adivinar su edad. Se dividían en tres grupos, de dos en dos años, y entre ellos reconoció a Guillermo. El crío no pareció verla, ya que se dirigió raudo con sus compañeros al solar. Uno de los chiquillos llevaba una pelota que parecía confeccionada con trapos y se dispusieron a corretear tras ella siguiendo las normas del deporte que se estaba poniendo de moda, el
football
.

Laura sacó su carboncillo y desde donde estaba trazó unas cuantas figuras. Se levantó de su asiento para acercarse más. Le resultaba muy divertido contemplar los rostros concentrados de los chiquillos. No tenían todavía las cortapisas del mundo adulto y expresaban con total libertad sus emociones, tan alejadas de los prejuicios y tan sinceras. Los ojos se abrían siguiendo la pelota, la alegría de marcar un gol les hacía reír con felicidad y, de la misma manera, la decepción en el equipo contrario era de una solemnidad descorazonadora. Pero al final la normalidad, la feliz normalidad de la infancia, se esfumó con un pitido agudo: era el silbato del profesor, que les avisaba de que debían regresar al aula.

Todos se retiraron con andar cansino, como si la energía desbordante mostrada hacía tan sólo unos segundos se hubiera evaporado. Laura sonrió de forma abierta. Recordó que también a ella le costaba volver a clase cuando estudiaba en las Teresianas. Se consolaba al recorrer aquellos pasillos diseñados por Gaudí —aunque por aquel entonces no sabía que fueran suyos—, tan llenos de luz que parecían dentro del cielo.

Fue entonces cuando Guillermo se fijó en ella. Se le acercó dando una carrera y, con el pelo revuelto y la respiración agitada, le preguntó:

—¿Cómo te llamas? El otro día te lo pregunté, pero no me oíste —se justificó.

—Hola, Guillermo. Me llamo Laura —respondió y le ofreció la mano. Él la miró sin saber muy bien qué hacer. Finalmente, con timidez, decidió darle la suya.

—¿Qué haces? ¿Son dibujos? ¿Puedo verlos?

—Claro, sois vosotros jugando al
football
.

—¡Pero si éste es Gómez chutando! —Señaló con el dedo—. Chuta bien, pero da unas patadas…

—¡Guillermo! ¡Haz el favor de venir!

Era el profesor, que le llamaba con los brazos en jarra. Ya no quedaba nadie en el patio.

—Anda, ve, no hagas esperar al maestro —le instó amablemente Laura—. Luego, a la salida, te enseño el resto. También te he dibujado a ti.

—¿Sí? —preguntó abriendo los ojos como platos.

—Pero corre, si no te castigará después de clase. —Dirigiéndose al profesor, añadió—: Perdone, ha sido culpa mía.

Guillermo se despidió de ella de nuevo a la carrera. Laura observó desde la distancia cómo entraba fintando el pescozón que el maestro le tenía preparado.

En cuanto el profesor dio por terminada la clase, Guillermo salió corriendo. Ya tenía su cartera con los libros y los útiles de escritura guardados. Se decepcionó un poco al no ver a Laura donde esperaba, pero pronto la descubrió. Seguía dibujando desde otro lugar, esta vez miraba a una niñera con su uniforme que paseaba con una chiquilla de pocos años.

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