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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (16 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Veo que la fiesta aquí ha terminado… ¡Divertíos! —exclamó Francesc alzando su vaso.

Ferran articuló una despedida general y Dimas, antes de salir tras él, se dirigió hacia el patriarca para agradecerle el gesto y dejar el vaso sobre una mesa. De reojo observó a Laura, que ya volvía a bromear con Jordi, y pensó con cierta amargura que en realidad, para la niña bonita, allí también continuaba la fiesta.

Unas cuantas horas más tarde la noche seguía siendo todavía muy cerrada, aunque faltaba poco para que los primeros rayos de sol rompieran la penumbra en el horizonte. Dimas caminaba solo, zigzagueando entre las sombras del barrio viejo. Las calles serpenteaban en medio de las fábricas y las humildes viviendas que lo poblaban. El humo de las chimeneas creaba una cúpula que aislaba aquella zona de la nueva Barcelona, que no se parecía en nada a ésta. Allí el aire estaba emponzoñado de aceite y herrumbre, y el ruido de las máquinas contaminaba cualquier posibilidad de silencio. Los pocos hombres que seguían en la calle a aquellas horas eran borrachos y mendigos, quienes lo miraban extrañados de que un individuo con ese aspecto anduviera solo por aquel lugar. Un indigente, dueño de un hedor mezcla de alcohol y orín, se le acercó para pedirle unas monedas. Dimas se metió la mano en el bolsillo y al sacarla cayeron al suelo desperdigadas todas las que guardaba. El hombre, arrodillado, las recogió con ansia. No cesaba de darle las gracias una y otra vez.

Dimas se paró frente a un portal de la calle de la Cadena y llamó al sereno, que se hallaba unos pasos más adelante. Los serenos tenían las llaves de las entradas a los edificios, hacían funciones de vigilancia, cantaban las horas y socorrían a los vecinos en las urgencias que pudieran tener. Éste ya le conocía de otras ocasiones y le saludó algo cansado dando un breve toque a su gorra.

—Ya te queda poco para irte a dormir, Matías —le dijo Dimas. El sereno rebuscó entre el montón de llaves que cargaba y le abrió la puerta.

—Sí —respondió con un bostezo—, casi lo mismo que a ti.

Dimas atravesó el zaguán y subió hasta el segundo piso aquellas estrechas escaleras con la huella desgastada. El alcohol ingerido le dificultaba acertar a la primera con los escalones y tropezó un par de veces. La noche con Ferran había estado bien. Le había acompañado a La Maison Dorée, un local inaugurado hacía casi veinte años en el chaflán de Rivadeneyra con plaza de Cataluña. Los propietarios eran los hermanos Pompidor y habían encargado al arquitecto August Font i Carreras la creación de un espacio de lujo que mezclara las formas más suaves del barroco con el estilo Luis XV. Por todas partes había pinturas de Alexandre de Riquer y otros artistas de la época. Ferran le había explicado que aquél era el lugar al que solía acudir el rey cuando visitaba la ciudad. Al oírle, Dimas cayó en la cuenta de que el monarca era un referente para Ferran, pues aquélla ya era la segunda cosa en la que el joven Jufresa le imitaba.

En La Maison Dorée Ferran se sentó en una mesa con sus amigos. Cuando perdió el interés por la decoración del lugar y las personas que allí estaban, Dimas fue a sentarse frente a la barra. El camarero, viendo de quién era acompañante, incluyó sus pedidos en la cuenta de su jefe. A eso lo calificaban no sin cierta sorna como «ir de gorra», ya que muchos de los empleados que escoltaban a los burgueses solían distinguirse por esta prenda, a diferencia de los caros y lujosos sombreros de los señores.

Después de varias horas y muchas copas «de gorra», Dimas salió de allí con la cabeza algo espesa, aunque Ferran no se percató de ello, porque aún había bebido más. Condujo hasta dejar a su jefe en casa y decidió bajar caminando. Llegó a la ciudad vieja cuando ya había transcurrido gran parte de la noche, pero ni por ésas consiguió despejarse de los efectos del magnífico coñac que le habían servido.

Ahora golpeaba con los nudillos la puerta cerrada ante él y cruzaba los dedos para que Amalia se encontrara en casa. No quería irse a dormir.

Como nadie respondía, volvió a intentarlo con más fuerza. Al poco una voluptuosa joven de melena rubia despeinada y un batín anudado a la cintura apareció frente a él.

—¿Dimas?

El joven se apoyó en el marco de la puerta en un gesto seductor, algo empequeñecido porque llevaba la camisa descolocada y la chaqueta abierta y el chaleco quedaba a la vista. A ella no pareció importarle. Amalia le acarició el rostro y luego pasó su mano por el pelo.

—¿Estás borracho? —le preguntó.

—¿Qué más da?

Tras un momento de indecisión, ella sonrió levemente y cogió la mano de Dimas para hacerle entrar. El piso, pequeño y con las paredes desnudas, contrastaba con la casa en la que Dimas había comenzado la noche.

—Anda, ven, que me tienes abandonada.

Se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Articuló varias excusas vagas, sus nuevas obligaciones, un jefe más exigente que el anterior, mucho trabajo. Mientras hablaba comenzó a deshacer el nudo del batín. El tejido ligero cayó al suelo suavemente y Amalia quedó completamente desnuda. Dimas empezó a acariciarle los brazos. La besó en la boca en un arrebato y le mordió los labios.

Fue él quien la encaminó al dormitorio; ella se dejó llevar de espaldas. Amalia se tendió sobre la cama y Dimas cayó encima. Con una de sus manos ella se aferró a su rostro rasurado; con la otra se guió por el colchón de lana hasta el cabezal. Dimas se sentó en el borde y ella comenzó a desvestirle. Después de quitarle la chaqueta y el chaleco le desabrochó los botones de la camisa y se la arrancó con un movimiento rápido; hizo lo mismo con los pantalones y se puso de pie para bajárselos junto con los calzones. Se arrodilló en el suelo y se aproximó al miembro ya erecto de Dimas, cuyo fuerte pecho, que se movía excitado, brillaba por el sudor. La calidez de los labios de Amalia le hizo gemir enseguida. Sintió que estallaba de deseo, quería poseerla. La recogió del suelo con delicadeza y la tumbó en la cama. Gateando se puso sobre ella, que le abrazó con sus piernas, y comenzó a penetrarla. Empujó con una de sus manos el cabezal de la cama y golpeó la pared a un ritmo sosegado al principio. Con la otra mano se aferró a la espalda de ella, atrayéndola hacia sí, mientras sus pechos turgentes se sacudían arriba y abajo. Aquel movimiento le excitaba cada vez más: el ritmo no tardó en acelerarse y pronto los gritos de Amalia se unieron a los golpes de la cama contra la pared en un efecto escandaloso. Unos porrazos al otro lado de la pared les hicieron parar un momento: afinaron el oído y escucharon las quejas exageradas y roncas de un vecino. Dimas y Amalia se miraron sorprendidos y al instante estallaron en una carcajada. La recogió y la colocó a los pies de la cama en un solo movimiento; su deseo no había disminuido en absoluto. No había nada que anhelara más en el mundo en ese momento que continuar abriéndose paso dentro de ella. Volvió a penetrarla con fuerza, con cierta rudeza que ella pareció recibir con agrado. Se movía cada vez más rápido y su cuerpo fuerte y musculoso parecía hecho, más que de carne, de piedra. Percibió el temblor descontrolado de la cadera de ella y sus movimientos no tardaron en hacerle alcanzar su propio clímax y gritar sin reparar en oídos ajenos.

Al rato, con Amalia ya dormida, Dimas desvió la mirada hacia la ventana. Se percató de que un nuevo día estaba empezando. Observó cómo amanecía mientras pensaba que pronto sería él quien se sentaría a la mesa de los mejores restaurantes mientras otro esperaba en la barra. Las próximas sábanas serían de delicada seda, se dijo.

Reparó entonces en que el lujo emitía para él un brillo parecido a la miel que derramaba el sol en aquel amanecer: dorado, espeso, penetrante y, a la vez, casi transparente, delicado. Se recordó que todos ansiaban ese líquido ambarino pero pocos eran los que lo alcanzaban: unos se pringaban con la pastosa lujuria y otros, timoratos, desdeñaban su poder porque no querían ensuciarse las manos. Sólo unos cuantos elegidos poseían su secreto sin que sus manos quedaran manchadas.

El éxito, reflexionó, no estaba al alcance de los castos, de los perezosos ni de los lujuriosos; la tenacidad y la insistencia eran las claves y Dimas lo tenía claro: cuando se apuesta fuerte no debe haber ni una sola duda sobre el camino. No puede haberla.

Con cuidado de no despertar a la chica, se levantó de la cama. Por lo pronto, debía ponerse en marcha. Notó cómo las tripas le rugían: su cuerpo tenía hambre, tanta como su alma.

Capítulo 14

—Dicen que habrá un día en que todo eso serán calles y edificios. ¿Te lo imaginas?

Tomàs señaló con su cayado todo el espacio que se desplegaba ante sus ojos. Guillermo y él habían subido caminando hasta la
muntanya pelada
, en la parte alta del barrio del Guinardó. En 1910 el ayuntamiento había adquirido los abruptos terrenos y proyectaba la creación de un parque en la falda de esa montaña que coronase el barrio. Pero eso no dejaba de ser un mero rumor; el futuro parque no era por el momento más que un bosque de pinos y encinas, algún que otro barranco insalvable y un sinfín de retamas, cardos, zarzas en las zonas umbrías y maleza en general. A Tomàs le gustaba llevar allí su rebaño cada quince días más o menos; decía que el contacto con la naturaleza purgaba el estómago de los animales, acostumbrados a la paja seca de los campos ya segados del llano y a algún que otro desperdicio de los inmundos albañales de la ciudad.

Frente a ellos, el mar se recortaba recto en el horizonte. Era una tarde despejada de octubre y los días empezaban a ser más cortos, con ese brillo matizado de la luz del otoño. Tomàs continuó su soliloquio:

—Dicen que habrá un día en que los tranvías ya no serán necesarios: todos tendremos un coche de esos de motor. Y las calles serán más anchas para que puedan pasar a toda velocidad.

Guillermo disfrutaba del paisaje y pensaba que Tomàs le estaba tratando como a un niño, que le estaba contando lo que un día le relató a él su padre en los pocos ratos durante los cuales le enseñó el oficio de pastor. Porque lo que tenían delante era ya una ciudad, con lagunas como la boca mellada de un chiquillo al que le están apareciendo los dientes, pero una ciudad al fin y al cabo.

El esqueleto de los andamios recubría muchos edificios en construcción. Desde esa altura parecía una ciudad fantasma, suspendida en el tiempo al quedar invisible o empequeñecido todo rastro de vida. Sólo entrecerrando un poco los ojos podía distinguir Guillermo a los grupos de niños jugando al
football
allá abajo. Pero no sentía envidia; ya jugaría al día siguiente: sólo tenía la posibilidad de subir allí con Tomàs cada quince días.

El pastor abrió un pequeño hatillo que llevaba anudado al hombro y sacó una vasija tapada con un gran corcho. De ella extrajo una rebanada de pan completamente empapado.

—¿Quieres?

Guillermo rechazó el ofrecimiento muy a su pesar, porque el estómago empezaba a sonarle con insistencia. La última vez que tomó una rebanada de pan con vino llegó a casa con un considerable dolor de cabeza y con la boca seca como una alpargata.

Tomàs comenzó su merienda. A cada bocado doblaba la cabeza sobre la vasija para que el jugo que caía del pan se recogiese en ella.

—¿Hoy no te han hecho ningún dibujo? —preguntó el pastor antes de dar el siguiente bocado.

—¿Qué pasa? ¿Tienes envidia?

—¿Envidia? ¿Por qué? —rechazó Tomàs—. A mí también me va a dibujar. Me lo ha dicho ella.

—Ya te gustaría —respondió incrédulo Guillermo—. Lo que pasa es que no soportas que sea amigo de una mujer tan guapa.

—¡Uy, qué humos! —exclamó Tomàs—. Pues será que no hay otras mil veces más guapas.

—Quién, ¿la Bea? ¿La Helena? ¡No compares, hombre!

—No comparo: son chicas; no son tan mayores como Laura… Con las dos me he besado ya. Y tú, ¿qué has hecho?

Guillermo se puso colorado como un tomate.

—Yo no quiero besarme con Laura. Ella… es mi amiga.

Tomàs le miró con mofa.

—Ya… Que ella es mucho mayor que tú, vaya. Es más una novia para tu hermano; a ti no te haría ni caso.

Guillermo se quedó serio, circunspecto. Recogió su macuto de cuero donde llevaba las cosas de la escuela y empezó a bajar por el sendero que se perdía sinuoso hacia la ciudad.

—Sí, eso es, vete. —Tomàs alzó la voz desde la distancia—. No te necesitamos. Nos quedamos aquí contemplando el paisaje, ¿verdad que sí,
Nit
?

El
gos d’atura
se quedó observándolo como si le entendiera. Acababa de llegar junto a su amo con el pelo ensortijado y mate completamente salpicado de pajas y hierbas. La lengua le colgaba a un lado de la boca entreabierta y respiraba sonoramente. Hizo un amago de ladrido mientras miraba a Guillermo alejarse, pero optó por tumbarse al lado de Tomàs.

Guillermo iba pensando en lo que su amigo le había dicho. Sin darse cuenta siempre le hablaba a su hermano de Laura. Y también le había hablado a ella de su hermano. Además, Dimas no tenía novia desde… En realidad, no recordaba a ninguna. Y Laura parecía tan lista y tan dulce, y tan guapa.

Cuando por fin llegó al descampado tiró la cartera a un lado y salió corriendo detrás del trapo desastrado que recordaba a una pelota. Pronto quedó absorbido por los gritos y el polvo y las carreras de sus compañeros.

Dimas miró su reloj de bolsillo y comprobó que no era tan tarde como pensaba. Decidió pasarse por el descampado de la Sagrada Familia para ver si Guillermo estaba todavía allí. Paseaba con despreocupación, acariciado por la agradable temperatura. La vida le sonreía: vestía bien, las modistillas se volvían a su paso por las avenidas y alguna incluso se le insinuaba con la mirada. Él caminaba impasible pero satisfecho por dentro.

Cuando llegó al improvisado terreno de juego donde los niños perseguían el balón se entretuvo un rato observando los movimientos de Guillermo. Dejó el sombrero sobre una piedra y se sentó encima de otra algo más grande. El cielo empezaba a salpicarse de borrones escarlata y las sombras habían crecido ya hasta ocuparlo todo. Entre la rala maleza de los márgenes las ratas corrían moviendo presurosas sus patitas. Parecían frenéticas, espectadoras impasibles de un mundo en descomposición. Guillermo fue corriendo en su dirección en cuanto lo vio.

—¡Hola! ¡Has venido!

—Tenía ganas de verte. Vamos, te invito a merendar.

Pero Guillermo no le escuchó. Se quedó expectante, como mirando a través de él a alguien o algo que estaba a la espalda de Dimas. Antes de que le diera tiempo a volverse, una voz de mujer aguda y cálida a la vez dijo:

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