Pese a que le costó un gran esfuerzo, comprobó que todos los dedos intentaban moverse. Si no lo conseguían apenas era por culpa de la armadura. Tras haber adelgazado en la última semana, le quedaba un poco holgada. Sin embargo ahora la notaba muy ajustada, como si se hubiera hinchado por dentro.
Poco a poco fue consciente de la posición de su cuerpo. Se hallaba tendido de costado, con el brazo derecho bajo el tronco y la espalda contra una pared. Ninguno de los dolores que sentía parecía tan lacerante como para sugerir que se hubiera roto un hueso. El peor era el de la cabeza. ¿A qué se debía el extraño calor en la parte posterior de su cráneo? ¿Una hemorragia, sangre ya seca, sesos desparramados?
—¿No me oyes, Zemalnit? ¿Es que no te dignas oírme?
Había cerrado los ojos sin darse cuenta. La voz le resultaba familiar. Sobre todo por el odio y el desprecio que destilaba.
Es el general Abatón
, pensó, casi esperando encontrarse con la cuenca vacía de su ojo sobre él. Pero no podía ser; Abatón se había quedado en Pasonorte con la Horda.
La vista se le enfocó poco a poco. Aunque lo habría visto todo mucho más nítido si aquel tipo se alejara un poco más de él. Por primera vez se sintió identificado con su padre cuando tenía que apartar una carta todo el largo de sus brazos para poder leerla.
Ese rostro. Le era tan familiar como la voz. Pero lo recordaba rodeado con más pelo.
—Agmadán —musitó.
A pesar de que ya había empezado a anochecer, la luz del ocaso combinada con la de Rimom le bastó para comprobar que la cara morena del politarca estaba llena de ampollas y tan roja como un cangrejo hervido. De las elegantes canas de sus sienes no quedaban más que unas hebras quemadas.
Tiene que doler
, se dijo.
El politarca estaba arrodillado a su lado, tan cerca de él que podía oler el hedor de su pelo quemado. Al ver que Derguín por fin lo reconocía, Agmadán se incorporó. Llevaba una espada en la mano derecha. Apoyó su punta en el cuello del joven, justo por encima del borde de la armadura.
—Es por tu culpa. Por culpa de tu maldita
Zemal
—dijo con voz ronca y quejumbrosa. Tenía un ojo lleno de lágrimas. El otro parecía seco y opaco, y el párpado inferior estaba en carne viva. Derguín se preguntó si aún podía ver por él.
—Qué... quieres... decir.
—Has destruido mi ciudad, Zemalnit.
—Yo... no estaba aquí.
Podrían habérsele ocurrido argumentos mejores. Pero sentía la cabeza tan embotada como si tuviera el cráneo relleno del mismo acolchado que le impedía moverse dentro de la armadura.
Acelérate
.
Ocho. ¿Uno? ¿Dos? ¿Otro ocho? Los números siempre se le habían presentado rápidamente en una matriz de tres filas y tres columnas, de suerte que no necesitaba ni un segundo para entrar en Tahitéi. Pero ahora bailaban burlones ante los ojos de su mente. Fijarlos era como tratar de escribir en la arena del desierto durante un simún.
La espada. La hoja estaba sucia de hollín, pero Agmadán debía haber limpiado el filo usando su propia ropa y entre la roña se apreciaba un fino ondulado que recorría el acero.
Para un Tahedorán era imposible confundir aquella línea de templado. La espada que apretaba su nuez y amenazaba degollarlo era la misma que fabricó el célebre Amintas hacía más de tres siglos.
Brauna
, la herencia de su padre Cuiberguín Gorión, alias Kubergul Barok.
Se dio cuenta de que estaba bizqueando para estudiar mejor la afilada
hasha
. La
kisha
le era imposible verla, porque la tenía debajo de la barbilla.
Ocho. Uno. Dos. Nueve. Dos. Tres. Ocho. Dos
.
Maldita sea, ¿por qué no pasaba nada? No, no. No sólo se había equivocado con los números, sino que ni siquiera había visualizado nueve.
Cóncentrate, Derguín Gorión
. Pero no era fácil aclarar los pensamientos con aquel dolor de cabeza y, para colmo, viendo a tan poca distancia a un enemigo mortal con el rostro abrasado, ojos de demente y una espada afilada en la mano.
—Quiero que sepas esto antes de morir. Me he acostado con Neerya hasta aburrirme de ella, le he hecho todo lo que un hombre puede hacerle a una mujer y luego se la he entregado a mis esclavos para que la posean por turnos.
Ocho. Uno. ¡Dos! Nueve. Dos. Dos. Cero. Nueve. Uno
.
Nada. Entre la armadura hinchada por dentro y el dolor de su espalda y de su cabeza, Derguín sabía de sobra que no conseguiría desarmar a Agmadán. Éste tan sólo necesitaba una fracción de segundo para clavarle la espada en el cuello hasta toparse con las vértebras.
—Después la he matado. ¡La he matado hoy mismo, Derguín! Si vieras cómo lloraba cuando la degollé, cómo gorgoteaba su voz...
—Mientes.
—Y también maté a esa criada tuya. ¿Ariel? Sí, así se llamaba. A ella también le he cortado el gaznate.
—Sigues mintiendo.
—¡Cállate!
Agmadán apretó. No demasiado, sólo lo suficiente para rasgar la piel. Derguín no vio cómo se hundía la punta, pero notó el cálido reguero de sangre gotéandole por la clavícula.
Por los dioses, ¿qué podía haberle hecho al politarca para que lo aborreciera tanto? Apenas habían conversado dos o tres veces en su vida.
—Te daré pruebas de que las maté para que sepas que no te irás al infierno solo.
—No... las tienes.
—Ariel te robó la Espada de Fuego.
Derguín dejó de parpadear un instante y Agmadán lo notó.
—¡Ah, ahora sabes que no te miento! La niña vino con unas Atagairas y con su madre. Que, por cierto, te conoce...
Una sombra enorme apareció detrás de Agmadán. El gigante de la armadura. ¿Le había parecido poco la patada y venía a rematarlo?
—... y se llama Trí...
Una mano enorme y oscura tapó la boca de Agmadán y tiró de él hacia arriba. El politarca trató de utilizar la espada, pero otra mano le aferró la muñeca con violencia y le obligó a soltarla.
Brauna
tintineó al chocar contra el suelo.
Que no se haya despuntado
, pensó Derguín por reflejo de propietario.
Trató de mover el brazo derecho para cogerla, pero la armadura y su propio peso se lo impedían. Estiró la mano izquierda buscando la espada y al hacerlo se quedó tendido boca abajo. El contacto del pomo, aunque fuera a través del guantelete, le infundió algo de energía. Con parsimonia de anciano más que agilidad de Tahedorán, consiguió arrodillarse y después, haciendo fuerza con la mano derecha en el muslo para ayudarse, se levantó.
En todo ello empleó una eternidad.
Agmadán tenía los pies colgando en el aire y forcejeaba por zafarse de las manos que le amordazaban la boca y la nariz y le apretaban la garganta. Sus movimientos eran cada vez más débiles y sus gemidos sonaban más ahogados. No tardó en dejar de patalear, y un desagradable olor a amoníaco delató que sus esfínteres se habían relajado.
Su agresor lo arrojó a un lado como una marioneta rota. No era tan gigantesco como el desconocido de la armadura, pero medía más de dos metros. Pese a que se le veía más delgado y con la cara, la barba y el pelo perdidos de ceniza y hollín, era imposible confundir aquel rostro y, sobre todo, aquel corpachón.
Sólo había un detalle nimio, una minucia que no cuadraba.
Se suponía que estaba muerto.
—¿Así es como me saludas, Derguín?
Esa ronca voz de oso no podía ser la de un cadáver ni un fantasma. Derguín avanzó dos pasos titubeantes y se abrazó a aquel hombre, o más bien se dejó caer contra su pecho.
—¡Mazo! ¡Mazo!
Él lo apartó un poco agarrándolo de los hombros.
—¡Mazo! —volvió a decir Derguín, con voz ahogada. Se dio cuenta de que estaba viendo a su amigo a través de un velo de lágrimas.
El Mazo le hizo dar la vuelta y le examinó por detrás.
—Te has dado un buen coscorrón, muchacho. Tienes la nuca llena de sangre seca.
—Mazo...
—¿Qué pasa, que el golpe te ha entontecido tanto que sólo sabes decir una palabra?
Los dedazos del antiguo Gaudaba le revolvieron el pelo sin miramientos para despegar la costra de sangre.
—¡Ay! —se quejó Derguín, dando un respingo.
—Vaya, por fin pronuncias otra palabra. Está bien, parece que no se te ve el hueso ni se te han salido los sesos. Ésa debe ser una buena noticia.
—Pero tú estabas muerto. ¡Yo te vi muerto! ¿Qué ha pasado? Cuéntame qué ha ocurrido.
—¿Por qué no empiezas tú? Me gustaría que alguien me explicara qué pinto en Narak y por qué demonios esos gusanos de fuego han destruido la ciudad.
—¿Gusanos de fuego?
Tras un minuto de intercambiar frases atropelladas e incoherentes, decidieron que lo que más urgía en aquel momento era comer algo. El Mazo confesó que, después de cómo lo habían tratado en los últimos tiempos, se sentía bastante flojo.
—¿Flojo? —Derguín señaló el cuerpo inerte de Agmadán y añadió—: Seguro que si le preguntas por tu flojera tendrá algo que opinar.
Derguín llevaba colgado en bandolera un zurrón con comida y bebida. Por suerte, aunque el pan y el queso habían quedado algo espachurrados por el choque contra la pared, el odre de vino no había reventado y la morcilla embuchada estaba milagrosamente intacta.
Mientras El Mazo embaulaba casi sin respirar, Derguín se despojó de la armadura entre gruñidos de dolor. Cuando la tuvo extendida y abierta en el suelo, comprobó que la capa interior había cambiado. Hasta entonces era como el exterior, de aquel material verde obsidiana que resistía los golpes mejor que cualquier metal. Ahora, sin embargo, le había brotado por dentro un extraño acolchado que, examinado de cerca, parecía una espuma gris compuesta de minúsculas burbujas.
Ante sus ojos, la espuma se deshinchó entre silbidos casi inaudibles. Segundos después, el interior de la armadura volvía a ser como siempre.
Una magia poderosa. La armadura debía haber reaccionado por sí sola al recibir la patada en el pecho, creando una capa amortiguadora para proteger a su dueño. Y probablemente le había salvado la vida.
Ahora que se había quedado tan sólo con la almilla y los pantalones, Derguín comprobó que tenía mucho más calor que antes. El aire era tan sofocante y el suelo se notaba tan caliente como si estuvieran a pleno sol en la llanura de Malabashi. La ropa se le empapó de sudor y se le pegó al cuerpo casi inmediatamente.
Volvió a recoger la espada, que había dejado en el suelo.
¡Brauna!
Recorrió la hoja con los dedos con tanta fruición como si acariciara la piel de Neerya.
¿Había llegado a acariciarla alguna vez, o eran imaginaciones tantas veces invocadas que las había trocado en recuerdos? Por temor a causar la muerte de la bella Bazu, prácticamente no la había tocado. Mucho se temía que ya no tendría ocasión de hacerlo.
Ella no está muerta. Ariel tampoco
, se dijo, testarudo. Tenía que tratarse de un engaño de Agmadán, a quien no le bastaba con matarle, sino que también quería que muriera sumido en la desesperación. Ellas no podían estar muertas.
Pero al mirar en derredor y contemplar toda la bahía de Narak convertida en una escombrera humeante, pensó que, si no a manos de Agmadán, sí era más que probable que Neerya hubiese perecido abrasada. Ariel quizá contaba con más posibilidades de haber sobrevivido gracias a
Zemal
.
¿Y qué había pasado con Mikhon Tiq? ¿Habría luchado contra el gigante de la armadura negra? ¿Con qué resultado? ¿O había decidido huir a lomos del terón, dejándolo a él abandonado a su suerte?
Eran demasiadas preguntas, demasiadas dudas. Debía intentar responderlas poco a poco.
—Toma, Derguín —le dijo El Mazo, tendiéndole el zurrón—. A ti también te vendrá bien comer. Te estás quedando tan flaco como un galgo.
Derguín se negó, pero luego pensó que le convenía meter algo de alimento en el cuerpo. Los imprevistos se sucedían a la velocidad del rayo. Ahora que no tenía a
Zemal
para enfrentarse a ellos al menos necesitaba reponer fuerzas.
Mientras Derguín comía algo de pan y queso, la cuarta parte de la ración que había devorado El Mazo, éste le sujetó a
Brauna
. El gigante deslizó los dedos por el filo y, como era de esperar, se hizo una herida en la yema del índice. Ya le había ocurrido en las Kremnas, la agreste comarca de Áinar donde se habían conocido. En aquel momento, Derguín estaba atado a un poste, prisionero de los Gaudabas. El joven recordó que entonces también tenía el pelo pegajoso de sangre por culpa de la pedrada que le había asestado un forajido.
Parece que la historia se imita a sí misma
. Aquel pensamiento lo reconfortó un poco. Si el pasado servía como ejemplo, si los acontecimientos tendían a repetirse en círculos, él debía encontrarse de nuevo en el momento más bajo del ciclo. A partir de ahora sólo podía remontar el vuelo.
—Ésta es tu vieja espada, ¿no? La que te regaló tu padre.
—Sí —contestó Derguín, con la boca llena.
Dio un trago de vino, guardó la bota en el zurrón y dejó éste en el suelo. Después examinó la espada que había traído de Pasonorte, una hoja recta que había encargado a un herrero de la Horda y por la que le había pagado dos imbriales. La empuñadura era oscura y el pomo estaba rematado por una cabeza tallada sin orejas ni pelo. Sus rasgos no eran tan finos ni delicados como los de
Zemal
. Se suponía que la había encargado para dar el pego de lejos, no en un examen cercano.
Para lo que me ha servido
, pensó. El robo de la Espada de Fuego debía de ser la comidilla de toda la Horda Roja.
—Si no te importa, te voy a cambiar el arma —le dijo al Mazo, tendiéndole la espada de los dos imbriales.
—Estás más contento de recuperar a
Brauna
que de verme a mí resucitado, ¿eh?
Mientras intercambiaban armas, Derguín pensó en hacer algún comentario jocoso, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si era por su amigo, por la espada o porque después del golpe se sentía débil, y más aún sin
Zemal
. Para disimular, se dio la vuelta como si quisiera examinar mejor las líneas de templado bajo la luz de la luna. Aunque el cielo estaba cada vez más oscuro, Rimom brillaba con el doble o el triple de su intensidad habitual y desde su superficie seguía observándolos el rostro ceñudo de Manígulat.
Derguín no tenía vaina para
Brauna
. La de la imitación de
Zemal
no servía para acomodar una hoja curva. Si no se acababa el mundo entre hoy y mañana, ya encontraría algún talabartero que le confeccionase una funda. Por el momento, debía pergeñar alguna solución para no llevar desnuda una espada que cortaba casi con mirarla.