El sueño de los Dioses (38 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

BOOK: El sueño de los Dioses
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Se acercó al cadáver de Agmadán, lo volteó con la punta del pie para no tener que verle la cara y le rasgó la parte de atrás de la túnica. Usando aquellos harapos rodeó la hoja con varias vueltas de tela y utilizó los cordones de las botas de Agmadán para atar y apretar bien la improvisada funda. Envuelta así, no podría hacer una Yagartéi, pero al menos no se cortaría con el filo.
Al final de tu vida has sido útil para algo, señor politarca
, pensó.

Arreglada de momento la cuestión de la espada, decidió volver a ponerse la armadura. El Mazo tuvo que ayudarle, porque Derguín se encontraba tan dolorido como un nonagenario reumático.

Para su sorpresa, cuando se cubrió todo el cuerpo sintió que la temperatura de su piel bajaba de forma perceptible. Se preguntó qué ocurriría si se ponía también el casco, pero prefirió seguir llevándolo levantado a la espalda, colgado de las bisagras que lo sostenían. No quería hablar con El Mazo desde detrás de la visera de cristal.

—Deberíamos lavarte esa herida —comentó su amigo cuando terminó de ajustarle los cierres de la coraza.

—Creo recordar que por allí había una fuente —contestó Derguín, señalando hacia su izquierda y poniéndose en camino.

Por allí, la larga pared del acantilado describía un entrante, una C menor dentro de la enorme C de la caldera de Narak. En aquella zona estaba el barrio del Nidal, donde residían los ciudadanos más humildes. Si Derguín no andaba muy desorientado, algo muy probable teniendo en cuenta que la ciudad que conoció se había convertido en un montón de ruinas, por esa zona se encontraba el templo de Rimom, el santuario que había vislumbrado en la visión que los había traído a él y a Mikha desde Pasonorte.

Había recibido una segunda visión mientras sobrevolaban el borde de la meseta de Malabashi. Pero ésta era mucho más confusa y no pertenecía a ningún sitio que reconociera. En ella aparecía también Ziyam, con el rostro sudoroso y enrojecido de calor, y un cilindro de basalto que se fundía bajo el fuego de
Zemal
.

Sus pulsaciones se aceleraron al recordarlo. Cuando Mikha y él contemplaron la devastación que había sufrido Narak, el primer pensamiento que se pasó por su cabeza fue:
El dios loco ha despertado
. Según el mito que les había contado Linar, Tarimán encerró a Tubilok en roca fundida y después lo arrojó a la fosa más profunda del mar. Tal vez la bahía de Narak no se correspondiese con esa descripción de forma literal, pero sus aguas eran ciertamente hondas.

Los acontecimientos se habían sucedido a demasiada velocidad: la hermosa Narak arrasada, el rostro de Manígulat dibujado en la luna, la lluvia de estrellas. Y cuando aún no había tenido tiempo de asimilar aquellos desastres y portentos, un gigante blindado de tres metros había estado a punto de reventarlo de una patada. Derguín intuía de quién se trataba, pero ni en voz baja quería expresar su sospecha.

Has sobrevivido a tu encuentro con Tubilok
...

¡Cállate!
, se ordenó a sí mismo. Si esa especie de demonio era Tubilok, ¿qué destino habría corrido Mikha? ¿Había salvado a su amigo de las acechanzas de Ulma Tor tan sólo para dejar que cayera en manos de una criatura más maligna y poderosa?

Paso a paso, se repitió. No era cuestión de atormentarse pensando a la vez en las personas que podía haber perdido ni en el cúmulo de errores que había cometido. No todo eran desastres. Allí estaba El Mazo, milagrosamente resucitado.

O no. Un principio de los Numeristas que le había enseñado Ahri era: «Si tienes dos explicaciones para un hecho, una natural y otra sobrenatural, no lo dudes». ¿Y si El Mazo no había resucitado porque en realidad no había muerto?

La inspiración lo asaltó como un fogonazo.

—¡Veneno de inhumano!

El Mazo se frenó en seco y se volvió hacia él.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque a veces me sorprende mi propia sagacidad.

—Y tu modestia, sin duda.

—¿Qué tal si me cuentas la historia de tu muerte y resurrección? Debe ser un relato apasionante.

—¿Y si tú me cuentas por qué demonios me he despertado en Narak justo el día de su destrucción?

—Vayamos por partes. Aunque seas Ainari, seguro que eres capaz de hablar y andar a la vez —Derguín tomó del brazo a su amigo y tiró un poco de él. Quería llegar cuanto antes al santuario de Rimom, o a lo que quedase de él—. Explícame qué pasó en Atagaira, o al menos qué recuerdas tú.

El Mazo le contó cómo los «machos» del harén de Acruria habían desnudado a Ariel para tirarla a la piscina, si bien pasó de puntillas sobre la clase de actividades en las que andaba enfrascado él mientras eso ocurría. Cuando se descubrió que Ariel era una niña, se había organizado un buen barullo. El Mazo había quitado de en medio a dos guardianas, Falfar y Biariya, de un modo bastante expeditivo. Biariya murió más tarde por el golpe, pero Falfar se salvó.

—No era lo que aseguraba Ziyam. Según ella, mataste a las dos guardianas.

—Pues no fue así.

Cuando estaba negociando con Ziyam para que les dejara salir con vida del harén, El Mazo cometió el error de darle la espalda. Recordaba que ella lo había apuñalado una vez y, cuando estaba perdiendo el conocimiento, notó vagamente otro pinchazo.

—Lo sorprendente es que yo vi tu cadáver.

—¿Seguro?

—¿Cuántos osos barbudos de dos metros y tan feos como tú crees que puede haber en toda Tramórea?

—Sería yo, pero no estaba muerto.

—Evidentemente. Por eso he pensado en el veneno de los inhumanos.

—Muy listo. Se nota que eres hombre de lecturas.

—Esta vez no han sido mis lecturas, sino mi experiencia. Después de tu supuesto entierro, cuando estábamos en Iyam, los Fiohiortói le clavaron a Ariel sus espinas y la dejaron paralizada. Al principio creí que había muerto, porque tenía el cuerpo helado y no le notaba la respiración ni pegándole la oreja a la boca.

El Mazo contuvo el aliento un instante.

—Pero...

—Se salvó, no te preocupes. —
Para robarme a mí la espada
, añadió mentalmente, pero de eso ya hablarían luego—. ¿Cómo te metió el veneno en el cuerpo exactamente? ¿Untó en él un puñal?

El Mazo se volvió hacia él y le mostró una marca roja en el hombro izquierdo, por encima de la clavícula. Parecía un pinchazo.

—Di cómo me lo mete, porque lleva haciéndolo constantemente desde entonces. Esa furcia siempre lleva encima una especie de estilete. En realidad es una empuñadura en la que encastra una espina de inhumano.

Derguín abrió los dedos y los separó unos diez centímetros.

—Las espinas de inhumano son así de largas. No parecen un arma tan impresionante. Además, a Ariel le clavaron cinco y despertó al amanecer.

—Ziyam tiene una buena provisión de espinas de un palmo de largo —dijo El Mazo, abriendo bien la mano para mostrar la longitud—. Se las arrancan a los machos más grandes. Por lo que me contó, le cuestan un buen dinero. Atrapar a uno de esos machos es más peligroso que cazar un jabalí a pedradas.

Derguín silbó entre dientes.

—Un palmo de los tuyos. No es ninguna menudencia.

—La pelirroja tuvo la amabilidad de enseñarme una de esas espinas de cerca antes de clavármela. No están untadas de veneno como yo creía.

—Ya. Tienen un agujerito muy pequeño en la punta, y el veneno...

—¿Quién está contando la historia, tú o yo?

—Perdona. Sigue, por favor.

—El veneno está dentro de la espina. Cuando los inhumanos disparan esos dardos,
fffut
,
fffut
—El Mazo acompañó su onomatopeya con un rápido movimiento de los dedos—, hay una especie de bolsita dentro de la parte posterior de la espina que cuando choca con algo revienta, lanza el veneno por el agujero y lo eyacula dentro de su víctima.

—Lo inocula —le corrigió Derguín, conteniendo una carcajada.

—Lo que tú digas. Para hacer lo mismo, Ziyam tiene que asestar un buen golpe con ese estilete, no vale tan sólo con pinchar la piel. ¡Y mira que lo disfruta la muy puta!

—¿Cuántas veces te ha
inoculado
ese veneno?

—He perdido la cuenta.

El Mazo le explicó que en su primer despertar tras su supuesto fallecimiento se encontró encadenado a una cama de piedra, fuera del harén. La alcoba que describió era como todas las de Acruria, de paredes talladas en la roca; no obstante, por la descripción de los relieves Derguín supuso que no era la de Ziyam. Lógico por otra parte, ya que tras su intento simultáneo de regicidio y matricidio la princesa estaba muy vigilada.

—Ziyam me contó que Ariel y tú me habíais visto en un ataúd y que os habíais ido al país de los inhumanos convencidos de que yo estaba muerto. «Da igual», me dijo Ziyam, «porque no van a regresar vivos de allí.» Yo le contesté que no te conocía bien.

—¡Gracias por tu fe en mí!

—De todos modos, la zorra pelirroja me dijo que me iba a conservar con vida por si volvías, para tener algo con lo que chantajearte. Por si le hacía falta.

—Es una mujer práctica y utilitaria. Eso hay que reconocérselo.

—A mí, desde luego, me utilizó a conciencia.

Esta vez fue Derguín quien se detuvo y se quedó mirando a su amigo de hito en hito.

—¿Cómo has dicho?

—¿Hace falta que te lo explique? Ella me... ¿Por qué pones esa cara? No me digas que a ti también te...

—Sí, a mí también
me
.

El Mazo soltó una carcajada.

—Vaya, pues eso no me lo contó.

Derguín siguió caminando y apretó el paso. A sabiendas de que era ilógico, le había invadido un absurdo ataque de celos. Ziyam podía resultar taimada y malvada como una serpiente, pero no dejaba de ser princesa y ahora reina de Atagaira, amén de una mujer bellísima. Aunque haber hecho el amor con ella le hubiese acarreado muchos inconvenientes, era algo que mentalmente guardaba entre los trofeos que había conquistado sólo gracias a ser Zemalnit. ¡Y ahora resultaba que Ziyam también se había acostado con ese oso velludo de las Kremnas!

Otro sí, Derguín había tenido más de una ocasión de ver al Mazo desnudo y no le hacía gracia que pudieran establecerse ciertas comparaciones.

—¿Y cómo has acabado en Narak? —preguntó por cambiar de tema cuanto antes.

—Eso es lo que me gustaría saber. Sé que me sacaron de Atagaira para llevarme a una batalla, pero la pelirroja sólo me dejaba despierto el tiempo suficiente para darme de comer y, si le apetecía, para ponerse en...

—Ya sé a qué te refieres. Sigue.

—No hacía más que clavarme esas malditas espinas. Normalmente aquí. —El Mazo se frotó los glúteos—. Debo tener el culo como un alfiletero. Los pocos ratos que me despertaba, me sentía tan mareado como si me hubiera bebido un barril de cerveza. Al final, no sabía ni dónde estaba ni quién ganó esa batalla ni nada.

—¿Y del viaje hasta aquí recuerdas algo?

El Mazo sacudió la cabeza.

—A veces creí que me despertaba, pero no debía ser cierto, porque soñaba que navegaba por un túnel oscuro y oía susurros y salpicar de agua. Llegué a pensar que a fuerza de pinchazos la pelirroja me había matado de verdad y estaba en el inframundo.

Después de subir algunas rampas y escaleras agrietadas, sorteando cascotes, rescoldos humeantes y restos que podrían ser cuerpos humanos abrasados, habían llegado al lugar que buscaba Derguín. De los hermosos jardines de Orbine no quedaban más que unos troncos calcinados y un manto de ceniza gris que la víspera debió ser hierba fresca. Al menos, por la fuente que brotaba del saliente del acantilado seguía manando agua. Derguín acercó las manos con precaución. Estaba más caliente de lo que esperaba, pero parecía limpia. Primero bebió y luego metió la cabeza bajo el caño y se lavó lo mejor que pudo. Cuando terminó, El Mazo le separó los pelos para buscar la herida.

—Bah, un rasguño sin importancia. ¿Cómo te lo has hecho?

Derguín se incorporó. No sabía muy bien cómo explicárselo.

—Creo que deberíamos seguir cierto orden temporal. Mejor será que termines de contarme tú y luego hablo yo. ¿Qué pasó cuando te despertaste?

—Sígueme y te lo explico.

Caminaron unos veinte metros junto a la pared de roca. Allí se levantaba antes la pagoda de Rimom. Ahora sólo quedaban maderos negros que seguían humeando. En el suelo, entre los escombros, encontraron varios cadáveres. Era difícil contar su número. Algunos huesos, aunque carbonizados, conservaban la forma, pero muchos otros habían quedado reducidos a cenizas y sus restos se habían entremezclado. En cuanto al olor a brasas y aire recalentado, Derguín ya tenía la nariz tan saturada que ni lo notaba.

—Fue aquí donde me desperté.

Aquélla, recordó Derguín, era la antesala del santuario, donde habían sacrificado al cordero lechal antes de que la oniromante lo recibiera.

—Estaba envuelto en un saco y metido dentro de una caja de madera. ¡No sé cómo no me ahogué! Pero a lo mejor eso me salvó la vida, porque cuando desperté noté que todo temblaba.

—¿Un terremoto?

—Eso debía ser. Al principio no estaba seguro, porque nunca en mi vida he sentido un terremoto. Primero pensé que me estaban zarandeando para despertarme o algo así, pero el ruido era tremendo, mucho peor que una tormenta. Entonces oí un crujido muy fuerte y noté que algo pesado caía sobre la caja y la madera se rompía. Luego vi que era una viga del techo. ¡No me aplastó la cabeza por dos dedos!

Cuando el suelo dejó de moverse, prosiguió, logró desenvolverse del saco y salir de la caja. Se encontraba a cielo abierto. Los tres pisos de la pagoda se habían venido abajo; pero, por fortuna para él, en vez de derrumbarse en el sitio, la mayor parte del edificio se había vencido a un lado, como un árbol talado por un hacha. De lo contrario, El Mazo habría perecido aplastado.

Al ponerse en pie entre escombros, tejas y vigas rotas, vio que en el suelo había cinco cadáveres. Dos eran varones que debían pertenecer al personal del templo. Los otros tres eran guerreras Atagairas. Dos tenían el cráneo aplastado y a otra se le había clavado en la yugular una larga esquirla de vidrio.

—¿Estaba Ziyam?

—No. Ninguna era pelirroja.

La reina Atagaira merecía morir, sin duda, pero Derguín se sintió aliviado a su pesar. De haber estado Baoyim, seguro que le habría repetido su habitual cantinela: «Los hombres sólo tenéis la cabeza para que avise a vuestro pene a tiempo de que no se choque con las esquinas de las mesas».

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