—¿Sois los Antiguos una amenaza? —preguntó Kratos.
—Tú también lo ves todo en blanco o negro, ¿verdad,
tah
Kratos?
—Cuando se trata de la guerra, sí.
—No, no creo que seamos una amenaza. No quedamos tantos. ¿Te parezco yo una amenaza?
Kratos no supo qué contestar. Pese al cambio en su tono y en su actitud, los ojos de Samikir seguían siendo fríos como los de una serpiente. Otro de los adagios de Vurtán era:
«Ten a los enemigos en tu propia cama»
. Sin llegar tan lejos —copular con Samikir no era una experiencia que deseara repetir—, no pensaba perderla de vista.
—Majestad —intervino Kybes—, ¿la criatura a la que hemos destruido era un dios?
—No. A los verdaderos dioses no les gusta arriesgarse.
—Pero si son tan poderosos e inmortales...
—Por eso mismo. Cuanto más valioso es lo que se posee, mayor es el miedo de perderlo. Lo que habéis destruido era un ídolo mágico poseído por el espíritu del dios, un avatar de Anfiún. Pero si queréis acabar con los dioses, tendréis que luchar contra ellos en persona.
—¿Se les puede derrotar? ¿Se les puede matar? —preguntó Kratos.
—Todo en este mundo y en el resto de los mundos puede destruirse. Los universos se crean del fuego y se destruyen en el fuego, y cuando lo hacen todo recuerdo de lo que fue se pierde, salvo en la mente inmortal de las Moiras. Incluso es posible que ellas lleguen a su propio final, y entonces el olvido será el amo de todo.
—¡Las Moiras! —repitió Ahri—. Oí hablar de ese concepto al Primer Profesor de la orden. Decía que eran la verdadera encarnación de Kartine y que el destino no dependía...
—Dejemos las filosofías —le interrumpió Kratos—. No sé qué quieres decir con eso de los universos, Samikir. Sólo me interesa saber qué va a ocurrir ahora. ¿Dónde están los dioses? ¿Cómo podemos matarlos?
—Son dos preguntas distintas,
tah
Kratos. ¿Matarlos? Con muchísima suerte. ¿Cuántos de tus hombres han perecido en la lucha contra la estatua de Anfiún?
—Demasiados.
—Pues muchísimos más tendrán que morir si queréis acabar con los dioses, y aun así no creo que lo consigáis. Porque a la pregunta de dónde están ya conoces la respuesta: en el Bardaliut. ¿Piensas escalar al cielo,
tah
Kratos?
—De eso me encargaré yo.
Todos se volvieron hacia la entrada, sorprendidos. La voz le había resultado a Kratos extraña y familiar al mismo tiempo.
Con razón. Darkos, que acababa de abrir la puerta de la celda, la cerró tras de sí. Era él quien había hablado, y sin embargo su inflexión y su tono sonaban distintos. Aunque debería estar durmiendo todavía, se había escapado de la alcoba descalzo, vestido tan sólo con una túnica interior. Tenía la mirada perdida, la cabeza un poco ladeada, apenas parpadeaba y un hilillo de saliva le goteaba por la comisura de la boca.
No es él
, pensó. Alguien lo había poseído.
—¡Engendro del demonio, seas quien seas deja a mi hijo! —exclamó, poniéndose en pie y agarrando a Darkos por los hombros.
—No me parió ningún demonio,
tah
Kratos.
Kratos se apartó un paso. Oír una voz modulada como la de un adulto en la boca de un muchacho que además no hacía ningún gesto para acompañar sus palabras resultaba siniestro. Kybes y Baoyim debieron pensar lo mismo y retrocedieron hasta casi toparse con Samikir. La reina se limitaba a observar con una ceja enarcada.
—Controla tus modales, que ahora no eres un vulgar espadachín, sino un general —prosiguió la voz.
Kratos conocía de sobra ese deje mordaz e insolente. De modo que aquello era un truco de Kalagorinor. Yatom se había comunicado con él de forma parecida para ordenarle que adiestrara a Derguín. Y ahí había empezado todo.
—Tú eres...
—Soy quien te arregló el hombro, así que deberías mostrar un mínimo de respeto y agradecimiento.
—Me da igual lo que hayas hecho por mí, hombrecillo. ¡Deja a mi hijo en paz!
—Tu hijo no recibirá el menor daño. ¿Acaso no te lo cuidé bien y traté de inculcarle un poco de educación?
—Di lo que tengas que decir, Barantán, Kalitres o como demonios te llames, y sal del cuerpo de mi hijo.
—La semidivina Samikir, a la que por cierto me ha decepcionado ver tan vestida, te ha preguntado si pensabas escalar al cielo, y yo te he respondido que eso era asunto mío.
—¿Qué quieres decir?
—No quiero abusar del contacto mental, porque tu hijo va a padecer luego una buena jaqueca. Cosa que, por otra parte, no le vendrá mal. Seguramente habrá cometido hoy alguna trastada que merezca castigo.
—¡Di lo que tengas que decir!
Kratos sentía unos deseos terribles de abofetear al Gran Barantán. Por desgracia, las bofetadas golpearían las mejillas de su hijo, no las del hombrecillo.
—Dirígete al puerto de Teluria, en Pabsha. Allí te veré dentro de cuatro días y te diré en persona lo que tienes que hacer.
—¿En cuatro días? ¿Pretendes que vaya volando?
—No es tiempo lo que nos sobra,
tah
Kratos. Lleva hombres contigo.
—¿Cuántos?
—Tú eres el general. Yo no entiendo de guerras. ¿Quinientos? ¿Mil? Los que puedas, siempre que llegues a tiempo.
—Pides algo imposible...
—¡Ah! Algo más. Imaginemos que consigo poneros delante de los dioses. No son precisamente fáciles de matar.
—Eso ya lo sospechaba.
—Sospechar es poco. Cuando entres en Urtahitéi y descubras que tu rival de tres metros, huesos indestructibles y piel que repara por sí sola sus heridas se mueve además mucho más rápido que tú..., probablemente echarás de menos conocer más aceleraciones.
—¿Existen más?
—No lo sé. Yo no soy Tahedorán. Descúbrelo tú. ¡Dentro de cuatro días en Teluria!
—
Es una locura. No esperes verme ahí.
Sabes que lo vas a hacer
, le advirtió una vocecilla interior.
—Un último consejo. Sujeta a tu hijo si no quieres que se rompa la nariz. ¡Adiós a todos!
Darkos perdió el tono muscular de repente y se desplomó como un guiñapo, pero Kratos tuvo los reflejos suficientes para agarrarlo a tiempo.
—¡Maldito hombrecillo! —exclamó, rabioso—. ¡Ya te ajustaré las cuentas cuando te pille!
—Si me permites opinar,
tah
Kratos —dijo Kybes—, por insolente que sea el Gran Barantán, creo que convendría seguir sus instrucciones.
Sin soltar a su hijo, Kratos se volvió hacia Kybes.
—¿Por qué?
—A los hombres se los conoce por sus frutos. Al oírle hablar dan ganas de partirle la boca, pero lo cierto es que Barantán le salvó la vida a tu hijo, destruyó a uno de esos demonios y gracias a él yo puedo manejar la espada de nuevo. Si estamos en guerra y el mundo se divide en enemigos y aliados, él es un aliado.
Quién sabe
, pensó Kratos. Los Kalagorinôr tenían sus propios designios. Pero la alternativa era quedarse en Pasonorte y aguardar a que otra desgracia les cayera encima. Tal vez literalmente del cielo.
—Salgamos de aquí —dijo—. Hay que empezar con los preparativos cuanto antes.
—Planea bien esos preparativos. Sospecho que tu viaje será más largo de lo que crees,
tah
Kratos —dijo Samikir.
—¿Por qué? No me vengas con más enigmas, mujer. Ya he tenido suficientes como para colmar mi paciencia.
—Salta a la vista por la forma en que pierdes los modales. Pero no creo que Teluria sea tu destino final. ¿No te ha dicho él que era un puerto? Los puertos son lugares de paso.
—¿Vas a decirme adónde tendremos que viajar?
—En algún lugar del este hay una ciudad prohibida. Tártara. Tengo el pálpito de que la visitarás,
tah
Kratos.
—No había oído jamás ese nombre. ¿Tú has estado en ella alguna vez?
—Yo no, pero mi hermana sí.
—¿Tu hermana?
—Creo que la conoces. Se llama Tríane.
L
a irrupción del visitante pilla a casi todos por sorpresa.
El Bardaliut dispone de muchas zonas para uso común de sus moradores. Pero también hay mansiones y estancias privadas donde cada uno de los dioses puede disfrutar de intimidad. El único que goza de acceso a todos los recintos y salas es Manígulat. Aun así, procura no ejercer ese privilegio sin permiso de los demás. Cuando los miembros de un grupo tan reducido llevan casi una eternidad viviendo juntos, es importante evitar los roces y dejar espacio libre. Por suerte, el Bardaliut, un hábitat construido originariamente para miles de ocupantes, ofrece sitio más que de sobra a los treinta dioses a los que se ha reducido el panteón de los Yúgaroi. Además, han pasado los últimos siglos casi sin verse unos a otros, encerrados en sus propios ensueños virtuales o directamente separados del flujo del tiempo en cámaras de estasis.
En cualquier caso, la sala de control —o del trono, como Manígulat prefiere llamarla— es el centro neurálgico del Bardaliut y, como tal, el sanctasanctórum más inaccesible. Si los demás dioses se encuentran allí hoy es porque Manígulat los ha convocado y ha ordenado al palacio celeste que les abra sus puertas.
Pero el visitante ha aparecido de la nada, literalmente, sin necesidad de abrir ninguna puerta.
Resulta inconcebible que un intruso penetre en el Bardaliut desde el exterior. Está rodeado por campos de contención, pantallas de ocultación, enjambres de minas y otros artilugios conocidos colectivamente como «comité de bienvenida».
Y, sin embargo, ha ocurrido. El innombrable está igual que hace diez siglos, cuando vertieron sobre él toneladas de basalto hirviendo a casi dos mil grados de temperatura y Tarimán lo rodeó con cintas de Moebius de materia exótica para crear distorsiones espaciotemporales y evitar que nadie pudiera acercarse a él.
Un antiguo proverbio reza:
Quien fabrica la cerradura siempre se guarda una llave
. En este caso, la llave ha sido
Zemal
, también obra de Tarimán, programada por él para romper las barreras que rodeaban al dios durmiente.
Dios que ahora se alza a unos metros del semicírculo formado por los demás Yúgaroi. Tan alto como Manígulat, ataviado con esa siniestra armadura plagada de pinchos que refleja las imágenes como un lago de mercurio y al mismo tiempo ofrece la extraña impresión de absorber la luz. Antaño lo veían a menudo en aquel mismo sitio, dominando la sala de control. Pero donde brillaban los tres ojos rojos ahora sólo quedan tres agujeros más oscuros que las mismas tinieblas.
El saludo de Manígulat no destaca por su retórica ni su originalidad.
—¡Tú! ¿Cómo has entrado aquí?
Tubilok vuelve la cabeza a ambos lados. Lo que ve no debe gustarle, pues dice:
—Primero, gocemos de un poco de intimidad.
Sin necesidad de que haga gesto alguno, las paredes del Bardaliut le obedecen y dejan de ser transparentes para convertirse en una superficie rugosa de color gris oscuro, similar al basalto. La iluminación proviene de rectángulos espaciados que emiten una luz rojiza de intensidad variable.
—Comprended, hermanos —explica Tubilok—, que después de tanto tiempo encerrado en una roca me dan algo de vértigo los espacios abiertos. Así me siento más en casa.
Manígulat se vuelve hacia Tarimán.
—¡Dijiste que estaba bien vigilado y que era imposible que escapara de su encierro!
—Ya sabes que en este universo no existe nada que sea absolutamente imposible, mi señor Manígulat —responde Tarimán, agachando la cabeza—. La indeterminación inherente a cualquier...
—¡Ahórrame tus galimatías pseudocientíficos! ¡No estamos hablando de una partícula subatómica, sino de un dios como nosotros!
—Me ofendes, hermano —dice Tubilok—. ¿Desde cuándo he sido yo un dios como los demás? ¿No sois vosotros los cuerdos y yo el loco? Eso es lo que has dicho siempre.
Tarimán esperaba la llegada de Tubilok, pero hay algo que no acaba de comprender. Para transportarse desde la superficie de Tramórea hasta el Bardaliut se precisan dos requisitos: energía y capacidad de cálculo, ambas en proporciones asombrosas.
La mente de Tubilok, aunque a ratos parezca desquiciada —internarse en las dimensiones extra del Onkos no es una experiencia apropiada para cerebros criados en una Brana de tres dimensiones espaciales—, es poderosa. Mas no tanto como para calcular y simular las ecuaciones de todas las partículas que componen su cuerpo y su estado de consciencia.
Para una labor así se necesita la lanza de Prentadurt. Incluso rota en dos partes, sigue siendo un arma formidable y una herramienta muy versátil. Pero Tubilok ha llegado con las manos desnudas. ¿Dónde tiene la lanza?
—¡Esta vez no te encerraré, maldito chiflado! —exclama Manígulat, volviéndose hacia Tubilok—. ¡Voy a destruirte para siempre!
Los demás dioses se apartan temerosos hasta donde les permiten las dimensiones de la sala de control. Algunos se alejan tanto que sus cuerpos parecen perder la verticalidad.
Manígulat debe salvar su reputación delante de sus hermanos. Pero, aunque controla hasta la mínima secreción que brota de su cuerpo y ahora mismo emite a chorros feromonas de dominación y agresividad, Tarimán sabe que el rey de los dioses está tan asustado que no le llega la armadura al cuerpo.
No obstante, Manígulat hace lo único que está en su mano. Extiende ambos brazos y utiliza su dominio de la fuerza electromagnética para atacar al intruso con mucha más violencia de la que empleó cuando castigó a Anfiún. Su intención es palmaria: no pretende enseñarle una lección a Tubilok, sino aniquilarlo.
De los dedos del dios brotan haces de partículas que ionizan la atmósfera de la sala de control. Su luz es cegadora, y al propagarse por el aire crean vacíos y diferencias de presión que provocan una cadena de truenos ensordecedores. Si los humanos pudieran contemplarlo ahora, creerían sin duda que se hallan ante el señor de la tormenta y del fuego celeste.
Ese ingente flujo de energía, en el caso de que lo estuviera empleando contra cualquiera de los otros dioses, bastaría para fundir la batería interior, los circuitos nerviosos y los nanos del infortunado y para reducir a cenizas sus huesos reforzados con carbono.
El problema es que Tubilok domina sus propios trucos.
La imagen del dios loco desaparece en el aire. Al menos, para los ojos orgánicos que aún conservan los Yúgaroi. Quienes están provistos de instrumentos de visión extremadamente sensibles a radiaciones no fotónicas perciben una vaga presencia que se adivina como una niebla azulada. La imagen que reciben está compuesta de neutrinos, tan huidizos y tímidos que la mayoría podrían atravesar un planeta de un extremo a otro sin chocar en su camino con ninguna otra partícula. El visor de Tarimán sólo captura algunos, apenas los suficientes para reconstruir un perfil que flota en el aire como un fantasma y mantiene vagamente la forma de Tubilok.