Los rayos de Manígulat atraviesan a Tubilok como si fuera de humo. En realidad, su enemigo se ha convertido en algo más sutil e intangible. Incluso el humo sufriría los efectos de la tremenda corriente que ha invocado el poder de Manígulat y que hace que a todos los presentes se les erice el cabello y se les magneticen las partes metálicas de los atavíos y armaduras.
Lo que ha hecho Tubilok es transformarse en un ser de materia oscura. De las fuerzas que gobiernan el universo —
este
universo—, tan sólo la gravedad y la repulsión pueden afectarlo. Pero quien intentara hacerlo tendría que recurrir a masas tan inmensas y concentradas como para deformar el espaciotiempo. Algo que escapa del poder de Manígulat.
Nadie de los presentes puede interactuar ahora con Tubilok: si alguien hace ademán de tocarlo, lo atravesará con la mano. La contrapartida es que, mientras permanezca en el estado de materia oscura, tampoco podrá interactuar con los demás ni, por ende, dañarlos.
De momento, tablas. Mientras Tubilok permanezca en ese estado, ninguno de los dos podrá hacerle daño al otro.
Pasado un minuto que parece alargarse hasta la eternidad, Manígulat baja las manos, exhausto. Ha descargado tanta energía como para alimentar cien tormentas. Si hubiera algún mortal en las inmediaciones, moriría envenenado por la cantidad de ozono que impregna el aire y lo ha teñido de color azul.
—¡¡Cobarde!! —ruge Manígulat—. ¡¡Siempre has sido un cobarde, hermano!!
La imagen fantasmal sonríe y sus labios se mueven pronunciando algo que nadie puede oír, pues la materia oscura de la que se compone ahora no puede transmitir su vibración a las partículas que componen el aire.
En ese momento, unas ondas oscuras atraviesan la sala. Se trata de una extraña vibración constreñida a una franja de tres metros de amplitud que llega desde las alturas. Dentro de dicha franja, el aire se comporta como el agua en un estanque donde hubiera caído una piedra en una imagen acelerada veinte veces.
En los senos de esas ondas anida una negrura impenetrable, bandas de tinieblas que aparecen y desaparecen de la vista a una velocidad difícil de distinguir incluso para los ojos de un dios. La impresión que producen es de desasosiego. En la zona que rodea el haz de ondas oscuras se percibe un vacío que absorbe todo sonido, como si el aire se hubiera convertido en un espeso fieltro. Incluso los Yúgaroi contienen el aliento.
Las ondas negras han alcanzado y rodeado a Manígulat. Después, saltándose cualquier comportamiento físico convencional, emprenden el camino de regreso interfiriendo consigo mismas. Al volver arrastran con ellas una imagen tan fantasmal como la del Tubilok de materia oscura.
Pero la naturaleza de esa imagen es diferente. Lo que acaba de salir del cuerpo de Manígulat ha recibido muchos nombres a lo largo del tiempo:
ka
,
nephesh
,
psykhé
,
atman
.
Alma.
La misma tecnología que ha permitido a Tubilok teletransportarse al interior del Bardaliut extrae de Manígulat todo lo que constituye su personalidad: sus recuerdos, su estado presente, sus posibilidades de reacción futuras. Es información pura, la negación del caos y la entropía, una onda compleja cuya descripción requeriría una ecuación tan larga que daría la vuelta a toda Tramórea.
Los ojos de Tarimán siguen el rápido vuelo de esa estructura de información. Transportada entre los pliegues de radiación oscura, el alma de Manígulat se levanta sobre las cabezas de los dioses, atraviesa la zona de gravedad cero en el eje del recinto y sigue viajando hasta el supuesto techo. En realidad, ese techo es la continuación del suelo que pisan los dioses: la sala de control es un cilindro hueco y aplanado, una especie de rueda de cien metros de diámetro cuyo giro crea una sensación de gravedad artificial en la superficie interna.
Finalmente, el haz de ondas regresa a su punto de origen, un arma que Tarimán conoce bien: el dios herrero la construyó y más tarde colaboró con Tubilok en los cambios que éste introdujo en su diseño original.
Se trata de la lanza de Prentadurt. O más bien de la mitad inferior de dicha lanza. Su contera de materia transmutable absorbe la información que fue o tal vez siga siendo Manígulat. Una vez allí, quedará almacenada con miles de almas más, orbitando en delicado equilibrio entre el hilo central de cuerda cósmica y el cilindro de materia exótica que lo rodea.
Quien empuña el arma es un joven humano. Desde el punto de vista de los dioses parece una mosca colgada del techo cien metros más arriba. Mide uno setenta y cinco, apenas les llegaría a la cintura a los Yúgaroi. Delgado, de rasgos delicados y grandes ojos negros que los miran a todos con una mezcla de curiosidad y temor. Sobre las ropas de viajero viste una capa parda, con la amplia capucha caída sobre la espalda. En sus manos de mortal, la media lanza parece más bien un largo báculo, impresión reforzada por las esmeraldas verdes que decoran el extremo roto.
Entre los dioses reina un silencio sobrecogido. El cuerpo de Manígulat yace en el suelo boca abajo, inmóvil. Si ahora le hicieran la autopsia y trataran de analizar qué le ha ocurrido, tan sólo podrían llegar a la tautológica conclusión de que ha fallecido porque la vida lo ha abandonado. Después de librar tantas guerras contra los hombres y contra su propio hermano, el rey de los dioses ha muerto. Asesinado por un mortal.
De nuevo, Tarimán sabe algo que ignoran los demás. El joven que empuña la lanza de Prentadurt convertida en bastón de mago no es un dios, pero tampoco es del todo mortal.
Se trata de un Kalagorinor. Otro de los poderes que hay que tener en cuenta en Tramórea.
—Hermanos...
Algunos dioses se empiezan a escudar tras los cuerpos de sus compañeros con la intención de retirarse subrepticiamente y ordenar a las paredes transmutables que abran puertas instantáneas para escapar. La sala es un lugar cada vez más peligroso. Cualquiera de los Yúgaroi podría —o cree que podría aplastar al cachorro humano. Pero es imposible no reparar en el arma que sostiene en las manos y que ha matado a quien hace unos minutos se jactaba de ser el todopoderoso rey de los dioses. ¿Cómo ha entrado ese mortal en el Bardaliut?
Ahora que Manígulat ha dejado de ser una amenaza, Tubilok abandona su estado de materia oscura y se dirige a sus congéneres.
—¡No os mováis, hermanos! No tenéis por qué huir. No he venido a amenazaros ni asustaros, sino a anunciaros una buena nueva.
La voz de Tubilok suena en dos planos distintos y ligeramente desfasados. Hay en ella un componente suave, casi sedante, que se mezcla con otro áspero y amenazador. La suma de ambos resulta inquietante y extrañamente hipnótica. Tan sólo su voz puede dar una pista de lo que piensa, puesto que su rostro permanece oculto. Los tres cuernos que rematan el yelmo se retuercen como si poseyeran vida propia, pero sus movimientos no parecen responder a ningún estado de ánimo concreto.
El resultado es que no existe forma de adivinar lo que pasa por la mente del dios loco. Hay alguien en la sala que podría saberlo, claro está; pero Tarimán no se atreve a dirigir la mirada del ojo rojo hacia quien durante mucho tiempo fue su propietario.
Tubilok se acerca a los demás dioses con parsimonia, mostrando las palmas de las manos en señal de paz. El gesto resultaría más convincente si no estuvieran enfundadas en guanteletes rematados por aguzados pinchos.
—¡Nosotros, pocos! ¡Nosotros, pocos y bienaventurados! ¡Nosotros, mi banda de hermanos! ¡Porque quien decida derramar su sangre conmigo, ése será mi hermano!
Suele ser difícil entender a qué se refiere Tubilok. Ya antes de su viaje por las extradimensiones del Onkos su mente discurría por senderos distintos y originales, por no decir extravagantes. Desde que regresó, resulta aún más complicado averiguar cuándo desvaría o cuándo lo finge.
Taniar hace ademán de decir algo; pero, tras echar una mirada de reojo al corpachón blindado tendido en el suelo, la diosa de ébano se arrepiente.
Por su parte, Anfiún se yergue de nuevo en toda su estatura y avanza unos pasos para separarse de los demás dioses, que se apretujan como un rebaño de ovejas.
—¡Hermano! —exclama, abriendo ambas manos en un abrazo a distancia—. ¡Bienvenido al Bardaliut!
Los demás dioses deciden aplaudir, del mismo modo que hicieron cuando Manígulat descargó la lluvia de meteoritos sobre Mígranz.
—Gracias, gracias. —Tubilok acalla los aplausos con un ademán—. Parece que fue ayer cuando me reuní por última vez con todos vosotros. Tenía planes ambiciosos entonces, y durante esta ligera siesta de mil años he meditado más sobre ellos. Ahora mismo os los comunicaré. Pero antes...
El recién llegado se vuelve a su izquierda y camina hacia el dios herrero, que ha permanecido en todo momento algo separado de los demás. Los pies de la armadura negra retumban en el suelo. Tarimán calcula que el blindaje mixto de metal y materia extradensa de Tubilok pesa unas veinte toneladas.
—Hay quien ama la traición y detesta al traidor, y quien aborrece la traición y, sin embargo, ama al traidor.
Por primera vez desde que ha irrumpido en el Bardaliut, los demás dioses pueden ver el rostro de Tubilok. No porque se haya quitado el yelmo, sino porque su armadura ha empezado a vibrar en fase, entrando y saliendo de este plano material a una frecuencia tan rápida que los ojos captan simultáneamente el blindaje y lo que se oculta bajo él, en un perturbador efecto estroboscópico.
Tubilok domina lo suficiente la ciencia de las dimensiones como para llevar a cabo trucos que parecen sobrenaturales. Pero sólo puede hacerlo dentro de los límites de esta Brana. De lo contrario, llamaría la atención de entidades mucho más poderosas que moran en las dimensiones superiores. Eso es algo que humilla a Tubilok, una espina que lleva clavada desde hace mucho tiempo.
El rostro que se entrevé bajo el yelmo es opalescente, como si una luz lo iluminara por dentro. Los cabellos son purísimas hebras de plata y los ojos brillan con el azul claro y limpio del mar en una playa de arenas blancas.
Se trata de otra artimaña, una imagen del pasado guardada en un minúsculo bolsillo de tiempo. Esos iris tan azules ya no existen. Tubilok se los extirpó hace milenios, y a las dos cuencas vacías añadió una órbita nueva que él mismo se abrió en la frente. Así pudo implantarse tres ojos artificiales.
Tres ojos rojos, cada uno con tres pupilas negras: el secreto de la sabiduría.
Ahora, desde que Tarimán se los arrancó, Tubilok es ciego en el sentido humano del término. Pero su armadura está equipada con todo tipo de visores y sensores que le suministran información precisa sobre su entorno.
—Yo, en cambio, odio la traición y detesto al traidor. Y tú lo encarnas todo junto —dice Tubilok, deteniéndose tan cerca del dios herrero que si estira el brazo, podrá tocarlo con las garras de sus guanteletes.
Pero, siendo ésa una amenaza preocupante, lo es más el joven humano que parece colgar del techo y que aferra el arma con la que puede extraer el principio vital de cualquier cuerpo.
—Éramos hermanos en todos los sentidos del término. ¿Cuántas aventuras y desdichas no hemos compartido en nuestra larga existencia?
—Casi infinitas —contesta Tarimán.
—Tú eras el único que me entendía de verdad entre todos éstos. Tú eras mi hermano intelectual.
En los ojos azules vibran dos lágrimas que Tubilok debió verter en algún remoto pasado, congeladas en el tiempo.
—¿Por qué me traicionaste?
Qué distinto es oír la misma frase pronunciada al unísono por dos timbres y tonos tan diferentes. La voz mansa y balsámica del dios suena tan lastimosa y plañidera que despierta en Tarimán deseos de abrazar a su antiguo colega de teorías, invenciones y experimentos. La voz crujiente y áspera amenaza con torturas sin fin y haría temblar las rodillas del más valiente.
—Ésta será la última vez que hablemos, hermano, así que deja que las aladas palabras de la verdad salgan del cerco de tus labios. Dime, ¿por qué me traicionaste?
—Alguien tenía que detenerte.
—¿Detenerme? ¿Por qué motivo? ¿Por qué te empeñaste en poner obstáculos a Tubilok el Pionero?
—Te seré sincero —dice Tarimán. Siempre tuvo fama de insolente entre sus hermanos, pero lleva demasiado tiempo mordiéndose la lengua—. Intenté detenerte porque estás loco. Chiflado. Demente. Enajenado. Tronado. Más sonado que un rebaño de cabras en celo.
La armadura de Tubilok deja de vibrar en fase. Su cuerpo y su rostro quedan ocultos por el blindaje. El dios estira un brazo y abre las garras, acercándolas a un palmo de Tarimán, al que saca medio metro de estatura. Por un momento parece que se las va a clavar, pero después cierra el puño en un gesto que, aunque su semblante se oculte tras un muro de metal, delata su rabia.
—Joven Kalagorinor —dice Tubilok, retrocediendo unos pasos. Ahora la única voz que suena es la que chirría metálica y amenazadora—. Haz lo que tienes que hacer.
La sala sigue oliendo a ozono, pero también flota en ella otro vago hedor. Se debe a los recientes saltos de fase de la armadura de Tubilok. Por alguna razón, las dimensiones más allá de la tercera provocan en las pituitarias una extraña reacción. Es un olor que en otras épocas se consideró la pestilencia del diablo.
—¿Nos veremos en el punto omega, hermano? —pregunta Tarimán.
—Si está en mi mano, procuraré que tu punto omega sea un infierno interminable.
Las garras hacen una seña. Incluso a cien metros sobre su cabeza, Tarimán oye cómo el Kalagorinor susurra una orden a su vara.
El haz de ondas letales cruza la sala de control de un extremo a otro y alcanza al dios herrero.
Y no ocurre nada.
Tubilok hace un gesto al joven humano, que desactiva el arma. Después se acerca de nuevo a Tarimán. Los cuernos de su yelmo han acelerado sus movimientos, se retuercen y se dividen en seis como hidras.
Quizá sea un error, pero el dios herrero no puede evitar un pequeño gesto de alarde.
—Tengo algo que es tuyo —dice, abriendo la mano. Sobre la palma sostiene un ojo rojo con tres pupilas.
Tubilok estira el brazo para cogerlo, más veloz que una cobra.
Pero sus dedos sólo aferran aire.
No es conveniente que Tarimán siga allí. Ahora que Tubilok y los demás dioses se han dado cuenta del truco, podrían rastrear la señal del holograma sólido y averiguar cuál es su verdadero escondrijo.