A la derecha de Kratos, el gigante Trescuerpos resoplaba y presionaba con su escudo contra el muslo de aquel coloso que casi lo triplicaba en estatura.
No lo conseguirán
, pensó Kratos, todavía de rodillas.
Una mano lo agarró del codo izquierdo y tiró de él para levantarlo. Su voz era tan grave y lenta que Kratos desaceleró para poder entenderla.
—¡... y a por él, padre!
Ayudado por Darkos, Kratos se incorporó. Después, ambos se abalanzaron contra las rodillas de la estatua y empujaron con todas sus fuerzas.
Los enormes pies rechinaron sobre las piedras y las pantorrillas de metal chocaron contra el pretil. Entre todos no habían logrado desplazar a Anfiún más que dos palmos, pero era suficiente. Las picas siguieron empujando contra el pecho del gigante, que empezó a inclinarse hacia atrás. Durante unos segundos se quedó así, como un pino talado a punto de caer, braceando en el aire. Después se inclinó un poco más, el peso del torso lo desequilibró y, por fin, sus pies se despegaron del suelo y pasaron por encima del muro.
Todos los que estaban en primera fila corrieron a asomarse. Alumbrada por la acerada luz de Rimom, la estatua cayó diez metros en vertical, chocó con un espantoso crujido contra las afiladas peñas, rebotó, rodó y resbaló por una pendiente y después se precipitó por un nuevo abismo de treinta metros hasta estamparse en el lecho seco de un río.
Tras el último impacto, su pecho empezó a emitir destellos y luces de colores a una velocidad imposible y a lanzar haces de chispas que saltaban como relámpagos entre las piedras.
—¡
Hid-dalá!
—exclamó Darkos.
—¿Qué has dicho? —le preguntó su padre.
—Es lo que dijo el Gran Barantán cuando destruyó a Molgru. ¡Nosotros hemos destruido a un dios!
—¿Estás tan seguro, hijo?
—Ahora lo verás.
Como si las palabras de Darkos fueran proféticas, el cuerpo de la estatua se iluminó y, con un estallido que superó todos los demás ruidos, reventó en una bola de fuego que se levantó más de cincuenta metros, tanto que los Invictos retrocedieron apartándose del calor.
Un grito unánime de alegría brotó de todas las gargantas, y los guerreros que habían vencido en aquella lucha desesperada saltaron y se abrazaron entre lágrimas.
Kratos se sentó en el pretil y respiró hondo. Le dolía todo el cuerpo, sobre todo el hombro luxado, y le escocía el ojo donde se le había clavado la esquirla de piedra.
Su hijo se acercó a él. Kratos le puso las manos en los hombros y le miró a los ojos.
—Bien hecho, Darkos. Has combatido con tus hermanos.
Al muchacho se le abrió una sonrisa tan grande que sus dientes relucieron en la noche.
—¡Hemos ganado, padre! ¡Lo hemos conseguido!
—Me temo que no hemos conseguido nada, hijo —respondió él, arrepentido ahora de su ataque de orgullo—. La guerra contra los dioses acaba de empezar.
Unos minutos después, cuando empezaban a recoger cadáveres de las calles, la luz de Rimom se apagó y Shirta, que había salido poco antes, se esfumó del cielo. Taniar, que debía aparecer pasada la medianoche, no llegó a salir.
Siguiendo los designios de los dioses, los humanos no volverían a ver las tres lunas.
C
omo bien ha dicho Manígulat, los dioses se divierten. Durante un milenio no han podido utilizar las estatuas de materia transmutable que los hombres conocen como
Xóanos
. Ellos las denominan
waldos
, un término antiquísimo inventado en épocas remotas por un visionario que soñó con artefactos mecánicos que podrían reproducir a distancia los movimientos corporales.
Es justo lo que están haciendo ahora los dioses, manejando desde el Bardaliut aquellas imágenes que dejaron en Tramórea antes de que ésta les quedara vedada.
En Koras, capital de Áinar, las estatuas de Rimom y Pothine salen de sus pagodas de madera, no sin antes incendiarlas. Después, recorren las calles de la ciudadela de Alit quemando los jardines con sus haces de luz concentrada, destrozando a patadas y puñetazos todos los edificios que encuentran y aplastando o abrasando a los soldados que han salido de los cuarteles alarmados por las llamas y el ruido. Hay que mencionar que la escultura de Pothine posee unas proporciones que Tarimán encuentra mucho más agradables que las de la esférica diosa del deseo.
En la ciudad de las nubes, Acruria, la imagen que ha cobrado vida es un
Xóanos
de Taniar al que las Atagairas rinden gran veneración por su antigüedad. La estatua ha destrozado todo el palacio real de Acruria, incluidas sus maravillosas vidrieras. En la lucha mueren la marquesa de Faretra, que en aquel momento actúa como regente, y casi todas las Teburashi. Para evitar que Taniar siga destruyendo la ciudad, las Atagairas se ven obligadas a derribar el puente de piedra que une la torre de Iluanka con el resto de Acruria. La figura viviente queda aislada, pero las Atagairas temen que se produzca cualquier otro portento y Taniar sea capaz de volar y cruzar el abismo para continuar sembrando la devastación.
Para ser la supuesta madre de la raza de las Atagairas, es una progenitora bastante severa
, piensa Tarimán.
Malirie, conocida como «la perla de Ritión», sufre las iras de la estatua de Anurie. El incendio que provoca en el puerto se extiende por los barrios vecinos y arrasa media ciudad. En Âttim, la populosa y rica capital de Pashkri, son las figuras de Manígulat, Shirta y Ashine las que recorren las calles de noche. Los grandes palacios de piedra son presas poco apetitosas para ellos, pero el waldo de Manígulat prende fuego a los almacenes de seda en el puerto grande, mientras los otros dos se ceban con los distritos más humildes de la ciudad, donde las casas son de madera y se apiñan unas contra otras en un laberinto de calles tan angostas que los vecinos pueden saludarse de una ventana a otra estrechando las manos. Los muertos deben de ser miles, pero los dioses no van a molestarse en contarlos.
Tarimán es el único que no participa en aquel festival de destrucción. Cuando Manígulat le pregunta la razón, el dios herrero le responde que sólo hay dos
Xóanos
suyos en Tramórea. Uno se encuentra en Koras y otro en Narak. El primero está encerrado en un sótano de paredes de piedra tan gruesas que ni los puños de metal del waldo pueden derribarlas.
—¿Y qué ocurre con la estatua que tienes en Narak, divino herrero?
Manígulat se encuentra un poco distraído manejando un waldo por las calles de Pashkri y otro por las de la ciudad Ritiona de Kahurna. Por eso, no se molesta en mirar las imágenes que está contemplando Tarimán en su propia ventana. Desde hace bastantes horas, Narak es una ruina humeante, abrasada por llamas mucho más intensas que los rayos de luz que disparan los ojos de los waldos. Tarimán sabe de quién ha sido obra tamaña devastación, pero se lo calla de momento.
—Me temo que esa estatua ha quedado fuera de servicio —comenta. Está mintiendo, pero la excusa es razonable y convincente.
—¿Cómo puede ser? —pregunta Manígulat.
Pero en ese momento entre los demás dioses estalla un coro de carcajadas que interrumpe su conversación. La razón es de nuevo Anfiún, que no está gozando de su noche más inspirada. Tras el humillante castigo que ha sufrido a manos de Manígulat, ahora los demás pueden ver cómo su waldo es el único que está sufriendo apuros. Un hombre, un vulgar mortal —sólo Tarimán sabe que no tiene nada de vulgar— se ha subido a los hombros de la estatua viviente y le ha destrozado los ojos.
Ahora que el waldo está ciego, un ejército de humanos, numerosos y persistentes como plaga de langostas, lo llevan calle arriba. Anfiún no parece darse cuenta y se conforma con seguir repartiendo golpes en el aire. Sus movimientos se retransmiten de forma casi instantánea hasta su imagen y ésta los imita.
—¡Te están llevando a un precipicio, estúpido! —le advierte Taniar, que tiene suficiente habilidad para manejar dos waldos y al mismo tiempo observar los torpes movimientos del dios de la guerra.
—Cuando acabe con esto ya te enseñaré yo a quién llamas estúpido —masculla Anfiún.
La imagen cenital muestra a su estatua en una calle o plaza empedrada, a pocos metros de un abismo que parece peligroso incluso para un waldo de materia transmutable. Aunque ya no vea por los ojos del
Xóanos
, el dios trata de manejarlo desde las alturas. Las risas de los demás y los insultos de su enemiga Taniar lo han enfurecido tanto que no puede evitar convertirse en portavoz de los dioses sin permiso de Manígulat y proferir amenazas:
—Preparaos para la gloriosa llegada de los Yúgaroi, gusanos. El sueño de los dioses ha terminado. Hemos despertado para conquistar Tramórea. ¡El tiempo de los humanos se acabó!
Anfiún se expresa en Arcano, un idioma que se habló mucho antes de que existieran los acrecentados y que, por idea de Tarimán, se revivió como la lengua oficial del proyecto Tramórea. La base de datos del Bardaliut, que desde la muerte del Rey Gris ha estado recopilando información sobre Tramórea, traduce sus palabras al Ainari, una de las lenguas que se hablan allí abajo, y las transmite al waldo.
—¿Qué necedades estás diciendo, hermano? —pregunta Taniar.
—A mí me parecen palabras muy apropiadas —dice Pothine, en defensa de Anfiún.
Tarimán mira de reojo a Manígulat. El rey de los dioses está callado. Las comisuras de su boca se tuercen en un amago de sonrisa, gesto muy poco frecuente en él. Debe estar anticipando el ridículo de Anfiún, que no tarda en producirse. Un mortal —sólo Tarimán se da cuenta de que es el mismo que cegó al waldo— se adelanta y responde al desafío del dios. Algo que no tendría mayor importancia de no ser porque su ejército de hormigas humanas le sigue, empuja a la estatua de Anfiún y, por el puro peso de su número, consigue arrojarla por el barranco.
La explosión en que el waldo revienta es casi silenciosa comparada con las risotadas de los dioses. Anfiún no enrojece de ira, porque los dioses poseen sistemas automáticos que controlan su riego sanguíneo y sus pulsaciones. Pero cuando se vuelve hacia Taniar hay un brillo deicida en sus ojos.
Lo cual sugiere que Manígulat va a verse obligado a ejercer de nuevo su poder para evitar una pelea entre ambos Yúgaroi.
Y lo hace, mas no de la manera esperada. El rey de los dioses chasquea los dedos. Entre ellos salta una chispa azulada que hace restallar el aire en un pequeño trueno. No es ensordecedor, pero resuena con fuerza suficiente como para llamar la atención de los demás.
—Dejad ya los waldos, hermanos. Llevadlos a lugar seguro, que ya tendréis tiempo de seguir jugando con ellos. No hay que agotar toda la diversión en esta noche. Permitamos que los humanos se laman sus heridas y se acurruquen temerosos como perros tratando de imaginar de dónde les vendrá el próximo golpe.
—¡Qué refinada crueldad, hermano! —dice Shirta. Para la sádica diosa, «cruel» es el mayor de los elogios.
—Aún vais a ver más. Los mortales siempre han temido a las tinieblas.
¿Y no las temerías tú?
, se pregunta Tarimán, que sospecha lo que va a ocurrir.
—Éste es un buen momento para iniciar nuestro plan —prosigue Manígulat—. Las tres lunas deben empezar a acumular energía, así que no tiene sentido que sigan luciendo en el cielo.
El rey de los dioses levanta ambas manos y declama en tono dramático:
—¡Hágase la oscuridad!
Un segundo después, las lunas Taniar, Shirta y Rimom dejan de emitir luz y se convierten en tres cuerpos opacos.
Los dioses vuelven a aplaudir.
Y ése es el preciso momento que el invitado innombrable, a quien nadie salvo Tarimán esperaba, elige para aparecer en el Bardaliut.
U
na vez pasó el momento de euforia tras la destrucción de la estatua viviente de Anfiún, fue una noche larga y oscura para la Horda. Si en otras ocasiones los Invictos podían mezclar las lágrimas con plegarias a los dioses, ahora ni siquiera gozaban del consuelo de rogar por sus muertos. Muchos habían oído las palabras de Anfiún, «El tiempo de los humanos se acabó». No había equívoco ni ambigüedad en ellas. El rostro de un dios en la luna había precedido a la lluvia de estrellas, y ésta al despertar de una estatua asesina: el dios al que más reverenciaban los Invictos había demostrado ser un cruel enemigo.
Bajo un cielo en el que sólo brillaban las estrellas y el Cinturón de Zenort, esa noche ardieron cientos de hogueras en Nikastu. La mayoría eran piras funerarias, pero también había fogatas en las que los habitantes de la ciudad quemaron las figurillas de madera de los dioses, temerosos de que pudieran cobrar vida. Algunos las arrojaban a las llamas con insultos y gritos de ira, otros con lágrimas de pena y temor, y en muchos rostros se veía una expresión plana y desconsolada, como si fueran cachorros abandonados por sus amos. Pero ninguna imagen divina sobrevivió a aquella noche: los exvotos de arcilla fueron destrozados a martillazos y los bronces arrojados a los crisoles para fundirlos, con la orden de enterrar fuera de la ciudad los lingotes así obtenidos para evitar que el metal que había servido para representar a los Yúgaroi pudiera atraer más maldiciones sobre los humanos.
El número de bajas era escalofriante. Entre los que ya habían muerto y los heridos con quemaduras más graves que no tardarían en fallecer, Ahri informó a Kratos de que iban a perder a casi quinientas personas, de ellas cuatrocientos soldados. En la batalla de la Roca de Sangre habían muerto tres veces más, pero había sido un combate de muchas horas y contra un enemigo que los decuplicaba en número. Lo ocurrido en la noche del 10 de Bildanil, una fecha que no olvidarían, era un desastre proporcionalmente mucho peor. Un solo enemigo les había infligido tales daños que Kratos no quería ni imaginar qué habría pasado si entre las ruinas hubiesen encontrado más
Xóanos
.
Mientras recorría el sendero de destrucción trazado por la estatua de Anfiún, Kratos dictó mensajes a Ahri, que los iba escribiendo según caminaba y luego se los entregaba al cayanero. Quería saber si había ocurrido lo mismo en otros lugares de Tramórea. En plena noche, las aves mensajeras partieron hacia Acruria, Malib, Lirib y Mígranz.
No sabía qué contestaciones recibiría, pero sospechaba que confirmarían sus temores. Kratos no podía olvidar el ominoso relato de Linar, el Mito de las Edades. «Los Yúgaroi volverán.» Por eso, mientras las campanas tañían lúgubres y se escuchaban llantos y gemidos por toda la ciudad, empezó a pensar en planes de batalla.