¿No será que tú estás un poco enamorado de él?
, se preguntó Kybes. La respuesta era sí. No sentía por él un intenso deseo físico como el que le habían despertado Semias o Tulbán, el imponente portaestandarte del Martal. Pero a veces, cuando veía a Derguín tan angustiado, devorado por
Zemal
, que era una enfermedad cuando la tenía y una maldición cuando la perdía, le daban ganas de estrecharlo entre sus brazos, besarle en la frente y decirle:
«No pasa nada. No tienes que salvar tú solo al mundo, Derguín Gorión»
.
—¿Se puede saber qué está pasando? —preguntó Baoyim.
Abstraído y casi adormilado en sus pensamientos, Kybes se sobresaltó. Los clientes se estaban levantando de las mesas y acudían a la parte este de la taberna. Aunque ésta seguía destechada, Gavilán había instalado toldos para dar más sensación de recogimiento. Algo debía estar ocurriendo en las alturas que aquellas carpas no dejaban ver.
Kybes y Baoyim cogieron sus jarras y se incorporaron al grupo, empujando un poco con los codos para hacerse sitio.
La luna azul resplandecía como si quisiera hacerle la competencia al sol, con tanta fuerza que a su alrededor el cielo se había teñido de un halo azul y no se veían las estrellas. Un prodigio que la mayoría de los presentes interpretaron como propicio: más luz significaba sin duda un futuro más brillante.
Pero las miradas de optimismo se trocaron en exclamaciones de desconcierto cuando en la luna apareció un rostro barbudo que no sonreía precisamente.
—Por la dragona —musitó Baoyim—. ¿Qué significa esto?
Los dedos de la Atagaira palparon el cinturón, buscando la espada que había dejado en el armero a la entrada de la taberna.
—Esto no va a traer nada bueno —añadió. Después hizo unos cuantos gestos que debían ser mágicos y salmodió algo en su idioma. Kybes sólo entendió el nombre de Iluanka, la dragona a la que rendían culto.
—¿Qué crees que significa, Baoyim?
—No lo sé. Pero no hay que confiar en las divinidades del cielo. Ya te lo he dicho más de una vez.
«Los dioses oscuros han sido derrotados,
tah
Derguín.» Kybes recordó la frase que había pronunciado la víspera. El rostro que los observaba desde Rimom no era oscuro literalmente hablando. Pero su gesto no prometía nada bueno.
Luego vino la lluvia de estrellas. Cuando era niño, su madre le había contado que, cuando se ve una estrella fugaz, se puede pedir un deseo. Ahora Kybes podría haber solicitado decenas o cientos de ellos. Y, sin embargo, pensó que aquellas luces tan hermosas no iban a traer bendiciones, sino a acarrear males sin cuento.
Unos minutos después, la estatua de Anfiún despertó.
L
a lluvia de meteoritos sobre Mígranz ha debido durar unos diez minutos. Después de los primeros impactos, las nubes de polvo y ceniza que se levantan cubren el terreno hasta miles de metros de altura. Pero el Bardaliut posee ojos que pueden penetrar en esas nubes, visores que captan radiaciones en toda la anchura del espectro y reconstruyen las imágenes con colores virtuales. De este modo, los dioses siguen disfrutando del espectáculo sin interrupciones. Los miles de mortales que un minuto antes combatían entre ellos ahora saltan por los aires en grupos de diez, de cien, de quinientos, o directamente se volatilizan por las altas temperaturas de los impactos más potentes. Los que sobreviven corren despavoridos; sin embargo, es sólo cuestión de probabilidades y, por tanto, de tiempo que sean alcanzados por algún fragmento. Las imágenes, ampliadas y divididas en pantallas para que los dioses puedan centrarse en disfrutar en cada momento la sección más interesante de aquel drama en vivo, son mudas. Aun así, resulta fácil imaginar los gritos de terror de los que huyen, los relinchos histéricos de los caballos que no saben adónde escapar, los zumbidos supersónicos de los meteoritos al penetrar en la atmósfera, las ensordecedoras explosiones cuando las rocas celestes chocan contra el suelo y su energía cinética se convierte en un estallido de calor.
Cuando todo termina, la fortaleza ha desaparecido y el peñasco que la sustentaba ha quedado irreconocible. La llanura donde han combatido ambos ejércitos es ahora una superficie torturada, plagada de cráteres de distintos tamaños, algunos que se abren en el interior de otros mayores. A Tarimán le sugiere una representación a pequeña escala de cómo era el antiguo satélite que, destruido en el mismo cataclismo que creó el Prates, se convirtió en el anillo de fragmentos rocosos conocido por los mortales como el Cinturón de Zenort.
Al terminar el espectáculo, los dioses aplauden. Tarimán también; no quiere llamar la atención sobre su persona, aunque en su fuero interno sabe que esto ha sido como dar una paliza a un anciano borracho. Es de suponer que a sus hermanos les ha evocado recuerdos de otras guerras, pero aquella parodia de batalla sólo ha sido un pálido reflejo del pasado.
En la primera gran guerra entre ambas razas, los acrecentados, que todavía no se hacían llamar dioses, utilizaron los vastos recursos de la región exterior del sistema solar. Los naturales dominaban por aquel entonces la zona interior hasta la órbita del cuarto planeta y también poseían armas poderosas. Si a veces los acrecentados conseguían eludir la vigilancia de la red de satélites y aniquilaban ciudades de millones de habitantes, por su parte los naturales contraatacaban con sus propios proyectiles y destruían hábitats espaciales tan grandes como el Bardaliut.
Pero ¿qué pueden hacer los mortales de ahora, confinados a la superficie de Tramórea? ¿Arrojar piedras contra las alturas mientras insultan a los dioses?
Eso, al menos, es lo que deben creer el resto de los Yúgaroi. Tarimán sabe más, pero se guarda bien sus pensamientos.
Manígulat agradece los aplausos de sus hermanos. Con otro gesto, las paredes del Bardaliut vuelven a convertirse en mármol, que ahora aparece salpicado con un jaspeado verde muy agradable a la vista. El rey de los dioses se acerca a Anfiún y con un gesto desdeñoso, como al desgaire, le levanta el castigo.
Por fin, el señor de la guerra deja de sacudirse. Un cuerpo normal que golpeara el suelo con tanta violencia como ha hecho él se habría roto los huesos de pies y manos, y se habría descoyuntado todas las articulaciones en las convulsiones de aquella mezcla de pataleta y ataque de epilepsia que le ha provocado el poder de Manígulat.
Pero el cuerpo de Anfíun, como ya quedó dicho, no es normal.
El dios de la guerra se incorpora. Aunque mide unos centímetros más que Manígulat, ahora se encorva, de forma consciente o no.
—¿Has tenido suficiente? —pregunta Manígulat.
Anfiún mira al suelo sin contestar. El rey de los dioses repite la pregunta, añadiendo un pulso electromagnético que hace contraerse todos los miembros de Anfiún. Es un solo espasmo, pero basta para recordarle la lección.
—No he oído tu respuesta,
hermano
.
—He tenido suficiente. Tú ganas.
El tono de Anfiún no suena en absoluto humilde ni convencido, pero Manígulat se conforma con su semidisculpa y olvida de momento el asunto.
Las luces de la sala se atenúan ligeramente y empieza a sonar una suave música. Tarimán, que la coteja con sus recuerdos, comprueba que es una pieza de ritmo marcial dedicada a un antiquísimo dios de la guerra. También flotan sutiles aromas en el aire que aceleran las pulsaciones y erizan la piel provocando cierto grado de excitación que, sin ser sexual, casi lo parece. No se trata de un intento de manipulación. Los dioses saben manejar sus equilibrios químicos internos, de modo que quien quiera puede contrarrestar o anular el efecto de esas feromonas. Lo que está haciendo Manígulat simplemente es crear un ambiente acorde con el tono grandioso de su discurso.
—La guerra contra los mortales ha vuelto a empezar. Y ésta, hermanos, será la definitiva —anuncia.
Hace tiempo que dejaron de referirse a los humanos de Tramórea como naturales. La palabra «natural» sigue sugiriendo connotaciones positivas, incluso para seres que renunciaron a su naturaleza original hace eras. Ahora prefieren hablar de dioses y mortales.
—En esta ocasión no seremos benévolos ni generosos con ellos —prosigue Manígulat—. Esta vez los aniquilaremos.
La diosa Vanth carraspea tímidamente. Su cuerpo está envuelto por una especie de gasas que flotan en el aire, etéreos remolinos de polvo de hadas que revelan sus formas con lo que ella pretende sea una elegante combinación de sensualidad y misticismo. Tarimán encuentra ese estilo más bien empalagoso.
—Me permito recordarte que son nuestros antepasados, hermano —dice la diosa.
Vanth tiende a ser más compasiva que los demás. O tal vez más débil e indecisa.
—No son nuestros antepasados —interviene Taniar, la diosa de ébano, actuando de nuevo como vocera de Manígulat—. Son descendientes de nuestros antepasados, que no es lo mismo.
—Oh, diosa de la inteligencia, eres tan sutil que la lógica de tu razonamiento se me escapa —responde Vanth.
—¿Debo ponerte un ejemplo para convertir lo sutil en concreto?
—Sí, por favor, hermana, ilústrame.
—¿Existen todavía chimpancés en Tramórea? —pregunta Taniar.
Es algo más que una interrogación retórica. La diosa hace una pausa y su mirada se queda en blanco. Tarimán comprende que está accediendo a los bancos de datos y observación del Bardaliut. Ahora que Tramórea vuelve a estar abierta a los dioses, la información le llega enseguida.
—Sí, quedan chimpancés en las selvas de Pashkri —se responde ella misma—. También compartimos ancestros comunes con ellos. ¿Debemos tratar a esas criaturas peludas y malolientes con tanto respeto como si fueran nuestros bisabuelos?
—Yo no he sugerido nada parecido, hermana. Además, estaba hablando de los mortales, no de los chimpancés.
—En el fondo te refieres a lo mismo, hermana. Hay menos diferencias entre los chimpancés y los humanos que entre éstos y nosotros. Hace mucho que no tenemos nada en común con los mortales.
Tarimán piensa que mortales y dioses no están tan alejados como Taniar quiere creer. El ADN de los humanos de Tramórea se puede mezclar con el de los Yúgaroi y producir sujetos viables. Lo sabe porque él mismo realizó ese experimento a través de un waldo, o lo que los mortales denominan un
Xóanos
. Dicho experimento tiene nombre: Togul Barok. Aunque el resto de los presentes lo ignore, se ha salvado de la lluvia de fuego celeste enviada por Manígulat. Y ahora mismo no está nada contento con los dioses.
Tarimán conoce el estado de ánimo y los pensamientos de Togul Barok y de muchas otras personas gracias a un pequeño objeto que guarda en su poder desde hace mucho tiempo. Un objeto que alguien que pronto les visitará no va a tardar en reclamarle.
—Aunque fueran como chimpancés —insiste Vanth—. ¿Por qué debemos exterminarlos? Son tan pequeños e indefensos...
—Si quieres alguno como mascota, yo misma te conseguiré uno —sugiere Shirta, que da nombre a la luna verde. Entre los dioses debe haber pocas mentes más crueles e insensibles que la suya.
—No confundáis mis palabras interpretando que insinúan alguna oscura necesidad maternal por mi parte —responde Vanth—. Pero siento lástima por esas criaturas encerradas en su propio atasco evolutivo.
—La lástima es para los débiles.
—En ese caso, fuimos débiles en el pasado. ¿Es necesario que os recuerde que hace miles de años, cuando se produjo la catástrofe, salvamos a todos los humanos que pudimos? Si en aquel entonces obramos de tal manera y ahora los aniquilamos, estaremos reconociendo que cometimos un error.
—Pues reconozcámoslo —la interrumpe Manígulat—.
Yo
lo reconozco, hermana.
Vanth agacha la barbilla. El tono de Manígulat no admite discusión ulterior.
¿Fue un error?
, se pregunta Tarimán. En su opinión, Tramórea era un hermoso proyecto. Y, sobre todo, divertido. De hecho, para él sigue siéndolo hoy día. Aunque la diversión entrañe riesgos para su persona.
Todo empezó tras la primera gran guerra entre naturales y acrecentados. Aquel conflicto acabó sin vencedores, pero desgastó a ambos bandos. Los acrecentados, que controlaban la región exterior del sistema solar, habían agotado buena parte de sus recursos. Por eso decidieron abandonar a los naturales a su suerte, fuera ésta buena o mala, y buscarse la vida en parajes más remotos.
Por desgracia, viajar entre las estrellas es lento, muy lento. Para recorrer los veinte años luz que los separaban de su destino emplearon más de un siglo. Eran inmortales y tiempo no les faltaba. Pero el tedio acababa afectándolos tanto como a los naturales. Por el camino estallaron muchas rencillas entre ellos y algunas naves se perdieron, destruidas por sus propios ocupantes en peleas provocadas por el aburrimiento infinito, la claustrofobia y el roce constante.
Al arribar a su destino, los viajeros descubrieron que ese sistema solar era mucho más pobre de lo que habían imaginado. El mundo al que habían denominado pomposamente
Valhalla
y que orbitaba en torno a una enana roja era un planeta cuyos océanos se habían convertido hacía millones de años en una salmuera estéril, estaba geológicamente muerto y tenía la mayoría de los metales pesados enterrados a miles de kilómetros de profundidad. Extraer recursos de Valhalla era una ardua tarea que consumía ingentes cantidades de energía, y los intentos de crear una biosfera viable naufragaron una y otra vez.
Llegó el momento en que hubieron de reconocer su fracaso y buscar nuevos horizontes. Pero en las inmediaciones de Valhalla, con los medios de propulsión de los que disponían, no había mucho donde elegir. Una vez que se empieza un viaje interestelar, no se puede corregir la trayectoria así como así: no es como tirar de las riendas a un caballo, gritar
¡Soooo!
y dar media vuelta. Los planetas más prometedores se encontraban demasiado lejos, y nada les garantizaba que al llegar a ellos no los encontrarían tan decepcionantes como lo había sido Valhalla. De modo que escogieron otra enana roja basando su decisión en la proximidad y se pusieron en camino con la esperanza de tener más suerte.
El viaje duró noventa y siete años. Esta vez habían aprendido la lección y aplicaron la nueva tecnología del campo de estasis —desarrollada por aquel a quien Manígulat tiene prohibido nombrar— para pasar la mayor parte de la travesía sumidos en el no-tiempo.