Ahora el rostro severo y barbudo del dios los contemplaba desde arriba, tal vez envidioso del festín que se estaban dando a su alrededor todos aquellos soldados. No obstante, para contentarlo, lo tenían rodeado de velas encendidas, pasteles de ofrenda e incluso una enorme jarra con veinte litros de hidromiel, que según la tradición era su bebida favorita.
—Es un
Xóanos
—comentó Derguín. Sus amigos, que llevaban un rato comentando el clima de la región y tratando de incluirlo a él en la conversación, se quedaron callados.
—¿Un
Xóanos
? —preguntó Kybes al cabo de unos segundos—. Disculpa mi incultura,
tah
Derguín. ¿Eso qué es?
—Una estatua de una era anterior. De antes del año Cero.
—¿Tiene más de mil años? ¿Una talla de madera? ¿No crees que debería estar podrida?
—Si se trata bien, la madera puede durar mucho tiempo —dijo Baoyim.
—¿Cómo lo sabes? Ignoraba que fueras ebanista.
—Y no lo soy. Pero he trabajado para varias escultoras y algo entiendo de materiales.
—¿Que has trabajado para escultoras? ¿Qué hacías, les sujetabas los cinceles, les barrías el taller?
—Posaba —dijo Baoyim, agachando la mirada y ruborizándose un poco.
—Te has puesto colorada. No me digas que posabas... ¿desnuda?
—Bueno, yo... A veces.
—¡Guau! No me lo imaginaba de la severa capitana Baoyim —dijo Kybes, chupándose la salsa del último caracol de los dedos de la mano izquierda. La que él, en la peculiar visión del mundo que le había imbuido la magia de Kalitres, consideraba su diestra.
—En Atagaira se considera un honor que una artista te elija como modelo. —La respuesta de Baoyim contestaba implícitamente a una crítica, puesto que en Ritión y otros reinos tan sólo las cortesanas se desnudaban para pintores y escultores. En cualquier caso, la Atagaira decidió desviar de su persona el foco de la conversación—. ¿Cómo sabes que esa estatua es tan antigua,
tah
Derguín?
—El estilo. Todos esos
Xóanos
tienen un aire similar. Sonrisa enigmática, ojos algo rasgados, la pierna derecha ligeramente adelantada, el torso recto. —Derguín contuvo un estremecimiento, pero sólo a medias—. No sé, tienen algo que me da escalofríos.
—Pues no se parece en nada al demonio de metal que destruiste en la Torre de la Sangre —dijo Kybes, girándose y acodándose en la silla para estudiar mejor la estatua.
—No, pero ya no me sorprendería que cualquier objeto inanimado volviera a la vida. —Derguín recordó las últimas palabras del Rey Gris y, con la mirada perdida, repitió—: Los dioses vendrán...
—Con todo respeto,
tah
Derguín, ¿no estás un poco obsesionado con los dioses? Hemos vencido cuando todo parecía perdido, tú destruiste a uno de los tres demonios y también hemos evitado que despertara el tercero.
—¿Adónde quieres ir a parar, Kybes?
—A que hemos salvado al mundo de un mal horrible, de una crueldad y una devastación como no se habían conocido jamás en la historia de Tramórea. Deberíamos disfrutar un poco de las mieles del triunfo. Los dioses oscuros han sido derrotados,
tah
Derguín. Los dioses tradicionales —añadió, señalando a la estatua— están de nuestra parte. Creo que las cosas van a mejorar. ¡Y brindo por ello! —añadió, levantando su jarra.
Derguín miró con tristeza a sus dos amigos. ¿Cómo explicarles que no podían confiar en los dioses tradicionales?
Él mismo no sabía qué pensar. «Somos los que esperan a los dioses», insistía Linar, y Mikha le seguía la corriente. Pero a Derguín le costaba trabajo creer que las divinidades a las que se rendía culto en toda Tramórea fueran tan malignas como el siniestro Tubilok y sus demonios. ¿Qué papel desempeñaba, por ejemplo, Tarimán, el herrero que había forjado la espada con la que fue derrotado Tubilok?
Sobre todo, ¿cómo pensar en enfrentarse con todos los Yúgaroi del Bardaliut? Antes de desaparecer sin despedirse, Kalitres les había dicho: «Con suerte, los siete Kalagorinôr juntos podríamos haber derrotado a dos o tres dioses a la vez».
Su mano volvió bajo la mesa, buscando en vano la empuñadura de
Zemal
, y al palpar sólo aire volvió a cerrarse con tal fuerza que las uñas le hicieron heridas en la palma.
No seré yo quien luche ya contra los dioses
. La amargura se mezclaba con un extraño punto de alivio. Intuía que esta vez no iba a recuperar el arma de Tarimán. De algún modo, Ariel se había convertido en la nueva Zemalnit. Podía empuñar y usar la Espada de Fuego saltándose las normas del certamen. ¿Una prueba de que los tiempos estaban cambiando, de que la época de los humanos llegaba a su fin?
¿Quién era Ariel en realidad? Una criatura que se presentó como niño siendo una niña, que era incapaz de aprender a leer y al mismo tiempo entendía cualquier idioma de forma innata, que se embrollaba contando monedas y sin embargo memorizaba un poema con escucharlo una sola vez. ¿No sería ella misma de la raza a la que Linar llamaba «el antiguo pueblo» y a la que pertenecía Tríane?
Ariel te ha sido leal
, se repitió.
Te salvó la vida en el bosque de los inhumanos. Te bordó el estandarte de
Zemal
. Debe tener alguna razón para lo que está haciendo
.
Pero ¿realmente importaban las razones de Ariel? No era más que una cría, manejada por la intrigante Ziyam, quién sabía con qué propósito. Al menos, esperaba que la reina de las Atagairas no se atreviera a hacerle daño.
Si tienes que usar la espada, ¡úsala!
, pensó Derguín, como si pudiera proyectar aquella orden mental a través de incontables kilómetros de distancia.
A kilómetros parecían estar sus dos amigos, o así los veía él, incapaz de dejarse contagiar por su animación. Kybes insistía en que los tiempos iban a mejorar, ya que la derrota del Martal sólo podía complacer a los auténticos dioses, que en agradecimiento recompensarían a los humanos con una nueva era de prosperidad. Baoyim no parecía tan convencida.
—Las Atagairas no nos fiamos demasiado de los dioses celestes. Somos criaturas de Tramórea y tenemos los pies en el suelo. Nuestra verdadera protectora es Iluanka, la gran dragona.
—No tenéis ni idea ninguno de los dos —dijo Derguín, súbitamente irritable y con ganas de polemizar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Baoyim, dilatando las aletas de la nariz, como solía hacer cuando algún comentario la molestaba.
—Vivís en una isla de ignorancia y oscuridad. —Su memoria, entrenada con Ahri el Numerista, le gastó una extraña jugarreta: creyéndolas suyas, repitió literalmente las palabras que Linar había pronunciado ante Mikha, Kratos y él al calor de la lumbre—. Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas. Gracias a eso continuáis vuestro camino en la creencia de que todo a vuestro alrededor es luz.
—Me temo que hablas y no dices nada,
tah
Derguín —repuso Baoyim—. Amenazas oscuras, sombras... Me parece que son obsesiones tuyas. O más bien producto de eso. —Señaló con un gesto harto elocuente a la jarra de cerveza. Lo cual sirvió a Derguín para percatarse de que no le quedaba sino medio sorbo, que se apresuró a apurar.
—¿Obsesiones mías? Si hubierais escalado al cielo como yo —
Si tuvierais las pesadillas que tengo yo
, añadió mentalmente—, si supierais cómo es el mundo en realidad, os asustaríais tanto que cavaríais un hoyo en el suelo, enterraríais la cabeza en él y ya no la sacaríais de allí.
—¿Crees que lo que vi yo en Ilfatar es propio de un ignorante? —preguntó Kybes. Como Baoyim, estaba empezando a sentirse molesto y a levantar la voz, y por primera vez en toda la noche su sempiterna sonrisa se le había borrado del rostro—. ¡Si hubieras olido la sangre en el fondo de aquella torre, si hubieras visto el rostro de la niña a la que me ordenaron degollar...!
Derguín golpeó con la jarra en la mesa.
—¡No hace falta que me recuerdes que te mandé al infierno! ¿Crees que no lo sé, y que no me atormenta haberte ordenado algo que debería haber hecho yo?
Kybes y Baoyim se mordieron los labios al mismo tiempo y cruzaron una mirada de entendimiento.
Empiezan a sentirse violentos
, pensó Derguín. Comprendía la razón, pero no conseguía controlarse. La cabeza le daba vueltas y sus pensamientos saltaban de un lugar a otro sin anidar en ningún sitio, contradiciéndose entre sí como en un duelo de Tahedoranes.
Es por culpa de
Zemal. Con ella su vida era un tormento de insomnio y nervios, pero sin ella era mucho peor.
Maldita la hora en que me sacaron de Zirna.¡Malditos Linar, y Kratos, y maldito Mikha que les habló de mí!
Volvió a aporrear la mesa y exclamó:
—¡¿Qué hay que hacer aquí para que a uno le sirvan una cerveza de una maldita vez?!
La camarera que se acercó a atenderlos era una moza rubia, de caderas rotundas y ojos vivaces. Como todas las contratadas por Gavilán para su taberna, también había ejercido o ejercía de prostituta.
—No es necesario levantar tanto la voz, joven Derguín —le dijo con una sonrisa, mientras le cambiaba la jarra vacía por otra llena—. Tú no eres como ésos —añadió, señalando una mesa en la que se aglomeraban quince soldados en el sitio de diez. Llevaban jubones negros con el emblema del batallón Jauría, y estaban entonando canciones obscenas con voces destempladas. Como todos los demás clientes, venían desarmados. Gavilán había puesto a la entrada de la taberna una armería, donde cada parroquiano que entraba dejaba espadas, cuchillos, hachas o lo que trajera, previa entrega de un recibo. En la puerta, el gigante Trescuerpos garantizaba que nadie se saltara la norma.
—¿Que no soy como ésos? —preguntó Derguín—. ¿Qué te hace pensar tal cosa, guapetona?
La palabra «guapetona» salió casi chirriando de sus labios. Debía de ser la primera vez que la pronunciaba en su vida. Pero más inesperado resultó el comportamiento de su mano derecha, que, como si hubiera cobrado vida independiente, se levantó para propinarle un azote en las nalgas a la camarera. Tenía los glúteos tan prietos que se hizo daño en la palma.
La joven dio un respingo y le miró con un destello de ira.
—¡Eh, no te pongas así! ¡Que he visto cómo ése de ahí te daba otro y le sonreías! —dijo Derguín, señalando a la mesa del batallón Jauría. «Ése de ahí» era su general, el tuerto Abatón.
La camarera se limitó a sacudir la cabeza, masculló algo ininteligible y se largó.
—¿Por qué has hecho eso,
tah
Derguín? —preguntó Baoyim—. No es propio de ti.
—En tu país tratáis a los hombres como si fueran animales. ¿Tienes algo que opinar de cómo tratamos aquí a las mujeres?
Kybes agarró la jarra de Derguín y tiró de ella.
—Mejor será que me la tome yo. Creo que tú ya has bebido suficiente.
Si en el repertorio de frases hay una que jamás conseguirá aplacar a un borracho, es ésa. Derguín sintió que se le subía la sangre a la cabeza. Fluido que, mezclado con el alcohol que ya la ocupaba, sólo contribuyó a que todo girara en un remolino más vertiginoso aún.
—¡Aunque ya no sea el puto Zemalnit, aún tengo dinero y cojones para decidir cuándo me bebo una cerveza y cuándo no!
¿Quién es el que está hablando por mi boca?
Dentro de sí mismo, hundido en un pozo oscuro, debía de esconderse el Derguín de siempre. Pero alguien había tapado el brocal y su vocecilla apenas se escuchaba como el chillido de una rata ahogándose.
Kybes empujó la cerveza de vuelta.
—Jamás he dudado de eso. Bébetela hasta que te salga por las orejas,
tah
Derguín.
Siguió un incómodo silencio. Por fin, Derguín lo rompió.
—Será mejor que me dejéis solo. Hoy no soy buena compañía para nadie.
Baoyim y Kybes se miraron de nuevo.
¿Crees que es buena idea?
, parecieron preguntarse sin palabras. Pero finalmente se levantaron y lo dejaron allí, con un escueto «Adiós».
—Lo siento. Es por la espada. Todo por la puta espada —dijo Derguín, cuando ya no podían oírlo.
Levantó la mano derecha y la observó. Los dedos le temblaban como si tocaran un teclado invisible, y corrientes de dolor le atravesaban el antebrazo hasta llegar al hombro, donde emprendían el camino de regreso. Se clavó los dedos en el músculo radial, cerca de la zona del codo que en Uhdanfiún llamaban «el hueso de la risa» porque cuando se golpeaban en ella con las espadas de madera les entraban carcajadas y una extraña flojera que les hacía soltar el arma.
Ahora vio las estrellas y sintió cualquier cosa menos ganas de reír, pero volvió a hincarse los dedos con saña.
Sin saber cómo, la jarra estaba otra vez casi vacía. Al menos, el torpor que le producía la cerveza mitigaba otras sensaciones. Mejor estar borracho que notar cómo el corazón se desbocaba constantemente, sentir el puño que le apretaba la boca del estómago y sufrir los calambres que le recorrían el cuerpo.
Tal vez podré dormir
, se dijo, empinando la jarra y apurando el último dedo de cerveza. Estaba apoyando las manos en la mesa para levantarse cuando alguien le plantó delante un pichel de estaño, con un golpe tan brusco que la cerveza le salpicó. Derguín levantó la mirada y se encontró con el rostro arrugado de Gavilán.
—Es invitación de aquel caballero —dijo el soldado-tabernero, señalando al general Abatón, que desde la otra mesa levantó su propia jarra en saludo.
—Gracias.
—Dáselas a él —dijo Gavilán, disponiéndose a irse—. Por mí, no te la habría puesto.
—¡Un momento!
El tabernero se volvió a medias y lo miró de soslayo.
—¿Te he hecho algo, Gavilán? ¿O es que estás de mal humor porque sí?
Gavilán dio la vuelta a la silla que había ocupado Kybes y se sentó en ella cruzando los brazos sobre el respaldo. A la luz de las antorchas y las velas, sus arrugas parecían más profundas, grietas en un sequedal. Como le faltaba un incisivo y el pelo le raleaba bastante, parecía tener más de sesenta años. Sin embargo, a Derguín le constaba que era poco mayor que Kratos.
Gavilán señaló a la camarera a la que Derguín le había propinado la nalgada. Estaba llevando ocho jarras a una mesa, cuatro en cada mano.
—Orbaida es, en el fondo, una romántica. Como les pasa a muchas seguidoras del campamento. —Era un eufemismo con el que solían referirse a las prostitutas que viajaban con el ejército—. Sabe leer y todo.