Ya sólo faltaban tres metros para la puerta y no quedaba nadie interponiéndose en su camino. Pero en la entrada había aparecido una figura que conocía de sobra, con la cabeza rapada y la espada de Tahedorán a la cintura.
—¿Quéeessstáaaa paasaaandoaaquíii?
Detrás de Kratos se cernía la mole de Trescuerpos. La llegada de ambos detuvo la pelea por arte de magia. Derguín se desaceleró. Jadeando y con las pulsaciones disparadas, se dio la vuelta.
En los laterales de la taberna, la lucha se había librado entre Invictos, que ahora procuraban ponerse firmes ante su general en jefe, con más o menos éxito. Pero en la parte central había un reguero de mesas y sillas desvencijadas y cuerpos derribados. Algunos estaban tumbados, otros de rodillas, había quienes se habían sentado en el suelo agarrándose una pierna dolorida o gateaban buscando sus dientes.
A ojo de buen cubero, Derguín calculó que había dejado fuera de combate a quince hombres.
No está mal para un Zemalnit sin espada
, se dijo con una sonrisa.
P
ese a que la sometió y utilizó de todas las maneras posibles, el coito no mejoró el humor de Agmadán. Aun así, al terminar se quedó dormido. Ya no estaba en su mejor forma y para culminar el acto tuvo que sudar tanto que dejó las sábanas empapadas.
Cuando lo oyó roncar, Neerya se apartó hasta el borde de la cama, lejos de su calor pegajoso, de su olor acre y de la humedad del lecho. Estaba pensando en levantarse, salir de la casa y nadar en la piscina, pero prefería esperar a que el sueño de Agmadán fuese lo más profundo posible.
No soportaba al hombre que dormía a su lado. Como cortesana, a menudo había tenido que fingir agrado por hombres ricos y poderosos que en realidad no la atraían. Pero a Agmadán lo aborrecía física y moralmente. Cada vez que la acariciaba sentía como si una tarántula le recorriera la piel y tenía que hacer esfuerzos para contener los escalofríos.
Su solemne juramento, aquel que había tenido que pronunciar para salvarle la vida a Derguín, la ataba a Agmadán. Sólo la muerte podía liberarla de él.
Pero suicidarse sin más sería desperdiciar su vida. Mientras contemplaba los bordados del dosel, pensó que si había de morir se lo llevaría a él por delante.
¿Por qué no ahora? En la mesita tenía los alfileres de platino que se había quitado del pelo al meterse en la cama. Tomó uno, se volvió hacia Agmadán y acercó la punta a uno de sus párpados.
Si aprieto aquí, en el lacrimal, y tuerzo la punta hacia arriba, le taladraré el cerebro y lo mataré
. La idea hizo que se le aceleraran los latidos, pero no de miedo, sino por una extraña euforia. Sí, comprendió, era muy capaz de hacerlo.
Pero... No. Hoy le había llegado una nueva esperanza. Durante varias semanas había ignorado si Derguín estaba vivo o muerto. Sin embargo, ahora sabía que, pese a las acechanzas de Agmadán, el joven Ritión seguía siendo el Zemalnit. No sólo eso, sino que había realizado una proeza digna de cantares épicos. Se lo imaginó cabalgando por delante de las afamadas Atagairas, blandiendo sobre su cabeza la Espada de Fuego y sembrando el terror entre los enemigos, y aquel pensamiento hizo que se le erizara la piel de los brazos y de la nuca. Si Derguín conservaba a
Zemal
, con ella tendría poder suficiente para regresar a Narak y vengarse de Agmadán.
Estaba sonriendo en la oscuridad y frotándose casi sin darse cuenta un muslo contra otro cuando un nuevo pensamiento congeló su sonrisa y paró los latidos de su corazón.
¿Por qué no había venido ya? ¿A qué estaba esperando? ¿Por qué, en lugar de regresar a Narak a buscarla, había viajado más de mil kilómetros al este para embarcarse en una guerra lejana?
Alguna razón tendría
, pensó.
No, ningún motivo podía justificar abandonarla a ella en manos de Agmadán. ¿Qué hombre de verdad dejaría a su amada en el lecho de otro? ¿Quién soportaría la idea de imaginar las manos de otro recorriendo la piel de su amante?
En realidad nunca llegamos a ser amantes
, recordó, y la tristeza de aquel pensamiento fue tan profunda que los ojos se le llenaron de lágrimas, y tuvo que darse la vuelta en la cama y morder la almohada para sofocar los sollozos.
En ese momento notó algo frío y puntiagudo que apretaba su espalda desnuda entre dos vértebras. Una voz de mujer con acento extranjero le dijo:
—Si gritas o dices una sola palabra, morirás.
K
ratos se apoyó en las almenas del torreón donde se alojaba con su familia y sus oficiales más cercanos. Era el único edificio intacto de las fortificaciones y, según el jefe de ingenieros, no existía peligro de que se derrumbara. Estaba situado en la parte sur de la muralla. De día, se divisaba desde su terrado la rojiza llanura de Malabashi. Según le habían contado, en mañanas claras se alcanzaba a columbrar desde allí la silueta del Kimalidú, la Roca de Sangre. De ese modo tendrían siempre a su alcance el recordatorio de la victoria.
Ahora, de noche, mirando hacia el este, Kratos podía ver la amplia franja de Pasonorte, bañada por la luz azul de Rimom, y más allá la cordillera de Atagaira. Taniar no había asomado aún, pero su resplandor rojo se adivinaba como un fino contorno de sangre dibujando el perfil de las montañas. Aún más lejos, si entrecerraba los párpados, vislumbraba una delgada línea de luz que subía hasta perderse en las alturas. La fabulosa Etemenanki, la torre que llegaba al cielo.
Oyó los pasos de Derguín a su espalda y respiró hondo. Sin volverse todavía, escondió las manos dentro de las amplias mangas de su casaca, un gesto típico Ainari, para evitar que los movimientos de sus dedos delataran su enfado.
Apenas una hora antes, unos soldados que habían salido de la taberna le habían contado que Derguín estaba emborrachándose, levantando la voz, insultando a los clientes y dando pellizcos a todas las camareras que pasaban junto a él. Al acudir a comprobar qué pasaba se lo había encontrado en medio de una gresca multitudinaria.
Quizá Kratos debería haber considerado que esos informes eran exagerados, que tal vez eran otros quienes habían insultado y provocado a Derguín y que los pellizcos se habían reducido a un azote. Pero en los últimos días tendía a sentirse irritable e intolerante con su antiguo discípulo. ¿Cómo podía haber perdido la Espada de Fuego
dos veces
? ¿Qué creía que era, la típica bolsa de comida con la que un crío va a la escuela y que le birlan en el recreo? No, se trataba de un objeto de poder, un poder mucho mayor del que ambos habían sospechado cuando compitieron en el certamen contra otros cinco Tahedoranes. ¡Derguín tenía una responsabilidad, pero se comportaba de forma más inmadura que su hijo! Valiente ejemplo para Darkos, que parecía obsesionado con tomar al Zemalnit como modelo.
Por fin, se volvió hacia Derguín.
—Te sentirás orgulloso de lo que has hecho.
—No ha estado del todo mal —dijo Derguín, encogiéndose de hombros. Aquel gesto de indiferencia enojó aún más a Kratos.
—¿Que no ha estado del todo mal? ¿Presumes de ello?
—No, pero tampoco tengo por qué pedir perdón.
—¿Cómo que no? ¿Acaso te parece edificante que el Zemalnit se involucre en una riña de taberna?
—Supongo que habría sido mucho más edificante dejar que me rompieran unas cuantas costillas.
—Deberías haber eludido el combate. Siempre hay recursos para ello. No superamos la prueba del Espíritu del Hierro para utilizar con frivolidad el poder que se nos da. ¿Qué mérito tiene dar una paliza a una pandilla de borrachos entrando en Urtahitéi?
—No me hizo falta. Con Mirtahitéi me bastó.
—¡Y encima alardeas de ello!
—No alardeo, me limito a enunciar un hecho.
¿Era una falsa percepción debida al enfado, o su antiguo alumno estaba bordeando la insolencia?
—¡No seas pueril, Derguín, por favor! Eres un Tahedorán, y eso implica responsabilidades. Como no deshonrar las enseñanzas que te impartieron en Uhdanfiún.
—Sabes bien lo que opino de Uhdanfiún.
—¡Tu opinión salta a la vista por tu conducta de esta noche! Por si lo has olvidado, te recordaré que un maestro de la espada debe observar una conducta intachable y no caer en provocaciones.
—¿Todo maestro de la espada, o sólo yo?
—¿Qué quieres decir?
—Te recuerdo que cuando entramos en Koras para que los Pinakles nos revelaran el paradero de
Zemal
, estuviste a punto de decapitar a un oficial llamado Amorgos porque pretendía que dejaras a tu caballo en la muralla. ¡Una conducta muy fría y juiciosa, desenvainar la espada contra un hombre que sólo pretendía cumplir la ley!
—Yo no perdí los estribos en ningún momento. Corrí un riesgo calculado para dejar claros mis privilegios.
—¿Un riesgo calculado? Si no ando atento y detengo la flecha del guardia, no estarías vivo.
—¿Vas a echarme en cara los favores que me has hecho?
—La verdad, no tengo tiempo ahora. ¡Se nos haría de día! ¿Cuántas veces te he salvado el pellejo,
tah
Kratos?
—«El que lleva la cuenta de los favores prestados es como si jamás los hubiera hecho.» Un refrán Ainari, ¿lo recuerdas?
—Recuerdo mejor este proverbio Ritión: «No le hagas favores al ingrato, porque será como si le debieras dinero a él».
—¿Me llamas ingrato? ¿Me estás llamando ingrato?
—Interprétalo como quieras.
Kratos resopló, sacó las manos de las mangas y se las pasó por la nuca.
—Estamos perdiendo los papeles, Derguín.
—Los estás perdiendo tú, mi ilustre maestro.
Calma
, pensó Kratos.
Vamos a intentar arreglar esto
.
—Abatón me ha pedido que te castigue. Más bien me lo ha exigido. Pero le...
—¿Vas a hacer caso a sus exigencias? —saltó Derguín, como si le hubiera picado una avispa, y la posibilidad de arreglo se perdió por el sumidero—. ¿Pretendes azotarme en público como si fuera uno de tus subordinados?
—¡Por supuesto que no! Él no es el jefe de los Invictos. Además, tú ni siquiera perteneces a la Horda. ¿Cómo voy a castigarte? Pero mañana, cuando ambos estéis más tranquilos, quiero que os deis un apretón de manos en público.
—Bien lo has dicho. No pertenezco a la Horda. ¡No puedes obligarme a nada!
Kratos respiró hondo y bajó el tono de voz. Tal vez recurriendo a los sentimientos...
—Es algo que te pido como favor personal, Derguín.
—¡De nuevo con los favores! Escúchame bien: lo único que le apretaré al tuerto ése será el gaznate. El muy bastardo me invitó a su mesa para tenderme una encerrona.
—No debes interpretar la conducta de un borracho como si se tratara de un plan elaborado.
—Sabía que me han robado a
Zemal
. ¿Cómo diantres se ha enterado?
Eso dejó a Kratos sin palabras durante unos segundos.
—¿Que se ha enterado? ¿Cómo es posible?
—Ésa es mi pregunta. Contéstame tú. Eres su superior. De las cuatro personas que lo saben, el único que tiene contacto directo con él eres tú.
—¿Crees que yo me he ido de la lengua? ¿Tan poco me conoces?
—Creía conocerte. Creía que eras mi amigo. Todo eso creía..., pero empiezo a dudarlo. Si uno no puede confiar ni en el gran Kratos May, es que el mundo ya no tiene pies ni cabeza.
Derguín se sentó en el vano entre dos almenas, dando la espalda al vacío, y apoyó la cabeza en las manos. Kratos se quedó mirándolo, dudando si acercarse o no. De pronto sólo parecía un joven desvalido, no el poderoso Zemalnit que destrozó a un demonio invencible.
La Espada de Fuego le viene muy grande. Linar debió darse cuenta.
El Kalagorinor había dicho que si Kratos ponía el pie en la isla de Arak para luchar contra Togul Barok, moriría. «Derguín, tal vez no», había añadido.
Cuestión de fortuna. Derguín había tenido mucha suerte. Y era un talento natural para la espada, eso era irrefutable. Pero le faltaba el temple del acero.
Y ahí estaba demostrándolo, agitándose y llorando, presa de sollozos incontenibles.
—Vamos,
tah
Derguín. Un maestro no debe llorar.
—¿Por qué? ¿Es que los dioses nos crearon sin lágrimas? —dijo él, levantando la mirada. Los ojos le brillaban y su mano derecha, colgada sobre la rodilla, se sacudía con un temblor incontrolable.
Kratos había visto ese tipo de espasmos en personas que habían recibido una herida en la cabeza y que poco después morían entre convulsiones. ¿Qué le estaba ocurriendo a Derguín?
—No sé si servirá de algo, pero te juro por todos los dioses del Bardaliut que no le he contado a Abatón ni a nadie que Ariel te ha robado la espada. Ni siquiera a Aidé, que comparte mi lecho.
—Quisiera creerlo, quisiera confiar en ti. Pero de algún modo ha tenido que enterarse —dijo Derguín, enjugándose las lágrimas y poniéndose en pie.
De pronto, en aquel estado mercurial en que se movían sus emociones, pasó de gimoteante a retador.
—¡Y los juramentos por los dioses no me valen! ¡Tu palabra no me sirve de nada! —añadió, apuntándolo con el dedo.
Si había algo de lo que se enorgullecía Kratos era de ser hombre veraz. ¿Cómo se atrevía ese jovenzuelo Ritión a ponerlo en duda? Dio dos zancadas hacia él, y con una mano lo agarró de la casaca y con la otra le retorció el dedo que le estaba señalando.
—¡No eres quien para dudar de mi palabra! ¡No estás a la altura! —exclamó, dándole un empujón tan fuerte que lo estampó contra una almena. A un nivel inconsciente, se asombró de lo poco que pesaba Derguín. ¿Cuánto habría perdido en esa última semana? ¿Cuatro kilos, cinco? Y ya antes no le sobraban.
Pero aquel pensamiento en parte compasivo quedó apagado por su ira, ahogado como una margarita entre cardos.
Derguín agachó la barbilla como si fuera a embestir y lo miró fijamente.
—¿Que no estoy a la altura? ¿A la altura del gran Kratos, señor de la Horda Roja, vencedor de los Aifolu?
—¡Guárdate tus sarcasmos! Sé por dónde vas. —
Sí, tú me salvaste de ese demonio
, se dijo, pero fue un pensamiento fugaz como un relámpago remoto, apenas la pausa entre dos palabras—. No eres nadie para echarme nada en cara, Derguín.
—¿Por qué no soy nadie? ¡Dilo! ¡Estás deseando decirlo! —gritó Derguín, con los puños apretados.
—Porque eres el único Zemalnit al que le han quitado la Espada de Fuego. ¡No una, sino dos veces! Eres una... una...