—Pero tú eres grande.
—Podría haberlo sido.
—¡Lo eres! Eres
tah
Kratos, señor de la Horda Roja, jefe de los Invictos, brillante vencedor de la batalla de la Roca de Sangre...
—Fue Derguín quien me...
—¡Calla! Derguín pudo llegar al centro del campamento porque tú habías abierto paso con tu carga al frente de la caballería y a lomos de
Amauro
. ¡Nadie olvidará tu audaz maniobra!
Kratos se volvió hacia ella.
—Esa audaz maniobra me la sugeriste tú, Aidé.
—¿Yo? ¿Una joven ingenua que nada sabe de la guerra?
—Tú me dijiste que mi primer plan era demasiado sensato, y que si quería vencer a mi enemigo tendría que clavarle una daga en el corazón.
—Sólo fue una sugerencia. Tú la llevaste a la práctica. Eres tú el general de la Horda, no yo.
Aidé siguió abrazándolo y balanceando las caderas, juguetona. Su sonrisa era ahora pícara, casi burlona, algo que extrañó a Kratos tras el tono solemne de la conversación anterior.
—Quieres decirme algo más, ¿verdad?
—Uh, uh —asintió ella.
—No estoy muy lúcido esta noche, Aidé. Explícate, por favor.
—Cuando me interrumpiste antes, iba a decir que eras el jefe de los Invictos, el brillante vencedor de la batalla de la Roca de Sangre... y el infalible amante de Aidé, la hija de Hairón.
—¿Infalible? ¿Qué quieres decir?
—Desde que soy mujer, mi cuerpo sigue las órdenes de Taniar. La noche de la celebración, cuando las tres lunas entraron en conjunción..., ya me entiendes.
—Más bien no.
—Debería haber ocurrido algo que no ocurrió.
Kratos empezó a sospechar y se apartó un poco para contemplar mejor el rostro de Aidé.
—Has tenido una falta.
—Creo que está en camino el mejor Tahedorán de la historia. Con la sangre de Hairón el Zemalnit y del gran Kratos May, ¿quién sabe hasta dónde podrá llegar?
Kratos echó cuentas. Apenas había pasado un mes desde la primera vez que Aidé y él hicieron el amor en aquel parque de caza.
—¿Cómo puedes saber que estás embarazada? No soy médico, pero sé que a veces las mujeres tienen faltas o retrasos sin estar preñadas.
—He recurrido a alguien para cerciorarme.
—¿Alguna vieja bruja te ha hecho orinar sobre semillas de trigo y cebada?
—Más bien ha sido un joven brujo. Tu amigo Mikhon Tiq. Me ha puesto los dedos aquí. —Aidé tomó la mano de Kratos y la apoyó en su vientre. Él no notó nada distinto—. Y lo ha visto.
—¿Con los dedos?
—Tú me has contado que los Kalagorinôr poseen poderes más allá de la comprensión.
—Sí, te lo he contado.
—Pues Mikhon Tiq me ha dicho que llevo en mi tripa una criatura tan pequeña como un renacuajo, pero que ya tiene ojos y un minúsculo corazón que late.
—¿Y es niño o niña?
—Demasiado pronto para saberlo, según él. —Aidé le echó los brazos al cuello y le besó en los labios—. Pero algo me dice que será un pequeño Kratos, pelón como tú.
Él se apartó un poco.
—Caramba, yo... No me lo esperaba. Tan pronto...
—Ya te dije que eres un amante infalible.
Una nube cruzó por la frente de Kratos. Ella la interpretó al vuelo.
—No llevo un hijo de Forcas en mi vientre, amor. Ulura me preparaba un brebaje que tomaba todos los días antes de irme a la cama con él. Pero el día que fuimos a cazar juntos no lo bebí, ni volví a beberlo nunca. —Aidé le acarició las mejillas y le rozó las comisuras de los párpados—. Cuando nazca, nuestro bebé tendrá los ojos tan rasgados como tú.
Un bebé. Un hijo. Otro.
Casi sin quererlo, Kratos sonrió. De modo que, cuando uno creía que ya no podía haber cambios en la vida y todo emprendía un declive inexorable, aún se podía crecer. Padre, general de la Horda...
—Tienes razón. —Sus pensamientos saltaron tan veloces que a él mismo lo sorprendieron—. He sido muy injusto con Derguín. No tengo motivos para estar resentido con él. ¡He de pedirle perdón!
En ese momento, oyeron un ruido que los sobresaltó, una mezcla de graznido de cuervo y rugido de león. Ambos rompieron su abrazo y se asomaron a las almenas de la parte norte.
Una sombra enorme pasó volando a unos veinte metros del torreón, tan cerca que el viento provocado por su aleteo les rozó la cara.
—¡Un terón! —exclamó Aidé, entusiasmada. Una de aquellas bestias aladas había anidado en las rocas de Mígranz durante años. Su desaparición había sido uno de los presagios que movió a la Horda Roja a trasladarse al sur—. ¡Es una buena señal!
Kratos no estaba tan seguro. Había dos figuras humanas a horcajadas sobre la espalda del terón. Una de ellas portaba una luz verde. Supo que era Mikhon Tiq y que el resplandor procedía de las esmeraldas de su bastón, y sospechó que el otro debía de ser Derguín. Ya no le podría pedir perdón. Para cuando se vieran de nuevo, si es que volvían a encontrarse, tal vez ya sería demasiado tarde.
A
hora que se hallaba delante de la presencia que la había invocado a más de mil kilómetros de distancia, la máscara ya no era necesaria. Ziyam la soltó. La careta resbaló por su pierna y se quedó de pie, equilibrada de una forma imposible sobre el vértice que formaba la barbilla, como si en lugar de aire la rodeara una espesa jalea.
En el centro había un cilindro de basalto negro de seis metros de altura. De él provenía la voz, una voz que al salir se quebraba como la luz al atravesar un prisma y se convertía en un coro discordante. Pero Ziyam sabía que sólo había una voluntad detrás. La voluntad que podía dárselo todo, deseos que anhelaba y otros que ni siquiera había concebido hasta entonces.
—Vengo a ti, señor —susurró—. Vengo a ti para cobrar mi recompensa.
llega sueño largos señor despiértame a ti eterna años ah reparación ha sido la hora mi pesadilla mi recomcomcompensa
Las palabras le llegaban en oleadas confusas, y las de la propia Ziyam se mezclaban con las que provenían del cilindro negro. Oyó un desagradable gorgoteo. Al volverse vio que Irundhil, una de las Teburashi, había caído de rodillas para vomitar. Las demás mujeres estaban tan pálidas como ella y algunas se llevaban las manos a la boca para contener las arcadas.
Todo ondulaba a su alrededor. En el barco que las llevó a Narak varias de ellas se habían mareado, y Ziyam misma había sentido naúseas cuando la mar se picaba y la nave empezaba a zarandearse.
Ahora era la cúpula entera la que oscilaba. No como el barco, que se movía como un solo bloque rígido siguiendo el compás de las olas. Aquí era el propio suelo el que parecía formar olas que se contagiaban al aire, como espejismos de calor en la llanura de Malabashi. Se veían y no se veían, pero sobre todo se sentían en el estómago y en los oídos.
—Pídeme lo que quieras, majestad, menos eso.
Ziyam se volvió hacia la jefa de sus Teburashi.
—Acompáñame, Antea.
Reparó entonces en que había oído la respuesta antes de expresar la orden. ¿Y si no lo hubiera hecho, qué habría pasado, si la respuesta ya se la había ofrecido Antea con cara de pavor? Ahora fue Ziyam quien sufrió una arcada, víctima del vértigo temporal. Se tapó la boca para retener en ella aquel flujo ácido y lo volvió a tragar, quemándose la garganta.
—¿Quién está hablando? —preguntó Ariel. ¿Por qué lo preguntaba, si nadie había dicho...
Se cuenta que Tubilok fue encerrado de la siguiente manera: Tarimán lo arrojó a un pozo de roca fundida, y después ordenó a Belistar, el viento del Norte, que enfriara la lava con su aliento. La lava se solidificó alrededor de Tubilok, que quedó apresado en el corazón de la roca
.
... nada?
Ziyam se volvió a los lados, desconcertada por aquella voz de hombre que no había escuchado en su vida. Los radios de luz que convergían hacia el centro de la cúpula eran líneas rectas y a la vez curvas que sin cruzarse se anudaban.
No pudo aguantar más y se inclinó para vomitar. Hacía tantas horas que no probaba bocado que sólo devolvió una agüilla amarga mezclada con gotas de sangre.
—¿Quién está hablando?
La pregunta ya la había oído antes. Había sido la niña, pero cuando la escuchó Ziyam pensó:
No está hablando nadie
.
—Linar. Fue Linar quien dijo eso.
Ahora era Tríane, la maldita Tríane, la maldita madre de la maldita niña, la que había hablado. ¿Linar? ¿Quién era Linar?
—La roca. La roca.
Ziyam estaba caminando hacia el cilindro negro, pero cada vez parecía alejarse más.
—¡La roca!
Ziyam dio un respingo. Hacía un instante Tríane se encontraba unos metros detrás de ella, junto a Ariel, pero de pronto estaba agarrándola por la cintura y gritándole algo al oído. Y ella todavía no había empezado a caminar.
—¡El cilindro negro es la roca fundida! ¡Hay que sacarlo de ahí para acabar con esta locura!
Ziyam se encontró caminando otra vez, en el mismo punto en que se hallaba cuando Tríane le gritó: «¡La roca!»
El cilindro no era lo único que había en el centro de la cripta. Algo había aparecido a su alrededor, o tal vez estaba ya antes, si es que «antes» y «después» significaban algo en aquel lugar. Ziyam ya no lo sabía, sólo sentía que dentro de su cabeza tenía un trapo mojado que no dejaba de hincharse y apretarle contra los huesos del cráneo.
Ese «algo» eran unas extrañas cintas que se revolvían en círculos alrededor del cilindro, unas bandas violetas, o de un tono que recordaba al violeta sin serlo. Un color que no era de este mundo y que proyectaba luces fantasmagóricas, del mismo modo que tampoco era de este mundo la geometría de aquellas cintas que se anudaban y desanudaban en lazos y planos imposibles. ¿Cómo podía una cosa estar delante y detrás al mismo tiempo?
Olía a carne quemada. Las cintas formaron un dibujo en cruz y se lanzaron al rostro de Ziyam. De pronto sintió un dolor lacerante en la mejilla y chilló. Se tocó la cara. Allí estaba de nuevo la cicatriz, con sus bordes rugosos y purulentos.
—¡No, no! —sollozó—. ¿Por qué me haces esto?
Siguió avanzando, dejando detrás o delante el recuerdo del hierro candente, con el rostro intacto un segundo y quemado al segundo siguiente.
Miró atrás. Las demás mujeres estaban a unos quince pasos, que se le habían hecho largos y eternos como un sueño. Ya le quedaba menos para llegar al centro.
sueño ¿sueño? sueño tendrás despiértame
Cada vez le costaba más mover las piernas. En las montañas de Atagaira había experimentado algo similar, cuando soplaban ventiscas tan fuertes que por más que intentaba avanzar prácticamente se quedaba clavada en el sitio. Pero aquí era distinto. No sentía aire soplando en su cara. Era más bien como si el suelo se empinara ante ella, aunque sus ojos le decían que era llano.
De niña, su hermana Tylse le regaló dos piedras negras que poseían magia, dos imanes que se atraían cuando los acercaba. Pero si ponía uno de ellos al revés y trataba de juntarlos notaba una extraña fuerza que los repelía, como si el aire entre las piedras se volviera sólido.
Era lo mismo que le ocurría ahora. Ella era uno de los imanes. El otro se encontraba en el centro del remolino de cintas violetas y no violetas. Cuanto más se acercaba, más fuerte era la repulsión.
Debo llegar, debo llegar...
Tenía el cuerpo empapado en sudor y sentía calambres en las piernas. Los últimos dos pasos habían sido como escalar un acantilado.
—No lo intentes. No podrás hacerlo.
Se volvió a su derecha. Allí estaba Tríane, a su lado, y también las demás mujeres. El cilindro volvía a encontrarse muy lejos, en el mismo lugar donde había estado o iba a estar.
—Ya lo he intentado y no he podido —respondió.
Tríane la miró con gesto de perplejidad.
—Es cierto, ya lo has intentado —reconoció.
Siguió un diálogo absurdo que aún le provocó más náuseas temporales. Las guerreras rogaron a su reina que no les ordenara acercarse a aquel cilindro custodiado por demonios flotantes, pero ella no se lo había pedido todavía. Tríane le dijo que ella tampoco podía hacerlo, que había poderosos encantamientos que le impedían traspasar las cintas de color alienígena.
—Debe hacerlo mi hija.
—Antea, lleva a tus guerreras al centro. —
Ahora sí se lo he pedido
.
—Ella tiene la Espada de Fuego. Sólo
Zemal
puede...
—Es cierto, ya lo has intentado.
—Tríane, inténtalo tú entonces.
Las preguntas y las respuestas se mezclaban como cartas barajadas. Olía a vómito, y luego a más vómito, y a carne quemada y a hierro al rojo vivo.
—¡Me va a estallar la cabeza! —gritó Neerya, de rodillas y apretándose las sienes. Irundhil estaba tumbada en el suelo, expulsando una repugnante baba verde por la boca y agitando las piernas como si sufriera un ataque del mal sagrado.
—¡BASTA!
El aire olía a ozono ahora. Ariel había desenvainado la Espada de Fuego y la sostenía ante sí, aferrándola con ambas manos y rechinando los dientes.
Ariel ya no resistía esa locura. Era como si le hubieran levantado la tapa del cráneo y un cocinero loco removiera sus sesos con una cucharilla.
Pero al empuñar a
Zemal
todo pareció calmarse. Las imágenes dejaron de vibrar y mezclarse, y los sonidos se centraron alrededor del zumbido de la hoja.
—Debes ser tú, hija —le estaba diciendo Tríane.
—No quiero, madre. Tengo miedo.
—No va a pasar nada. Cuando esto termine, le devolverás a Derguín Gorión su arma, y le enseñarás a su amigo con vida.
—¿Cómo lo sabes? No hemos traído al Mazo. ¿Y si esa mujer nos está engañando?
—Ya has visto que en este lugar actúan extraños poderes. Nada es imposible cuando el mismo tiempo puede cambiar de dirección y volver atrás. ¡Ve, hija!
Ariel cerró los ojos y respiró hondo. Cuando su padre practicaba las Inimyas, las series que debe dominar un maestro de la espada, ella lo observaba a hurtadillas e imitaba sus maniobras con el palo de una escoba. Ahora, para darse valor, recitó la invocación a Taniar con la que se empezaba la primera serie de maestría.
—¡Oh, diosa roja de la sangre, hermosa llama de los cielos, revélame tus secretos movimientos para que el aire silbe y ensordezca a mis enemigos y para que mi
kisha
sea cegadora como el relámpago de...!