¿Cómo comportarse ante su reina adoptiva, aunque la odiara? Ariel ejecutó una torpe reverencia y, como le pareció poco, clavó la rodilla derecha en la alfombra. A Ziyam debió hacerle gracia, porque respondió con una carcajada tan cristalina como el goteo del agua en la charca.
—Antea, ¿no le has explicado a nuestra joven súbdita que una Atagaira no se arrodilla ni siquiera delante de otra Atagaira?
—Pasé por alto esa lección, majestad. Lo siento.
Ziyam se levantó del sitial, se acercó a la niña y le tomó las manos para levantarla. De pronto se había vuelto todo sonrisas. Hacía días que Ariel no la veía tan de cerca —había procurado eludir su presencia todo lo posible—, y no recordaba lo guapa que era, lo grandes y azules que tenía los ojos ni lo llamativos que eran los reflejos de cobre de sus cabellos. Aunque ya había recibido lecciones dolorosas, Ariel era todavía demasiado joven y le resultaba difícil conciliar belleza y maldad, como si fueran dos realidades incompatibles no ya en una misma persona, sino en el mundo. ¿De verdad se encontraba ante la misma mujer que había asesinado al Mazo?
—Levanta, Ariel. Toda Atagaira es una mujer libre desde que nace hasta que muere. Ni siquiera ante los dioses nos postramos. Todo lo más, inclinamos la barbilla ante ellos.
No te fíes de ella
, advirtió a Ariel una voz interior. En una ocasión se había fiado de un supuesto amigo, el grumete Bor, y entre él y el repugnante Gargajo estuvieron a punto de violarla.
Pero no podía apartar los ojos del rostro de Ziyam. ¡Era tan guapa! Aunque... ¿no debería tener una cicatriz en la mejilla? ¿Qué había sido de ella?
—Sé que me equivoqué contigo, Ariel —dijo Ziyam—. Es uno de tantos errores que he cometido, pero estoy dispuesta a repararlos.
—¿Cómo? —
Mataste a mi amigo
, pensó en decir, pero incluso a una niña tan desinhibida como ella le pareció un comentario demasiado directo y grosero. En un intento de ser diplomática, lo modificó un poco—. Mi amigo está muerto. Eso ya no se puede arreglar.
—¿De veras lo piensas? El poder de una reina de Atagaira llega más lejos de lo que crees. Sígueme.
Ziyam tomó del suelo un globo de luznago y se dirigió hacia un rincón de la gruta hasta entonces sumido en sombras. Ariel miró a Antea, que le hizo un gesto con la barbilla, como recordándole:
Puedes fiarte de mí. Ve con ella
.
Unos metros más allá, junto a una pared, se veía un gran bulto tapado con una manta. A Ariel se le aceleró el corazón cuando la reina tiró de una esquina para apartarla. Sospechaba lo que iba a ver.
Allí estaba tendido el enorme corpachón del Mazo, boca arriba. Llevaba puestas las mismas calzas con las que lo había visto la última vez en el harén de machos de Acruria. Tenía desnudo el torso, una masa de músculos recubiertos por una alfombra de vello que se curvaba en espesos rizos.
—¡Mazo! —gritó Ariel.
Se arrodilló a su lado y trató de abrazarlo y levantarle la cabeza. Pero aquel cuello de toro estaba rígido y frío como el mármol y no consiguió moverlo. Con los ojos arrasados en lágrimas, Ariel se volvió hacia Ziyam.
—¡Está muerto! ¿Para qué lo has traído aquí, para burlarte de mí? ¿Por qué no lo enterraste como se merecía?
—Ya hace más de dos semanas que murió...
—¡Tú lo mataste! —Ariel había olvidado todo respeto debido a la reina, que de pronto ya no le parecía tan guapa. El cuerpo del Mazo le recordaba hasta qué punto podía ser cruel y traicionera.
La cara de Ziyam se contrajo en un rictus, pero enseguida recuperó la sonrisa.
—Ya te he dicho que he cometido muchos errores. Pero me habría gustado verte a ti en mi situación. Este hombre mató a dos de mis guerreras con las manos desnudas. Tenía que protegerme y proteger al resto de las Atagairas.
—¡Lo hizo por defenderme a mí!
Ariel tomó la mano del Mazo y, con mucho esfuerzo, logró levantarla un poco. Pero sus dedazos estaban tan fríos y tiesos como el resto del cuerpo.
—¿A qué te huele, Ariel?
La niña volvió la mirada a Ziyam.
—No te entiendo.
—Es una pregunta fácil. ¿A qué te huele?
—No me huele a nada.
—¿Te parece normal? Antes de que interrumpieras a tu reina, te estaba diciendo que hace más de dos semanas que murió. A estas alturas, su piel debería estar verde, su estómago tendría que estar más hinchado que este globo de papel, y debería desprender tal hedor que ni siquiera habrías podido entrar en esta cueva sin vomitar.
Eso era cierto. Ariel acercó la nariz al cuello y el pecho del Mazo y olisqueó. Tenía una nariz muy fina, mucho más que la mayoría de la gente que la rodeaba, algo que a menudo resultaba desagradable: podía olfatear una muela cariada a más de cinco metros de distancia.
No captó nada raro. Desde luego, no olía a putrefacción. Más bien a sudor masculino retenido entre los pelos del pecho como rocío en la hierba. ¿Cómo podía ser? ¿Qué extraña magia mantenía al Mazo intacto, como si acabara de morir?
—Ya has comprobado cuál es el poder de la dragona Iluanka —dijo Ziyam como si le hubiera leído el pensamiento—. Para ella no hay nada imposible.
—Pero aunque no huela a cadáver ni se haya podrido, está muerto igual —dijo Ariel, con la voz más aguda a cada momento. Se le estaba formando un nudo en la garganta que apenas le dejaba emitir un hilo de aire. No era lo mismo recordar a su amigo que verlo allí, tendido en el suelo delante de ella, grande como un monte, y no poder hablar con él ni recibir sus abrazos de oso.
—Para la dragona no hay nada imposible, te repito.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ariel, enjugándose las lágrimas y volviéndose hacia Ziyam.
—Hay algunas personas que regresan de la muerte. Es algo bien conocido. Sabemos de mujeres que fueron enterradas, tan muertas como tu amigo, y sin embargo resucitaron dentro de la tumba al cabo de un par de días.
—¿Y qué les pasó?
—La mayoría sufrieron una muerte definitiva dentro del ataúd, porque nadie escuchó sus gritos y se asfixiaron. Pero mi madre me contó que una de ellas, una tía suya, tuvo la suerte de que sus familiares acudieran a llevarle ofrendas y oyeran cómo aporreaba y rascaba la tapa del féretro. Gracias a ello pudieron sacarla a tiempo, y la anciana vivió todavía cinco años más.
»Por eso mismo, porque conocía la historia de esa mujer, que era mi tía abuela, decidí no enterrar a tu amigo. Pensé que, si la dragona Iluanka había decidido conservar incorrupto su cadáver, algún motivo debía tener.
¡Ser enterrada viva! ¡Qué horror! Al menos, pensó Ariel, Ziyam no había tenido la crueldad de sepultar al Mazo en esa especie de semivida o semimuerte en que parecía estar sumido.
—He consultado con mujeres más sabias que yo, iniciadas en los misterios de Iluanka —prosiguió Ziyam, acuclillándose junto a Ariel y tomándole una mano entre las suyas—. Me han dicho que el error se puede reparar, que la naturaleza de tu amigo es vigorosa y que posee tanta fuerza vital que todavía podemos rescatarlo de las garras de la muerte. Pero para eso necesitamos una magia muy poderosa. No podemos hacerlo sin tu ayuda.
—¡Quiero que El Mazo vuelva a estar vivo! —exclamó Ariel.
—Lo que te voy a pedir no es fácil —advirtió Ziyam.
Ariel se soltó la mano y se apartó un poco de ella.
—¿Qué quieres decir?
—Al principio pensarás que lo que te pido es traicionar a tu padre.
—¿Mi padre? Yo no tengo padre. No sé de qué me hablas —dijo Ariel. La sangre le subió hasta las orejas. Se enfureció consigo misma por delatarse así, y eso hizo que se ruborizara más.
—Soy tu reina. —Los ojos de Ziyam eran dos lagos en los que Ariel se veía muy, muy pequeña—. No puedes ocultarme nada. Sé que Derguín Gorión es tu padre.
—¡Eso es imposible! ¡Él sólo tiene veintiún años! No cumple veintidós hasta... —Ariel se calló. No tenía por qué revelarle a Ziyam el cumpleaños de Derguín. Tal vez podría utilizar esa fecha para elaborar algún conjuro contra él, del mismo modo que otras brujas se servían de pelos o recortes de uñas.
—Sé que has pasado la mayor parte de tu vida en una cueva. ¿No es así, Ariel?
—Sí, pero eso...
—La cueva de Gurgdar. Allí se curó Derguín Gorión de sus heridas durante el certamen por la Espada de Fuego. Creyó pasar en su interior tres meses cuando en realidad sólo fueron dos días.
¡Gurgdar! Así se llamaba la caverna donde había vivido tantos años. ¿Cómo sabía todas esas cosas Ziyam? ¿Cómo se había enterado de secretos que ella jamás le había contado a nadie?
—La virtud de Gurgdar —prosiguió Ziyam— es que en su interior el tiempo transcurre a un ritmo diferente, a veces más rápido y a veces más despacio que en el exterior. Sé que tu madre utilizó Gurgdar para que maduraras en menos de dos años y pudieras encontrar a tu padre cuanto antes. Tú crees que escapaste de esa cueva, pero en realidad fue ella quien te dejó huir.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Ya te he dicho que lo conozco todo sobre mis súbditas. El poder de la dragona es infinito.
—Si es verdad, dime cómo se llama mi madre.
—¿Necesitas más pruebas? Tu madre es Tríane de las Niryiin, la misma que curó a Derguín, fue su amante durante esos tres meses y te concibió a ti.
Ariel se incorporó y retrocedió hasta chocar con la pared de la cueva. De pronto sentía claustrofobia, como si volviera a encontrarse en Gurgdar. Pero Ziyam y, más atrás, Antea le bloqueaban la salida.
—Sé que adoras a tu padre. Yo también amo al Zemalnit, Ariel. Más de lo que puedes imaginar. ¿Te acuerdas de cómo lloró delante del cadáver de su amigo?
Ariel asintió con la barbilla. Lo recordaba, aunque aquel día apenas podía ver nada a través de sus propias lágrimas.
—Si le devuelves al Mazo, a su íntimo amigo, le harás tan feliz que te perdonará lo que en el momento podrá parecer una travesura, una pequeña desobediencia.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Ariel con voz débil.
—Por la magia de Iluanka, El Mazo no ha llegado a atravesar las puertas del Prates. Pero si queremos traerlo de entre los muertos necesitamos invocar a un poder tan grande que no pertenece a este mundo. Y ese poder sólo nos escuchará si lo despertamos usando las llamas del arma forjada por los dioses.
—Pero... no puedo hacerlo. Tú quieres que...
—Sí, Ariel. Eso es lo que quiero. Para resucitar a tu amigo El Mazo, tendrás que robarle a tu padre la Espada de Fuego.
Q
uedaba apenas una hora de luz. El sol descendía hacia las montañas de Misia, que cerraban la frontera nororiental de Áinar.
El heraldo que llevaba la propuesta de rendición atravesó la tierra de nadie que se extendía entre la empalizada del campamento Trisio y Mígranz. Vista desde abajo, la fortaleza parecía inexpugnable, sensación acentuada al compararla con el paraje que la rodeaba: la comarca en muchos kilómetros a la redonda era una planicie de pastos, sembrados y algunos bosquecillos dispersos, sin una triste elevación que rompiera la monotonía de la llanada. Tan sólo el peñasco que se alzaba como una excrecencia de la tierra, una muela solitaria y tozuda que se negara a caer de las encías de un anciano.
Las paredes de aquel risco, conocido como la Espuela, se alzaban más de cien metros sobre la llanura. A ésos había que añadirles otros quince que medían las murallas de la fortaleza, construidas al borde del abismo como una prolongación de la roca, sin tan siquiera un mísero caminillo que permitiera rodear el bastión.
El heraldo levantó la mirada. El adarve estaba poblado de defensores. Desde allí arriba, él debía parecerles poco más que una lagartija arrastrándose por el suelo. Muchos de ellos le apuntaban con los arcos. La aguzada vista del emisario comprobó que había unos cuantos tensados, de tal manera que bastaría un pulgar más sudado de la cuenta para lanzarle una flecha. Y si a quien estaba al mando de aquel sector de muralla se le antojaba dar la orden de disparar, por lejos que estuviera el heraldo podía apostar a que algún proyectil lo alcanzaría.
Pero esperaba que no fuese así. Llevaba una bandera blanca atada a la punta de su largo báculo. Además, antes de venir con la oferta de Ilam-Jayn, ambos bandos habían intercambiado mensajes y los defensores de Mígranz habían jurado por Vanth que no le harían ningún daño.
La única cara accesible de la Espuela era la meridional. El heraldo emprendió la subida por un camino serpenteante labrado en la piedra. Era lo bastante ancho y liso como para que subiera un carromato, pero no convenía despistarse, pues no había vallas ni pretiles a los lados y la caída seguramente sería mortal. Cada pocos metros se veían nichos tallados en las rocas que rodeaban el sendero, y arqueros apostados en ellos para cerciorarse de que por allí no subía nadie que albergara malas intenciones.
Después de retorcerse en tantas revueltas que era fácil perder la cuenta, el camino desembocó en una mínima explanada, apenas cuarenta metros cuadrados, delante de una gran puerta cuyos batientes de roble estaban reforzados con barras de hierro. Sobre ella había ocho estrechas aspilleras desde las que vigilaban otros tantos arqueros, y más arriba un matacán cuyo voladizo estaba sembrado de huecos por los que podían arrojarse piedras, aceite hirviendo, arena caliente o cualquier otro agasajo dedicado a posibles agresores.
En la puerta había un postigo que a su vez contenía un ventanuco. Primero se abrió éste, y por él asomó un rostro surcado de arrugas y cicatrices. Por los ojos rasgados, el emisario supuso que se trataba de un Ainari, sospecha que se confirmó cuando se dirigió a él en ese idioma:
—¿Eres el heraldo?
Una pregunta innecesaria. Su bandera llevaba bordado el antiquísimo emblema de las dos serpientes cruzadas, símbolo ancestral de los mensajeros protegidos por los dioses. En el báculo del emisario, sin embargo, sólo había tallada una serpiente solitaria con las fauces abiertas y dos pequeños granates encastrados en los ojos.
—Así es.
—¿Hablas Ainari?
Otra pregunta superflua, puesto que en tal lenguaje le había contestado. Tras esperar en vano la respuesta, el soldado del interior se decidió a abrir el postigo. El heraldo dobló el cuello para trasponerlo, y aun así tuvo que doblar las rodillas para no darse un coscorrón con el dintel.
—Caramba, amigo —dijo el soldado, que parecía tener al menos sesenta años. Tal vez fuera efecto de las arrugas y las escasas guedejas de cabello que le caían por las sienes—. Qué crecidito estás. Dicen que los Trisios soléis ser bajitos.