Según le había contado Mikhon Tiq, el amigo de su señor Derguín, si la ciudad de Nidra estaba en ruinas era porque había sido destruida durante la primera gran invasión de los Aifolu, casi seiscientos años atrás. Por aquel entonces, los Aifolu tan sólo luchaban por conquistar y saquear, como cualquier otro pueblo de Tramórea, y todavía no habían caído en las garras del Enviado y su fanática religión.
—Es paradójico que una ciudad destruida por los Aifolu haya servido para derrotarlos siglos después —había añadido Mikhon Tiq, que después tuvo que explicarle a Ariel el significado de la palabra «paradójico».
Darkos estaba jugando en el equipo de los ladrones, como Ariel. Pero cuando se hallaban a media partida, prácticamente empatados, su padre vino a buscarlo para llevárselo a la Torre de la Sangre. Al ver que Derguín los acompañaba, Ariel corrió hacia él y le dijo:
—¡Yo también quiero ir, mi señor!
—No puede ser. No es lugar apropiado para alguien de tu edad.
—¡Pero yo he estado contigo en el bosque de los inhumanos, y también en Atagaira, y en aquel poblado donde nos ofrecieron...!
Derguín le puso un dedo en los labios.
—Es cierto que has estado en todos esos sitios, pero eran más que inadecuados para ti. Me siento culpable por ello.
—Tú no tienes la culpa de nada, mi señor.
—Da igual. Ya es hora de que empieces a hacer cosas más propias de una niña que de un mercenario desharrapado. Fíjate en ella —añadió, señalando a una chica sentada sobre un bloque de piedra.
La muchacha era Rhumi, la novia de Darkos. Ella negaba serlo, y cuando Ariel o algún otro chico le mencionaba a «su novio» con cierto retintín, se ponía colorada y se enfadaba. Pero no podía negarlo. Desde que se había dado cuenta de que Ariel no sabía leer, Rhumi la utilizaba como recadera para enviarle notitas a Darkos. Ariel sentía a veces la tentación de llevarle aquellas cartas a alguien que se las leyera en voz alta, pero le había prometido a Rhumi que no lo haría, así que no le quedaba más remedio que aguantarse la curiosidad.
Tampoco le hacía falta saber lo que se escribían: con mirarles a la cara cuando leían le bastaba para saber que estaban colados el uno por el otro.
Ahora, Rhumi estaba sentada muy modosita, con las piernas bien juntas y la falda estirada, observando cómo jugaban los demás. A sus catorce años, se consideraba ya demasiado mayor para esas actividades.
—Yo no quiero ser como ella, mi señor —respondió Ariel.
—Pues es una chica muy guapa y educada, y sabe cantar y recitar poemas.
—Eso también lo sé hacer yo.
—Cierto, pero Rhumi sabe además leer y hacer cuentas. Con un poco de suerte, se convertirá en la nuera del jefe de la Horda Roja.
—Yo no quiero ser nuera de nadie, mi señor. Yo quiero manejar una espada y convertirme en Tahedorán como tú.
—Me temo que eso va a ser complicado.
—¡Soy Atagaira, y tú me dijiste que hay Atagairas que también son Tahedoranes!
La mirada de Derguín se nubló: Ariel comprendió que había dicho algo inoportuno. Eso le recordó algo que le había contado su madre. «Tu padre me traicionó con una de esas viragos de Atagaira, que se hacía llamar maestra de la espada. Esa ramera lo pagó caro.»
Trató de borrar aquel pensamiento. Su madre y la cueva de Gurgdar eran el pasado. Para ella sólo había un presente:
tah
Derguín, el Zemalnit.
—¿Vienes ya, Derguín? —llamó Kratos—. ¡No tenemos toda la tarde!
—Cierto —respondió Derguín—. La Torre de la Sangre no es el mejor lugar para que a uno le sorprenda la noche. —Se agachó, le dio un beso a Ariel en la frente y añadió—: Sigue jugando y divirtiéndote. Cuando nos vayamos de aquí ya tendremos tiempo de atender a tu educación.
Al principio, Ariel estuvo enfurruñada un rato. Pero después le fue imposible no seguir el consejo de Derguín y se divirtió, porque no dejaba de ser una niña que había gozado de muy pocas ocasiones para jugar con chicos de su edad. Además, aunque no tenía las piernas tan largas como algunos de los muchachos, era flexible y escurridiza como una anguila y sabía hacer recortes y quiebros en un palmo de terreno. Y si se cansaba de correr, le bastaba subir de un brinco a un cascote y gritar «¡Santuario!» para que, según las normas del juego, no pudieran cogerla.
Llevaba un rato encaramada a un pedestal de mármol mientras los demás críos se perseguían a unos cuantos metros de ella. Aburrida de tanta seguridad, se estaba pensando si bajar y volver al juego, a riesgo de que los guardianes la capturaran. Fue entonces cuando vio acercarse a una figura ataviada con una capa parda cuya capucha le cubría la cabeza.
—Oh-oh... —murmuró Ariel.
Por la estatura y la anchura de los hombros podría haberse tratado de un hombre, y un hombre bastante alto, pero el andar era ligeramente —sólo ligeramente— femenino. Además, Ariel conocía de sobra esas capas. Entre otras cosas, porque junto con otras pajes le había tocado recoger miles de ellas de las laderas del Maular al día siguiente de la batalla, y clasificarlas por los nombres bordados para devolverlas a sus dueñas.
Así que sabía perfectamente que quien venía hacia ella era una Atagaira.
Se tocó el tatuaje del cuello. Todavía le dolía. Sólo habían pasado dos semanas desde que los tentáculos del ser al que llamaban Iluanka le dejaran una marca.
Aquel recuerdo, y otros peores, como el de ahogarse en el líquido que llenaba el bulbo central de la criatura mientras sentía cómo sus garras le rascaban el interior del cráneo, significaban que era Atagaira de adopción. Así lo había reconocido la reina Tanaquil, y además Ariel había cabalgado con las demás Atagairas desde las montañas hasta el campo de batalla.
Empero, no las tenía todas consigo. En primer lugar, su señor Derguín no estaba delante para protegerla. Tampoco Baoyim, que había entrado con él a la Torre de la Sangre. Y tomando en cuenta que la nueva reina era Ziyam la pelirroja, la misma que había exigido que la ejecutaran por entrar en Atagaira disfrazada de chico..., en fin, Ariel no esperaba nada bueno de ella.
La desconocida se detuvo a un par de pasos. Encaramada al pedestal, Ariel quedaba a su misma altura, pero aquella mujer debía medir uno noventa. Se encontraban bajo la sombra de las altas paredes de la Roca de Sangre, de modo que la Atagaira se bajó la capucha. Aun así, la luz debía de molestarla, porque arrugó la frente y entrecerró los ojos. Tenía los iris rosados, el rostro tan blanco que se le transparentaban las venillas y su cabello era del color de la arena. A su manera era bella, como casi todas las Atagairas, pero también inquietante. Ariel la reconoció: Antea, la jefa de las Teburashi.
—La reina quiere verte.
—¿Para qué?
—Eso no se le pregunta a una reina, niña.
—Pues yo sí se lo pregunto. ¡Y no pienso ir contigo!
Estar encima de la piedra podía protegerla jugando a guardias y ladrones, pero no en la vida real. Ariel sabía que si esa musculosa guerrera la agarraba por el brazo o se la echaba al hombro como un fardo, no podría escapar de ella. Pero no se encontraban en Atagaira, ni siquiera en el campamento de las Atagairas. Si empezaba a gritar —y cuando quería, sabía chillar como un gorrinillo en la matanza—, acudirían en su auxilio.
La mujer estiró el brazo. Ariel reculó, sin bajarse aún del trozo de columna.
—No pretendo llevarte por la fuerza. Sólo quería apartarte el pelo un poco para ver una cosa. ¿Me dejas?
Ariel refunfuñó algo que podría haber significado
Está bien
. Desde que dejó de fingir que era un niño no se había vuelto a cortar el cabello. Después de tanto tiempo pelándose, la melena caoba le había empezado a crecer con una rapidez asombrosa y ya le llegaba casi a los hombros.
—Llevas la marca de la dragona. Eres una privilegiada, ¿sabes? La reina Tanaquil también tenía un dragón. Ni siquiera una entre cada mil mujeres recibe ese tatuaje.
Antea se arremangó y le enseñó el suyo, ligeramente por encima del codo.
—El mío es un barbo. Se parece a tu dragón porque tiene esa especie de barbas, pero no es más que un pez. No dice mucho de mí. ¿Qué crees que puede significar? ¿Que tengo la piel resbaladiza, que soy más boba que un pez o que los sobacos me huelen a pescado?
Aunque fuera una Atagaira, y tan alta y musculosa que su presencia imponía temor, Antea tenía algo que inspiraba confianza. A Ariel se le escapó una carcajada; sólo oír la palabra «sobacos» le hacía gracia. Sin embargo, después añadió:
—Me parece muy bien. Pero, si no me dices para qué quiere verme la reina, no pienso ir.
—¡Qué testaruda eres! El Zemalnit y tú llegasteis a Atagaira con un amigo. Un hombre barbudo y grande como un oso.
—¡El Mazo!
Ariel sintió un nudo en el estómago. Si en el harén de Acruria no hubieran descubierto que
él
era en realidad
ella
, una niña infiltrada ilegalmente en Atagaira, El Mazo no habría muerto acuchillado por la espalda. ¡Y era Ziyam, precisamente Ziyam, quien lo había apuñalado!
—Hay algo que no sabes —añadió Antea—. Tu amigo está muerto, pero no muerto del todo.
—¿Cómo se puede no estar muerto del todo?
Durante su breve experiencia fuera de la cueva donde se había criado, Ariel había presenciado violencia más que de sobra, y por el momento no había visto a ningún cadáver levantarse del suelo. Según su señor Derguín, Togul Barok lo había hecho después de que él lo atravesara de parte a parte con la espada. Pero se suponía que Togul Barok tenía sangre divina, y El Mazo no.
—Hay magias muy poderosas en este mundo, más de lo que una jovencita como tú puede sospechar —insistió Antea.
Ariel puso los brazos en jarras.
—Yo he visto el poder de la Espada de Fuego. Y una vez yo misma la...
¡Mierda!
, pensó al momento, y se tapó la boca para no seguir hablando. Derguín le había ordenado que no le contara a nadie que en aquel bosque de los inhumanos había utilizado a
Zemal
.
—La Espada de Fuego también tiene algo que ver con lo que la reina quiere decirte. —Antea extendió su mano ancha y callosa con la palma hacia arriba—. Escúchame, Ariel de la poderosa Dragona. Yo, Antea del resbaladizo Barbo, te doy mi palabra de que te traeré aquí después de tu audiencia con la reina y de que no recibirás ni el menor rasguño.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?
—Le debo obediencia a mi reina en todo, salvo en una cosa —respondió la Atagaira con voz grave—. Nada ni nadie, ni los propios dioses bajando del Bardaliut, podrán obligarme jamás a faltar a mi palabra.
Ariel extendió su propia mano, que desapareció dentro la de la guerrera, y ambas sellaron el pacto con un apretón.
M
ientras Ariel discutía con Antea, el pequeño grupo que acompañaba a Kratos y Derguín bajaba por la escalera que corría pegada a la pared interior de la Torre de la Sangre. Con ellos iban el medio Aifolu Kybes, la Atagaira Baoyim, el Numerista Ahri, Gavilán y el gigante Trescuerpos, que con su voz grave y pastosa no dejaba de quejarse de su dolor crónico de rodillas.
También estaba Darkos. Cuando llegaron a Nidra y entraron por primera vez en aquel siniestro edificio, el muchacho, que guardaba recuerdos escalofriantes de la Torre de la Sangre de Ilfatar, no se había atrevido a bajar con ellos. Ahora su padre lo había convencido.
—Cuando veas cómo destruimos al demonio Aridu, dejarás de sufrir pesadillas con esas criaturas. Tú mismo viste cómo ese hechicero que no levanta tres palmos del suelo aniquilaba a uno, y yo vi cómo Derguín acababa con el otro. No hay que tener miedo a ninguna cosa que se pueda cortar con una espada.
Aunque esa espada sea
Zemal
y no esté en tu mano
, añadió Kratos para sí. Siempre sentía amargura al recordar que él podría haber sido el dueño de la Espada de Fuego. Tenía que reconocer que Derguín había demostrado ser un digno y valiente Zemalnit, pero eso no borraba la nostalgia por algo que en realidad no había llegado a perder, que jamás le había pertenecido.
Bajaban muy despacio. Algunos del grupo no se habían recuperado del todo de la resaca de la noche anterior, y la escalera voladiza era estrecha y traicionera y no tenía balaustrada. Las lámparas de luznago proyectaban óvalos de luz en la pared, alumbrando miles de líneas de una escritura tupida e incomprensible.
—Vosotros, los eruditos —dijo Kratos, dirigiéndose a Ahri y a Derguín—, ¿tenéis alguna idea de lo que pone aquí?
—No conozco esta escritura —respondió Derguín—, así que mal puedo saber qué idioma representa.
—Yo sospecho que es algo más que una escritura —dijo Ahri—. Creo que hay también ecuaciones y símbolos matemáticos.
—¿Y qué dicen?
—Lo ignoro.
—Entonces, ¿por qué sabes que son ecuaciones? —intervino Gavilán, y añadió que el
Búho
era capaz de encontrar fórmulas matemáticas hasta en la distribución de los pelos de cierta zona íntima femenina. Baoyim, que parecía encontrar divertidas aquellas bromas, soltó una carcajada.
—Mi hijo no tiene por qué escuchar tu lenguaje patibulario, capitán —dijo Kratos.
—Perdón. Aún no me he acostumbrado al refinamiento de la vida de oficial —respondió Gavilán. Hasta hacía muy poco había sido sargento de la compañía Terón, que ahora comandaba.
—Prescindiendo de groserías —intervino Derguín—, siento curiosidad por tu razonamiento, Ahri. ¿Por qué crees que en este galimatías hay fórmulas matemáticas?
—Hay demasiados signos para que sea un alfabeto, y demasiado pocos para un sistema jeroglífico —explicó Ahri—. Por otra parte, he encontrado un símbolo que no parece de puntuación, sino el signo de igualdad, y la distribución a ambos lados del mismo...
—¿Te has dedicado a contar los signos mientras bajábamos? —preguntó Kratos.
—Es la segunda vez que desciendo. La primera memoricé noventa y tres signos diferentes, pero hoy he encontrado dos más. Sospecho que no puede haber muchos más que se me hayan escapado.
—No tritures —dijo Darkos—. Eso es imposible.
—Un Numerista es capaz de eso y de mucho más —dijo Derguín.
—Mi natural modestia me impedía jactarme de eso. Gracias por salir en mi defensa,
tah
Derguín —dijo Ahri.
Por fin, llegaron al fondo. Trescuerpos pidió permiso para sentarse un rato en el borde de la escalera y descansar las piernas. Los demás se acercaron al centro, donde se levantaba el pretil del pozo interior, tan elevado que más parecía una gran chimenea.