Pero aquel combate había sido muy breve, tal vez demasiado para alertar al monstruo de la tierra. Apenas llevaban unos minutos peleando cuando Ulma Tor se había abrazado a Mikhon Tiq y le había besado en la boca. Durante aquel beso, el joven Kalagorinor sintió cómo algo inmaterial penetraba en él, una especie de garfio formado por una cinta que se enrollaba sobre sí misma en más dimensiones de las que podía definir la geometría convencional. Aquel anzuelo enganchó el túnel que unía el cuerpo de Mikhon Tiq con su syfrõn, y al engancharlo se convirtió en un lazo, apretó y cerró el pasillo.
Era como si un ratero hubiese usado ese lazo para robarle una bolsa con un tesoro dentro. El tesoro era su syfrõn, el castillo que había heredado de Yatom, donde moraba su espíritu y de donde obtenía su poder. De repente, Mikhon Tiq se había encontrado atrapado dentro de sí mismo, desterrado en un mundo fuera del mundo.
De este modo había empezado su encierro. Su inacabable encierro. En su nuevo universo no existía nada más que el castillo, rodeado por una nada oscura y cubierto por un firmamento negro en el que no brillaban lunas ni estrellas. El único ritmo que medía el paso de las jornadas lo marcaba el reloj interno del propio Mikhon Tiq.
Y gracias a ese reloj había llevado la larga cuenta de los días. Veintiséis mil trescientos. Más de setenta años.
Convertirse en Kalagorinor significaba dejar de ser mortal y apartarse del resto de la humanidad, un destino para almas solitarias. Pero la soledad dentro del mundo no podía compararse con la que había sufrido Mikhon Tiq confinado entre los muros de su syfrõn. Desesperado, no había tardado en crear compañeros, sirvientes del castillo con los que al menos podía conversar: el chambelán Kuraufur, el bibliotecario Panuque o el más fiel de todos, el alcaide Subiluntar. Sin embargo, cuando hablaba con ellos no conseguía olvidar que estaba conversando consigo mismo, con efluvios emanados de su propio ser.
A la larga, la única distracción que alivió el tedio de aquellos años consistió en explorar el castillo. En su primer viaje por la syfrõn, cuando Linar lo despertó/mató, encontró una reja de hierro con un cartel y una advertencia: NO PASES DE AQUÍ, MIKHON TIQ. Pero la desobedeció, descendió a las mazmorras del castillo y allí despertó a la criatura subterránea. Desde entonces, no se había atrevido a trasponer de nuevo la reja.
Pero después de miles de jornadas encerrado en su syfrõn, había decidido que no tenía nada que perder. Y cruzó de nuevo la reja, bajó hasta los mismísimos cimientos del castillo y se asomó a un pozo mucho más hondo y negro que aquel en que despertara al leviatán.
No debes asomarte aquí, Mikha
, le alertó la voz de su maestro Yatom.
Es demasiado pronto. Sólo cuando sea el momento, cuando lleguen los dioses
...
¿Demasiado pronto?
, se preguntó Mikhon Tiq. Llevaba una eternidad dentro del castillo e ignoraba cuánto tiempo le quedaba aún, o si alguna vez saldría de aquel encierro. En los límites de su syfrõn había sentido los embates del enemigo, arietes de energías oscuras embistiendo contra los muros que lo protegían, y sabía que era Ulma Tor, intentando penetrar en aquel reducto fuera del espacio y el tiempo normales. Para luchar contra aquella criatura maligna, que no era un Kalagorinor ni un dios ni ningún poder de este mundo, sino una entidad surgida de las entrañas del infernal Prates, necesitaba todo conjuro y todo conocimiento que pudiera invocar.
De modo que se asomó al pozo negro, subió al brocal... y se dejó caer al abismo. Al insondable abismo que él mismo llevaba dentro.
Y, como dijo un filósofo en una era tan remota que ni siquiera los cielos eran los mismos, el abismo le devolvió la mirada.
Mikhon Tiq sacudió la cabeza. Sus recuerdos tomaban la forma de volúmenes perfectamente organizados en una enorme biblioteca dividida en salas. Ahora cerró el libro en el que guardaba la memoria de la lucha en los sótanos del castillo y lo colocó en su anaquel. Ya llegaría el momento de rememorar aquello.
Abrió los ojos. Casi había olvidado dónde estaba. A su alrededor continuaban los sonidos de la batalla, o más bien de la matanza. Algunas tiendas de campaña ardían mientras otras, las más lujosas, eran saqueadas y se convertían en botín de los vencedores. Mikhon Tiq alzó la cabeza y observó las estrellas, el cinturón de Zenort y la luna azul. ¡Qué placer contemplar un firmamento con luces después de una vida entera bajo una cúpula de negra nada!
Aunque ese mismo firmamento escondía una amenaza que Mikhon Tiq intuía cada vez más cercana. Comprendía ahora que el Mito de las Edades que les contó Linar no era más que una burda simplificación narrada desde una época que ya no podía comprender la ciencia y el conocimiento del pasado, y que las luchas entre dioses, humanos y otras criaturas indefinibles habían sido mucho más complicadas.
¿Lo sabría también Linar? La syfrõn del mago tuerto era un bosque, no una fortaleza. ¿Escondería en el corazón de la espesura algún rincón prohibido, el equivalente vegetal de las mazmorras de su castillo? ¿Se habría atrevido a visitarlo para consultar los recuerdos más profundos? Mikhon Tiq sospechaba que no, pues en caso contrario Linar también habría despertado a la bestia subterránea.
Se dio cuenta de que seguía teniendo en la mano el fragmento de lanza. La lanza de Prentadurt, que perteneció al rey de los dioses, Manígulat, y que en aquel entonces, según el mito, era roja. Después, cuando Tubilok se apoderó de ella, se convirtió en negra.
Pero no tenía por qué ser negra ni roja. Mikhon Tiq se la acercó al rostro para examinarla mejor y acarició su superficie con los dedos. Aunque ahora parecía de madera, no lo era en realidad, sino que estaba fabricada en algún tipo de materia transmutable. ¡El sueño de un alquimista!
—Bronce —pronunció Mikhon Tiq en Ritión. No ocurrió nada. Pensó en recurrir al lenguaje de los Arcanos y dijo—:
Khalkós
.
Bajo la mano notó una corriente, un suave calambre que recorrió sus dedos, y la vara renegrida se convirtió en bronce frío y dorado. Y sin embargo, del mismo modo que no había sido madera, Mikhon Tiq percibió que no era del todo bronce, sino una especie de falso metal que tan sólo lo parecía en su superficie.
Pero lo más interesante estaba en su interior. Para verlo y sentirlo mejor, pronunció
Krústallos
y la vara se hizo transparente.
Dentro de ella latía un finísimo hilo de luz azulada. Mikhon Tiq cerró los ojos y recurrió a otros sentidos que no poseía cuando era un simple mortal.
Aquel tenue resplandor ocultaba, en realidad, una energía mucho mayor.
Muchísimo
mayor. El hilo era una especie de grieta en el espacio, una irregularidad geométrica en la que se concentraba tanta masa como en una gigantesca montaña. Si Mikhon Tiq podía levantar la vara era porque esa grieta estaba rodeada por un cilindro forjado de un material que no cumplía las leyes de este mundo, un elemento que, de haberlo soltado en el aire, en lugar de caer al suelo se habría elevado hacia las alturas huyendo de la masa de la tierra.
Tanto el hilo de luz como el cilindro de materia antinatural estaban rodeados por una delicada filigrana de hilos y pequeños relieves interiores, tan minúsculos que ni siquiera los sentidos acrecentados del Kalagorinor podían discernir sus detalles. Y dentro de esa filigrana se escondía algo más.
Almas
. Eran vidas humanas, absorbidas por el poder de la vara. Diminutas luces orbitando alrededor del hilo central. Mikhon Tiq comprendió por qué los cadáveres tendidos en el suelo parecían momias. La lanza de Prentadurt había absorbido su esencia, los había drenado de aquello que los convertía en personas, algo más vital que la misma sangre.
Pero allí dentro había muchísimas más almas que cadáveres dentro de la empalizada, miles de veces más. ¿Cuántas vidas habría arrebatado aquel objeto diabólico?
—
Xúlon
—dijo Mikhon Tiq, y la materia transmutable del exterior se convirtió de nuevo en madera.
Aquella vara era una maravilla creada por una magia o una ciencia ya perdidas. En su interior albergaba grandes poderes en liza, fuerzas primordiales que se contraponían y anulaban. Pero Mikhon Tiq sospechaba que el equilibrio era inestable y que, si manejaba el fragmento de lanza sin precaución, podía sembrar la destrucción a su alrededor y aniquilarse a sí mismo.
Decidió abandonar aquel lugar y buscar de nuevo a Derguín. Absorto en el objeto que llevaba en la mano, casi se tropezó con una máscara de madera. Bajó la mirada y la observó unos segundos. Era triangular, casi tan grande como un escudo. Tenía tres rubíes encastrados, grandes como huevos de codorniz. Nada que pudiera interesar a un Kalagorinor, así que Mikhon Tiq la apartó con la puntera.
De haberla recogido del suelo, Mikhon Tiq tal vez habría salvado a Narak. O tal vez no, porque, como rezaba un antiguo proverbio Ritión:
Lo que está por pasar tiene mucha fuerza
.
P
ese a que apenas unas semanas antes habían estado a punto de declararse la guerra —sólo la lejanía física había impedido que entraran en combate—, los Invictos de la Horda Roja y las Atagairas comprendieron que el destino los había convertido en aliados forzosos y, sin necesidad de intercambiar heraldos ni juramentos, alcanzaron el acuerdo tácito de no agredirse ni mantener conflictos hasta que llegara el momento de administrar la victoria.
Aún faltaban algunas horas para el amanecer cuando las Teburashi evacuaron a la reina del campo de batalla. La tienda de Ulisha era tan grande que las Atagairas pudieron alojar a Tanaquil en una de sus dependencias. El azar o el capricho de Kartine quisieron que ambos, el general supremo del Martal y la soberana de Atagaira, agonizaran al mismo tiempo a unos metros de distancia, separados tan sólo por compartimentos de tela y biombos de madera y papel de seda.
Tanaquil se empeñó en recibir a Derguín antes de morir. Mientras la reina y el Zemalnit hablaban, Ziyam se mantuvo alejada, descansando en un sitial de cedro con incrustaciones de marfil. Agradecía sentarse, porque la pierna derecha, que había quedado atrapada bajo el peso de su yegua, le dolía horrores. La tenía amoratada, casi negra, pero la médica la tranquilizó. Cualquier golpe en la piel albina de una Atagaira producía unos negrales que en personas de tez más oscura habrían hecho pensar en gangrena.
Derguín y su madre hablaban casi en susurros, demasiado bajo para que Ziyam captara sus palabras. El Zemalnit se había despojado de su armadura. Llevaba la almilla verde tan empapada que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, marcando sus músculos y también sus costillas. «¿Por qué estás tan delgado, si he visto que comes como un lobo?», le había preguntado Ziyam en su alcoba de Acruria, mientras le recorría la línea de los abdominales con la uña. «Es
Zemal
. Su fuego me consume», le contestó él. Entonces, la princesa no supo si hablaba en serio o en broma. Ahora sospechaba que había sido sincero.
Aparte del sudor, no se apreciaba en Derguín ninguna otra señal de que hubiera combatido durante horas: ni una herida, ni un moratón, ni siquiera una escoriación de la armadura. Con ese aspecto, podría venir de una sesión de entrenamiento y no de una batalla.
Como un dios
, pensó Ziyam con esa amarga mezcla de admiración y rencor que le despertaba el joven Ritión.
Mírame, Zemalnit. Mírame, te estoy mirando
, repitió mentalmente la princesa, entrecerrando los párpados, como si a través de ellos quisiera enviar las ondas de un hechizo.
Por fin, Derguín debió notar aquellos ojos azules clavados en la nuca, porque volvió la cabeza un segundo. Ziyam le sonrió con suficiencia, tratando de transmitirle en un gesto toda la satisfacción de la victoria.
Al final he conseguido ser reina
. Pero, para su propia desazón, notó cómo las pulsaciones se le aceleraban y la boca del estómago se le encogía. Era una sensación desconocida para ella: tener algo al alcance de la mano, tan cerca, y no poder cogerlo.
Derguín apartó la mirada y siguió hablando con la reina. Ziyam respiró hondo. En dos o tres días como mucho, tendría que volver a Atagaira con el ejército y quizá nunca volvería a ver al Zemalnit. Aquel pensamiento le resultaba insoportable.
Maldita estúpida
, se recriminó. Derguín sólo era un hombre, un ser inferior, un pene dotado de dos piernas que lo transportaban de un lado a otro.
Nunca
, se repitió.
Nunca volverás a verlo. Olvídalo
...
¿Nunca? Tal vez no... Ziyam tenía todavía una última carta, un dado cargado con plomo. Con ciento cincuenta kilos de plomo, de hecho. Pensando en ello, se permitió una sonrisa.
—Pronto serás reina, mi señora —le susurró al oído Tyanna, una de sus partidarias en la corte. Sin duda había malinterpretado su gesto.
Por fin, Derguín se fue de la tienda. Tanaquil estaba empeorando con rapidez y ningún varón debía ver morir a la reina. Pero antes de salir, el Zemalnit se volvió y echó una última mirada atrás.
Directamente a Ziyam.
¡
Él también siente algo por mí! No puede evitarlo, siente algo por mí
. La princesa notó cómo se le subía la sangre al rostro, pero poseía el suficiente dominio sobre sí misma como para controlar incluso aquel rubor.
La nueva jefa de las Teburashi, Antea, se acercó a Ziyam y le dijo:
—La reina quiere hablar contigo.
—Sus deseos son órdenes para mí —contestó Ziyam a la jefa de la guardia, sin apenas reprimir el sarcasmo.
Si la piel de las Atagairas es blanca, la de Tanaquil ahora parecía de mármol, de un mármol que hubiera perdido todo su lustre. Sus ojos de acero empezaban a empañarse como los de un pez que llevara demasiado tiempo en la cesta de la pescadería.
—Tengo que pedirte perdón, hija mía —dijo la reina, con voz entrecortada. El aliento le olía a sangre y a muerte, y Ziyam tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse de ella.
—¿Pedirme perdón, madre? ¿Por qué?
¿Por haberme marcado como si fuera una vaca? ¿Por haber arruinado mi rostro? ¡Qué tontería!
—Fui demasiado blanda e indulgente contigo. Tenías dos hermanas mayores. Nunca pensé que te tocaría sobrellevar la pesada carga de reinar.
¿Blanda? ¿Indulgente? Había que tener mucha desfachatez para pensar eso. Pero Ziyam se mordió la lengua y se limitó a responder: