Al acercarse para examinar mejor aquellas púas, Ziyam sintió la extraña tentación de ponerse la máscara. Acababan de arrancar de ella unos pingajos de carne y piel que una vez fueron el rostro de un hombre, lo que demostraba que no era precisamente inofensiva, y sin embargo el impulso de taparse la cara con ella resultaba tan intenso como una llamada.
De hecho, creyó oír una vocecilla, susurrante como el viento entre la nieve.
Ziyam. Ziyam.
No provenía de la máscara; sonaba dentro de sus oídos, como si aún hubieran quedado en ellos los restos del sueño.
—Acompáñame —ordenó a Antea, y a Yidharil le dijo—: Sigue con el recuento del tesoro. Pero borra esta máscara de la lista.
—No estaba en ella, majestad.
—En tal caso, no la incluyas.
Ziyam se retiró a la alcoba y se sentó en la cama. La tentación era cada vez mayor. Si le hubieran puesto delante a Derguín, el objeto de su obsesión, no le habría hecho ningún caso. Sólo tenía ojos para los tres rubíes y las nueve perlas.
Ojos. Eso era. Comprendió que se trataba de tres ojos, cada uno con otras tantas pupilas. Los ojos del dios que exigía a los Aifolu sacrificar decenas de miles de vidas.
—Me la voy a poner, Antea.
—Majestad, es peligroso. Ya has visto lo que le hizo a la cara de ese hombre.
—¿Qué sabes tú del Enviado, Antea?
—He oído que llevó esta máscara puesta durante años. No se sabe cómo podía ver con ella, pero lo cierto era que se las arreglaba. Pese a que era cojo, dicen que nunca daba un traspié.
—Quiero saber qué veía el Enviado.
—Esa máscara es un objeto demoníaco, majestad —dijo Antea, haciendo una higa contra los maleficios.
—No pienso dejármela puesta durante años, Antea. —Al lado de la cama había una mesilla con un pequeño reloj de arena—. Dale la vuelta. Cuando la ampolleta de abajo marque la primera raya, quítamela.
Conteniendo el aliento, Ziyam se acercó la máscara al rostro. Entre las púas quedaban unos huecos. Comprendió que eran para los ojos. Al menos, no se clavaría en ellos aquellos pinchos.
Estás cometiendo la mayor insensatez de tu vida
, se dijo, pero sus manos habían cobrado voluntad propia y siguieron acercando la máscara a su rostro.
Cuando su piel entró en contacto con las púas estuvo a punto de gritar, pero descubrió que la voz no le brotaba de la garganta. Los pinchos, que no medían más de medio centímetro, se alargaron de repente y se clavaron en su rostro como finísimos puñales, cientos de ellos, taladrando y hurgando sus mejillas, su frente y su nariz. Sintió un dolor tan intenso como cuando, a los quince años, entró en la cueva sagrada y los tentáculos de Iluanka se clavaron en su cuerpo.
Pero el dolor desapareció tan rápido como había venido. Ziyam notaba las púas dentro de su carne, pero ahora en lugar de hacerle daño irradiaban un extraño cosquilleo. Los músculos de su rostro empezaron a moverse por sí solos respondiendo a esas corrientes, como si los manejaran los hilos de un titiritero, y Ziyam escuchó una voz que susurraba en tonos casi inaudibles. Se dio cuenta de que esa voz brotaba de su propia garganta y se modulaba en su boca, pero no era la suya. Pues la máscara se había apoderado de su rostro.
¿Quieres a ese hombre? Yo te lo daré. Te lo entregaré para lo que tú quieras hacer con él. Amarlo, humillarlo, encadenarlo a tu lecho, torturarlo, convertirlo en tu rey, quemarlo en una pira.
¿Qué debo hacer?
, quiso decir Ziyam, pero no era dueña ni de su garganta ni de sus cuerdas vocales, y la pregunta quedó silenciada en su mente.
No importaba. La máscara sabía leer sus pensamientos.
Debes venir a pedírmelo. Yo te lo daré, pero sólo si me lo pides en persona.
Y dónde estás? ¿Adónde debo acudir a pedírtelo?
Has de viajar hacia el sol poniente y...
De pronto la luz volvió. Antea le había quitado la máscara.
—¡No! ¡Iba a decírmelo! ¡Iba a decirme dónde debo ir!
—¡Majestad! Nadie iba a decirte nada. Eras tú quien hablaba en un idioma que no había oído en mi vida. Sólo entendí algo del Zemalnit. Después...
De pronto, Antea se calló y se llevó la mano a la boca. Al darse cuenta de que la estaba mirando fijamente, Ziyam recordó cómo los pinchos de metal se habían clavado en su piel y en su carne. ¿En qué desecho sanguinolento habrían convertido su rostro?
—¡Dame el espejo, rápido!
Al contemplar su imagen comprendió el asombro de Antea. Las púas de la máscara no habían dejado ninguna herida en su cara, ni siquiera signos de rojez o eczemas.
Lo más pasmoso era que la marca del hierro candente había desaparecido.
—¡Santa Pothine! —exclamó Ziyam. Por si los ojos la engañaban, se tocó la mejilla izquierda, y después se la apretó y la pellizcó. La piel estaba tan suave como en el resto de la cara.
—¿Cómo puede ser que lo que destruyó el rostro de aquel hombre haya curado el tuyo, majestad?
Ziyam sonrió. No podía apartar los ojos del espejo. En aquel momento, hechizada por su propia imagen, sin duda merecía el apodo de
Princesa Nenúfar
.
—La magia de esta máscara es poderosa. —
Si ha hecho esto con mi rostro, seguro que puede cumplir su palabra y entregarme a Derguín
, pensó. Por fin, dejó el espejo sobre la cama—. No le dirás nada de esto a nadie, Antea.
—Pero, majestad, aunque yo calle tu cara lo dirá todo. Cuando te vean pensarán que tu curación es obra de brujería.
—Consígueme una venda y esparadrapos. Me taparé la mejilla y diré que me he puesto un emplasto para curarme. Cuando pase un tiempo, me lo quitaré.
—Es una buena idea, majestad.
—Pues ¿a qué esperas para traerme lo que he pedido?
Antea frunció el ceño y esperó sin moverse.
—¿Y bien?
—No creo que sea prudente que vuelvas a ponerte la máscara, majestad. De momento te ha hecho bien, pero los objetos mágicos son caprichosos. Quién sabe qué podría ocurrirte si la utilizas de nuevo.
—¿Y qué podría ocurrirme según tú?
—Quizá ahora te deje una marca igual en la otra mejilla, o te produzca úlceras en los ojos, o haga que te broten verrugas en la nariz.
De imaginarse algo así, a Ziyam se le pusieron los pelos de punta. Lo que decía la jefa de su guardia tenía sentido.
—No tocaré la máscara, puedes estar tranquila. Bien está lo que ha pasado hasta ahora. No tentaré al destino.
Y así lo hizo. De momento. Cuando Antea regresó, la máscara reposaba dentro del arcón donde la joven reina guardaba sus túnicas. Antea le colocó una venda blanca en la mejilla y se la pegó con cuidado. Ziyam se dio cuenta de que al tocarla le temblaban un poco los dedos. A ella, capaz de levantar en horizontal una espada de dos kilos y medio sin que se le moviera un ápice la punta.
Deseo. Admiración. Tal vez deberían volver a ser amantes, al menos una vez, para reforzar la lealtad de Antea.
Más adelante
, se dijo la reina. Personalmente, no sentía una gran atracción por aquella mujer tan alta y musculosa. Pero sabía que su cuerpo, como ahora sus riquezas y su poder, era una posesión que podía negar y conceder a capricho.
¡
L
a máscara!
Alguien había vuelto a utilizar la máscara. Mucho antes de lo esperado.
De haberse encontrado encarnado en su aspecto humano, Ulma Tor habría sonreído. Pero ahora era una gran sombra alada, compuesta a medias de sustancia normal y de materia oscura: la forma más parecida que podía adoptar a la que tenía antaño, cuando era uno de los Tíndalos en la vastedad del Onkos, cuando podía desplazarse a su antojo por diez de las once dimensiones.
Antes de su fallida rebelión por conquistar la undécima.
Era mejor apartar a un lado los recuerdos, porque sobrepasaban su capacidad. La complejidad del Onkos era tal que, para abarcarlo, la mente de Ulma Tor tendría que haber pensado en más dimensiones de las que tenía a su disposición. Ahora su cerebro se veía obligado a procesar informaciones, previsiones y memorias sujetándose a las limitaciones de la Brana en la que estaba desterrado. O más bien refugiado.
Volvamos a la máscara. Todo a su tiempo
, pensó con cierta tristeza, pues cuando habitaba en el Onkos el tiempo no suponía ninguna limitación.
Extendió las alas, para lo cual tuvo que aplanar aún más su cuerpo. Se dejó flotar en aquel enorme espacio como una hoja en el viento, disfrutando de la cálida luz que recibía su superficie inferior, bañándose en el haz de energía azulada que brotaba del polo norte del Prates y mantenía el campo de contención de la ciudad prohibida de Tártara.
Reponiendo fuerzas.
Había intentado hacerlo dos años y medio atrás, después de luchar contra el cachorro de Kalagorinor en una selva perdida al oeste de Tramórea. En aquel entonces, cuando volaba hacia el Prates para recuperarse, acabó prisionero de Undraukar. El llamado Rey Gris lo encerró en la torre espacial de Etemenanki, donde se dedicó a atormentarlo físicamente y, casi peor, a sermonearlo con lecciones de historia, de ciencia y de filosofía.
Gracias a Derguín Barok, o Gorión como él quería ser llamado, Ulma Tor había logrado escapar de su encierro. Como beneficio subsiguiente, y de ningún modo desdeñable, el Rey Gris había muerto. Eso significaba que los sortilegios que mantenían a los dioses alejados de Tramórea habían desaparecido.
A Ulma Tor los dioses de esta Brana le resultaban casi tan indiferentes como los humanos. Que lucharan entre ellos, que se creyeran omnipotentes si así se divertían.
Sólo le interesaba uno de ellos. Y ése no habitaba en el Bardaliut como los demás, sino que dormía encerrado dentro de una tumba de basalto. Tubilok, el llamado dios loco, era la clave para regresar al Onkos y desafiar al poder infinito de las Moiras. De hecho, Tubilok lo había intentado y había fracasado, como después fracasaría Ulma Tor.
Ellos dos no eran los primeros que se habían rebelado. El destino habitual de los temerarios que querían suplantar a las tres Moiras era la aniquilación. En algunos casos, no sólo la suya, sino también la de las Branas de las que procedían. Las vastas energías liberadas en aquellas destrucciones servían a las Moiras para crear nuevos universos en su juego eterno.
Tubilok había conseguido salvarse de tal destino refugiándose de regreso en su propia Brana —ejemplo que luego imitó Ulma Tor—. En opinión del Rey Gris, la incursión en el Onkos le había costado la cordura: aunque Tubilok se considerara un dios, no dejaba de ser en origen una criatura nacida en un universo que sólo poseía tres dimensiones espaciales y una temporal. Pero ¿qué sabría el Rey Gris?
Además, si Tubilok estaba loco, a Ulma Tor le daba igual. Cualquiera capaz de concebir en su cerebro la realidad del Onkos, de asomarse a él, tenía por fuerza que parecer un demente en este limitado mundo, en esta cárcel a la que Ulma Tor se veía constreñido.
Loco o cuerdo, si Tubilok accedía a aliarse con él, ambos podrían abrir la puerta del Prates, regresar al Onkos y, combinando sus conocimientos, enfrentarse a las Moiras con algunas posibilidades de éxito.
Para eso había fabricado la máscara, que permitía comunicarse con el dios dormido saltándose las limitaciones del espacio y atravesando las barreras con las que Tarimán había rodeado su tumba de basalto. Dicha comunicación la realizaba Ulma Tor utilizando intermediarios humanos por dos razones. La primera, evitar que las Moiras o sus esbirros los Tíndalos, sus antiguos congéneres, rastrearan dónde se encontraba.
La segunda era que, cuando Tubilok se adentró en el Onkos y libró su guerra contra las Moiras, Ulma Tor no sólo no lo ayudó, sino que luchó contra él. En cierto modo, Tubilok podía tener motivos para considerar que Ulma Tor lo había traicionado, y eso no lo haría precisamente más receptivo a la idea de una alianza.
Por eso era mejor para Ulma Tor no buscar un acercamiento directo. Ya que Yibul Vanash y su horda de fanáticos habían desaparecido del tablero de juego, ¿por qué no aprovecharse de aquella mujer que había respondido a la llamada de la máscara?
Además, podía producirse una deliciosa ironía. Gankru y Molgru, los llamados hijos de Tubilok, los demonios metálicos que Ulma Tor pensaba utilizar para romper los encantamientos que encerraban al dios loco en su tumba, habían sido destruidos. El tercero, Aridu, no había llegado a activarse, y lo más probable era que a estas alturas ya fuera inservible para los propósitos de Ulma Tor.
La ironía estribaba en que a uno de ellos, a Gankru, lo había destruido Derguín usando la Espada de Fuego. La misma arma que, desaparecidas las tres criaturas metálicas, tal vez serviría ahora para liberar a Tubilok de su encierro.
Sí, aquello habría merecido una sonrisa, de haber tenido labios. Ulma Tor siguió flotando plácidamente sobre el haz de energía. El juego había cambiado, pero aún tenía opciones de ganar si usaba sus piezas con habilidad.
Por el momento, permitiría que aquellas piezas actuaran por su cuenta. Presentía que todas ellas iban a moverse por sí solas hasta situarse en las casillas que a él más le convenían.
Quién sabe
, pensó. No era imposible que todo se malograra, que la alianza entre Ulma Tor y Tubilok no llegara a cuajar. Como tampoco lo era que, aunque ambos unieran sus poderes para luchar contra las Moiras, fracasaran de nuevo en su empeño y acabaran destruidos junto con Tramórea y todo el patético universo en el que flotaba aquel patético mundo.
Pero Ulma Tor tenía alma de jugador. Por el premio merecía la pena correr cualquier riesgo, pues no era otro que el dominio absoluto de toda la realidad.
C
uando Derguín subió al estrado a recibir una diadema de oro en forma de hojas de roble, Ziyam le sonrió y le dijo: —Espero que nos despidamos sin rencores, Zemalnit. Las puertas de Atagaira estarán siempre abiertas para ti.
Derguín torció la comisura de la boca al oír sus palabras, mientras Ziyam se preguntaba cómo ni el joven ni Kratos oían los furiosos latidos de su corazón. La Atagaira tuvo que apretar los puños para reprimir el impulso de tocar a ese hombre al que odiaba y amaba al mismo tiempo.
Con la entrega de la corona de oro al valor terminaron las ceremonias rituales. Cuando los presentes dejaron de vitorear a Derguín y éste volvió a envainar la Espada de Fuego, empezó la auténtica fiesta por la victoria. El vino, la cerveza y cualquier otra bebida confiscada a los Aifolu y sus aliados pasaban de mano en mano en barriles, picheles, botellas, botijos, odres y porrones. Se espetaron y asaron corderos, lechones y cabritos, y hasta se aprovecharon los restos de algunos caballos, siempre del enemigo. Hubo valientes que se atrevieron incluso con los pájaros del terror. Los muslos eran muy carnosos y, bien cocinados, llegaban a quedar casi tiernos; aunque, como bestias carniceras que eran, tenían un sabor fuerte y ácido. Para disimularlo había que aderezar las porciones con pimienta, cúrcuma y guindilla en abundancia.