—Intentaré ser digna de ti y de mis hermanas, madre.
Tanaquil le agarró la mano y tiró de ella para acercarla más.
—Debes madurar, Ziyam.
—Sí, madre.
—Ser reina no consiste en satisfacer todos tus caprichos ni en ver cumplida siempre tu voluntad. No consiste en recompensar a quienes te adulen y castigar a quienes te critiquen.
—Qué poco me conoces si piensas que...
—¡Escúchame! —Tanaquil tosió, y unas gotas de sangre mancharon la mejilla de Ziyam. Ésta intentó reprimirse, pero no pudo evitarlo y se limpió con el dorso de la mano. Su madre prosiguió—: Debes ser grande. Hoy hemos triunfado en una gloriosa batalla, y por toda Tramórea se cantarán romances celebrando nuestra carga temeraria contra esos monstruos del infierno. Pero el corazón me dice que vendrán tiempos más duros y pruebas más arduas.
—Las afrontaré, madre.
—¡Sé grande!
—Sí, madre, ya me lo has dicho.
—¡Debes conseguir que no hablen de ti como Ziyam, hija de Tanaquil, sino que me recuerden a mí como Tanaquil, la madre de Ziyam!
El esfuerzo de aquella breve perorata pareció consumir del todo a la reina, que cerró los ojos durante unos segundos.
¿Ya está?
, se preguntó Ziyam. Pero Tanaquil volvió a abrirlos y la miró. Estaba llorando. Ziyam nunca la había visto llorar, ni cuando le anunciaron que Tylse había muerto en las lejanas tierras del oeste ni cuando supo que los Glabros habían violado y matado a Tildara.
—Las Atagairas te necesitarán. El futuro es más oscuro que los...
Todavía dijo algo más, pero con voz tan débil que Ziyam no entendió sus palabras. La mirada de la reina empezó a quedarse fija, y su hija comprendió que la muerte ya agitaba sus alas negras sobre su pecho. Un segundo antes de que los dedos de Tanaquil perdieran sus últimas fuerzas, Ziyam los soltó. Fue una minúscula revancha, un segundo de venganza. La reina de Atagaira expiró buscando en vano los dedos de su hija para un último apretón.
Durante un largo rato nadie habló alrededor del lecho. Después, la médica acercó un espejito a la boca de Tanaquil y comprobó que no se empañaba. Se volvió hacia Antea y asintió.
La jefa de las Teburashi tomó la mano izquierda de la reina. En ella, y no en la derecha, de modo que no la estorbara para empuñar la lanza ni la espada, llevaba el sello real: un anillo de oro que representaba a un dragón terrestre, de cuerpo de serpiente y cabeza barbada.
La misma señal que la gran Iluanka había tatuado en el cuerpo de Ariel, la mocosa de Derguín, pensó Ziyam con rencor. Su propia marca era una cabeza de águila a media espalda. Una marca regia, sin duda. Pero habría preferido una dragona, el emblema de la gran Iluanka, que moraba bajo tierra, enemiga de los dioses del cielo.
Pues, aunque las Atagairas rendían culto a los Yúgaroi por no malquistarse con ellos, no les tenían demasiado cariño, y menos a los varones. Sabían que, desde las alturas del Bardaliut, acechaban y aguardaban el momento de volver a apoderarse de Tramórea y esclavizar a los humanos.
Que lo hicieran, si así era su voluntad. Las Atagairas, protegidas por la gran Iluanka, sabrían defenderse de ellos.
—Mi señora...
Ziyam se había abismado tanto en sus pensamientos que llevaba un rato sin ver ni escuchar. Antea volvió a carraspear y le tendió el sello que había pertenecido a su madre y a su abuela, y antes que ellas a un larguísimo linaje de mujeres.
Ziyam extendió la mano izquierda. Antea le tomó la punta de los dedos. La princesa percibió en ella un leve temblor. Habían sido amantes. Tan sólo una vez. Antea había querido repetir la experiencia, pero Ziyam se negó: solía racionar sus encantos y sus favores para crear vínculos que más bien eran grilletes de acero.
La jefa de las Teburashi le puso el sello en el dedo corazón. Tenía un tacto frío, casi como hielo, y Ziyam comprendió que en realidad no era de oro, sino de algún metal creado con mezcla de orfebrería y magia. Los dedos de la princesa eran muy finos, mientras que los de su madre eran bastos y espatulados. Pero el anillo pareció fluir como si se fundiera de nuevo en el crisol, se abrazó al dedo de Ziyam y se ajustó a él.
—La reina Tanaquil ha muerto —declaró Antea, cerrando los párpados de Tanaquil. Después desenvainó la espada, casi seis palmos de hoja, y la levantó sobre su cabeza—. ¡Larga vida a la reina Ziyam!
Sonó un prolongado chirrido cuando decenas de espadas salieron de sus fundas. Muchas estaban melladas tras la batalla y algunas seguían manchadas de sangre.
—¡Larga vida a la reina Ziyam! —aclamaron las demás mujeres que atestaban la tienda.
Ziyam levantó las manos y las saludó a todas, girando sobre sus talones. Luego se miró el anillo y recorrió el delicado relieve con los dedos. Ahora era reina y muchas cosas antes vedadas quedaban al alcance de su mano. El poder que ansiaba era suyo.
Pero, mientras acariciaba el grabado de Iluanka, no le pidió a la dragona acrecentar su reino, vencer a los varones extranjeros en mil batallas o engendrar Atagairas que heredaran su gloria. Para su propia sorpresa, musitó:
—Haz que el Zemalnit sea mío.
M
ientras mandaba la Horda, el duque Forcas mantuvo la costumbre de enviar cayanes a Mígranz. De este modo mantenía comunicación con el general Grondo, que se había quedado en la fortaleza con poco más de mil hombres.
Kratos había decidido conservar esa práctica. Tras matar a Ihbias y convertirse en jefe de los Invictos, había mandado un mensaje a Mígranz para contárselo a Grondo. Después, cuando se vieron asediados en el Kimalidú por los Aifolu, despachó un segundo cayán para pedir a sus hermanos Invictos que hicieran sacrificios y rogaran por su salvación.
Ahora entregó al cayanero una nota para que la atara a la pata del ave. Se la había dictado a Ahri, que escribía con una letra mucho más menuda y apretada que él. En el mensaje le hablaba de la gloriosa victoria conseguida contra el Martal,
«... el ejército de fanáticos que había sembrado el terror y la destrucción por media Tramórea y que amenazaba con destruir la otra media. Contra fuerzas diez veces superiores en número —y no es exageración retórica, como suele suceder en las crónicas—, los Invictos han conseguido la más hermosa y rutilante de las victorias»
.
Lo de «rutilante» era sugerencia de Ahri, muy dado a salpimentar sus escritos con palabras exóticas y rimbombantes.
«Es un honor para mí, como general en jefe de la Horda Roja, comunicarte esta buena nueva, Grondo. Te ruego que proclames la noticia en la plaza de armas de Mígranz y que hagas sacrificios en honor de Anfiún y Taniar, que nos han otorgado esta gran victoria.»
Una vez enrollado el mensaje en la pata, el cayanero susurró algo junto al oído del ave, que gorjeó y emprendió el vuelo. Apenas habían pasado unos segundos, el cayán pareció esfumarse en el aire. Sus plumas habían adoptado el color azul del cielo.
Durante un par de minutos, Kratos, Ahri y el cayanero siguieron inmóviles sobre el adarve de la muralla de Nidra. Cuando iban a marcharse, oyeron un aleteo, y el ave regresó aparentemente de la nada y se posó en el antebrazo extendido de su adiestrador. Poco a poco, sus plumas adquirieron el matiz terroso de los alrededores.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Kratos—. ¿Se ha desorientado?
—Eso es imposible,
tah
Kratos —respondió el cayanero, examinando el pico y las patas del ave—. Éste no es el mismo pájaro.
—Si tú lo dices... Ah, espera.
Aunque para un profano era tarea peliaguda distinguir entre dos cayanes, Kratos se percató de que aquella ave no llevaba un solo mensaje, sino dos, uno atado a cada pata. ¿Qué tendría que contarle Grondo que precisaba tanto espacio?
El cayanero desenrolló las cartas y se las tendió. La letra era tan pequeña que a Kratos le resultaba ilegible.
—Maldita edad —gruñó, acercándose el papel hasta que le dolió la cabeza—. Cada vez veo menos. Prueba tú, Ahri.
El Numerista se puso bizco en el intento.
—Yo tampoco lo veo demasiado bien,
tah
Kratos.
—No será por falta de ojos. —Los exorbitados globos oculares de Ahri eran el rasgo más llamativo de su rostro, por el que se había ganado el apodo de
Búho
.
—Se me ocurre algo. ¿Puedes hacer que venga Bran,
tah
Kratos?
Bajaron de la muralla y se dirigieron a la casa donde se había instalado Kratos. Cuando entraron, Aidé salió a recibirlos. Llevaba unos pantalones de montar y el mismo chaleco de la primera vez que Kratos y ella hablaron durante el viaje a Malabashi.
—Pareces preocupado —dijo. Le dio un rápido beso en los labios y le acarició la nuca rasurada con las uñas, algo que a él le ponía la piel de gallina—. ¿Malas noticias?
—Aún no lo sé.
Ahri extendió los rollos de papel sobre la mesa de mapas, pisando las esquinas con pequeños pesos de plomo. Cuando llegó Bran, le pidió el catalejo y empezó a desmontarlo.
—¿Qué haces? —protestó el jefe de los batidores—. No te haces idea de lo que me costó ese artefacto. Si no me lo dejas de nuevo como estaba, rellenaré el tubo con tus ojos.
Sin hacerle caso, Ahri sacó la lente de aumento y la puso encima del documento. Kratos se acercó. Ahora sí podía leer las letras.
—Vete fuera, Bran. No te preocupes por tu catalejo. Si no te lo devolvemos en buen estado, yo mismo te pagaré el doble de lo que te costó.
Se quedaron a solas Kratos, Ahri y Aidé. La joven comentó:
—O Grondo tiene un gnomo que le escribe las cartas, o su escriba también ha utilizado una lente.
—No es necesario —respondió Ahri—. Hay personas tan cortas de vista que no reconocerían tu rostro a dos pasos, pero que pueden leer y escribir miniaturas.
—Silencio —ordenó Kratos, que no poseía demasiada soltura leyendo. Después de un rato murmurando entre dientes, dijo—: Mígranz está en peligro.
—¿Cómo? —preguntó Aidé, alarmada.
—Una horda de Trisios la ha asediado. Escuchad:
«Recordaréis que la caída de aquel bólido celeste en Trisia extendió una plaga que se propagó hacia el sur. En las tierras afectadas por esa plaga, los pastos no alimentan a los caballos, pero tampoco las cosechas de cereales sacian el hambre de los humanos. Cuentan que uno puede estar comiendo días un pan tan blanco como el mejor que podrías comprar en el mercado, y morir con la panza hinchada y entre charcos de diarrea
.
»Para evitar que la plaga siguiera extendiéndose, los campesinos de la región de Ghuyya, al nordeste de Mígranz, quemaron bosques y sembrados hasta crear una gran franja devastada de más de cinco kilómetros de anchura. En esa tarea colaboraron nuestros hombres, pues comprendíamos que si ese azote se esparcía más también nosotros moriríamos de hambre. Por el momento, este verano hemos podido recoger las cosechas al suroeste de la zona quemada, y no están contaminadas
.
»Pero a quienes no ha podido detener la franja es a los Trisios. Desde que cayó el bólido, al norte de los montes de Shirta ha habido cientos de miles de muertos, o tal vez millones, pues nadie sabe muy bien cuántos bárbaros nómadas pueblan las estepas de Maitmah. Unos han perecido por la hambruna y otros por las guerras que se han desatado entre las tribus por los escasos alimentos que les quedaban
.
»Los supervivientes, llevados por la necesidad, han olvidado sus rencillas ancestrales y se han unido bajo el mando de un caudillo del clan de los Kotarios llamado Ilam-Jayn. Ha logrado que en su ejército marchen juntos los Trisios salvajes del norte de los montes de Shirta, conocidos en Tramórea por “greñudos”, con los del sur, más civilizados.»
—No hay Trisios civilizados —dijo Aidé. Nacida ya en tierras de Málart, compartía el odio y la desconfianza que los nativos de esa región sentían hacia los Trisios.
—Veamos, que he perdido la línea... —dijo Kratos, moviendo la lente sobre la carta—.
«Ilam-Jayn trae con él treinta mil jinetes. Una fuerza más que respetable, sobre todo porque son muy belicosos y se desplazan a tal velocidad que parece cosa de demonios cómo un día aparecen a casi doscientos kilómetros de donde partieron. Viajan en vanguardia para evitar que los pueblos amenazados tengan tiempo de recoger el alimento de sus graneros y huir con sus bestias. Pero detrás de ellos vienen diez mil guerreros más con el resto de las tribus: mujeres, niños y los pocos ancianos que siguen con vida.»
El mensaje seguía ofreciendo detalles sobre la organización de los Trisios, y en la segunda hoja añadía que los treinta mil jinetes de la vanguardia ya habían llegado a Mígranz y la habían rodeado.
—Los Trisios nunca han sido expertos en asediar ciudades —dijo Aidé—. No conseguirán nada.
—Lo mismo les pasaba a los Aifolu —repuso Kratos—, y sin embargo consiguieron tomar Malib.
—Pero ellos tenían a los demonios de metal, y además los Pashkriri les habían entregado armas de asedio. ¿Dónde podrían conseguir armas los Trisios? Además, aunque las tuvieran no conseguirían acercarlas a nuestras murallas. Antes tendrían que superar los riscos, y es imposible —añadió Aidé, en un tono orgulloso que a Kratos le irritaba un poco. Su padre había hecho construir la fortaleza, lo que explicaba que la joven, aunque estuviera a miles de kilómetros, siguiera llamándola «nuestra».
—El problema no será que los Trisios tomen o no tomen la ciudad al asalto, sino el hambre —dijo Ahri—. Normalmente en Mígranz había provisiones para tres años. Pero cuando nos marchamos de allí los almacenes se estaban quedando vacíos. Además nos llevamos la parte proporcional a nuestro número, dejando allí menos de un décimo.
—Eso es lo que comenta Grondo —dijo Kratos—. Y se queja de que les ha sido muy difícil conseguir más comida. Los precios se han quintuplicado en toda la región, y muchos campesinos se niegan a vender por más dinero que se les ofrezca. Para colmo, Mígranz se les ha llenado de refugiados. Un cúmulo de desastres...
—¿Y qué pide Grondo? —preguntó Aidé.
—Que acudamos a ayudarle.
—¿Que le ayudemos? Él fue quien vaticinó que moriríamos de hambre en el camino a Malabashi y se burló de nosotros. Ahora el destino que nos profetizó cae sobre él por cobarde.
Kratos miró de reojo a Aidé. Por suaves que fueran sus rasgos, podía ser dura como una roca y no perdonaba una. Aunque la amaba, no olvidaba que esa mujer le había pedido que matara a Forcas.
No hay nada que se le ponga por delante
, pensó, y no por primera vez. En eso Aidé se parecía a su padre Hairón, el anterior Zemalnit.