El sueño de los Dioses (3 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

BOOK: El sueño de los Dioses
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Derguín y, sobre todo, Baoyim habían frustrado su intento de derrocar y asesinar a la reina. Una vez desbaratados sus planes, su madre la habría ejecutado sin pestañear. Pero Tildara había muerto pocos días antes, y Tanaquil no tenía más herederas. Así se lo había explicado ella misma, antes de aplicarle el hierro candente con su propia mano.

—No quiero que mi linaje se extinga. Sólo eso te salva.

Ziyam siempre había estado muy pagada de su belleza, que destacaba incluso en una raza de mujeres tan saludables y bien proporcionadas como las Atagairas. De hecho, a sus espaldas la llamaban
Nenúfar
[1]
.

La niña que aún habitaba en su interior había estado a punto de llorar:
«¡Mamá, no me quemes la cara, por favor!»
. Pero la mujer en que se había convertido sabía que, una vez que su madre tomaba una decisión, nada podía disuadirla. De modo que rechinó los dientes y se obligó a sí misma a no cerrar los ojos para no perder de vista el fulgor rojo de la cruz de hierro que se acercaba a su mejilla.

—Es más un castigo para mí que para ti, hija. Salta a la vista que no te he sabido educar.

Ahora, en la ladera del Maular, Ziyam volvió a apretar los dientes para no gritar, pues incluso el recuerdo de la quemadura le dolía. Apartó los dedos de la herida, los metió bajo el yelmo y se tocó las puntas de la cabellera, ásperas como un cepillo. Su madre le había cortado el pelo como si esquilara a un urimelo. Pero, al menos, su melena de cobre volvería a crecer.

Cuando sea reina, ya encontraré un modo de borrar esta cicatriz
, se consoló la princesa.

Tras entregarle el estandarte a aquella furcia de Baoyim, Derguín volvió a montar en su magnífica bestia, aquel caballo blanco que se había revelado como un unicornio gracias a que el Zemalnit le había pintado el cuerno invisible con pan de oro. Pese al odio que sentía por el joven Ritión, Ziyam pensó que jinete y corcel componían una estampa digna de ser esculpida incluso en los acantilados de Acruria.

¿A quién pretendes engañar?
, se dijo. Bien sabía la princesa que no era odio lo que albergaba su corazón, o al menos no era
todo
lo que albergaba. Por eso mismo, y porque estaba acostumbrada a que las demás mujeres se enamoraran de ella y había aprendido a detectar los síntomas de la pasión con la frialdad de una médico, Ziyam era perfectamente consciente de cómo miraban otras mujeres a Derguín.

Ariel, por ejemplo. Mientras le entregaba a su señor el estandarte, la cría lo miraba con un brillo húmedo en los ojos y le hablaba con un tenue vibrato en la voz que traicionaba su adoración por él.

Baoyim también sentía algo por Derguín. Una pasión más animal, seguramente. Desde donde estaba, Ziyam casi podía olfatear en su sudor el deseo, por no hablar de la forma en que la capitana se tocaba la melena negra cada vez que se dirigía al Zemalnit.

A Ziyam lo de la niña le parecía simplemente patético: una sierva enamorada de su señor. Con el tiempo, cuando le crecieran las tetas, lo más que conseguiría de él sería un par de revolcones y un hijo bastardo. Pero lo de Baoyim la indignaba.

Era evidente que Derguín, demasiado joven y distraído con otras cosas, no se daba cuenta de hasta qué punto resultaba atractivo para las hembras. O tal vez Ziyam, obsesionada con él, pensaba que todas las mujeres lo veían igual que ella.

No era por su físico, o al menos no era
sólo
por su físico. En el harén de Acruria se encontraban especímenes más espectaculares por su estatura, por sus músculos o por otros atributos. Entre ellos el propio Mazo, aquel gigante barbudo que había llegado a Atagaira con Derguín y al que Ziyam había clavado dos dardos en la espalda. El Mazo era casi el doble de grande que Derguín, y en cuanto a otros atributos... Ciertamente, en Atagaira no se habían visto demasiados machos como aquel gigante. En ese sentido, su arma era bastante superior a la del Zemalnit.

En realidad, Ziyam, la princesa
Nenúfar
, vivía demasiado absorta en sí misma como para haber aprendido a percibir y expresar los dones de otras personas, y por eso no alcanzaba a comprender por qué la atraía Derguín. No muchos días después, otra mujer que compartía su afición por el Zemalnit le diría de él: «Es por sus ojos. Son profundos y nobles, y tan jóvenes como el mundo antiguo. En ellos hay tormenta y calma, y un extraño destino que ni yo misma alcanzo a leer».

Una explicación que no era completa. Porque a esa mujer que pronto conocería Ziyam le ocurría lo mismo que a la princesa: ambas se habían encaprichado de Derguín porque no lo poseían, porque el Zemalnit se resistía a ser suyo.

Visunam, la jefa de la guardia personal de la reina, levantó el estandarte. Las Atagairas se pusieron en marcha, y el cadencioso paso de miles de cascos de caballos resonó en aquel suelo seco y rojizo como ladrillo.

Bajaron por un declive pronunciado, hasta llegar a una ladera más suave y ancha donde hicieron otro alto. Abajo, a poco más de mil metros, se hallaban los odiados Glabros. Sus centinelas habían advertido la llegada de las Atagairas, y sus trompas de alarma resonaron roncas como cuervos sobre el estrépito de la batalla.

La reina se dirigió a Derguín. Ziyam se encontraba lo bastante cerca como para oír sus palabras.

—Éste es un buen lugar para iniciar la carga. Quiero que te guardes esto ahora, Zemalnit —dijo, tendiéndole un papel doblado.

—¿Qué es?

—Mi epitafio. Ya te hablé de él. Pero no debes leerlo hasta que llegue el momento.

Mi epitafio
, se repitió Ziyam. Varias guardias Teburashi, más fieles a la princesa que a la reina, habían insinuado que en plena batalla una lanza amiga mal arrojada podía acabar en la espalda equivocada. Ziyam había prohibido cualquier maniobra de ese tipo. Su madre la tenía demasiado vigilada.

Mas, al parecer, la misma Tanaquil presentía que su final estaba cercano.

Si así ha de ser, madre, no seré yo quien llore tu muerte
.

La pendiente, sin ser tan pronunciada como para que los caballos corrieran peligro de despearse, ofrecía un buen impulso para la carga. La jefa de la marca de Faretra se acercó a la reina acompañada por su portaestandarte.

—Te pido que me concedas el honor de abrir la carga, Majestad.

Tanaquil asintió. Era una formalidad: la táctica ya se había decidido antes. Baoyim se volvió hacia el Zemalnit y le dijo:

—Vas a contemplar algo que no olvidarás fácilmente,
tah
Derguín.

Ziyam creyó ver lascivia en la sonrisa de la Atagaira morena, y la sangre se le subió al rostro.
Ya querrías que las tetas que viera Derguín fueran las tuyas y no las de las Faretrias
, pensó.

Estás celosa
. Respiró hondo. Era ella, Ziyam, quien siempre desataba en los demás el monstruo ingobernable de los celos, no quien lo sufría. Y no era momento de dejar que aquel velo rojo nublase su vista justo antes de la batalla.

El sol ya se hundía en el horizonte. A un gesto de Tanaquil, la abanderada hizo ondear el estandarte en alto, y entre las filas de las Atagairas cientos de trompetas respondieron a su señal.

La batalla iba a empezar. Curiosamente, las pulsaciones de Ziyam, que se habían acelerado al ver cómo Baoyim sonreía a Derguín, se calmaron. Ahora entraban en los dominios de Taniar, la diosa de la guerra, tan caóticos y resbaladizos como los de Pothine, señora del amor; pero se trataba de un terreno que cualquier Atagaira prefería.

Las mujeres de Faretra arrancaron en un suave trote que aceleraron poco a poco al bajar por el declive. Formaban cuatro escuadrones de cien, que se fueron abriendo al llegar a la parte baja del Maular. Desde la llanura, los pájaros del terror ya cargaban contra ellas, y se oían sus estridentes graznidos.

—¡Ahora nosotras! —exclamó la reina, y añadió—: ¡Hoy las Atagairas nos cobraremos todas nuestras deudas!

Quizá yo me cobre alguna de las mías, madre
, pensó Ziyam, y aferró con fuerza la lanza y el asa del escudo. Su peso y el tintineo metálico de las piezas de la armadura rozando y entrechocando en cada bote la hacían sentirse más segura, casi invulnerable.

El paso de los caballos se convirtió en trote, y el tamborear de los cascos compitió con el voznar de los pájaros del terror. Las Faretrias ya habían llegado al final de la ladera y tras ellas, divididas por escuadrones, cabalgaban las demás Atagairas.

—¡Ahora,
Riamar
! —exclamó Derguín. En lugar de sofocar la voz del Zemalnit, el casco parecía amplificarla.

Ziyam sintió el deseo casi pueril de combatir cerca de él para impresionarlo, y taloneó a su montura para no quedar rezagada.

Fue entonces cuando, incluso a través de la capa y la armadura, percibió ese momento inconfundible para cualquier Atagaira: el sol se estaba poniendo. Como llevaba haciendo desde que aprendió a hablar, Ziyam cantó su despedida y su homenaje al astro cegador, y para su sorpresa escuchó la grave voz del Zemalnit entonando el himno a coro con las demás Atagairas.

UUOOOMMMMOOMMOOOOMMM
...

A sus espaldas resonó la poderosa llamada de la gran Bukala, la trompa que utilizaban las Atagairas para enviar señales de valle en valle y de montaña en montaña. Era el momento. Ziyam se soltó el broche de cobre y la capa parda resbaló sobre sus hombros y la grupa de su yegua
Cellisca
. Miles de capas más cayeron al suelo. Ya las recogerían, si es que vencían en la batalla. Si no, quedarían allí como testigos mudos de su final o se convertirían en botín del enemigo.

De pronto, aquella marea de color terroso se había convertido en un río de metal que bajaba por la ladera. Miles de amazonas Atagairas, el mayor ejército que salía de las montañas desde hacía siglos.
Debería haberlo mandado yo
, pensó Ziyam. Mas a su pesar, participar en aquella carga hizo que se le erizase la piel perfectamente depilada de sus níveos antebrazos.

A duras penas, la princesa había llegado a la altura de Derguín, que cabalgaba a su izquierda. Ataviado con aquella extraña armadura entre negra y obsidiana, cubierta de crestas, pinchos y signos geométricos, y tocado con el casco coronado de espinas, el Zemalnit casi parecía un inhumano. La princesa giró el cuello hacia él.
Mírame
, le ordenó mentalmente.

Derguín captó su pensamiento, o bien su mirada, porque se volvió hacia ella. Tras el visor de cristal —
¡De cristal! ¡Qué locura!
, pensó Ziyam—, apenas se intuían sus ojos.

¿
Ves bien la cicatriz, cabrón? Ya te haré pagar por ella
. Pero se calló aquel pensamiento y, en su lugar, exclamó:

—¡La vista al frente,
tah
Derguín!

El Zemalnit enderezó el cuello para mirar por encima del cuerno dorado de su montura. Ziyam sonrió al notar que Derguín daba medio respingo sobre la silla del unicornio.

No era de extrañar. Como todas las demás Atagairas, las Faretrias se habían despojado de sus capas. Pero ellas iban completamente desnudas y así, en cueros, cargaron contra los Glabros y sus pájaros del terror, mientras se ponían de pie sobre los estribos y tensaban los arcos. Su desnudez era un gesto destinado a demostrar a aquellos salvajes cuánto los despreciaban las Atagairas y, de paso, a sembrar el desorden en sus filas. Aunque era una locura pensar algo así cuando quedaban segundos para el choque, el acero y la sangre, para encontrarse con las garras y los picos de aquellos monstruos emplumados, Ziyam se excitó y en cierto modo envidió a las Faretrias.

El Zemalnit le dijo algo a su montura. El unicornio levantó la cabeza, emitió un desafío que parecía más el toque de una trompeta que un relincho, y aceleró su galope cual si en lugar de cascos tuviera alas. Aunque Ziyam volvió a talonear a
Cellisca
, no pudo evitar quedarse tan rezagada como Baoyim, su madre y las guardias que la rodeaban.

No sabes lo que haces, Derguín
, pensó Ziyam. Si pretendía unirse al ataque de las mujeres desnudas, no lo iba a conseguir. En ese momento las Faretrias, que se hallaban a unos cincuenta metros de los enemigos, se dividieron en dos formaciones, a derecha e izquierda, y empezaron a disparar andanadas de flechas contra los Glabros. Se decía que las mujeres de esa marca eran las mejores arqueras de Atagaira. Ahora lo demostraron con creces, pues la mitad de ellas se vieron obligadas a disparar por el flanco derecho de sus caballos como si fueran zurdas, y aun así abatieron a muchos adversarios.

Derguín se quedó solo, convertido en el ariete de aquella carga. Ziyam esperaba que refrenara a su montura para esperar a la reina y sus Teburashi, pero el joven desenvainó la Espada de Fuego y la levantó sobre su cabeza.

—¡Bravo por ti, Zemalnit! —se le escapó a Ziyam, y de nuevo sintió que se le ponía la piel de gallina. Aunque Derguín fuese un varón, un ser inferior a cualquier Atagaira, había que reconocerle el valor.

Derguín, su unicornio y su arma flamígera penetraron en la primera línea enemiga como un cuchillo caliente en la mantequilla. Segundos después, las cabezas de dos pájaros del terror volaron por los aires, y un ensordecedor grito de victoria recorrió las filas de las Atagairas.

—¡Seguid al Zemalnit! —rugió la reina, con voz tan potente que no hizo falta que Visunam amplificara su orden.

Ziyam rechinó los dientes, embrazó con fuerza el escudo y levantó la lanza sobre su cabeza. Ya había elegido a su propio enemigo, un Glabro que, tras la embestida de Derguín, trataba de hacerse con el control de su siniestra montura.

—¡Ánimo,
Cellisca
! —gritó Ziyam—. ¡No es más que un pollo más cebado de la cuenta!

Y un segundo después se desató la locura.

Lago de Bórax

A
penas un par de días después, bardos y juglares cantarían cómo el Zemalnit se abrió paso hasta el centro del campamento de los Aifolu, y cómo con la hoja ígnea de
Zemal
hizo trizas a Gankru, el demonio alado de fuego y metal que había sembrado la destrucción en las murallas de Malib y de la desdichada Ilfatar.

En aquella lucha lo acompañaron varios escuadrones de Atagairas. Pero el grueso de sus fuerzas, mandado por la reina, se enzarzó en un sañudo combate contra los Glabros y sus pájaros del terror.

Durante la batalla, Ziyam comprobó que los Glabros eran contrincantes tan peligrosos como se esperaba de ellos. Con sus dientes negros y afilados y los colores casi fosforescentes con que se pintaban el cráneo, parecían serpientes venenosas, impresión reforzada por los insultos que proferían en su salivoso y silbante lenguaje.

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